Dante

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Cuarta parte. El retorno » 66. En las colinas

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En las colinas

El aire de las colinas agitaba la hierba. Era una suave brisa que acariciaba con dulzura. Lancia estaba feliz y asustado al mismo tiempo. Feliz porque, mientras miraba el apacible valle a sus pies, reflexionaba sobre cómo había logrado convencer a Capuana de que se fuera del monasterio y volviera a tener una vida. Asustado porque, en tantos años, nunca había vivido con una mujer ni, lo que es más, lejos de la guerra. Y decir que no tenía la menor idea de cómo comportarse era una pálida aproximación a la verdad.

Se habían ido dos días antes y Capuana había insistido en llegar a una de sus propiedades en las colinas que rodeaban Lucca, en Garfagnana. Colocó en el suelo del carruaje las pocas cosas que tenía intención de llevarse consigo. Él ató su caballo de guerra al vehículo y se instaló en el pescante. Y se encaminaron así hacia la pequeña aldea de la que Capuana era señora.

Al caer la tarde, quedaron encantados con lo que habían visto. La Garfagnana había revelado toda su belleza, y a Lancia le fascinó la exuberante magnificencia de esos lugares. Marcada por el Serchio con sus aguas cristalinas, que lo cruzaba como una cinta resplandeciente, esa tierra virgen mostraba sus prados verdes esmeralda y sus bosques de castaños y, más arriba, donde la parte alta del valle daba paso a los Alpes Apuanos, pinares oscuros y densos hasta tal punto que eran casi impenetrables. Los puentes alomados que cruzaban el Serchio salpicaban el paisaje y a uno de ellos, el de la Maddalena, cerca de Borgo a Mozzano, lo llamaban el «del Diablo». Ese nombre inquietante estaba relacionado con el maestro de obras que, al encargarle la construcción del puente, había hecho un pacto con el diablo para terminarlo a tiempo, entregando el alma a cambio. No solo eso, en toda esa tierra era habitual creer que esos lugares encantados estaban habitados por brujas y criaturas fantásticas.

Después de que Capuana le mostrara el hermoso pueblo y el castillo legado por su primer marido, Lancia tomó el caballo y se fue a galopar por las colinas hasta detenerse en un prado que dominaba el valle.

Y ahora estaba ahí. Solo, para reflexionar sobre su futuro junto a esa mujer que al final había optado por confiar completamente en él. ¿Cómo lo haría? Desde luego, no tenía nostalgia de la guerra, pero no sabía muy bien cómo comportarse, como si tuviera miedo de darse una oportunidad. Y no debería ser tan difícil: gracias a Capuana poseían todo aquello que necesitaban. No tendría que hacer nada.

Sí, pero, entonces, ¿de qué serviría? Si no tenía que conseguir el dinero para vivir ni pelear, ¿cuál era la razón para quedarse ahí? ¡Amaba a esa mujer, seguro! Y por ella se habría dejado cortar un brazo. Él la protegería, de acuerdo. Pero ¿de quién? En ese pueblo todo el mundo la quería y respetaba, gracias a la estima que le habían tenido a Lazzaro di Lanfranco Gherardini, su primer esposo, señor de Collodi y de esas tierras, que eran su feudo menor.

¿Entonces? ¿A quién pretendía engañar? Él era quien la necesitaba a ella y no al revés. En tantos años de servicio ni siquiera logró recaudar suficiente dinero para comprar una choza, y mucho menos un pueblo como ese.

Pero ¿era realmente así? ¿O en cambio, precisamente con esa guerra suya continua, al menos había mantenido vivo el recuerdo de Ugolino en Capuana y ella le estaba profundamente agradecida por ello, tanto que lo había llegado a querer como jamás lo hubiera imaginado? Y, además, después de todo, era él quien le había dado esperanza, y si ahora, años después, habían encontrado por fin una manera de envejecer juntos, bien, pues entonces tal vez él no tenía que ser tan duro consigo mismo. Algo bueno, al final, debía de haber hecho.

¿No estaba ya cansado de sangre y muerte? Había terminado con tantas vidas que con los cadáveres habría podido recubrir todo aquel inmenso prado.

Se sentó en medio de la hierba, arrancó una brizna y se puso a silbar, apoyando los labios y soplando, como hacía de vez en cuando, siempre que no sabía a qué santo encomendarse. El aire traía el intenso aroma del heno. Lancia respiró hondo, como si ese perfume llevara consigo la promesa de una nueva vida.

Y en cierto modo, pensó, eso era así.

Miró el valle a sus pies y, de la emoción, le dio un vuelco el corazón. ¿Cuánto hacía que no se dejaba llevar por la simple contemplación de prados y bosques, graneros y animales pastando? Lancia no lo recordaba, pero pensaba que, con un poco de tranquilidad y de tiempo, bien podría acabar acostumbrándose.

Estaba envejeciendo, eso al menos lo tenía claro. Y ¿por cuánto tiempo habría resistido su cuerpo esa vida de privaciones y sobresaltos? Ciertamente de todo ello no le había faltado. El solo pensamiento de poder dormir en una cama, con ropa limpia y una mujer hermosa como Capuana a su lado lo hacía feliz.

Y aunque sabía que no se lo merecía, tenía un enorme deseo de probarlo. Lo haría todo mal, pero confiaba en la bondad de Capuana y en aquel sentido suyo de la misericordia y la compasión que con seguridad la habían impulsado a aceptarlo a su lado.

—¿Señor Upezzinghi? —dijo una voz.

Lancia se puso de pie de un salto y se volvió inmediatamente, llevándose por instinto la mano a la espada. Sin embargo, vio que quien lo llamaba era un sirviente que vestía la librea de Capuana da Panico. Iba montado sobre un hermoso caballo castaño de relucientes crines.

—Mi señora os pide que volváis.

—¿Ha pasado algo grave? —preguntó Lancia, que se maldijo a sí mismo por perderse en sus tontas cavilaciones a expensas de la seguridad de la mujer que amaba.

El paje sonrió, divertido. Lo hizo casi imperceptiblemente, sin mostrarlo demasiado.

—En absoluto —respondió—. Solamente reclama vuestra presencia.

Lancia se sintió como un perfecto idiota. Pensó que si se quedaba en ese lugar, aquello sucedería muchas más veces en los meses venideros. Así que no se lo tomó a mal.

—Entonces es mejor no hacerla esperar —concluyó.

Dicho esto, saltó a lomos de su caballo y, sin aguardar al paje, galopó por el prado y luego a lo largo del camino de carretas que conducía al castillo.

Pronto divisó la torre que dominaba el valle. Allí, en los baluartes, vio a su dama: su largo cabello ondeando al viento, su vestido ligero de color claro. Parecía una virgen guerrera. Y lo estaba esperando a él.

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