Dante

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Cuarta parte. El retorno » 59. Codicia

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Codicia

La plegaria no le daba consuelo. A pesar de haberse vuelto aún más puntilloso en procurarse momentos de meditación, el ajetreo de su mente lo abducía y lo llevaba a fantasear con monstruos y apocalipsis que amenazaban el futuro de Florencia. A pesar de la naturaleza sagrada del lugar donde se hallaba, no era capaz de sentir paz.

Dante suspiró.

También aquel día, cuando buscó alivio bajo las nervaduras de la cúpula de San Giovanni, le pareció ser testigo silencioso de un despertar ya ineludible. Como San Brendano en su Navigatio, se había dado cuenta demasiado tarde de que había desatado al aspidoquelonio, la aterradora criatura que parecía una isla y, en cambio, había revelado ser un repugnante monstruo marino, por lo que percibía claramente que Corso Donati nunca renunciaría a perseguir el dominio absoluto de aquella ciudad, y que fueron precisamente las recientes hazañas de la guerra las que habían despertado de la manera más firme y decidida el instinto sanguinario de su ansia de poder y anulación de la vida ajena.

Desde que había regresado, una cosa y solo una parecía gobernar la vida de Corso Donati: la codicia. Se hizo fuerte en la victoria de Campaldino, de la que se jactaba constantemente, casi como si fuera su único protagonista. Y no dejaba de hacer lo mismo respecto al triunfo posterior en Caprona, a pesar de que el asedio se resolvió en una simple victoria moral, que culminó al entregar los gibelinos el honor de las armas. A estos últimos se les perdonó la vida contra su voluntad y, sin embargo, como líder de los güelfos, había conseguido volver los acontecimientos de la guerra a su favor y a esas alturas ya no había nadie en Florencia que dudara de los éxitos militares obtenidos como si fueran su exclusiva prerrogativa. Esa fama estaba aún más extendida desde que la mayoría de la gente conocía sus talentos como guerrero sediento de sangre, y cuando alguien los ignoraba, un puñado de fanáticos intrigantes y secuaces contratados ponían remedio a la situación, forjando la convicción con palabras y amenazas, cuando no con la espada.

Pero esa no era la única razón. En calidad de alcalde, Corso se cebó incluso con Pistoia, logrando atraer a su lado a un gran número de partisanos.

Por no mencionar que la mayoría de los priores eran hombres que se hallaban bajo su influencia directa y a ellos les pedía, como verdadero déspota, que cualquiera de sus decisiones o actos le fuera favorable. En resumen, ejercía una influencia política y una coerción insoportables, y se comportaba aún con mayor bravuconería desde hacía poco, seguro de que sus abusos y opresiones, siempre perpetrados contra los más débiles e indefensos, quedarían impunes. Había llegado a exhibir tal audacia que se había vuelto incluso desvergonzado. Y nadie, como era obvio, parecía oponerse. No abiertamente, al menos.

En definitiva, actuaba en la ciudad como un verdadero matón, complacido por aquella creciente popularidad y ansioso no solo por expandir la esfera de su dominio, sino también por engrosar sus arcas, que siempre habían sufrido una ancestral escasez de oro. Por eso, su odio a Vieri de Cerchi aumentaba día a día. A pesar de haber nacido de ancestros menos nobles, este último, sin cubrirse de la gloria de la guerra, logró zanjar las diferencias con ríos de dinero, gracias al éxito de su banco.

Corso, que soportaba mal el imparable ascenso de Vieri, respondió en el único idioma que conocía: el de la amenaza y el miedo, incitando a sus sicarios con el único propósito de aterrorizar a la ciudad y a sus conciudadanos. Lo hizo para reafirmar su supremacía y evitar que, poniéndose de parte de Vieri, la gente albergara extrañas aspiraciones. Confiaba aquella política de terror a figuras como los hermanos Filippo y Boccaccio degli Adimari. No eran los únicos, por supuesto, pero ciertamente eran los más temibles por temperamento y actitud.

En una situación semejante, tan terrible, Dante había sabido que su amada Beatriz estaba sufriendo. Embarazada de su primer hijo, llevaba días en cama y, según le había revelado Lapo Gianni, su buen amigo, al parecer las cosas empeoraban. Existía, además, el peligro de que no superara el parto. Esta, al menos, fue la respuesta del médico que la había examinado, y esto le había revelado el hermano de ella a Lapo. A Mone de Bardi, su marido, un hombre violento, adicto a las armas y a sus negocios, no se le veía particularmente preocupado.

En cambio, para Dante aquella noticia había sido terrible. La sola posibilidad de que Beatriz pudiera faltarle lo dejaba postrado. Y lo que más lo atormentaba era que no podía hacer nada. Tenía que contentarse con las escasas noticias que le llegaban de las casas de los Portinari, que no estaban lejos de la suya. Con ellos, por lo menos, tenía algún trato, sobre todo porque su padre había establecido una amistad sincera con Folco, el cabeza de familia. Sin embargo, Folco había fallecido el invierno anterior. Y ese había sido un primer hecho trágico que no solo había debilitado a la familia de Beatriz, sino que también había fortalecido el comportamiento frío e insensible de Mone, ahora que su suegro ya no estaba vivo. En fin, parecía que su esposa no le importaba lo más mínimo.

Ah, maldito holgazán, pensó Dante. Él, que por Beatriz se habría dejado matar. Él, que hallaba en ella la razón de su vida, capaz de mantenerlo alejado de un deseo de autodestrucción que iba creciendo cada vez más desde que la guerra había quemado todas sus ganas de vivir.

Se sentía presa de una fiebre que parecía paralizarle el raciocinio y reducirlo a un estado de ansiedad que no sabía cómo apaciguar y que le quitaba la lucidez. Cuánto le hubiera gustado poner solución a su estado de eterna duermevela… No obstante, por más que se esforzara, no había manera. Pasaba las noches con la mirada fija en la oscuridad mirando las vigas del techo. Y aquella inquietud perenne lo volvía cada día más ausente, quebrado, agotado.

No tenía idea de cómo podía ayudar a la mujer que amaba. Y saberla en un lecho de dolor, próxima a extinguirse como la luz frágil de una vela consumida, le hacía sentirse como en un naufragio, golpeado por la resaca e ingobernable. Los días se sucedían idénticos, todos igualmente escuálidos, desprovistos de sentido y de promesas.

Solo, en el agua monstruosa, los pies que giraban en el vacío, en un intento desesperado de tocar un eje, un atisbo de rumbo, un trozo de madera al que aferrarse. Y delante, el remolino de un abismo insondable que lo iba succionando, arrastrándolo más y más abajo. Y esa pelea suya, esa obstinada agitación con el propósito de mantenerse a flote de alguna manera, no hacía sino hundirlo cada vez más profundamente. ¡Ay, cómo le gustaría poder salir de semejante y tormentoso dilema! Pero no tenía fuerzas y, por lo tanto, se abandonaba a su dolor como el náufrago que al final, agotadas las fuerzas, dejaba que el mar se cerrara, burbujeante y terrible, por encima de él.

Salió a la plaza. Vio que ese día, al principio inundado de sol, entregaba el cielo al color de las cadenas. Pronto empezó a caer una lluvia fina pero helada. No estaba lejos de casa, aunque tenía la sensación de que la bóveda celeste se estaba preparando para llorar.

Inspiró hondo ese olor a lluvia, seguro de que anunciaba algo inminente y trágico.

Sintió un estremecimiento. Entonces, con el corazón herido por unos pensamientos que le debilitaban la mente, se puso en marcha.

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