Dante

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Cuarta parte. El retorno » 65. La solución

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La solución

La conversación con Guido le había dejado huella. Como siempre. Así que estaba en ciernes un mundo nuevo. Algunos de los nobles renunciarían a sus prerrogativas para convertirse en representantes del pueblo. Era un hecho inaudito. Dante tenía la sensación de ser viejo ya, de que no entendía aquella ciudad. Mientras se preparaba un enfrentamiento entre Cerchi y Donati, ambos corrían el riesgo de ser sobrepasados por una marea creciente que estigmatizaba la soberbia de los nobles y que en algunos de ellos haría madurar la convicción de querer derrocar el orden establecido.

¿Y él? Sentía que no estaba hecho para ese mundo, que no lo había entendido y que quizá sería incapaz de hacerlo. Además, lo abrumaba el dolor por la muerte de Beatriz, esa sensación de abandono y una soledad que nunca lo abandonaba, ni siquiera un instante. Por no mencionar la tensión casi insoportable entre él y Gemma, que intentaba alejar en todos los sentidos, pero que en cambio siempre estaba allí, recordándole hasta qué punto el horror de Campaldino lo había convertido en un hombre frío, inestable, negado para el cariño.

Lo único que en ese momento le daba una pizca de esperanza era la poesía. Se aferraba a las palabras como lo haría un náufrago a una tabla de madera mientras la tormenta arreciaba a su alrededor.

Volvió a lo que había concebido, a aquella idea que había tenido y luego dejado de lado porque otra había ocupado sus días.

Recuperó sus escritos: los versos dedicados a Beatriz, el relato de sus sueños, esas confesiones suyas entre prosa y rima. Sabía cómo concluir ese proyecto, confiriéndole una estructura definitiva.

Desde hacía algún tiempo había decidido crear un solo texto, una composición estratificada. De hecho, había terminado la primera parte. Pero le faltaba el evento central, la frontera, la línea que señalara la conclusión de una parte y el comienzo de la otra.

Lo que estaba buscando acababa de suceder: la muerte de Beatriz sería el punto de inflexión de su poema. Y cuanto más reflexionaba sobre ello, más pensaba que también comprendía cuál sería el título adecuado para esa obra porque, por amargo y trágico que fuera el presente que estaba viviendo, tal hecho se estaba revelando como completamente nuevo, revolucionario, impactante.

Lo que tenía ante sí sería una vida sin Beatriz, en una nueva Florencia, probablemente arrancada a los nobles, una Florencia completamente güelfa, pero dividida entre Cerchi y Donati.

Tantas cosas habían sucedido en esos días… Y cuanto más lo pensaba, más entendía que Beatriz no se había ido, sino que se había quedado cerca de él, y ahora le hablaba más que nunca, porque sería el único que la celebraría con sus versos para convertirla en su propio ángel, en su inspiración, para tomarla como guía de sus actos más inminentes.

Tenía la intención de escribir esa obra para inmortalizar su persona. Y, al mismo tiempo, ese camino espiritual representaría el antídoto para una Florencia diferente. ¿Cómo lo había llamado Homero en el sueño? ¡Poeta guerrero! ¡Por supuesto! Lo recordaba perfectamente. No se sustraería al conflicto, ni político ni militar, pero tampoco renunciaría a la poesía.

Y a ella se aferraba en el momento más oscuro de su vida. Después de ver el horror, de escuchar los gritos de los moribundos, de ver cómo los soldados se arrancaban las lanzas del pecho, se arrastraban por el barro, rogando compasión; después de contemplar la belleza arrebatada al mundo, mirando a los ojos, ya de cristal, de Beatriz, sentía que no podía abandonar lo único que le daba alegría y consuelo.

He aquí lo que constituiría el límite entre la primera y la segunda parte de su escritura: la muerte de su amada. Una amada inmortal, ya que viviría para siempre en sus escritos.

No sucumbiría a las provocaciones, a la violencia, a la miseria de todos los días, ¡no! Lucharía, trabajaría sin descanso en las palabras, en el significado de la frase, en la estética de los versos. Nunca se daría por vencido. Aceptar ensuciarse las manos, desenvainar una espada, defender la causa de su parte no lo distraería de celebrar la gracia perpetua de la mujer que lo había inspirado.

Giotto había pasado a despedirse. Se hallaba en aquel carro que tiempo atrás le había mostrado. Ciuta también estaba allí. Se marchaban juntos. Realmente parecía el vehículo de un cuentacuentos, y en cierto modo Giotto lo era, porque sabía, a través de imágenes y colores, narrar aventuras mejor que nadie.

Dante y Gemma lo estaban esperando en la puerta.

Cuando se abrazaron, su amigo se conmovió sinceramente. Ambos sabían que con su partida se acababa una etapa. Giotto estaba cansado de tener que quedarse en el taller de Cimabue. Ya había expresado su impaciencia. No obstante, fue la batalla de Campaldino, sobre todo, lo que lo había dejado consternado y sin fuerzas para quedarse en aquella ciudad.

Justamente como le había sucedido a él.

Solo que su reacción había sido la contraria.

Ciuta estaba esperando un bebé. Gemma se dio cuenta. La decisión de su amigo parecía aún más descabellada. ¿Qué diablos pensaba que estaba haciendo? ¿Creía que si se iba los problemas se resolverían? Sin embargo, Dante sentía una extraña envidia, en cierto modo inexplicable. Y por un instante tuvo la clara impresión de querer irse con él.

Cuando le había hablado de la propuesta de Giotto, Gemma había manifestado su oposición. Antes de irse quería al menos dar a luz a un hijo. Se sentía incompleta y esperaba poder tener pronto un hijo correteando por la casa.

Y mirando a Ciuta, Gemma no pudo contener las lágrimas.

—Estoy encantada —dijo de inmediato, secándose las lágrimas con el dorso de la mano.

Giotto y Ciuta la abrazaron, pero Dante sabía que no era así. O, mejor dicho, no solo así. Aunque su esposa estaba feliz por sus amigos, al mismo tiempo sufría porque cualquier aspiración a la maternidad le era negada en aquella jaula en que ahora se había convertido su vida.

Y él era el responsable de ese encarcelamiento al que estaba condenada.

Gemma se sentía traicionada. Y tenía razón.

Era un hombre mezquino, no tanto porque no pudiera darle cariño y pasión, sino porque se negaba a admitirlo e incluso a hablar de ello. Y tanta cobardía le hacía avergonzarse de sí mismo.

Giotto debió percibir alguna cosa porque lo miró fijamente con aquella extraña mirada suya que le dedicaba cuando advertía que algo iba mal. Pero fue tan amable que no dijo nada. Se limitó a abrazarlo.

—Como os prometí, me voy —dijo finalmente—. Esta ciudad es como Saturno: devora a sus hijos.

Dante suspiró.

—Así es —admitió amargamente.

—¿Y hacia dónde vais? —preguntó Gemma.

—Lejos de aquí. —Y al decir esas palabras Ciuta se acarició el vientre.

Estaba más hermosa que la última vez que Dante la había visto: más dulce y madura, como si la maternidad le hubiera dado una conciencia de sí misma que no tenía antes.

—Tengo que ir a Asís para una última tarea encomendada por mi maestro Cimabue. Supervisaré la realización de algunos frescos. Y después me dirigiré a Roma sin más demora. Quiero viajar y ver mundo. Y tal vez algún día, si tenemos suerte, nos volveremos a encontrar.

—Eso espero, amigo mío —contestó Dante—. No tenéis idea de cuánto os voy a extrañar.

—Oh, vaya si lo sé, puesto que podría decir lo mismo de vuestra ausencia.

Entonces Dante comprendió que esta era la ocasión adecuada para lo que se había prometido hacer mucho tiempo atrás.

—Esperad —dijo—. Vos me dejasteis una espada que forjasteis para mí.

—Un regalo bastante inusual para cualquiera que ejerce de pintor, lo reconozco.

—Bueno, me he tomado la libertad de daros un regalo también.

Dante desapareció dentro de la casa un momento. Fue a su estudio y tomó un códice que había dejado aparte. Luego, sin aliento, bajó las escaleras y regresó a la puerta donde estaba Giotto esperando.

—Aquí está —dijo—. La Visio Pauli. Es un texto que me obsesiona desde siempre. Infierno y cielo, valles, precipicios y ríos de fuego. Es una lectura llena de encanto y maravilla que en su compleja belleza podría inspiraros, a vos, que sois un auténtico narrador con el arte de la forma y el color. Como bien podéis ver, las magníficas miniaturas enriquecidas con pan de oro y los vivos colores de los pigmentos de laca, del ultramar y muchos otros pigmentos lo convierten en un pequeño y genuino tesoro.

Giotto tomó el códice de manos de su amigo con la delicadeza que se reservaba a una reliquia.

—Gracias, Dante. Me hacéis verdaderamente feliz —dijo al fin. Luego abrazó a Gemma—. ¡Ya es hora de irse! —exclamó con amargura, volviéndose hacia Ciuta.

Los amigos se dieron la mano.

—Volveremos a vernos —dijo Dante.

—Lo podéis jurar —replicó Giotto.

Después ayudó a Ciuta a subir al pescante. A continuación, subió él. Sacudió las riendas sobre los cuartos traseros de los dos caballos y partió.

Mientras se alejaban, Dante pensó que echaría de menos a Giotto por encima de todas las cosas.

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