Dante

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4. El estímulo definitivo

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4. El estímulo definitivo

¿Por qué no creer a Dante cuando afirma que poco antes de finalizar su noveno año de vida, durante las fiestas de mayo que se celebraban en casa de una familia amiga, conoció a una niña, casi de su misma edad, llamada Beatriz, y que desde ese preciso instante —al menos desde su atalaya retrospectiva de veinte años más tarde— comenzó su «nueva vida», o lo que es lo mismo, un progresivo esclarecimiento de la facultad perceptiva, provocado por una pasión amorosa tan profunda como desesperanzada hacia el objeto más digno de ser amado y enaltecido de toda la creación?

¿Por qué no creer al diligente Boccaccio cuando asegura que Beatriz era hija del acaudalado señor Folco Portinari, cuya casa estaba en el Corso contigua a la de los Alighieri y cuya familia poseía capilla propia en la pequeña iglesia de Santa Margherita, donde se celebró probablemente el matrimonio de Dante con Gemma Donati?

Dos documentos (que Boccaccio no llegó a conocer) parecen desvelar estos interrogantes: el primero, un testamento de Folco Portinari del que se desprende que en 1288 la Beatriz de Boccaccio (que contaba veintidós años) llevaba bastante tiempo casada con el banquero Simone Bardi; el segundo, un certificado notarial de la dote que Gemma se hizo extender a la muerte de Dante. Este documento atestigua de manera fehaciente que el poeta, desde los doce años (1277), estaba prometido en matrimonio con una hija de los Donati, familia de rancia estirpe. Este tipo de compromisos entre niños no eran en modo alguno infrecuentes en aquella época. Desconocemos el momento concreto en que se llevó a cabo el matrimonio, así como la fecha del casamiento de Beatriz con messere Bardi. Pero sí tenemos constancia de que un hijo de Bardi, llamado Tenaglio, contaba en 1299 al menos veinte años, razón por la que tenía que descender de un anterior matrimonio del banquero. Asimismo hay indicios de que Giovanni,[12] hijo de Dante, no pudo nacer más tarde de 1288, es decir, antes del fallecimiento de Beatriz. Todos estos datos, más que debilitar, respaldan la autenticidad de la pasión de Dante; por lo demás, el amor de un hombre casado hacia la joven esposa de un magnate entrado en años no podía por menos, siendo poeta, que reflejarse en sus versos y evolucionar en su intimidad desde la represión a la sublimación del instinto. Este es un intento de explicar con una terminología moderna y con conceptos actuales el «caso» de Dante, en vez de limitarnos a ver en Beatriz el objeto ideal de una fantasía trovadoresca poetizante, y en el amor del poeta una vivencia ficticia y cuasi-esotérica.

Insistamos una vez más: ¿qué nos impide identificar a la Beatriz de Dante con la signora Bardi? Por otro lado, ¿qué ganamos con una identificación que ningún dato dentro del poema, por sutil que sea, parece confirmar?

Indudablemente, la Beatriz de la Vita Nuova sólo goza de realidad en cuanto «personaje» o «imaginación». Cualquier comparación concreta, por apoyos que tuviera en documentos extrapoéticos convincentes, resultaría insignificante ante el carácter vago y fugitivo de una figura a la que no se atribuyen cualidades ni actuaciones concretas, sino que es paulatinamente estilizada en el contexto, hasta alcanzar casi el valor de un símbolo o de una alegoría. Desconocemos el color de sus cabellos, el de sus ojos…, y esto contradice la costumbre habitual de los poetas amorosos del stil nuovo —Guido Cavalcanti y Gino da Pistoia, por ejemplo—, que investían a sus «damas» con rasgos muchos más concretos y reales que Dante a su Beatriz, incluso en la Commedia, obra en la que el poeta muestra un realismo incomparablemente duro. Sabemos que su conformación corporal respondía a proporciones clásicas; sin embargo, el poeta acentúa con mucha más fuerza el color simbólico de sus vestidos.

En su primer encuentro la niña viste un traje rojo como la sangre; nueve años después, cuando un saludo desde la distancia colma de felicidad por primera vez a su rendido adorador, la envuelve el blanco más puro y virginal, y luego, cuando su enamorado de dieciocho años busca la soledad de sus aposentos para meditar sobre la experiencia, cae en un sueño ligero y ve un rostro singular:

«Me parecía ver en mi aposento una nube de color de fuego, dentro de la cual distinguía yo la figura de un señor cuyo aspecto ponía miedo a quien le mirase… En sus brazos parecíame ver una persona que durmiendo estaba, desnuda, tan sólo envuelta ligeramente en un paño bermejo; y como yo la mirase atentamente conocí que era la señora de toda salud que el día antes habíase dignado saludarme. Y él, en una mano, parecíame como si tuviera una cosa que estuviese ardiendo, y me parecía como si dijese estas palabras: Vide cor tuum. Una vez que estuvo así algún tiempo, parecióme que despertaba a la durmiente, y con mucho empeño, hacíale comer aquella cosa que en su mano ardía y que ella comía resistiéndose». (Traducción de la Vita Nuova: C. Rivas Cherif.)

Dante según un dibujo de Seymour Kirkup, supuestamente copiado de Giotto. Palacio Bargello, Florencia.

Esta narración en prosa posee mucho más colorido y plasticidad que el soneto que le sigue, escrito al menos diez años antes, y que describe el mismo sueño con trazos pálidos y abstractos; este desequilibrio entre un cliché impuesto por la moda y la prosa, que esporádicamente ofrece una mayor originalidad, no es un efecto aislado. Al proseguir la lectura resulta mucho más sorprendente, si cabe, que ese juego de alegorías que ha espoleado la fantasía de todos los comentaristas de siglos posteriores, y que en realidad sólo se halla en los textos en prosa. Todo el misterio sobre el número nueve sólo existe en el comentario en prosa, redactado con posterioridad a los poemas. Dicho de otra manera: la mística de los números parece ser una aportación tardía del Dante que se comenta a sí mismo:

«Dado que, según Tolomeo y la verdad cristiana, nueve son los cielos que se mueven, y según la común opinión de los astrólogos, dichos cielos influyen acá abajo según su recíproca situación, este número fue amigo suyo para dar a entender que a engendrarla concurrieron los cielos todos nueve. Esta es una razón; pero pensando con más sutileza, y según la infalible verdad, el tal número fue ella misma; hablando por similitud lo entiendo así: el número tres es raíz del nueve, porque sin ningún otro número, por sí mismo hace nueve, pues que claramente vemos que tres veces tres hacen nueve. Por tanto, si el tres es por sí mismo factor del nueve, y el factor de todo milagro por sí mismo es tres, es decir, Padre, Hijo y Espíritu Santo, los cuales son tres y uno, esta dama vivió acompañada del número nueve para dar a entender que ella era un nueve, esto es, un milagro cuya raíz —es decir, la del milagro— es solamente la admirable Trinidad. Tal vez una persona más sutil vería en ello alguna razón más sutil; mas esto es lo que yo veo y lo que más me place.»

En cambio, la misma vivencia, cuando es recogida en los sonetos y canciones, apenas contiene elementos alegóricos marcados; en los versos, el poeta pretende sobre todo expresar sentimientos o emociones a través de una lírica de corte amoroso en parte íntima y emotiva, y en parte frívola e ingenua, aun cuando se observa una tendencia clara a sublimar las emociones y a idealizar el objeto amoroso. Esta lírica de perfección formal y pobreza de contenido ocupa todo el espacio que media entre el desgarramiento doloroso y la pura galantería, y no es susceptible de interpretadones profundas, ni existen apenas en ella referencias a realidades objetivas extrapoéticas. Buscar significaciones alegóricas al margen del comentario en prosa tendría tan poco sentido como indagar las causas que suscitaron dichos poemas. Tan sólo la prosa estimula nuestra curiosidad tanto en el plano simbólico como en el biográfico, aunque ciertamente no nos aclara demasiadas cosas.

Los que conocen a fondo la historia de la literatura consideran la vivencia onírica del primer soneto, tan cargada de simbolismo, simplemente una variante formal más depurada y expresiva de una metáfora amorosa trovadoresca y convencional:[13] la concepción del corazón como manjar por parte de la amante confusa o asustada. Entre los sonetos de réplica de los poetas contemporáneos de Dante, no hay ni uno solo que muestre interpretaciones alegóricas del poema de éste; todos ellos lo interpretan de forma puramente humana y unívoca. Ni siquiera los más adictos al stil nuovo hubieran osado imaginar a la Teología, al Espíritu Santo, a la Santa Madre Iglesia o a cualquier gnosis esotérica, encarnados en una mujer medio desnuda en brazos del pagano Amor y comiendo temerosa (según el soneto) el corazón de su amante…

Este poema, sin embargo, hay que inscribirlo dentro de un contexto muy determinado, fuera del cual resultaría incomprensible el intercambio de sonetos entre varios poetas.

Si atendemos a las fechas que nos proporciona Dante, su encuentro con la mujer vestida de blanco y, consecuentemente, la escritura del soneto tuvieron lugar en 1283 y con ella el derecho a disponer a su antojo de la herencia paterna; pero, además, ese año también trajo a una Florencia que al fin disfrutaba de paz ciudadana, tras unos disturbios tan dilatados y sangrientos, la creación de asociaciones de caballeros y de cortes de amor que, a la menor ocasión y sobre todo en las fiestas de mayo (Calendimaggio) y en las de San Juan, celebraban diversos actos y reuniones.

«En junio de 1283 —refiere el cronista Giovanni Villani[14]—, aprovechando que la ciudad de Florencia pasaba por una situación feliz, tranquila y pacífica, sumamente beneficiosa para comerciantes y artesanos, se creó una sociedad [brigata] integrada por más de mil personas que se vestían con vestiduras blancas y se llamaban los siervos de Amor. Dicha sociedad no tenía otra función que organizar constantes juegos, festejos y bailes con damas jóvenes, caballeros y gentes de la ciudad, que recorrían la ciudad y los campos al son de música de trompetas y otros instrumentos, y celebraban banquetes todos juntos al mediodía y por la noche. Esta corte de amor duró unos dos meses, y fue la más bella y esplendorosa que se haya visto nunca en Florencia o en la Toscana.»

Además de celebrar banquetes para agasajar a forasteros preeminentes, vinieron también «bufones, cantores y cortesanos de Lombardía y de toda Italia que eran muy bien recibidos» y que medían sus fuerzas con los juglares, poetas y aficionados locales.

Estos seruitori d’Amore, servidores de un señor llamado Amor (con uno Segnore detto dell’Amore), constituían en cualquier caso una elite de la jeunesse dorée florentina, aunque parece ser que no existían fronteras de clase, ante lo cual se siente la tentación de considerarlos como una especie de alianza hippy que tenía por lema: «Make love not war» («haz el amor y no la guerra»).

Dentro de la obra maestra de Dante, tan austera generalmente, podría hallarse una referencia indirecta al asunto cuando habla de Paolo Malatesta de Rímini, caballero famoso por su belleza, su elegancia y sus finos modales, que estando en brazos de su cuñada Francesca murió a manos de su hermano (Inf. V, 73-142).

Acerca del primer soneto de la Vita Nuova su autor afirma que lo escribió para los fedeli d’amore. ¿Tendrá algo que ver el blanco vestido de Beatriz con las vestiduras del mismo color de los siervos de Amor?

El intercambio de sonetos en forma de pregunta-respuesta era por entonces un juego de sociedad muy en boga; casi todo intelectual era un experto en componer sonetos en lengua vernácula, y además el que incluyeran adivinanzas constituía un aliciente suplementario muy apreciado. Las perífrasis y los circunloquios oscuros, sin más trascendencia que el mero placer por los juegos de ingenio, eran consustanciales a la poesía.

Las soluciones al enigma poético de Dante propuestas por sus amigos poetas desilusionan un tanto por su simplicidad. Cino da Pistoia,[15] que probablemente había acudido a Florencia como invitado, explicaba en su respuesta, en forma de soneto, la acción de devorar el corazón como la fusión de dos almas; la tristeza de Amor al alzar el vuelo alude, según él, a las penas que surgen del corazón de los amantes. El poeta de la nueva escuela más famoso en aquella época, Guido Cavalcanti,[16] afirma incluso: «Tu dama desea la muerte y languidece de insatisfacción. Por eso Amor la vigoriza con tu propio corazón, para después alejarse entristecido, desvaneciéndose igual que un dulce sueño, “porque su contrario ha vencido”.» En este comentario subyace una sutil ambigüedad: lo contrario al «dulce sueño» es un amargo despertar; pero cabe otra interpretación diferente: lo contrario del amor es la muerte. El mismo Dante observa en su comentario que por entonces nadie podía descubrir todavía el verdadero sentido de su sueño profético, es decir, la prematura muerte de Beatriz (que tuvo lugar siete años más tarde).

Oleo de Jean-Auguste-Dominique Ingres, titulado Francesca e Paolo. Museo de Angers.

Los que sin cesar buscan relaciones entre este poema —urdido a partir de la ficción y del ensueño— y una realidad histórica descubierta mucho después y basada parcialmente en presuposiciones y en pruebas documentales, podrían quizá verse espoleados por las respuestas rimadas de ambos poetas a la suposición de que la pena y el afán de autodestrucción atribuidos a Beatriz emanaban de su enlace no deseado con un viudo entrado ya en años…, mientras que su adorador también se veía abocado desde su mayoría de edad a cumplir en breve la obligación ineludible de su propio compromiso matrimonial.

Pero no debemos olvidar que, en su obra, Dante no nos ofrece el menor indicio de que hubiera motivaciones concretas tanto para la tristeza teñida de apasionamiento que se desprende de su visión amorosa como para la desesperanza, evidente desde un principio y definitiva, de dicha pasión. Tampoco explica por qué le parecía tan importante ocultarla a los ojos del mundo, incluso a los de sus amigos, entrando para ello en un juego de simulaciones, maniobras de distracción, nombres falsos y refinadas mixtificaciones, que llega a desembocar en la simulación de la simulación: por ejemplo, cuando explica su escaso dolor por la ausencia de su amada ficticia[17] —la «mujer de la sombrilla» con la que, dedicándole unos versos, quiere desviar la atención de Beatriz— aduciendo su empeño de no comprometer tampoco a esta seudomusa (¡y esto a pesar de que toda su actuación es fruto de una concepción previamente planificada!). El poeta simula un disimulo: pero ¿acaso no era corriente en toda la poesía galante de aquel tiempo disculpar ese reproche supuestamente temido de la inconstancia con esa necesidad, también supuesta, de desorientar o engañar a la opinión pública?

Al final del libro, Dante desarrolla una segunda temática, por entonces casi tópica y estandarizada: la inconstancia debida al sorprendente parecido de la segunda amada con la primera.[18] El poeta justifica así su condescendencia con los atractivos de la reconfortante Donna gentile, que en la Vita Nuova aparece con toda nitidez bajo la imagen de una «mujer en la ventana» que se compadece del poeta afligido por la muerte de Beatriz, y despierta en él sentimientos muy similares a los de la muerta, con la única diferencia, según lo explica en la prosa, de que el hombre no renuncia a la esperanza y a la correspondencia desinteresada… Posteriormente, Dante, en su tratado erudito Convivio, convierte a esta figura femenina en una alegoría de la filosofía, penetrando con ello —¡sólo que muy tarde!— en el tercer camino de moda entonces: la justificación de la pasión amorosa; y lo hace precisamente (así lo reconoce con toda franqueza en el Convivio) por miedo a la maledicencia (timore d’infamia).[19]

Así pues, esta «mujer en la ventana», esta dama compasiva que en la Vita Nuova no despierta sospecha de ser susceptible de interpretaciones alegóricas, es precisamente la única figura que Dante explica en el Convivio como una alegoría conceptual pura y unívoca. ¿No hay aquí una doble simulación? Pero ¿por qué? ¿Se debe a que los moralistas dictadores que habían tomado el poder en Florencia y la reacción clerical y burguesa, muy pujante en todas partes a principios del siglo XIV, le habían reprochado que él fuera uno de aquellos poetastros vacíos que cantaban a un feudalismo ya superado y que se vanagloriaban con gran ostentación de sus amoríos basados en una doble moral? ¿Quiso Dante atribuir en su madurez a sus poemas amorosos de juventud, alegres y emotivos, un sentido alegórico, moral, que él juzgó como el único cierto, por timore, por temor a esa infamia, a esa injuria, posiblemente de graves consecuencias?

Si nos decidimos a considerar la propia interpretación de Dante de la Donna gentile como una simple mixtificación, como una coartada más o menos encubierta para defenderse de la posible acusación de crimen contra la poesía, no podremos evitar interpretar también como una simulación posterior la carga alegórica que Dante descubre en la Divina Commedia en la muy discutida carta-dedicatoria a Cangrande. Teniendo en cuenta todo lo que Dante, con la mayor ingenuidad, reconoce sobre su técnica de la simulatione, de la desfiguración y de la simulación, semejante suposición no sería en modo alguno descabellada. A menudo, y desde posiciones muy diferentes, los comentaristas, tanto fieles a la Iglesia como anticlericales, han señalado que, en el caso de que un hereje hubiera querido escribir un libro polémico para protestar contra la situación imperante y propagar sus ideales (aunque con toda la prudencia del mundo para no exponer el libro y quizá la persona de su autor a la destrucción y, en consecuencia, a la más completa ineficacia), ese escritor no hubiera encontrado mejor manera de disimularlo que la expresión «metafórica», sin hacer alusiones diáfanas a verdades revolucionarias; y así lo hizo Dante al arrojar su poema en una botella herméticamente cerrada al mar incierto del futuro. Su intención, claramente recalcada, de celare la mia volontade (ocultar mi voluntad), per far credente altrui (para confundir a otras personas), se une con una poética de la bella menzogna (hermosa mentira).[20]

Pero también en el Convivio, sin recurrir a esta argucia de la doble simulación, dio —quizá de manera inconsciente e involuntaria— una nueva interpretación alegórica a la figura concreta de la Vita Nuova, es decir, una orientación diferente a aquella vivencia de juventud llena de subjetivismo, un cambio que le confiriera objetividad e hiciera posible su inclusión en el rico sistema conceptual del gran poema que estaba gestando. Sólo gracias a todos estos actos de transmutación efectuados de manera paulatina —más bien asistemáticos e instintivos— podían amalgamarse obras tan diametralmente opuestas como la Vita Nuova, la Commedia y el Convivio para configurar la unidad evidente, coherente en su línea evolutiva aunque no exenta de contradicciones, de la «trilogía dantesca».

Atendiendo a las fases de dicha evolución, la Donna gentile del Convivio se diferencia de la mujer de la Vita Nuova, del mismo modo que la Beatriz de la Commedia es distinta a la de la lírica juvenil. Las dos primeras canzoni del Convivio enlazan caprichosamente con el final de la Vita Nuova y desarrollan el trasfondo alegórico de la Donna gentile. Así, Beatriz, que en la Vita Nuova era una apparizione (una aparición) meramente pasiva, deviene en la Commedia en figura activa, factor desencadenante, soporte e impulsora de la acción; y, sobre todo, en encarnación del principio motor del mundo: casi en una especie de síntesis entre la Beatriz del stil nuovo y la «señora» Sabiduría, personificada en el Convivio por la dama compasiva del poema de juventud.

Sea como fuere, el núcleo de la Vita Nuova lo conforma un amor que desde el principio, y por razones desconocidas, se sabe desesperanzado, sin aspiración posible y que al final halla la satisfacción en sí mismo; un amor, al mismo tiempo, lleno de apasionamiento, perturbador hasta la esquizofrenia y peligroso para el alma y el cuerpo. Un amor que debe permanecer oculto utilizando toda clase de artimañas y ardides, a pesar de que es inimaginable cualquier tipo de consumación o satisfacción, excepto una mirada llena de timidez y admiración durante un encuentro en público, un saludo cortés y un encadenamiento interminable de pensamientos e imágenes producto de la fantasía. A medida que avanza la narración, la amada se convierte en una figura cada vez más lejana y distanciada, que hasta el saludo le niega a su adorador porque sus galanteos se reducen a mera apariencia y esto enoja a la dama. Desde el momento en que le niega el saludo, se evidencia en la lírica un cambio estilístico fácilmente perceptible: el poeta ya no lamenta su penoso conflicto íntimo ni el desgarramiento que supone estar poseído por el Amor; desde ahora le bastará con ensalzar la gracia y la dignidad de su dama. Sus hermosas canciones de alabanza, que florecen abonadas por la renuncia definitiva, sólo en muy raras ocasiones volverán a ser desplazadas o suplantadas por visiones febriles, y en ellas el poeta no se preocupará por su propia felicidad, sino exclusivamente por la vida de su dueña. Consecuentemente, la figura de la amada cobra una imagen cada vez más irreal y fugitiva, los lazos con la realidad se van reduciendo paulatinamente y se excluye todo lo humano-personal de modo mucho más coherente que en otros poemas amorosos del medievo. Beatriz es glorificada y colocada en la cima de la belleza, casi elevada a los altares; sin embargo, en esta glorificación nada recuerda a una leyenda piadosa; no se cuentan de ella acciones meritorias ni se da cabida a la menor conjetura, por ejemplo, respecto a sus sentimientos hacia su adorador o frente a otras personas. El encumbramiento de Beatriz sólo tiene un móvil: suscitar la admiración de las gentes y el ansia o deseo de imitación al contemplar su belleza. Exceptuando un solo episodio, el de su aflicción por la muerte de su padre[21] —cuya única motivación parece ser revelar la intensidad de la compasión de Dante—, la intimidad de Beatriz está rodeada por un halo nebuloso iluminado por una luz tenue, y muestra la misma indiferencia que un dios del empíreo. En la Vita Nuova pasa de Donna angelicata (mujer angelical) a Donna deificata: al alma divinizada descrita por San Bernardo. Mas habrá que esperar a la Commedia para que Beatriz alcance su sentido más hondo y auténtico.

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