Dante

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Cuarta parte. El retorno » 67. Visiones

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Visiones

Y así fue como también Giotto se fue, dejándolo cada vez más solo. La única compañía que no le fallaba era la de los enemigos, los fantasmas y las criaturas que poblaban sus pesadillas.

Desde hacía algún tiempo tenía una visión del infierno más detallada que nunca, tal vez resultado de lo que había visto en batalla y de la lectura obsesiva de un par de códices, ricamente ilustrados, que había logrado adquirir gracias a la amistad del señor Cavalcanti. Eran códices de ambigua belleza: espléndidos para leer y mirar, gracias a las magníficas miniaturas, pero terribles porque esas mismas imágenes llevaban, en sus enormes iniciales, representaciones de criaturas monstruosas e inquietantes.

Durante algún tiempo, por lo demás, había dedicado su atención a un particular tipo de historia relacionada con los viajes al más allá. No se trataba únicamente del undécimo libro de la Eneida lo que ocupaba su mente, sino también de otras obras como la Visión de Tundal, de la que poseía una copia. En ella, el infierno se dividía en dos partes. La superior estaba compuesta por una serie de lugares de dimensiones excepcionales, como valles escarpados y muy profundos, una montaña alta e inaccesible, un lago que parecía no tener fin y un palacio, cuando menos, monumental. La parte inferior se abría bajo un desfiladero infinito, un abismo al final del cual se hallaba el príncipe de las tinieblas: Lucifer, el ángel caído.

Tundal era un caballero irlandés, de origen noble, que despreciaba a la Iglesia. Abstraído en los sentidos, durante un banquete cayó en un sueño mortal de tres días y tres noches, durante los cuales hizo un viaje penitencial de purificación a través de los tormentos de las almas confinadas al infierno y de las bienaventuranzas de aquellos destinados al paraíso.

En el momento exacto en que su alma abandonó el cuerpo, una bandada de demonios la asaltó, amenazándola con la condena eterna, hasta tal punto que Dios, conmovido, envió al caballero un hermoso ángel para guiarlo. Siguiendo a este último, el alma de Tundal se encontró vagando hasta que el ángel descubrió un barranco de brasas ardientes donde se condenaba a los asesinos. Después llegaban los valles negros de los orgullosos, los avaros, los ladrones, los codiciosos y los lujuriosos. Desde allí finalmente se accedía a un horno maloliente e incandescente.

Y allí Tundal se encontraba a Lucifer, negro como un cuervo, pero con los rasgos de un hombre, aunque gigantesco y monstruoso, y además con muchos brazos y manos de veinte dedos cada una, con uñas largas y afiladas como lanzas de hierro y terribles garras en los pies. El rostro se alargaba en un pico en forma de gancho, mientras que con una cola erizada de fuertes púas torturaba a sus víctimas.

Sin embargo, Lucifer yacía boca abajo en una parrilla incandescente, colocada sobre unas brasas ardientes, a la cual le habían atado brazos y piernas con cadenas y clavos, para que se retorciera en un eterno y desesperado intento de escapar del calor infernal, extendiendo las manos hacia las almas de los condenados y agarrándolos para luego aplastarlos como racimos entre los dedos, como si fueran uvas negras.

A pesar de los estudios de esos últimos meses y las nociones aprendidas, Dante se sentía profundamente involucrado en las etapas de ese viaje infernal y experimentaba un sentimiento de consternación: la descripción era tan vívida y terrible que lo dejaba sin aliento.

Cerró el códice. Se levantó y bajó las escaleras. Gemma se aprestaba a cocinar algo. Ágilmente, llegó a la puerta y salió. Necesitaba aire.

Lucifer lo miraba desde el mosaico. Dante estaba hechizado. Coppo di Marcovaldo lo había representado de una manera escalofriante.

Y ahora que lo veía con detenimiento, se le ocurrió que algo semejante se hallaba asimismo en los bocetos de Giotto, hacía ya tiempo, cuando su amigo le había explicado el uso y las modalidades del carboncillo. El ángel caído era monstruoso y lo observaba mientras devoraba a un hombre con las fauces abiertas. Con todo, lo que más lo impresionaba era ver las dos serpientes que le salían de los oídos, ávidas también de miembros humanos, de modo que aplastaban con unas bocas enormes a un condenado cada una. Se trataba de una imagen aterradora que lo devolvía a la pesadilla vivida en la llanura de Campaldino: el lago congelado y el monstruo gigantesco que emergía de su interior con sus tres bocas decididas a destrozar numerosas vidas.

No conseguía marcharse. Ese mosaico lo atormentaba y lo reconducía a sus lecturas: a la visión de Tundal y al príncipe de las tinieblas colocados en el fondo del colosal desfiladero que representaba el infierno, ese aterrador embudo en el que debían de hallarse los condenados que, ahora frente a él, se arrastraban en la sangre y el fuego, luchando desesperadamente por salvarse del diabólico banquete. Era en vano. Y al ver esos cuerpos destrozados volvía a su mente la batalla, el grito de los soldados moribundos, el rugido de los caballos, el chirrido de las espadas, los golpes sordos de los martillos de guerra en los escudos, los aullidos impotentes de los que estaban a punto de ser decapitados por las hachas.

Esas visiones y pensamientos ya no le daban tregua. Se pasó una mano por la frente y la encontró húmeda de sudor frío. Estaba temblando, pero no era por su enfermedad. No iba a tener una crisis, no, en absoluto; algo lo atormentaba y perseguía, un dolor invisible ocupaba su mente y lo haría para siempre. Le parecía que tenía una espada plantada en el corazón y que alguien seguía hurgándole la herida con ella para recordarle que nunca más volvería a gozar de paz.

Se sintió derrotado. Y era Florencia quien lo vencía, con independencia de lo que pudiera pasar. ¿Qué importaba que Giano della Bella tuviera grandes planes para el pueblo? ¿Qué creía Guido que estaba haciendo? Aun incluso en el caso de que su pretensión tuviera éxito, si hubieran elaborado un plan de acción realmente capaz de llevar a los nuevos ricos al poder para suplantar a la antigua nobleza florentina, ¿qué habrían resuelto con ello? Habrían logrado reemplazar a una minoría codiciosa y despiadada por una nueva clase de hombres igualmente hambrientos de poder y dinero.

Y la gente como Corso Donati o Filippo degli Adimari, ¿creían que se resignaría a limitarse a mirar? ¿Y qué haría Vieri? Claro que no habría consentido ese estado de las cosas de manera pasiva. Y si lo hiciera, algo que Dante no creía posible, ya estaría Carbone para tratar de iniciar una guerra. ¿O acaso los Cerchi, más astutos y más ricos pero menos nobles, hubieran aceptado de buen grado esa idea?

Mirando a Lucifer y a los condenados intentando salvarse de aquel terrible juicio universal, Dante tuvo la sensación de que el futuro que aguardaba a los florentinos era lo que tenía ante sus ojos en aquel momento.

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