Dante

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Dante, escriba de Dios y de la historia

por Ángel Crespo

En el transcurso de unos pocos años, la Comedia de Dante Alighieri se ha convertido —de casi olvidada que la tenían— en uno de los libros poéticos más frecuentados por los lectores de expresión castellana. Podría decirse, recordando la malintencionada agudeza de Voltaire, que Dante era considerado como un gran poeta porque no se leían sus obras. La Comedia era objeto, eso sí, de una curiosidad que pronto se veía defraudada por la lectura de sus prosificaciones y por la de las traducciones en verso hechas el siglo pasado, sobre las que pesaban viejos y nuevos prejuicios y —¿por qué no decirlo?— la marginalidad literaria de sus autores. Que aquel estado de cosas ha empezado a cambiar de forma casi espectacular, es algo que demuestra la presencia del poema al que su autor llamó sacro, tanto en las obras de algunos de nuestros más avisados narradores y ensayistas como en el influjo —no por sutil y bien asimilado menos evidente— que sus recursos alegóricos, metafóricos y estilísticos en general han empezado a ejercer en nuestra expresión lírica.

Dada la situación a que acabo de referirme, nada parece tan oportuno como la publicación en español de obras como la presente biografía del Alighieri escrita por Kurt Leonhard, en la que el trabajo del historiador es apoyado y justificado por el del crítico literario y por el del estudioso de la historia de las ideas.

Después de un eclipse prácticamente total, que se inició con la transición del periodo humanista al renacentista y duró hasta los albores del romanticismo, Dante y su obra han sido objeto de las más diferentes, contradictorias y a veces extravagantes interpretaciones. Desde la aceptación de la teoría de Vico, según la cual el autor de la Comedia sería un poeta bárbaro de poderosa garra épico-heroica, hasta los escritos en que Gabriele Rossetti le presentó, a principios del siglo XIX, como a un sutil y cultísimo hereje, ha habido interpretaciones del poeta y de su obra aptas para todos los gustos y disgustos. Casi todas ellas han pecado de unilaterales y, lo que es más notable, de entusiastas, pues parece como si la apasionada pero —no lo olvidemos— contenida inspiración del florentino hubiera contagiado su pasión a quienes trataban de interpretar su escritura, pero sin transmitirles al mismo tiempo su sentido de la medida y del equilibrio. Así, Dante ha sido considerado por sus biógrafos e intérpretes como un activista político —reaccionario o revolucionario, según el punto de vista de cada uno de ellos—, como un teólogo que escribió en olor de santidad, como uno de los precursores del protestantismo, como un filósofo de indudable originalidad, como un historiador y como un profeta, a más de cinco siglos vista, de la unidad nacional italiana. Y también como un crítico literario y como el verdadero fundador de la lingüística moderna. De casi todo esto, y de algunas cosas más, hay muestras en la variada, aunque no demasiado extensa, obra dantesca que ha llegado hasta nosotros, pero nada de ello es capaz de definir, considerado aisladamente, la genial complejidad del hombre y de su obra.

Últimamente, las cosas han empezado a cambiar y se nos ha hecho más posible a sus estudiosos conducir por mejores aguas —como dice el poeta en los primeros versos del Purgatorio— la barca de nuestro ingenio. Se ha dejado, en efecto, de discutir cuestiones ociosas, hijas en muchos casos de un conocimiento de la época de Dante menos profundo que el actual, y se ha comenzado a estudiar, a la luz de ciertos trabajos excepcionales —entre los que quiero destacar los debidos a Singleton, Auerbach, Contini, Marti y Sarolli, sin olvidar a pioneros del actual dantismo tan importantes como Barbi, nuestro Asín Palacios, Nardi y tantos otros— se ha comenzado a estudiar, decía, una serie de cuestiones con las que se pretende iluminar, a su vez, los aspectos de Dante y su obra más íntimamente relacionados con lo que más debe importar de ella: su calidad poética, la cual, como muy justamente denuncia Leonhard, ha sido demasiado descuidada por las sucesivas promociones de estudiosos del poeta.

No es que piense que los estudios en tomo a los conocimientos teológicos, filosóficos, astronómicos, cronológicos, embriológicos, y mucho menos sobre los gramaticales, retóricos y humanísticos en general de Dante, hayan sido o puedan ser ociosos en el futuro, sino que con demasiada frecuencia se ha olvidado, al realizarlos, que su fin último y verdadero no debió ser otro que el de confluir, no sólo en la interpretación de una obra poética excepcional, sino también en una fruición lo más intensa posible por parte de sus lectores.

Kurt Leonhard envereda —gracias a sus profundos conocimientos de la literatura de Dante y sobre Dante— por el camino menos expuesto a extravíos en la selva oscura —y a veces salvaje— de la interpretación, empezando por reconocer la escasez de documentos relativos a la vida del florentino, así como lo aventurado y gratuito del planteamiento a toda costa de hipótesis, y remitiéndose al texto de la Comedia —y, de manera más o menos subsidiaria, a los de la Vida Nueva y otras obras dantescas— como documentos auténticos en los que el autor ha consignado datos biográficos suficientes para la interpretación de su poesía. Partiendo de este presupuesto, y sin despreciar otras fuentes de información, biografía e interpretación crítica forman un todo armónicamente compuesto que invita a la lectura de la obra, dejando de lado hipótesis arriesgadas e inútiles virtuosismos exegéticos.

Por mi parte, no creo del todo inoportuno tratar aquí de unas cuantas cuestiones que, refiriéndose más o menos directamente a las estudiadas por Leonhard, puedan despertar el interés de los lectores por los últimos logros de la crítica en tomo a la poesía del gran desterrado.

El acento profético de las obras de Dante es algo que ya advirtió su contemporáneo Villani, el famoso historiador de Florencia, y que influyó en no escasa medida en el comentario que Boccaccio comenzó, y no terminó, de la Comedia; pero es a partir del año 1936 cuando el profetismo de Dante empieza a plantearse como problema importante y digno de una atenta investigación por estudiosos tan autorizados como Morghen y los ya citados Nardi, Auerbach y Sarolli, autor este último del hasta ahora más completo estudio sobre el asunto. Dante, en efecto, se declara scriba Dei (escriba de Dios), es decir, profeta, no tanto en el sentido de anticipar el porvenir como en el de hombre investido por la divinidad de una autoridad moral que le permite —y le obliga, so pena de incumplimiento de su deber— aleccionar a los demás sobre las verdades de la fe y en relación con la conducta que de ellos exigen. El conocimiento de los textos bíblicos y medievales en que Dante se apoyó al adoptar esta arriesgada, y al mismo tiempo humilde, actitud permite —estimo que sin lugar a dudas— prescindir, aunque sólo sea hasta verla definitivamente resuelta, de la tentadora cuestión relativa a la pertenencia del poeta a una supuesta sociedad secreta llamada de los Fieles de Amor, sobre la que tan hermosas páginas han escrito, entre otros, el poeta G. Pascoli y el estudioso Valli.

Morghen cree que Dante fue el último gran hombre de la Edad Media y el anticipador de la cosmovisión propia del hombre moderno, y niega que fuese un hereje o apoyase de palabra o de obra a los movimientos heterodoxos de su tiempo. Lo que sucede —me atrevo a glosar— es que a veces, y la propia Biblia lo demuestra, es muy difícil distinguir al profeta del herético, y esto da lugar a frecuentes injusticias. Sea como fuere, lo cierto es que Dante profesaba un concepto providencialista de la historia que le impulsaba a profetizar, es decir, a amonestar a sus contemporáneos basándose —según Morghen— en un racionalismo cultural de raíz no eclesiástica; con lo que quiere decir, o así me parece, que su obra se asemeja a la de los grandes profetas de la Antigüedad, precisamente porque procede de un laico, y no de un eclesiástico.

Esta observación del estudioso italiano pide una aclaración sobre el racionalismo cultural mencionado, al que de ninguna manera es ajena la iniciación poética del Alighieri en el ambiente creado por los poetas del llamado dulce estilo nuevo, que dominó la poesía culta de la segunda mitad del siglo XIII. Gianfranco Contini ha escrito que la amistad es el elemento patético definidor del estilo nuevo, lo que no significa necesariamente, como han querido algunos estudiosos, que los Fieles de Amor constituyesen una sociedad secreta interesada en la renovación espiritual de la cristiandad mediante una acción coordinada que tendiese a combatir la corrupción de la Iglesia y, en consecuencia, a restituir al cristianismo su primitiva pureza. De acuerdo con estas tesis, Dante se habría iniciado como poeta en un ambiente esotérico y conspiratorio y su obra poética, desde la Vida Nueva a la Comedia, respondería, en mayor o menor grado, a los ideales de una secta cuyo jefe florentino habría sido Guido Cavalcanti. Hay que confesar que la tesis es muy atractiva, pero para adherirse a ella sería preciso que quedase bien claro, no sólo que dicha sociedad secreta existió, lo que hasta ahora ha sido imposible demostrar, sino también que las obras de los Fieles de Amor, y en particular la de Dante, no admiten otra lectura alegórica que la propuesta por sus mantenedores, según claves esotéricas, no siempre convincentes, a las que no puedo referirme aquí.

Lo que sí parece claro es que los Fieles de Amor, en cuanto intelectuales pertenecientes a una sociedad urbana en desarrollo a la que la Iglesia trataba de dominar y orientar (una Iglesia mediatizadora y en cierto grado enemiga de las nuevas libertades), eran inconformistas y coincidían en una serie de puntos fundamentales, entre los que se contaba su denuncia de la corrupción eclesiástica, su aspiración a una religiosidad más espiritual en la teoría y en la práctica que la predicada por Roma (Roma es Amor leído al revés, mantenían) y en la expectación de una sociedad nueva y justa. Se trataba, pues, de una cultura laica, aunque cristiana, propia de los municipios libres en que vivían los estilnovistas. De ahí la oposición de Dante a los intentos de dominación política de Florencia llevada a cabo por Bonifacio VIII y su duro juicio sobre este pontífice, y de ahí —y esto me parece fundamental— su actitud de predicador de una moral religiosa no corrompida, tanto frente a la sociedad seglar como frente a la fuente romana de la corrupción; es decir, de ahí una actitud dantesca muy semejante a la de los profetas bíblicos, que no sólo hablaban en términos teológicos, sino que con frecuencia abordaban las cuestiones políticas y amenazaban con el castigo del cielo si no eran escuchadas sus palabras; y de ahí también sus diatribas, sus metáforas y sus hipérboles.

Es preciso entender que, a pesar de lo dicho, Dante no predicó nunca contra la institución eclesiástica en cuanto depositaría de la verdad cristiana, pues se sentía hijo suyo y la respetaba, sino contra su acción política, causa, según él, de su corrupción y de su posible ruina, con el consiguiente perjuicio para la humanidad. ¿Cabe una actitud de más candente actualidad para muchos de nuestros contemporáneos? El ideal de Dante era que la Iglesia se limitase a ejercer su poder espiritual y dejase en manos de los seglares —es decir, de los políticos surgidos de las clases cultas— la administración de la sociedad y del Estado; lo que significa que nuestro poeta confiaba en la madurez intelectual de la comunidad católica a la que se dirigía, e incluso en su madurez moral y religiosa. Ello le llevó a repudiar con igual decisión tanto el desprecio del mundo, propio de determinada tradición medieval, como su conquista en favor de la fe mediante el ejercicio de la fuerza de las potencias terrenas, pues creía en un mundo pacificado por la razón, representada por el Imperio —por la potestad civil— y por una Iglesia previamente pacificada y dignificada mediante la renuncia a todo poder político. En el fondo, estaba profetizando el prestigio de los valores puramente humanos que veía —quizá antes que nadie— en el horizonte del futuro periodo humanista.

El ya mencionado Morghen advierte que es inútil buscar antecedentes de la visión dantesca del más allá en los numerosos escritos sobre el infiemo, el purgatorio y el paraíso de la tradición literaria medieval, en la que —me creo en el caso de añadir— no escaseaban, según demostró por vez primera Asín Palacios, elementos muy característicos de la tradición islámica. Y ello es así, no porque en la Comedia no se advierta un hábil e innovador uso de dichos elementos, sino porque este poema, lejos de ser el producto de un sueño o de una revelación milagrosa, se fue formando y perfeccionando en la imaginación de su autor —y en ella residió siempre— como resultado poético de sus estudios históricos, teológicos y filosóficos; es decir, que se trata de una visión caracterizadamente poética y no de una concepción puramente especulativa ni subordinada a dogmatismos de ningún género.

En ocasión anterior, he definido el universo en el que se desarrolla la acción de la Comedia como una metáfora moral, y lo he hecho años después de haber escrito que seguiré creyendo en el sistema astronómico de Ptolomeo hasta que el de Copérnico inspire una obra poética como el Paraíso de Dante. Entiéndase: seguiré creyendo en él poéticamente, pues lo cierto es que el mundo contemporáneo no ha producido, que yo sepa, un poeta capaz de sintetizar, no todos los conocimientos de nuestra época, sino aquellos que es capaz de adquirir un hombre hasta que se produce su madurez intelectual, en una visión tan armoniosa como la concebida por Dante en su poema, de «encuadernar con amor en un volumen —como el mismo poeta decía— cuanto en el mundo se desencuaderna». Y éste es otro de los motivos por los que Dante me parece un escritor de plena actualidad o, cuando menos, perfectamente actualizable.

Los tres reinos de ultratumba que el poeta describe en las tres cantigas de la Comedia son, sin duda alguna, una consecuencia de la historia, pues lo cierto es que de no haber habido ángeles rebeldes no existiría el infierno —creado, según Dante, inmediatamente después de la caída de los espíritus soberbios (Inf. XXXIV, 125-126)— y que si no hubiesen pecado nuestros primeros padres, sería, al estar destinado sólo a los demonios, muy distinto de como lo pinta el poema sacro. Y dígase algo semejante del paraíso, reservado en principio a los ángeles y convertido posteriormente en morada de los hombres que, tras el pecado original, han sido capaces de justificarse ante su creador. Y piénsese que, de no existir los pecados humanos, el purgatorio no tendría razón de ser. Dios, pues, creó y modificó estos tres reinos, según los casos, de acuerdo con la conducta moral de sus criaturas dotadas de libre albedrío. Son, en consecuencia, producto de la consideración y asunción de la historia por parte de la justicia divina.

Ahora bien, si es cierto que Dante dice haber viajado por el infierno y por el purgatorio guiado por Virgilio, que representa, entre otras cosas, a la razón humana, y que su primera guía en el paraíso ha sido Beatriz, en funciones de Sabiduría Divina o Teología, mientras la segunda ha sido San Bernardo, que parece representar a la visión mística, no es menos cierto que durante este viaje el poeta no ha rebasado, sino en un último y excepcional momento al que en seguida me referiré, los límites del universo físico descrito por la cosmología de su tiempo. Ello quiere decir —y esta observación me parece fundamental— que Dante no ha viajado propiamente por el otro mundo, sino por éste, dado que el infierno y el purgatorio forman, según él, parte de la tierra, mientras que casi toda la acción del Paraíso se desarrolla en los cielos astronómicos, tan reales para la ciencia de su tiempo como la tierra misma. Sólo al final de su viaje entra el florentino en el Empíreo o décimo cielo, pero en este caso no puede decirse con propiedad que el poeta viaje, porque el Empíreo es imagen de la eternidad, en la que faltan las dos condiciones indispensables de lo que nosotros llamamos un viaje: el tiempo y el espacio físicos.

Lo que se acaba de ver me parece imprescindible para la recta comprensión del poema dantesco, pues supone, de un lado, la afirmación de que hay una parte del mundo que no podemos conocer por medio de la ciencia humana, sino gracias a una revelación, y por otro lado, que aquellos hombres que no han sido capaces de superar su carnalidad, su mundanalidad, formarán parte del mundo durante toda la eternidad al quedar presos en el infierno, que se encuentra en el interior de la tierra (se verán enterrados, por así decirlo, en el objeto único de sus apetencias, lo que es una manera de justicia poética), mientras aquellos otros que renunciaron al mundo como fin último de su existencia temporal se encontrarán en el Empíreo, es decir, y para siempre, en la gloriosa eternidad que es esta incomprensible esfera. Símbolo o metáfora —según conduzcamos nuestro análisis—, el simple hecho de respetar la unidad y las características fundamentales del universo visible nos introduce deforma insoslayable en la forma mentís, en la mentalidad, de Dante.

Por lo general, las particularidades del mundo descrito por los poetas parecen coincidir en gran parte —y ello se advierte sobre todo en el caso de la novela— con el de la realidad natural. Esto se debe a que el autor suele valerse de la experiencia que todos tenemos de la naturaleza para facilitar nuestra aproximación a su obra, nuestra toma de contacto con su estructura poética. Pero en realidad no hay más que un paralelismo, nunca una identidad. Y esto no tarda en ser advertido por todo lector sensible y preparado, el cual es consciente de que mientras el científico indaga las leyes de la naturaleza, el poeta impone una ley particular, más o menos alejada de ellas, al mundo de su poema. Por ello puede decirse con cierta propiedad que el poeta es un creador, que las obras poéticas válidas son creaciones.

En este sentido, Dante se vale en la Comedia del lenguaje de la filosofía, la geografía, la física, la astronomía y otras ciencias para darles un sentido nuevo. Giovanni Bottagisio escribió en su libro Sopra la física del poema di Dante, publicado el año 1807, que la Comedia es un «tesoro de ciencia poética maravillosa», y lo afirmó en un libro en el que trata, con varia fortuna, de comentar los préstamos científicos del poema. Lo que ahora nos importa es que este autor destaca que la que se encuentra en la Comedia es —por encima de sus relaciones con el lenguaje de las ciencias naturales— una ciencia poética. Y esta ciencia es «maravillosa», creo deber glosar, por varias causas, de entre las que conviene señalar dos: porque su geografía física y su cosmogonía son, siendo imaginarias, perfectamente coherentes y no niegan a los conocimientos científicos de su época, y porque ambas son una metáfora moral.

Lo artísticamente maravilloso es, además, que nuestro poeta logra objetivizar, dando la sensación de que es independiente de él y de su imaginación, al mundo que ésta ha construido; lo que consigue, como ya supo ver Pirandello, mediante las referencias a sus dudas, terrores, sorpresas y demás sentimientos personales que parecen presuponer el progresivo descubrimiento de un mundo objetivo y exterior.

Si ésta es la concepción dantesca del mundo, ¿cuál es la que nuestro poeta se formó del hombre? Una vez más, el conocimiento de una estructura poética nos ayudará a entender el profetismo de Dante. En un estudio titulado «Las metamorfosis de la especie humana en la Divina Comedia», y tras recordar que Ovidio es, junto a Homero, Lucano y Horacio, uno de los cuatro grandes poetas con los que Dante y Virgilio conversan en el «prado de fresco verdor» del círculo primero del infierno, traje a colación el dato, proporcionado por Gilbert Highet, de que en el poema sacro hay alrededor de cien referencias a la obra de Ovidio. No se trata, en la inmensa mayoría de los casos, de referencias a los versos eróticos del romano, tan influyentes durante la Edad Media, sino a las Metamorfosis, aunque también se aluda en el Paraíso a dos de las Heroidas. Si bien es cierto que Ovidio fue, de entre los grandes clásicos latinos, el menos adaptable a la moral cristiana, también es verdad que fue considerado durante el periodo medieval como uno de los mejores modelos retóricos y gramaticales; pero cualquier lector de la Comedia sabe que el maestro del «bello estilo» (Inf., I, 87) de Dante no es otro que Virgilio. Así es que hay que pensar que la atracción ejercida por Ovidio sobre nuestro poeta tuvo que deberse —sin que por ello despreciase su lección estilística— a otros motivos. Puede que uno de ellos fuese su común condición de exiliados; y parece ser otro la abundante información que el poeta romano suministra sobre los personajes reales o mitológicos de la Antigüedad (Curtius ha observado que las Metamorfosis fueron para muchos de sus lectores el ¿Quién es quién? de los tiempos precristianos); pero sobre todo, o así me parece, el motivo principal de la gran atención que Dante prestó a Ovidio es que su poema latino es, lo mismo que la Comedia, un poema cosmológico en el que abundan las metamorfosis sufridas por seres humanos. En el citado trabajo estudio otros motivos que no alego en éste para no distraer la atención del lector.

Dante, que llega a desafiar a Lucano y a Ovidio en cuanto a la invención y descripción de metamorfosis (Inf. XXV, 94-102), considera al hombre terrenal como un ser incompleto, es decir, no totalmente desarrollado, que ha de sufrir tras su muerte una metamorfosis, preparada en vida, a consecuencia de la cual adquirirá su forma definitiva, su verdadera naturaleza. De este modo, lo alegórico y lo anagógico se funden indisolublemente en los versos de la Comedia. Nuestro poeta, en cuya obra hay varias referencias a la naturaleza transmutable, es decir, metamorfoseable del hombre, parece partir de la afirmación paulina de que, cuando suene la trompeta del Juicio Final, todos seremos transmutados (Corintios, I), afirmación que fue glosada por San Agustín cuando escribió que los hombres no somos sino gusanos, «y de los gusanos hace [Dios] ángeles». Dante aprovecha esta imagen y escribe:

Oh soberbios cristianos, desgraciados,

que, enfermos de la vista de la mente,

confiáis en los pasos atrás dados,

¿no veis que somos larvas solamente

hechas para formar la mariposa

angélica, que a Dios mira de frente?

(Purg. X, 121-126)

Y el poeta amplía el sentido de estos versos al ir mostrándonos a lo largo de la Comedia no sólo las metamorfosis angelizadoras y progresivas de las almas bienaventuradas, sino también las regresivas de los condenados, las cuales van desde la práctica mineralización de los envueltos por el hielo del Cocito y la conversión en cenizas de los ladrones mordidos por las serpientes, hasta la animalización de algunos de estos mismos, convertidos en reptiles ante los asombrados ojos del poeta, pasando por los transformados en hierbas, arbustos y árboles.

No hay espacio para detenerse en la descripción de las metamorfosis a que son sometidas las almas de los condenados, ni tampoco para estudiar las que experimentan los espíritus bienaventurados —los cuales, en espera de la definitiva, consistente en la posesión de sus futuros cuerpos gloriosos, se aparecen ante el poeta como seres transparentes o como magníficas luminarias—, pero sí puede ponerse de relieve que, a la luz de estos datos y de los demás aducidos en el mencionado estudio, parece indudable que Dante consideraba que el hombre puede, al hacer uso de su libre albedrío, encaminarse hacia el estado de superhombre o bien hacia el de infrahombre. Ahora bien, no se trata, como en Nietzsche, cuya extrapolación a este asunto me parecería abusiva, de la esperanza de una transformación colectiva, de la formación de una superhumanidad, puesto que, desde el punto de vista cristiano, el hombre se salva a sí mismo, accediendo al estado de superyó, o se condena al hundirse en la degradación del infrayó.

Así, toda la Comedia es una impresionante y única metáfora moral y teológica con la que su autor pretende mostramos cuál es —más allá de las apariencias— la verdadera naturaleza del universo y de la humanidad para la que se ha sido creado. Y en este sentido, y dejando aparte el lenguaje filosófico y científico de que frecuentemente se sirve el poeta, la lección de la Comedia —y de la obra dantesca en su conjunto— afirma en la actualidad su vigencia poética, invitándonos a una integración espiritual de nuestros conocimientos y vivencias en pro de una sociedad más justa en la que el hombre pueda realizarse hasta el punto de superarse a sí mismo.

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