Dante

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Cuarta parte. El retorno » 63. El burro de Porta

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El burro de Porta

—¡El burro de Porta! —exclamó Vieri de Cerchi—. Así es como me llama ese cerdo de Corso Donati. —Estaba rojo de rabia y Dante nunca lo había visto en ese estado.

Carbone lo miraba fijamente con decepción mal disimulada. Era como si su proverbial sangre fría hubiera sucumbido de repente a la ira y justamente él, que había cosechado fama como urdidor de tramas, se abrazase ahora a un ciego resentimiento.

Sin embargo, duró un instante. Al cabo Vieri se recuperó y volvió a mirar con frialdad al hombre que había ido de Pistoia a Florencia para dar cuenta de lo que estaba sucediendo.

—Vos conocéis la situación, que está próxima a la locura —dijo el hombre. Tenía el pelo hasta los hombros y ojos azules y acuosos—. Toda la cuestión gira en torno a una disputa entre los hijos habidos con una mujer y los habidos con una segunda por Cancellieri. ¡Maldita sea su estirpe! Los primeros son los Blancos; los segundos, los Negros.

—Sí, señor Panciatichi —dijo Vieri—, pero Schiatta Amati mantiene alto el honor de la parte blanca.

—Por supuesto, os confirmo que así es. No obstante, los Negros están ejecutando un buen juego en estos días. Como sabéis, Corso Donati es alcalde de Pistoia y desde el año pasado, cuando fue nombrado, hace todo lo que está en su poder para ayudar y favorecer a Simone Cancellieri.

—¡Maldito!

—Pero lo peor es que los güelfos, que se acaban de imponer en todas las ciudades de la Toscana, a excepción de la orgullosa Pisa, todavía gibelina, están sentando las bases de una nueva disputa, entre Blancos y Negros.

Vieri negó con la cabeza.

Dante también había ido incubando aquella certeza. Sabía que no era un buen momento para reavivar esa sensación, pero tenía que advertir a Vieri de lo que estaba sucediendo. Tal vez llevaría su tiempo, pero del mismo modo que había temido el inevitable advenimiento de la madre de todas las batallas, así percibía ahora con claridad que aquella nueva lucha interna era tan solo una cuestión de tiempo.

—Hablaré con Vanni de Cancellieri —dijo Carbone.

—¡No lo hagáis, ahora no! —le increpó Vieri—. A menos que deseéis desencadenar un infierno. Ese hombre es un joven exaltado, un loco sediento de sangre.

—Por más que este asunto os disguste, es un hombre del tipo que necesitamos —observó Carbone con malicia.

Quizá era mejor guardar silencio sobre su encuentro con Filippo Argenti, pensó Dante, pero si se hubiera sabido que un Adimari lo había amenazado en la vía pública y él se había abstenido de denunciarlo, habría sido aún peor. Así que soltó a su vez:

—Filippo Argenti me provocó mientras me dirigía a la piazza del Battistero.

—¿Y qué os ha hecho? —le preguntó Carbone con una mirada de reojo que no auguraba nada bueno.

—No se trata tanto de lo que hizo, sino de cómo. Por no añadir que pronunció amenazas muy específicas.

—Y qué tendrá esto que ver con lo que estamos hablando… —respondió Carbone.

Entonces fue interrumpido por Vieri.

—Callaos, dejadlo hablar.

—¡Me dio una patada, él a caballo y yo a pie, y me tiró al suelo! —estalló Dante, muy cansado de que Carbone continuara cuestionando su palabra. Por respuesta recibió una mirada gélida.

—¡Pues vaya, qué novedad! —exclamó este último con desdén—. Lo habrá hecho no sé cuántas veces. En la ciudad lo odian por eso.

—Lo sé —admitió Dante—, pero cuando le dije que lo mejor que podía hacer era seguir su camino, más allá de los insultos personales, ha corrido a anunciarme que Corso Donati pronto tomará Florencia y que él estará a su lado. Si a esto le sumáis lo que se dice a propósito de Pistoia…

—¡Sí! —exclamó Vieri—. Pensad de una vez por todas, Carbone, en lugar de abandonaros a vuestros habituales e inútiles deseos de sangre. Corso apunta a crear su propia facción. Odia a los que son como nosotros, culpables de habernos convertido en nobles gracias a nuestros florines. Este hecho no lo puede digerir, ¿cómo podría hacerlo? Él, que se define a sí mismo como noble por linaje ancestral, sueña con aniquilarnos algún día. ¡Y ahora también es alcalde de Pistoia! Y se ha puesto del lado de Simone Cancellieri. Pronto nos veremos obligados a ver a Schiatta expulsado de su propia ciudad, ¡me apuesto algo!

—El tiempo lo dirá —confirmó el hombre de Pistoia.

—¡Lo que faltaba! ¡Solo nos faltaba vuestro comentario, señor Panciatichi!

—Solo digo lo que está pasando —respondió el otro con una mirada ausente, como si lo que auguraba fuera inevitable y estuviera al margen de cualquier posible influencia política y militar.

—Lo sé —concluyó Vieri, negando con la cabeza—. La situación es grave.

—Entonces ¿qué pensáis hacer? —preguntó Carbone, que ya soñaba con sacar la espada y degollar.

—No tengo ni idea. Aún no. Ya veremos. En realidad, una buena medida podría ser ir a hablar con un amigo.

—¿A quién os referís? —preguntó el señor Panciatichi con curiosidad.

—Oh, lo siento, pero eso sí que no puedo decíroslo.

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