Dante

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Tercera parte. La furia » 52. El campo de batalla

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El campo de batalla

Esa mañana el aire ya estaba en ebullición al amanecer, como si incluso el entorno circundante advirtiera el ánimo guerrero y las ansias de poder que animaban a cada una de las dos partes en el campo de batalla. Güelfos y gibelinos parecían listos para jugarse, en el llano de Campaldino, la victoria y la derrota en ese conflicto, la supremacía y la esclavitud, la vida y la muerte.

Dante estaba empapado en sudor. Había luchado por ponerse guantes, cota de malla y armadura. Y ahora estaba en la silla de montar, esperando la señal, armado hasta los dientes. Todavía no se había puesto el yelmo. Se cuidaba bien de ello. Había surgido una ligera neblina debido a la humedad nocturna, pero ahora se iba diluyendo y pronto lo que apareció frente a los feditori güelfos que estaban tomando posición fue un ejército compacto y bien desplegado, esperando la señal para arrojarse contra ellos.

Vieri había elegido veinticinco feditori por cada uno de los sesti de la ciudad y Carbone de Cerchi comandaba el de Porta San Pietro, al que pertenecía Dante. Los ciento cincuenta serían los primeros en atacar, la verdadera vanguardia. Los Cerchi habían querido también dos miembros de su linaje, solo por predicar con el ejemplo y no ofrecer ninguna excusa a quienes se mostraran reacios a unirse a las filas de la primera línea. El destacamento se dividía en tres grupos de dos venticinquine cada uno, flanqueadas por la infantería. Detrás de ellos estaba la principal división de caballería, con un millar de hombres, y una vez más la infantería flanqueándolos. Luego venían la mayoría de los soldados a pie, más de cinco mil hombres, divididos en escuadrones de tres compuestos por un ballestero, un lancero y un empavesado. Por último, los grandes carros de avituallamiento para las tropas y los bagajes y, tras ellos, Corso Donati con doscientos caballeros de la reserva. Era una disposición ordenada que, según le pareció a Dante, se podría manejar con facilidad y eficiencia. Aunque no era un experto, desde luego, esa fue la sensación que tuvo cuando Carbone les explicó la disposición de las huestes güelfas a él y a sus compañeros. Girándose hacia atrás y echando un vistazo a las formaciones, Dante fue capaz de distinguir con bastante claridad las divisiones, pero, a decir verdad, sintió un estremecimiento de orgullo al ver los estandartes con los lirios de Francia y el Marzocco ondeando majestuosos.

Volvió la mirada hacia delante, hacia las doscientas cincuenta toesas que separaban a su grupo de los gibelinos, frente a ellos. Respiró hondo. No veía el momento de que terminara esa espera y se diera la señal de carga. Confiaba en tener suerte. Y de saber usar lo mejor posible a Manto, la espada que Giotto había forjado para él.

No era tan prematuro empezar a pelear, pensaba Lancia. Sin embargo, lo más probable era que Buonconte tuviera algo en mente. A diferencia de otras veces, según lo que había escuchado decir, el comandante gibelino estaba dejando que todo el bando güelfo tomara posición. Por lo tanto, al menos ese día no aplicaría los trucos del Strategemata de Sesto Giulio Frontino, que con seguridad Buonconte conocía perfectamente. No habría tendido trampas ni emboscadas, pero era evidente que había ideado alguna maniobra. Lancia no había logrado comprender la disposición exacta de los gibelinos, aunque por lo que podía ver, Buonconte parecía estar a la cabeza de las huestes de Arezzo junto con un pequeño grupo de caballeros.

Nunca había luchado contra el hijo de Guido da Montefeltro, pero en esos dos últimos años aquel joven comandante se había ganado una reputación legendaria y lo había hecho usando más a menudo la cabeza que la espada. Y eso lo hacía infinitamente más peligroso que los demás comandantes presentes en el campo de batalla ese día. Su imprevisibilidad era una verdadera arma secreta, la que hacía que el resultado de la batalla fuera incierto, pues si se tenían en cuenta solo los números, el pronóstico era favorable a Florencia.

La espera y el calor lo hacían hervir literalmente bajo el hierro de la malla y las protecciones. ¡Maldita sea! Fuera como fuese que se desarrollara la contienda, habría una pérdida inútil de vidas humanas. Por supuesto, había caballeros expertos como él, pero lo que veía eran en su mayor parte caras jóvenes, encendidas de ira, exhibida en expresiones lúgubres y violentas, con el único objetivo de vencer el miedo. Eso era lo que advertía en las filas florentinas, y, estaba seguro, lo mismo sucedería entre los gibelinos.

No obstante, a pesar del miedo, en esa extraña parte de Italia parecía germinar día tras día un odio que empujaba a los hombres de las ciudades a enfrentamientos fratricidas: Florencia, Siena, Pisa, Volterra, Lucca, Arezzo, Pistoia. Era un misterio, pero también una verdad cruel e incontrovertible, y si alguien le hubiera preguntado a Lancia la razón de ese odio, pues bien, no hubiera sabido qué contestar. Quizá en ese mundo no había elección: uno era güelfo o gibelino, e incluso los indecisos se encontraban portando un estigma impuesto por ambas facciones, que, sin contemplar la neutralidad, imaginaban al ciudadano imparcial como afiliado al enemigo.

Era una disputa atávica que había estado destrozando aquella tierra desde que se tenía memoria. Y cuanto más pensaba Lancia en ello, más consciente era de la cruel idiotez del género humano.

Hasta él estaba allí para obedecer el juramento hecho a una mujer que le había pedido venganza para aquel al que, militante de los güelfos, los gibelinos de Pisa habían dado una muerte cruel. Por tanto, era un mecanismo de odio y depravación tan bien aceitado que involucraba, a su pesar, incluso a las mujeres que, sumergidas en el dolor de la pérdida de sus maridos, hijos y padres, se convertían en parte de ese gigantesco tributo de sangre.

Suspiró. Finalmente vio que un puñado de caballeros se separaba de la alineación adversaria. Y no parecían en absoluto querer parlamentar.

Todo comenzaba.

Y, como siempre, no estaba nada claro qué intenciones albergaba Buonconte da Montefeltro.

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