Dante

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Tercera parte. La furia » 54. A sangre y fuego

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A sangre y fuego

El caballero gibelino estaba ahora a poca distancia de él. Dante no tenía nada con que defenderse. Todo alrededor era una refriega de caballos abatidos y guerreros gritando, además de espadas trizadas y escudos despedazados, hierro abollado y cadáveres cubiertos de sangre.

Entonces ¿terminaría de esa manera?

¿Su enemigo le iba a partir el cráneo?

Dante no tuvo tiempo para pensar y cayó de rodillas. Vio al otro amagando un gran ataque, la hoja de la espada que ejecutaba un arco perfecto en el aire y se estaba preparando para abrirlo en dos, cuando algo se interpuso en el camino, lo que provocó que la hoja gibelina emitiera un sonido metálico sordo.

Un momento después, Dante vio a un hombre gigantesco que, tras parar el golpe, se liberó rápidamente del cruce de espadas e hizo vibrar el hacha más grande que jamás había visto a la altura del costado de su oponente.

La hoja del hacha mordió hierro, cuero y carne como si hubiera dado contra un tronco de madera y penetró el torso de su adversario casi hasta la columna vertebral. La sangre explotó a borbotones rociando cuanto lo rodeaba.

El caballero abrió la boca y escupió rojo. La espada le cayó de la mano. Terminó de rodillas, al igual que Dante, frente a él, con la lengua colgando de la boca como la de un perro. El hombre que acababa de derribarlo puso su pie contra su cuerpo haciendo palanca y sacó la hoja del hacha gigantesca justamente como lo hubiera hecho un leñador.

El gibelino cayó al suelo. Parecía un árbol talado.

Dante miró hacia arriba.

—¿Y ahora qué? —dijo una voz—. ¿Ya habéis perdido la espada que había forjado para vos, amigo mío?

—¡Giotto! —exclamó finalmente Dante, que no creía lo que acababa de ver.

Su plan había fracasado estrepitosamente. Había confiado en la experiencia de sus hombres y le habían pagado con el más banal de los errores. Exaltados por el éxito de la carga, lo habían seguido, cargando a su vez. Y así Buonconte había obtenido el resultado contrario al esperado. En lugar de mantener a su propia infantería cercana —habiendo actuado como cebo junto con los otros once paladines, atrayendo así a la caballería güelfa hacia su propia alineación—, se había encontrado con los suyos y las otras filas de feditori gibelinos en la trampa de las huestes güelfas, que, después de resistir el embate, cerraban filas con su caballería, aislándola de los soldados de infantería gibelinos, demasiado distantes para intervenir eficazmente. Dicho de otro modo, debido a la imprudencia, los suyos se habían metido solos en la trampa.

A todo esto, a horcajadas en su caballo palafrén, Buonconte propinaba grandes golpes a diestra y siniestra, cortando miembros y aplastando cabezas de lanceros y empavesados, ya que, a fuerza de avanzar tras el primer asalto, había terminado mucho más allá de la segunda fila de la caballería güelfa y ahora estaba tratando de abrirse paso para unir los dos restos de su ejército, acercando a los soldados a caballo y a los de a pie.

Pero tenía que afanarse lo suyo para implementar el plan en medio de la pelea, con golpes que llovían de todas partes. Ponía especial cuidado en que no mataran al caballo, que avanzaba en medio de la marea humana como un barco de guerra, pateando violentamente en más de una ocasión y rompiendo las cabezas de algunos soldados de infantería enemigos.

Con todo, la situación empeoraría aún más. Buonconte lo entendió cuando vio que los ballesteros güelfos se estaban colocando a lo largo del perímetro del cerco. Al abrigo de los empavesados, lo aprovecharon para lanzar flechas sin descanso, cercenando a los gibelinos, que caían de los caballos alcanzados por un dardo en la garganta o en los ojos.

—¡Ánimo! —les gritó a sus hombres—. ¡No os rindáis precisamente ahora! ¡La batalla todavía puede ser nuestra! —Y, según lo decía, comprendía que tenía que predicar con el ejemplo, justo como cuando atacó el primero a la cabeza de los paladines.

En algún lugar de la refriega reconoció a Guillermo de Pazzi. Peleaba como un león. Los adversarios parecían estar compitiendo para medirse con él, pero, ante la sorpresa de los muchos que lo intentaron, el resultado siempre era el mismo: quien estaba lo bastante loco como para desafiarlo acababa en el suelo con la garganta sajada.

Sin aflojar ni un instante, Buonconte apuntó con su espada hacia delante, como si fuera a ordenar una carga: se proponía volver a subir al campo para ir a reencontrarse con Guillermo.

El Arpón se movía tratando de mantenerse con vida. En tantos años de robos y emboscadas nunca le había sucedido tener que cometer un asesinato en una situación como aquella.

Lo que más le molestaba era aquel olor, que hacía el aire irrespirable: sudor, sangre, intestinos que goteaban de cuerpos desgarrados, por no hablar de la orina y las heces que liberaban unos hombres que experimentaban un horror personal que nunca serían capaces de olvidar.

Al principio había pensado que aprovechar el tumulto era la manera perfecta de atacar sin que nadie pudiera seguirlo. En cierto sentido había sido una feliz intuición. Y, a juzgar por lo que estaba sucediendo, incluso afortunada, puesto que, por alguna razón inescrutable, el asalto de Buonconte había sido tan terrible que había partido en dos la caballería florentina, lo cual permitió al comandante gibelino llegar casi hasta la línea de infantería enemiga. Y de ese modo, de repente, tuvo su objetivo muy cerca. O eso le pareció.

Pues en el momento exacto en que sacó la larga daga del cinturón, un caballero gibelino a pie lo vio, y le propinó un golpe que el Arpón esquivó por los pelos, saltando a un lado.

Entonces tomó el garrote con púas y, aprovechando que el otro se había echado hacia delante, lo aporreó con el arma. No consiguió lo que quería, ya que el golpe resultó débil debido al precario equilibrio, pero tuvo el efecto de hacer caer de rodillas a su enemigo, que, entretanto, se había tropezado con las piernas de un cadáver.

Aprovechando la ventaja, el Arpón propinó un segundo golpe con el garrote, que alcanzó al enemigo en la rodilla. Lo embistió con todas sus fuerzas, de tal modo que el hombre, que acababa de ponerse de pie, cayó de nuevo porque la pierna no lo sostenía.

El Arpón se le abalanzó encima en un instante y, aprovechando que el otro tenía la visera del casco levantada, le estrelló la maza en la cara.

No perdió más tiempo y se volvió en dirección a Buonconte, que destacaba sobre su caballo en medio de la batalla donde él también se hallaba.

El comandante gibelino estaba haciendo una escabechina de soldados de infantería enemigos, blandiendo su espada como un dios de la guerra, y rebanaba cuellos y golpeaba con el escudo en la cabeza a aquellos que intentaban desesperadamente tirarlo de su caballo.

El Arpón se abrió paso hasta él, esquivando una flecha que le silbó muy cerca. Vio a un empavesado caer al suelo llevándose las manos a la garganta. Un alabardero fue alcanzado por un golpe por la espalda y rodó por el suelo, en medio del bosque de cadáveres que iba anegando de sangre el campo de batalla.

Pero no se daba por vencido. Ya casi estaba allí. Unos pocos pasos más. Buonconte estaba de espaldas a él.

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