Dante

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Cuarta parte. El retorno » 60. Lluvia y llanto

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Lluvia y llanto

Estaba lloviendo. Como en Campaldino hacía un año. Hasta la mañana anterior, Florencia había sido devorada por el calor y ahora parecía que el diablo quería ahogarla. Quizá porque ese día de junio había sucedido algo terrible, como en Campaldino. Pero si en aquel caso fueron los hombres los que decidieron hacerse pedazos en nombre de las ideas y las facciones, esta vez era el destino el que desataba su furia, de manera cruel e incomprensible.

Beatriz había muerto. Y él, que llevaba un año luchando por volver a encontrarse a sí mismo, se sentía aún más perdido, indefenso y derrotado. No recordaba quién se lo había dicho, pero estaba aturdido, aniquilado, incapaz de entender una tragedia como aquella. Lo había presagiado, pero ahora que había llegado el momento culminante, se sintió defraudado. Y entendió en ese preciso instante que nada hubiera podido prepararlo para un acontecimiento como ese, ya que el temor de que algo horrible suceda no es nada comparado con el sentimiento de abandono total y devastador que nos abruma cuando alguien a quien amamos es cercenado por la guadaña de la muerte.

Se tambaleaba bajo una lluvia torrencial, empapado de pies a cabeza, en el corto trayecto que lo llevaba a la casa de Simone de Bardi, el hombre que había hecho suya a Beatriz durante algunos años.

Dios debía haber querido llamarla. En toda aquella locura, Dante no encontraba otra explicación. ¿Cómo aceptar, si no, ese hecho terrible y cruel al mismo tiempo? Se sentía desnudo y herido, y no a causa del agua helada que le hacía temblar hasta los huesos.

No, en absoluto. Era la conciencia de ser testigo de otro drama: el destino le había arrebatado a Beatriz. No bastaba con lo que había visto en Campaldino y luego en Caprona, cuando los güelfos se convencieron de aceptar la rendición de los gibelinos y los contemplaron saliendo de la fortaleza de Upezzinghi. A él le parecían demonios derrotados, escupidos de la cueva del infierno, aquel fuerte de piedra negra y ahumada por las flechas y los proyectiles incendiarios que lo habían asaeteado en los días anteriores a la caída.

Había experimentado el miedo que ahora nunca lo abandonaba.

Cuando entró en la hermosa casa del señor De Bardi, la halló abarrotada de gente. Las razones de aquella peregrinación eran de lo más diversas. A muchos de los presentes Beatriz les importaba muy poco, en cambio les importaba mucho más mostrar su devoción al marido. No en vano este último era uno de los grandes de la ciudad, antiguo alcalde de Volterra y en aquellos días capitán del pueblo de Prato. Mone era un hombre de temperamento frío y calculador, poco acostumbrado a sentimientos y arrebatos de pasión, y fue precisamente su frialdad la que dejó a Dante consternado.

Vio a Vieri y luego a Corso, y a muchos otros de los barones de la ciudad. Y también a los Portinari. Los hijos Manetto y Ricovero, los dos hermanos mayores, de rostro sombrío. Habían enterrado a su padre Folco apenas unos meses atrás, y ya un nuevo duelo los llamaba a mirar a la muerte cara a cara.

Cilia de Caponsacchi, la madre de Beatriz, estaba desesperada. Los ojos enrojecidos por las lágrimas, los pasos vacilantes, la postura de quien está perpetuamente inclinado hacia delante, debilitado por los golpes despiadados del destino. ¡Cómo había envejecido! Apenas podía ponerse de pie, apoyada en Vieri, al que estaba muy vinculada, también en virtud de la proximidad entre los Cerchi y Folco, que era socio del banco de este último.

A Dante se le hizo un nudo en la garganta mientras abrazaba a Manetto. Lo estrechó contra su pecho y a duras penas pudo contener las lágrimas.

—No entiendo cómo pudo suceder —dijo el hijo mayor del señor Folco—. Dicen que fue por el nacimiento, pero cualquiera que sea la causa… no es justo. Era una mujer dulce y hermosísima y no hizo daño a nadie.

Esas palabras lo golpearon como el chasquido de un latigazo. Aunque tenía razón, ¿qué podía decirle él, que sentía un abismo abrírsele en el alma, ahora que su bien, el amor de su vida, había desaparecido?

—Vamos, Manetto —dijo, pero se le quebró la voz en la garganta.

—Id a darle el último adiós, Dante —murmuró su amigo.

Y él, obedientemente, se fue, como si necesitara ese estímulo para entrar en la habitación donde Beatriz yacía exánime.

Estaba vestida de blanco, como una novia. El largo cabello castaño lo llevaba suelto y parecía unas llamas líquidas en la almohada, como cobre derretido. Su tez pálida la hacía idéntica a un ángel. También en la muerte era la mujer más hermosa que había visto en su vida. ¿Cómo no iba Dios a quererla a su lado?

Esa pregunta surgió en él de repente, rápidamente, ineluctable. Cualquiera hubiera querido contemplar aquella belleza. También Dios.

Cegado por el esplendor de Beatriz en la muerte, dio un paso atrás. Algo parecía envolverla: una presencia celestial. Se sintió ante tal gracia que no fue capaz de soportarla. Era demasiado, tanto más cuanto que, estaba seguro, se hallaba por encima de lo humano. Repentinamente, la visión de ella le parecía revelar en quién se había convertido. Tuvo miedo.

Así que salió. De lejos vio a Guido Cavalcanti, pero en ese momento no tenía ningún deseo de hablar con él.

Sintió dentro de sí la necesidad de hacer algo para volver inmortal a Beatriz. Era como si lo que había presenciado en aquella habitación se lo pidiera. No, más concretamente, como si le ordenara una línea precisa de conducta, la de dedicarse a la celebración de Beatriz en los años venideros. Pero ¿cómo? ¿Cómo inmortalizar su vida? Y cuanto más pensaba en ello con más claridad se iba abriendo paso una idea. Todavía era una sombra, el reflejo de un pensamiento, nada claro, pero iba creciendo dentro de su alma.

Campaldino y Compiobbi habían pedido un homenaje a su corazón. Después de ver la sangre y la matanza, el horror de las vidas rotas de aquella forma violenta, tribal e inhumana, Dante había percibido un cambio que no lograba controlar. La vista del cuerpo desnudo lo horrorizaba. No lograba expresarlo de otra manera, pero el solo hecho de que Gemma lo tocara le provocaba una irrefrenable sensación de pavor. Era algo horrible decirlo y más aún pensarlo, pero le parecía como si la guerra hubiera borrado todo apetito erótico en él. Únicamente concebía el contacto físico como resultado del odio y la reprobación. Hubiera podido pegar y golpear a alguien, si bien no acariciarlo. Los besos y las efusiones lo angustiaban, lo disgustaban, y por eso estaba avergonzado, porque sabía que Gemma lo amaba y él también había aprendido a quererla.

Y ahora que había visto a Beatriz de esa manera, perfecta e inalcanzable en la muerte, despojada de cualquier significado terrenal, aunque con el corazón roto por el dolor, escuchaba una voz desconocida sugiriéndole que alimentara ese sentimiento de pura espiritualidad, libre de cualquier otra implicación, ya pasional, ya emocional.

La muerte de Beatriz, en su trágica naturaleza, le ofrecía una salida. Resultaba terrible y salvífica al mismo tiempo.

Cruzó el pasillo donde estaban reunidos los dolientes. Sintió que le fallaban las fuerzas. Alcanzó la salida y se encontró bajo la rugiente lluvia.

Empezó a correr entre lágrimas.

Como un demente.

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