Dante

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Tercera parte. La furia » 53. Los paladines

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Los paladines

—¡San Donato Caballero! —gritó Buonconte da Montefeltro, lanzando su caballo al galope.

En respuesta recibió un clamor por parte de su ejército, que con aquel rugido celebraba al santo patrón de Arezzo.

Mientras cabalgaba contra las filas enemigas, Buonconte sonreía. Pensaba que, con un poco de suerte, aquel plan suyo podría hasta funcionar. Era la única oportunidad que tenían de vencer.

Había elegido a once de sus caballeros más valientes, los había llamado paladines y ahora los estaba dirigiendo contra las huestes enemigas. Oía los cascos de los corceles de guerra retumbando sobre el campo de batalla. Los colores de las insignias gibelinas en la sobrevesta y la cota de malla: eran doce diablos arrojados contra la primera línea de los güelfos. No tenían miedo, actuaban impávidos y parecían proyectiles, tal era el ímpetu de la carga.

Buonconte esperaba que, tras el impacto, él y sus compañeros fueran repelidos por la primera línea de los güelfos. La idea era atraer a la vanguardia de la caballería hacia la segunda línea gibelina. En cierto sentido, la suya era una carga desesperada, una manera temeraria de expulsar a la presa, sacarla de su propia alineación, y hacerlo de modo que una parte de la caballería, persiguiendo a los supervivientes de ese primer ataque, se dispersara por la llanura hacia las huestes gibelinas.

No fue sin sorpresa, por tanto, que llegando a menos de cincuenta toesas de la primera línea de los feditori, Buonconte se diera cuenta de que los florentinos permanecían quietos. Lanzó a su caballo a una velocidad impresionante. El comandante bajó la lanza y lo mismo hicieron los once demonios que lo seguían.

Veinte toesas más arrasando el campo y los caballos de los güelfos se mantenían firmes sobre sus patas. Por las rendijas del casco de olla, Buonconte veía al enemigo cada vez más cerca, si alargaba el brazo podría incluso hasta tocarlo.

Sentía que se hundía en el infierno. O tal vez siempre había estado allí y hasta ahora no comprendía que en realidad era un pequeño e inútil hombre condenado a no salvarse. Los doce demonios que vio llegar cubiertos de hierro, con lanzas apuntando a la primera línea de la caballería, parecían llevar consigo el Apocalipsis, y cuando cayeron como rayos de carne y metal sobre el primer feditore florentino, el impacto fue monstruoso.

Afortunadamente para él, que estaba en una posición más lateral, Dante no era más que un testigo mudo de ese horror, pero tuvo la seguridad, en el momento exacto en que la vio, de que recordaría esa destrucción para siempre. Peor aún, la imagen lo perseguiría a partir de entonces hasta el final de sus días. Fue poco más que un instante porque, tan pronto como sus ojos percibieron la abyección humana en su culminación, todo había sucedido ya y los doce caballeros gibelinos estaban ya avanzando como una cuña imparable hacia el corazón mismo de la formación florentina.

El choque de la madera contra las cotas de malla era inhumano. En algunos casos, la lanza no solo atravesaba la malla, sino que también penetraba el forro de cuero o lino prensado debajo del metal y, además, la piel, la carne, los músculos y literalmente empalaba al guerrero atacado, que, con la lanza clavada y perforado de lado a lado, terminaba resbalando de la silla de montar para encontrarse dando tumbos entre los cascos de los caballos.

Otros feditori no fueron alcanzados por los ataques. Alguno lograba desviar el golpe con el escudo y, no obstante, al mirar su hombro descubría el húmero partido en astillas blancas de hueso y luego terminaba cayendo hacia atrás, gritando de dolor.

Pero después de que sus ojos captaran esas aterradoras imágenes por un breve lapso de tiempo, los gibelinos ya se hallaban lejos y la caballería florentina de los güelfos se dividió en dos, separada por el asalto devastador de Buonconte da Montefeltro.

Dante nunca hubiera creído que doce hombres a caballo pudieran sembrar el pánico de aquella manera. Sin embargo, eso fue lo que pasó. Cuando, atónito y débil aunque ni siquiera fue rozado por ese primer asalto, dirigió la mirada al frente, se dio cuenta de que al grito de «¡San Donato Caballero!», la caballería gibelina se abalanzaba en masa contra ellos.

Galvanizados por lo que debían de haber visto, la gente de Arezzo estaba liderando la acción y ahora avanzaba en filas compactas, en una ola gigantesca que brillaba con el hierro y se ennegrecía con el cuero, cubriendo la llanura por delante a una velocidad indescriptible. A Dante le parecía ver una ola gigante que se preparaba para romper contra ellos.

—¡Movámonos! —gritó alguien en el desordenado bosque de los feditori florentinos, perdidos tras el primer impacto.

Dante reconoció esa voz: era la de Carbone de Cerchi.

—Si nos quedamos quietos, ¡nos barrerán! —continuó—. ¡Regresemos a la segunda línea!

Mientras Carbone tronaba ordenando la retirada, Dante tuvo la fuerza de girar a su caballo, dando la espalda al adversario. Al volver la mirada hacia un lado se percató de que el ala de infantería güelfa se estaba dando a la fuga. Se echó hacia atrás lo más rápido que pudo.

Detrás de él se oía el rugido creciente de la caballería gibelina que llegaba, haciendo temblar la tierra.

Espoleó y Némesis galopó hacia la segunda línea de caballería. Solo tuvo tiempo de alcanzarla, bajo las insignias de los lirios y del Marzocco, y volverse, cuando los imperiales ya se encontraban sobre la caballería güelfa.

Irrumpieron como una ola de mar gigante. Aun así, en esta ocasión, cerrando filas y con muchos más hombres preparados, la segunda línea no se rompió. Por supuesto, sufrió y cedió en parte con el primer impacto, y en algunos puntos los gibelinos lograron penetrar a fondo. El propio Dante se vio a sí mismo chocando contra un caballero a la velocidad de una bala. Mientras el otro asestaba un tremendo golpe con su lanza, él lo detuvo lo mejor que pudo con el escudo.

El porrazo fue tremendo. Logró desviar el golpe lo suficiente para que no lo alcanzara, pero el choque fue tal que se encontró perdiendo el equilibrio y cayendo del caballo. El impacto con el suelo fue durísimo. El dolor del golpe desviado se extendía a lo largo del brazo con una intensidad tremenda. El hombro con el que había golpeado en el suelo le dolía a morir. Se puso de pie como pudo justo a tiempo, ya que el caballero gibelino acababa de detener al caballo y, aún en la refriega, se las había arreglado para encontrar la manera de retroceder.

Tenía la intención de terminar lo que había comenzado.

Debía de haber perdido su lanza en alguna parte porque extrajo un garrote con púas, apuntándolo hacia él, y dio un golpe de espuela.

Némesis se había perdido en medio de la confusión. Dante esperaba que no fuera abatida. Tuvo el tiempo preciso de tomar las medidas oportunas cuando otro golpe, propinado de arriba abajo, fue a dar contra su escudo. Trató de resistir y, mientras esquivaba el ataque, instintivamente atrajo la rodela hacia él. No logró ver bien lo que había pasado, pero se encontró de nuevo en el suelo. Las correas se habían aflojado y había perdido su escudo. Intentó deshacerse del casco, que lo estaba estrangulando con la correa de la barbilla. Lo consiguió y se lo quitó. Quizá no estaría protegido, pero al menos empezaría a respirar de nuevo. Tan pronto como pudo mirar lo que pasaba a su alrededor echó un ojo al escudo, tirado a un lado con el garrote clavado, y, un poco más adelante, también vio al caballero que lo había atacado correr hacia él con la espada desenvainada.

Inconscientemente apretó los dedos enguantados en hierro alrededor de la empuñadura de Manto y… se dio cuenta de que estaba agarrando el aire. ¿Dónde había ido a parar su espada?

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