Dante

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Cuarta parte. El retorno » 62. Argento

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Argento

Lo llamaban Filippo Argenti porque su caballo estaba enjaezado en plata, pero su verdadero nombre era Filippo Cavicciuoli y pertenecía a la familia de los Adimari, muy leal a los Donati.

Por temperamento y disposición, los Adimari poseían sed de sangre y eran belicosos, como Corso o más. Alimentaban especialmente un sentido natural de superioridad y una arrogancia que en la ciudad nadie parecía igualar.

De ellos, Filippo era quizá el más autoritario e insoportable de todos. Tenía una pésima reputación, y Dante había llegado a verlo en acción bastante de cerca en las batallas que habían librado, cuando Filippo no solamente quería matar al adversario, sino también perpetrar una masacre con la misma determinación despiadada que Aquiles había empleado contra Héctor, haciendo polvo su cuerpo, atándolo a su carro. Pero si el héroe griego tenía como justificación la muerte del amado Patroclo, no se podía decir lo mismo de Argenti, que, en cambio, cultivaba un instinto innato de prevaricación y ferocidad como si fuera la violencia misma lo que le daba placer. Esto lo convertía en un hombre abyecto y peligroso. Por no mencionar que la fama que había conquistado de ese modo lo animaba a reiterar su comportamiento, ya que tenía la intención de cumplir lo que ahora se decía de él.

Por esto era tan odiado en la ciudad.

La crueldad de Argenti era tanto más inquietante porque Corso iba creando alianzas con hombres como él y, cada vez más a menudo, cuando se hallaba en Florencia y, por lo tanto, no estaba comprometido en Pistoia como alcalde, se oponía a Vieri de Cerchi. Estaba naciendo una disputa entre las dos facciones y el momento de la rendición de cuentas se volvía imposible de aplazar. Parecía como si, agotada o casi la eliminación definitiva de los gibelinos, se preparara una nueva lucha trágica dentro del bando de los güelfos.

Argenti avanzaba con altivez y orgullo, como siempre a lomos de su semental, a veces poniéndose en pie en los estribos, mirando con desprecio a todo el que se cruzara en su camino, como si no fuera digno ni siquiera de lamerle los zapatos.

Dante trataba de desinteresarse de él por completo, después de todo no sentía curiosidad alguna por aquel fanfarrón sediento de sangre. Sin embargo, asimismo sabía que ese hombre disfrutaba provocando a los demás, y en alguna ocasión no había dejado de intentar burlarse de él. Por lo tanto, era más consciente que nunca de que tenía que estar en guardia. Siguió adelante por su camino, mirando al frente, dándole la espalda y evitando volverse para mirarlo, hecho que Argenti odiaba especialmente.

Escuchó los cascos del caballo batir rítmicamente y acercarse. Aunque se dirigía a la piazza del Battistero, tuvo la sensación de ser el único hombre en la vía pública. Entonces le pareció que, de repente, Argenti se detenía. Finalmente, mientras aceleraba el paso, oyó que el caballo volvía a ponerse en marcha y se acercaba a un ritmo más rápido, como si alguien lo hubiera incitado.

Un instante después vio al animal junto a él; luego alguien lo atacó. Dante cayó hacia delante. Terminó boca abajo, embarrado completamente a causa de la lluvia que había caído el día anterior. Se giró de espaldas, apoyándose en los codos. Ni siquiera tuvo tiempo de ponerse de pie cuando el caballo y el jinete volvían a estar frente a él, Filippo Argenti con una sonrisa malvada en el rostro, como queriendo desafiarlo para que intentara reaccionar.

—¿Qué creéis que estáis demostrando? —preguntó Dante, conteniendo apenas su ira—. Lo hicisteis a propósito, ¿no? ¿Y por qué?

Filippo Argenti se echó a reír.

—Vaya, parece que las cucarachas hablan. ¡Ser uno de los feditori de primera línea os ha vuelto soberbio! ¡Aunque sepamos ya cuál fue vuestra contribución en Campaldino! Y que no sois más que el hijo de un usurero.

—¿Qué diablos queréis? —dijo Dante, esta vez alzando la voz. Quizá tiempo atrás hubiera temido la reacción de un fanfarrón como Argenti; ahora, en cambio, casi ansiaba la confrontación. Se puso de nuevo en pie.

—¡Ah! ¿Y vos me lo preguntáis? ¿Quizá debo recordaros que fuisteis aniquilados por los hombres de Buonconte da Montefeltro, es decir, doce hombres, incluido él, y terminasteis regresando a la segunda línea con el rabo entre las piernas?

—Bueno —respondió Dante, quien no tenía ninguna intención de dejarse incriminar así—, recuerdo que estabais allí, con vuestro arnés de plata, bien protegido entre los hombres de la reserva, de pie y mirando a los que nos dejamos hacer pedazos para resistir la carga y ganar la batalla. Os movisteis solo en el último momento, cuando el conflicto ya no tenía razón de ser y los güelfos habían contenido y luego aniquilado a la caballería gibelina.

Argenti se sonrojó. Luego estiró el dedo índice hacia él.

—¡Cuánto descaro! ¡Y más en un hombre de vuestra estirpe! ¡Un descendiente de prestamistas usureros, de repugnantes difamadores, tan incapaces que ni siquiera lograron hacerse ricos con sus delitos! ¡Me disgustáis, Alighieri!

—¡Qué gran coraje tenéis para criticarme, estando en lugar seguro a lomos de vuestro caballo! ¡Bajaos de la silla y veamos si os atrevéis a pegarme de nuevo como acabáis de hacer! —lo provocó Dante, que odiaba su insolencia y el veneno que destilaban sus palabras injuriosas.

—Dad gracias a Dios que me están esperando, de lo contrario os metería de vuelta vuestra arrogancia directamente en la garganta con la hoja de mi espada. Pero solo es cuestión de tiempo. Corso Donati tomará posesión pronto de esta ciudad maldita y yo con él. Siento tener que irme, me hubiera quedado aquí gustosamente.

—Idos, idos —concluyó Dante—. Quedo a vuestra disposición donde y cuando queráis.

—¡Tened cuidado, Alighieri, que un día os tomaré la palabra! —Y según lo decía, Filippo Argenti escupió en el suelo.

Luego, sin esperar respuesta, plantó los talones en los flancos del caballo y un instante después aceleró en la dirección opuesta a la de donde había venido.

Dante se quedó mirándolo con ojos llenos de rabia. No le tenía miedo y se descubrió deseando volver a encontrarse con él para devolverle la jugada.

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