Dante

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Tercera parte. La furia » 56. Dante y Giotto

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Dante y Giotto

Corso destacaba en el centro del campo. Montado en su caballo blandía la espada por encima de su cabeza. Había creado un vacío a su alrededor y sus hombres habían hecho otro tanto. El impacto en el flanco de la caballería gibelina había sido devastador. Literalmente, la habían destruido. Y ahora lo que quedaba de ella perseveraba en propinar los últimos golpes. Corso atravesó de lado a lado a un hombre que, arrojado de su caballo, se había puesto de pie con dificultad. Lo había observado cuidadosamente antes de ensartarlo: iba sin casco, perdido quién sabe dónde, por lo que fácilmente adivinó dónde el almófar no lo protegía. Lo traspasó con la hoja a la altura de la nuez de Adán.

Muchos gibelinos cayeron bajo los estoques de otras espadas. Los muertos, entre los adversarios, se acumulaban a montones.

Sonrió porque con su carga había determinado el resultado de la batalla y ya estaba degustando por anticipado la forma en que haría valer sus razones en la mesa de la victoria. Había visto a Buonconte da Montefeltro alejarse. No había logrado distinguir, en medio de la confusión general, si se había reincorporado a la infantería gibelina para esperar al enemigo en la parte del campo donde se hallaban sus hombres de a pie o si simplemente huía. Por cierto, a quien sí había visto caer era a Guillermo de Pazzi.

Amerigo de Narbona estaba de rodillas, no lejos de él. Sostenía el brazo debajo de la cabeza de un soldado. Corso intuyó que se trataba de Guillermo de Durfort. Lo lamentaba, por supuesto. A pesar de su desprecio por las órdenes, sabía reconocer a los valientes, y los franceses, más allá de las polémicas, se entregaron de lleno a la lucha.

Con todo, no podía perder tiempo. La batalla aún no la habían ganado. Después de aniquilar decisivamente a la caballería gibelina, decidió recurrir a los muchos caballeros güelfos que, desde lo alto de sus palafrenes, derribaban a los enemigos supervivientes. Apuntó al centro del campo, donde esperaba la infantería enemiga.

—¿Los veis?

Un rugido le respondió.

—¡Pues venga! ¡Vamos a ganar esta batalla! ¡Exterminémoslos! —Y, sin esperar más, galopó hacia la infantería gibelina.

La caballería de los güelfos lo siguió como un solo hombre. Lejos, delante de ellos, las huestes enemigas se estaban dando a la fuga.

De ese modo, Corso Donati acababa de atribuirse el mérito de victoria en la batalla de Campaldino.

Dante y Giotto estaban espalda contra espalda. Peleaban lo mejor que podían. Siendo dos al menos tendrían alguna posibilidad. A su alrededor, los enemigos se estaban debilitando. Solo unos pocos caballeros gibelinos resistían todavía, la mayoría de ellos habían sido abatidos en el cuerpo a cuerpo con la infantería florentina, atravesados por los dardos de las ballestas, derribados de sus sillas de montar por la última carga de Corso Donati, que había llegado como una exhalación, seguido por sus hombres, y había asestado un golpe mortal a la enérgica resistencia de los caballeros de Arezzo. El campo de los güelfos estaba cubierto de cadáveres, pero algunos aún persistían en la lucha.

Dante, en concreto, se enfrentaba a un duro oponente. No particularmente peligroso pero sí persistente, difícil de eliminar, tanto más porque él, espada en mano, hacía lo que podía. La hoja, sin embargo, respondía bien a los estoques del oponente. El acero era resistente y elástico, parecía contener la energía del golpe enemigo para devolverla duplicada tan pronto como Dante propinaba un sablazo. La empuñadura estaba perfectamente calibrada y no se sentía tan cansado como hubiera pensado. Su enemigo, por otro lado, estaba exhausto, y ahora solo la rabia y la determinación parecían mantenerlo de pie. Propinaba los estoques con extrema lentitud, pero Dante era consciente de que atacar, arriesgándose a bajar la guardia, habría sido fatal. No tenía la intención de darse por vencido, aunque tampoco confiaba en atacar.

Por su parte, Giotto lo hacía lo mejor que podía. Tras herir a un adversario, que había caído entre los muertos apilados, ahora, balanceando su hacha, le estaba haciendo saber a otro que no era el caso continuar.

Dante paró el impacto del enemigo. Luego, con las últimas fuerzas que le quedaban, le propinó un codazo. Con el golpe, al hombre se le rompió la nariz, los cartílagos se partieron, dejando salir abundante sangre. En su rostro, ahora, el gibelino parecía tener un plato de peras podridas. Cayó de rodillas frente a Dante, pero este no tuvo corazón para rematarlo.

—Señor —jadeó con el último hilo de voz que le quedaba en la garganta—, estáis a mi merced. ¿Desistís?

El otro dejó caer la espada y levantó las manos en el aire. Dante lo miró. Se sentía débil y temía que pronto pudiera desencadenarse una de sus convulsiones. De hecho, estaba seguro de ello. Ahora frente a él tan solo contemplaba una única e infinita extensión de cadáveres. La batalla se había desplazado hacia el campo gibelino. La caballería güelfa, dirigida por Corso Donati, se había alejado de allí y una buena parte de la infantería lo había seguido.

—Giotto —dijo, mirando al compañero—, amigo mío, ¿podéis vigilarlo? Tengo que alejarme un momento.

—¿Y adónde queréis ir? —preguntó el amigo, lleno de sorpresa.

—Lejos de aquí —respondió Dante, tambaleándose—. Hacia esos árboles —concluyó señalando una hilera de álamos que bordeaba el campo.

—¿Qué os pasa? —preguntó Giotto, que lo notaba extraño.

Por toda respuesta, Dante intentó caminar. Escuchó un relincho, se volvió y vio a Némesis.

—Amiga mía —dijo, dando algunos pasos hacia ella y agarrando las riendas.

Entonces, obstinadamente, se puso en marcha de nuevo, arrastrando consigo a Némesis, que lo siguió dócilmente. Estaba seguro de que si pudiera llegar a donde quería, allí nadie lo vería. Le hubiera gustado subir a lomos de su potra, pero, débil como se encontraba en ese momento, sabía que no lo conseguiría. Avanzó con dificultad mientras el mundo parecía desmoronarse ante él. Aquí y allá se oían los jadeos de alguien que se arrastraba en la sangre y se rendía a la agonía antes de la muerte. Los cuervos ya habían descendido como un ala diabólica para darse un festín con los ojos de los muertos. Dante y su caballo trepaban sobre esos cuerpos. Dante lo hacía intentando desesperadamente alcanzar los árboles y esconderse de la mirada de su amigo, pero por más que se afanase, era consciente de haber recorrido apenas unas brazas. Finalmente se rindió y cayó de rodillas.

—Dante —dijo Giotto, que lo había seguido, con la voz quebrada por la preocupación—. ¿Qué os ocurre?

—Me siento mal.

—¿Os han herido?

—No, amigo mío —dijo, dándose la vuelta. Plantó la espada en la tierra y con un esfuerzo supremo se apoyó en ella y se levantó. Luego agarró a Giotto por los hombros—. Ahora caeré presa de un mal que no puedo controlar. No tengáis miedo. En poco tiempo volveré en mí. No tendréis que hacer nada. Al menos, con todos estos muertos, nadie se dará cuenta de nada… Prometedme que guardaréis…

No tuvo tiempo de terminar la frase porque su visión se oscureció y sus piernas cedieron, y se derrumbó entre los cadáveres.

Sentía como si le agarraran las entrañas. El hielo casi le cortaba el aliento. Tuvo que protegerse la cara con el brazo para ponerse a resguardo de la tormenta de nieve que lo claveteaba con copos helados.

Estaba temblando. El cuerpo se sacudía a causa de las convulsiones provocadas por el frío que le penetraba en los huesos como una espada antigua.

La ventisca envolvía el paisaje. Apenas avanzaba y ni siquiera aguzando la mirada reconocía dónde estaba, ya que el viento silbante formaba molinillos en la nieve y le impedía ver.

Sintió que el rostro casi le ardía por el frío. Luego, poco a poco, se las fue arreglando para avanzar en una dirección cualquiera y, por alguna razón desconocida para él, sucedió que la nieve dejó de caer y el aire a su alrededor se hizo más claro. Por supuesto, todavía era algo lechoso, envuelto en una espesa niebla, con el cielo oscurecido como si el día diera paso a la noche, y allí, frente a él, creyó ver un molino con las aspas movidas por el viento.

Se dio cuenta de que caminaba sobre una gran capa de hielo, que le pareció tan grande como un lago, y por encima de aquella superficie helada y lisa, más adelante, hete aquí que emergía el pecho de un ser gigantesco y monstruoso con brazos colosales y que se estiraban hacia arriba casi hasta las frías nubes que ennegrecían la bóveda celeste, de lo enorme que era.

En el momento en que se encontró contemplando semejante visión escalofriante tuvo la certeza de que se hallaba al borde de la locura.

Se acercó más todavía.

Estaba aterrorizado por lo que veía, ya que aquel monstruo…

… tenía tres cabezas. Estaba seguro de ello, igual que no tenía ninguna duda de hallarse en medio de una carnicería. El olor a sangre y la vista de los cadáveres se lo confirmaba. Hizo aspavientos con los brazos, pero alguien le apretó la mano derecha con firmeza. Recordó de quién era la mano y se alegró de ver el rostro redondo y sincero de Giotto.

—Hice lo que me dijisteis —afirmó su amigo mientras lo ayudaba a levantarse—. He visto lo que os pasa…

—No tenéis que comentarlo con nadie —se apresuró a advertir Dante, susurrando las palabras con la boca todavía pastosa.

—No temáis, amigo mío —lo interrumpió Giotto—. Conmigo vuestro secreto está a salvo, pero debéis tener cuidado, por si el mal que os aflige os sorprende en el transcurso de un duelo o una carga de caballería…

—¡No soy un cobarde! —murmuró Dante con los dientes apretados.

—Jamás lo he pensado —le aseguró Giotto.

—¡Por lo tanto correré el riesgo que este mal me impone! —espetó el amigo, dejando claro que no iba a hablar del tema más de lo que ya se había extendido.

—De acuerdo, si es lo que os va bien a vos.

—Para mí está bien así —dijo Dante, apoyándose en la silla de Némesis, que había permanecido inmóvil donde la había dejado. Le acarició el hocico. Cogió a Manto, que todavía estaba clavada en la tierra, y se la envainó.

—De acuerdo, pero tengo la intención de ayudaros a llegar a vuestra tienda de campaña.

Entonces avanzaron juntos entre los cadáveres y los restos de los caballos abatidos.

Némesis los siguió obedientemente.

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