Dante

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Cuarta parte. El retorno » 64. Ideas y acciones

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Ideas y acciones

A aquella hora la taberna estaba medio vacía. Dante y Guido permanecían sentados a una mesa en un rincón. Algunos clientes bebían un vino infecto. Detrás del mostrador, el posadero parecía ocupado con las cuentas.

—Sé que queréis defenderlo porque se ha convertido en vuestro benefactor —dijo Guido con su habitual ironía burlona—, pero debéis entender que ese hombre nunca tomará la iniciativa. Ninguna, con tal de no enfrentar a Corso cara a cara.

Hablaba a media voz porque sabía que, en un lugar así, ciertas conversaciones podían ser escuchadas por oídos enemigos.

—Bueno, creo que puedo decir que sois injusto —observó Dante—. Después de todo, Vieri es el único que se opone al caballero Donati.

Guido suspiró.

—Sois sordo y ciego. No queréis entender. Voy a tratar de explicároslo así: después de Campaldino, Corso está convencido de que es un héroe.

Dante no pudo evitarlo, era más fuerte que él.

—No deja de tener su gracia que os expreséis al respecto, puesto que no estabais allí —dijo.

Guido suspiró.

—De acuerdo. Tenéis razón, pero no es en absoluto esa la cuestión.

—Ah, ¿no? ¿Y cuál sería, entonces?

—Tanto si es cierto como si es falso lo que Corso dice, son muchos los que lo creen. Vieri no lo desmiente y Carbone es demasiado débil para imponerse, no obstante, sería el hombre adecuado en momentos como estos. Creo que de una forma u otra tiene algún complejo de inferioridad respecto a Vieri.

—¿Qué estáis tratando de decirme?

—Bajad la voz, por favor —lo instó Guido—. ¿Sabéis que Vieri fue a hablar con Giano della Bella? —murmuró. Dante no tenía la menor idea. No pudo disimular que estaba completamente in albis. Se quedó callado—. ¡Ah! ¡Así que vuestro mentor no os lo cuenta todo! —continuó Guido en ese tono provocador suyo.

—Guido, por favor deteneos —gritó Dante. No podía seguir soportando más aquellos golpes bajos.

El señor Cavalcanti levantó las manos.

—Está bien —dijo—. Os prometo que no me burlaré más de vos, pero debéis saber que el señor Della Bella tiene una idea muy interesante en mente.

—¿De qué se trata?

Guido miró a su alrededor para asegurarse de que nadie estuviera interesado en su conversación.

—Vetar los cargos políticos a los grandes de Florencia.

—Creo que no os entiendo. O, mejor dicho, ¿sería posible tal cosa? ¿Y cómo pretende hacerlo?

—Por ahora es solo una posibilidad y de momento su propuesta no es factible, pero el proyecto no carece de encanto —observó sonriendo el señor Cavalcanti—. Y de alguna utilidad.

—No me habéis respondido todavía.

—Oh, es más simple de lo que parece, pero hay que quererlo. Y, sobre todo, conseguir que se apruebe una provisión. De cualquier manera, la idea es evitar que se asigne el cargo de prior a los nobles caballeros y a los que ostentan títulos feudales.

—Por lo tanto, a las familias cuyas nobles raíces se hunden en la noche de los tiempos —observó Dante.

—Si lo deseáis, también podéis decirlo así.

—Y Vieri… ¿ha aceptado ponerse del lado de Giano della Bella en semejante batalla?

—El señor De Cerchi está indeciso —dijo Guido, sin ocultar su desprecio—. Por supuesto, puedo entender que primero se debe desarrollar una conciencia colectiva, y por eso Giano della Bella pretende defender a los simples y a los que pertenecen al pueblo.

—¿Contra los nobles, a pesar de que él es uno de ellos?

—Precisamente, y yo también lo haré.

—Pero…

—¿Qué os sorprende? Conozco y respeto a Giano della Bella desde hace tiempo. ¿Creéis que sois el único que puede presumir de amistades con alguien de peso? ¿De verdad pensabais que habíais entrado en las altas esferas? Vieri os ha ocultado sus encuentros con Giano, y por esta razón tal vez os sintáis traicionado. No obstante, ya os había advertido que para Vieri no sois más que un pasatiempo divertido. Un poeta, es verdad. Un hombre capaz de escribir y hablar, no lo pongo en duda. Incluso un feditore. Pero si realmente queremos que se nos tenga en cuenta, debemos dar con la manera de cambiarle el rostro a esta ciudad.

Dante se quedó de piedra. Aquella revelación lo dejó atónito y sorprendido. Creía que se había ganado una posición, pero ahora se dio cuenta de que no había logrado hacer nada. A decir verdad, ni siquiera había rasguñado la superficie del mármol en que se había tallado la nobleza.

—No me malinterpretéis —continuó Guido—. Creo que Vieri es bastante mejor que Corso, pero es necesario llevar a cabo algo más radical. Es un poco como con nuestros versos. Y así como en vuestra lírica cultiváis la ilusión espiritual del amor y yo, al contrario, hace tiempo que me he rendido a su desencanto más doloroso, en política creéis que Vieri es el hombre adecuado para esta ciudad, mientras que yo creo que la solución está en la idea de revolución de Giano della Bella. Sé que habéis recibido un duro golpe recientemente, y os ruego que no tergiverséis mis palabras. No soy un enemigo vuestro, al revés, os digo que a partir de ahora si me necesitáis os tenderé mi mano, pero creo que la oposición a Corso debe hacerse de una manera muy diferente a como la está llevando a cabo Vieri, a quien, mirándolo con detenimiento, aunque es menos arrogante y violento que el señor Donati, no le falta codicia y crueldad.

—¡Oh, claro! ¡Puesto que me está ayudando, entonces necesariamente debe ser un incapaz y un violento! Eso es lo que no entiendo de vos, Guido, por qué sois siempre tan hostil. O, mejor dicho, desde cierto punto de vista, lo entiendo perfectamente: queréis tomar partido solo por vos mismo.

—Siento que penséis eso, Dante. En realidad, es todo lo contrario.

—Si fuera cierto, me pediríais que os ayudara.

—¿Y lo haríais? Además, ¿por qué debería pedíroslo? Después de todo, ya habéis decidido de qué lado estar.

Dante resopló. Había mucha verdad en lo que Guido decía, pero no se dio por vencido.

—Por fuerza. Cuando he necesitado ayuda, Vieri estuvo siempre ahí.

—¿Y yo no? ¿Olvidáis quién apoyó vuestros versos? ¿Vuestro talento? ¿Quién os ayudó a haceros un nombre?

—¡Vos, por supuesto, nunca lo he negado! Pero lo que quiero decir es esto: Vieri nunca me ha echado en cara su ayuda. Vos, en cambio, seguís recordándomela. Tengo la sensación de que queréis a toda costa mantenerme bajo vuestro mando, evitar que tenga mi propia convicción. Como si mejorar y convertirme en un poeta más conocido y capaz pudiera haceros daño, oscurecer vuestra fama. Ya está. ¡Ya lo he dicho! —exclamó Dante, y se dio cuenta de que esas palabras le procuraban satisfacción y amargura al mismo tiempo.

Guido negó con la cabeza.

—No sé qué deciros. Con vos todo es siempre muy complicado. Puede ser que llevéis razón, os lo concedo. Y también sé que no tengo un carácter demasiado fácil. Tampoco vos, sin embargo, estáis exento de defectos, me parece. Pero intentad pensar en esto: una ciudad donde la nobleza no se determina según el nacimiento sino según las obras, las propias acciones y el valor demostrado es un lugar mejor que este en el que vivimos. La posibilidad de ser elegido prior en calidad de miembro de una de las Artes de Florencia y no porque uno tenga patentes de nobleza tan antiguas como el mundo y más… ¿Os dais cuenta de la revolución que sería? De este modo quitaríamos el poder de las manos de las familias habituales para dárselo a otros, a nuevos hombres con nuevas ideas. Y os lo dice alguien que con una forma de gobierno como esa no tendría nada que ganar. De hecho, solamente tendría que perder.

Dante respiró hondo. Se dio cuenta de que Guido estaba en lo cierto, pero ahora le resultaba difícil admitirlo. Era parcial. Quizá lo que estaba diciendo lo asustaba porque cuestionaba el orden establecido. Se trataba de una revolución. Una gran idea. Y a medida que lo iba entendiendo, Dante comprendía que, mientras estaba ocupado buscando su propio beneficio personal —porque por esa razón había acogido con agrado la protección de Vieri—, Guido razonaba con una perspectiva más noble y más grandiosa. Por supuesto, era más fácil cuando ya lo tenías todo, pero la honestidad lo obligaba a reconocerlo.

—Es una gran idea, Guido. —Y esta vez fue sincero.

—Ya veremos —respondió su amigo—. Con ideas, lamentablemente, se hace muy poco. Tenemos que convertirlas en acciones.

Dante asintió. Lo sabía bien. Campaldino había sido eso. Sin embargo, mientras la lucha entre güelfos y gibelinos se iba decantando a favor de los primeros, un posible nuevo orden estaba camino de nacer. Algo muy distinto de Cerchi y Donati.

—Tengo que irme —dijo finalmente Guido levantándose de la mesa—. Os deseo un buen día, amigo mío.

Dante lo saludó con un movimiento de cabeza.

Y mientras el señor Cavalcanti llegaba a la salida, pensaba que pronto su mundo volvería a cambiar.

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