Dante

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Cuarta parte. El retorno » 58. Caprona

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Caprona

Capuana miraba a Lancia y sus ojos se habían vuelto de luz y fuego.

—Habladme de Caprona —dijo—, puesto que la derrota de los pisanos es para mí el final de una pesadilla que ha durado demasiado.

Gherardo Upezzinghi la observaba fijamente. Desde que había regresado de la campaña contra los gibelinos, Capuana nunca le había hecho esa petición, pero en cierto sentido sabía que aquella espera era tan solo una forma de prepararse para hacerla. Había en ella un espíritu grande que, a pesar de los contratiempos de la vida, finalmente la había llevado a sobrevivir. Y en ese temperamento, Lancia se reconocía a sí mismo, fiel a su señor hasta la muerte.

Y no solo eso. Desde hacía ya un tiempo nutría en secreto una intensa pasión por esa mujer. Ella, muy probablemente, había advertido sus sentimientos, ya que nada parecía oculto a sus ojos, como si pudiera, con el rigor y la intransigencia adquiridos durante su vida de reclusa, sondear los rincones más remotos del alma humana.

Y así, Lancia se entregó a ella y a su sed de conocimiento, ahora que Capuana había roto el silencio. Y entonces, en esa celda desnuda pero limpia y ordenada, le abrió su corazón como ya lo había hecho en el pasado.

—Regresamos de Campaldino unos días después, con los que habían sobrevivido, y no eran pocos, bajo el liderazgo de Amerigo de Narbona. Florencia nos pareció una ciudad abandonada, con los ánimos destrozados por el hierro y la sangre. Pero no se nos concedió ni siquiera el tiempo de recuperar el aliento, ya que Corso Donati, borracho de gloria y triunfo, nos urgió a tomar las armas. Aproximadamente dos meses después nos movilizamos, en aquella ocasión hacia el monte Pisano. Sabíamos lo que había sucedido: aprovechando que todas las fuerzas de las huestes güelfas se concentraban en Campaldino, Guido da Montefeltro había tomado el castillo de Caprona para tratar de arruinar una vez más el destino de una enemistad que parecía no tener fin. Y así, cuando llegamos a la torre de los Upezzinghi, la que lleva el nombre de mi familia, corrimos hacia un campamento armado y encontramos a Nino Visconti a la cabeza de una horda de hombres que, de una forma u otra, se mantenían sitiando el castillo.

—¿Qué os pareció mi sobrino? —preguntó Capuana, embelesada con los labios de Lancia.

—Audaz e impetuoso como de costumbre, pero también desilusionado y cansado de combatir para hacerse con un poder que parece escapársele a cada cambio de rumbo. Estaba a cargo de mis cincuenta hombres, que, a decir verdad, después de Campaldino, habían quedado reducidos a poco menos de la mitad. Yo era parte de ese contingente de güelfos que, para llevar ayuda a Nino, habían juntado con estrechos márgenes de tiempo ya en Florencia: cuatrocientos caballeros y dos mil soldados de infantería. Habíamos caminado a marchas forzadas para ir a Caprona y, cuando me encontré con Nino en la tienda de campaña, confieso que hablamos largo y tendido del conde.

Capuana asintió.

—¿Qué os dijo él?

No traicionó en aquella pregunta la gran emoción que sin duda albergaba en su interior. Hacía ya tiempo, a esas alturas, que aquel carácter suyo, forjado en el hierro de la espera, le había permitido aceptar la pérdida. No era resignación, ni mucho menos. En esa mujer, la conciencia era fuerte y clara, pero también lo era su capacidad para aceptar el destino. Lo lograba con la serenidad de los justos y de quienes, al final de un largo viaje espiritual, saben que no pueden ya reprocharse nada a sí mismos.

—Que estaba arrepentido y desconsolado por la muerte de su tío. Y que, si hubiera podido cambiar el curso de sus acciones, lo habría hecho, y que las últimas palabras que le dirigió al conde las había dicho con la rabia y la ingratitud de un joven arrogante y necio. Y, sin embargo, puesto que no podía cambiar el hilo del tiempo, esperaba con aquel asedio derrotar para siempre a los que habían conspirado contra él.

—Ruggiero degli Ubaldini y Montefeltro —dijo Capuana.

—Exactamente.

—¿Y qué hicisteis después?

—Nos preparamos para continuar el asedio. Nino y los suyos habían llegado a aquel lugar tres días antes. Era verano y el calor podía más que las armas. La colina parecía incendiada por el sol y la torre del castillo de los Upezzinghi era como un monolito plantado en el corazón de la campiña pisana. Planeamos tomarlo a fuerza de hambre y sed.

—¿Y Guido da Montefeltro resistió mucho tiempo? —preguntó Capuana con toda la frialdad de la que era capaz.

—No exactamente. En menos de una semana capitularon los gibelinos, y Nino Visconti obtuvo la victoria que buscaba desde hacía tanto. Y, sin embargo, sucedió algo extraño, aunque pensándolo bien, después de tan grandes sufrimientos era la única conclusión posible.

—¿Es decir?

—Veréis, mi señora, durante mucho tiempo, después de la muerte del conde, creí que la forma en que mataron a Ugolino della Gherardesca merecía un tributo de sangre, un castigo ejemplar. Palabras como «matanza» y «exterminio» eran para mí la única moneda con que podía pagar a quienes habían realizado los actos villanos que conocemos. Sin embargo, después de la tragedia de Campaldino, después de la sangre y la agonía, muchos de nosotros teníamos el alma más destrozada incluso que el cuerpo. Queríamos ganar, es verdad, derrotando a los pisanos, pero ninguno de mis hombres estaba ya dispuesto a entregarse a la destrucción del enemigo. Aquella terrible batalla nos había apagado la sed de sangre a todos.

—Lo entiendo. La derrota es suficiente para mí. Ya no deseo la aniquilación. Y hoy lamento haberos encomendado la tarea que en su momento os asigné sin dudar. No tengo excusas. El pesar por no haber podido defender a mi marido me ha vuelto insensible. He manchado con dinero esa lealtad que me prodigasteis desde el primer instante. Hubiera querido reteneros, pero era demasiado tarde. Lo lamento y sé que no merezco a un amigo como vos.

Ante aquellas palabras, Lancia dobló la rodilla e inclinó la cabeza.

—Vos, señora, no tenéis nada de que culparos. Sois una mujer extraordinaria y la misma conducta que habéis adoptado en estos años da testimonio de la profundidad de los sentimientos hacia vuestro marido. Estad orgullosa de ello. Lo que hice, lo hice con alegría, ya que yo también anhelaba tomar represalias. Sin embargo, he descubierto al sobrevivir que no hay nada más amargo y triste que la venganza. Con todo, lo que más me sorprendió fue ver que incluso Nino Visconti, por diferentes razones, había descubierto este lado amargo de la revancha. A pesar de esa especie de bravuconería que nunca lo abandona, me mostró un aspecto nuevo y sorprendente de su carácter.

—Él también, por tanto…

—Tuvo lástima del enemigo —completó Lancia, asintiendo—. Cuando al octavo día de sitio los gibelinos se rindieron, lo hicieron temiendo acabar exterminados a manos de Nino, las mías propias y las de Florencia.

—Pero no fue así.

—Esto es lo que pasó —respondió Lancia, poniéndose de pie—. Los gibelinos dijeron que estaban dispuestos a rendirse, siempre y cuando se les perdonara la vida. En la tienda de campaña de Nino Visconti no todos estaban de acuerdo. Quizá quien más se oponía era Corso Donati. Después de Campaldino, su sed de sangre se había vuelto legendaria. Y, no obstante, no era quien podía tomar decisiones en aquel lugar, ya que para los asuntos de Pisa la decisión estaba en manos de quienes habían vertido lágrimas y sangre por esa ciudad. Y, por lo tanto, la última palabra la teníamos Nino y yo, que conocía bien aquella fortaleza, ya que llevaba el nombre de mi linaje. Resolvimos aceptar la rendición, dejando marchar a los pisanos. Pensamos que tal demostración de superioridad les debilitaría los ánimos y que aquella victoria presagiaba otras en el futuro, y que eso nos bastaba.

Capuana miró a Lancia de una manera que lo hizo sentirse bendecido.

—Habéis hecho bien, señor Lancia. «Misericordia» es una palabra mucho más fuerte que «venganza». Y si Ugolino no recibió justicia en vida, al menos su martirio no sufrirá la ofensa de una venganza inicua. Habéis hecho bien y hoy soy una mujer feliz. Y quizá por primera vez me doy cuenta de que siento por vos una amistad tan dulce que casi me abruma.

Lancia tembló al escuchar esas palabras.

—Señora —dijo—, me dais hoy una nueva vida. No me atrevo a preguntar, pero sabed desde este momento que mi corazón es vuestro y que mi secreta esperanza es poder envejecer con vos fuera de aquí.

—Paciencia, amigo mío, paciencia. Un poco más de tiempo y estaré lista.

Y al escuchar esas palabras, Lancia se calló porque era su corazón el que cantaba.

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