Dakota

Dakota


CAPÍTULO XIV

Página 15 de 22

CAPÍTULO XIV

SORPRESA EN LA OSCURIDAD

 

Joe Thor despertó bruscamente, concuna opresiva sensación de angustia. Algo estaba ocurriendo o iba a ocurrir. ¿Qué sería?

Se enderezó entre sus matas e hizo esfuerzos por horadar las tinieblas. En vano. Era aquella una noche particularmente negra, en la que el mortecino fulgor de las estrellas no conseguía llegar a la profundidad de la arboleda. El fuego se había apagado. ¡Qué imbécil descuido!

Buscó el bulto, de Cy Bromton, que debía dormir a poca distancia, y no lo distinguió. La oscuridad era tan densa que casi tenía una consistencia palpable.

Escuchó atentamente. La selva estaba llena de sus rumores nocturnos característicos; ni uno más ni uno menos al parecer.

Pero los nervios de Joe Thor se crispaban a medida que transcurrían los segundos. Y nada ocurría.

El muchacho se maldijo por su insensata excitabilidad. Había pasado en tensión los últimos días, desde que Cy decidió regresar a la llanura y dejar los bosques, pero nunca aquella tensión había culminado hasta despertarle a media noche, lleno de alarma. Es cierto que la arboleda parecía siempre esconder un peligro inminente, que su misterio cambiante llevaba de la mano a la locura, al pánico desenfrenado; cierto que el mismo Bromton, tan seguro de sí mismo, daba muestras de inquietud y no recorría un metro sin antes escrutar atentamente las cercanías.

El especial olfato del cazador para los indios anunciaba desgracias. No obstante, hasta aquel momento, los nervios de Joe habían resistido aquella inminencia constante y vaga.

El muchacho se agitó en su yacija. ¿Qué era lo que flotaba en el ambiente y se infiltraba hasta lo más hondo del espíritu? Y aquellas tinieblas, con la sensación de impotencia absoluta que entrañaban… Joe trató de distraerse. Concentró su pensamiento en algo lejano, en algo que quizá no vería ya nunca más: una mujer joven de grandes ojos y cabello cobrizo que se llamaba Hazel Carruthers. Se habían despedido fríamente, viendo cada uno claro en el corazón del otro y resignándose al destino que alzaba una barrera estúpida entre ambos…

A los pocos segundos, Joe Thor dormía.

Pero volvió a despertar. Aquella vez, su corazón latía aceleradamente. Algo concreto había alejado, su sueño, aunque no tenía conciencia de sus características. Se esforzó en recordarlo. No pudo.

¿Qué fue? ¿Un ruido acaso?

Y de pronto, se repitió. Sonó muy próximo, casi inmediato a su cabeza: un extraño gruñido ronco, bestial, sonoro… y el rumor de vegetación aplastada por una mole enorme.

Se puso en pie de un salto. La presencia física de un ser vivo, allí, en las tinieblas y tan cerca, hería sus terminaciones nerviosas. Quiso gritar, dar aviso a Cy, pedir ayuda. ¡Por primera vez en su vida supo lo que era el pánico irracional!

Una voz apagada brotó de la noche:

—No te muevas, Joe… ¡es un «grizzly»!

Bromton, pues, estaba despierto y alerta. Pero había un oso gris en las cercanías… ¿Cómo podía saberlo? También podía ser un animal inofensivo, un oso pardo acaso, asustado por su proximidad…

No tuvo tiempo para pensarlo más. Unas ramas se quebraron violentamente, tan cerca que lo creyó imposible. Trató de alejarse de allí y la noche pareció volcarse sobre su espalda. ¡Fue un golpe terrible, feroz, que ningún brazo humano hubiera descargado!

Joe perdió el equilibrio. Un grito de terror escapó de sus labios. Luego sintió junto a su cuerpo una masa velluda y cálida, y sobre el rostro un aliento como un ronquido. Comprendió que el oso se había lanzado sobre él… Menos de un segundo después, unas zarpas gigantescas le oprimían.

Utilizó todas sus fuerzas para gritar, seguro de que toda defensa era inútil. Empezó a perder el conocimiento. La oscuridad se poblé de rojas luminosidades… Y los dientes de la fiera se hincaron en su hombro.

Vagamente, Joe tuvo conciencia de unos estampidos. Luego, casi sin transición, se encontró libre, tendido sobre una hierba fresca y húmeda, inmóvil, rodeado de silencio.

Alguien prendía fuego a un montón de hojarasca, a pocos metros de distancia. Las llamas se alzaban temblorosas.

—¡Cy! —llamó. Se sorprendió al oír sonar su voz tan ronca—. ¿Eres tú, Cy?

—Sí, muchacho… ¡Vaya un apuro! Todo ha pasado ya.

Las llamitas se convirtieron en una buena fogata y las tinieblas comenzaron a disiparse.

—¿Mataste tú al «grizzly»?

—No, no fui yo.

—¿Cómo? ¿Quién fue entonces?

—Todavía no lo sé; pero quienquiera que haya sido, ha dejado él pellejo. Disparó sobre el oso y no consiguió matarle. El animal se revolvió contra él y le destrozó a zarpazos en pocos segundes. A todo esto, yo había encontrado el rifle y pude rematarle… No lo comprendo: el tipo ese apareció de improviso, como si supiese lo que iba a ocurrir. Te salvó la vida, Joe, porque el animalito empezaba ya a divertirse en grande contigo, a juzgar por el ruido… Yo no veía más allá de mis narices.

Bromton había conseguido encender una buena hoguera y se puso en pie asiendo una rama larga y llameante. Con ella se internó en el arbolado.

—¡Eh, Joe! —gritó poco después—. ¡Ven acá si puedes moverte!

El muchacho comprobó que sí podía. Su hombro izquierdo parecía arder y sentía el tórax como si un peso enorme se lo hubiese aplastado. Con cierta dificultad, sobreponiéndose a los agudos dolores, se aproximó al lugar donde ardía la luz de su compañero. Lo que vio estuvo a punto de hacerle perder el poco equilibrio que conservaba.

Un hombre estaba tendido boca arriba sobre un matorral empapado en sangre. Era viejo, de grises cabellos y rasgos faciales tallados a cincel. Joe le conocía perfectamente. Era Snake, el mestizo.

—¿Qué hacía aquí este infeliz? —inquirió Bromton—. ¿Lo sabes tú?

El muchacho se arrodilló. Snake estaba muerto, con el cráneo y parte del pecho destrozados. Había sido el consejero de su infancia, de su adolescencia y de su juventud. Todos los recuerdos de su vida iban ligados a él… Joe se avergonzó de que las lágrimas acudiesen a sus ojos, pero no pudo contenerlas.

—Lo ignoro, Cy —dijo con voz quebrada—. Quizá… quizá deseaba verme o hablarme, quizá era portador de un mensaje de mi madre. No lo comprendo. Pobre Snake… Yo le apreciaba grandemente. Era un buen viejo.

—Ha muerto por ti, muchacho. Te ha salvado la vida.

Era cierto. La lealtad de Snake había llegado hasta más allá de la muerte. Joe cerró sus ojos desorbitados que aun reflejaban el horror de aquel fin dramático, y se apartó de allí.

Oyó a Bromton gruñir por lo bajo.

—¡Vaya ejemplar! —exclamó después.

Fue a su lado, impelido por la curiosidad. Un oso gris gigantesco yacía no lejos del cadáver de Snake. Semejaba un monstruo de pesadilla. El muchacho pensó que nunca había visto otro de sus dimensiones.

—Su cubil debía estar por los alrededores —dijo Cy—, y el aroma de nuestras personas habrá turbado su sueño. Ha venido a investigar, y de paso, a divertirse un rato. Lo ha pagado caro… no sin antes cobrárselo a otro —se volvió a Joe y le aproximó la llameante rama—. Joven, hay que curar esas heridas antes que otra cosa. Vamos junto a la hoguera y ármate de paciencia.

Bromton hizo una cura minuciosa, aunque improvisada. Los dientes de la bestia habían desgarrado la carne de Joe y la herida era dolorosa, pero no de consideración. Había otras, pequeñas incisiones producidas por las garras. Afortunadamente, el ataque del «grizzly» había sido interrumpido a tiempo por Snake.

Terminada su tarea, el cazador golpeó amistosamente en la cabeza a su compañero.

—Vamos, muchacho, no lo tomes así… Snake ha muerto como un bravo. Comprendo lo que su fin significa para ti, pero no se lo podías desear mejor ni si lo hubiera deseado sin duda. Descansa ahora, Joe. Yo buscaré en sus bolsillos por si realmente tenía algún mensaje que entregarte. Descansa, repito.

Joe se tendió entre sus mantas. Estaba mudo, pensativo, triste. Se daba cuenta, con doloroso pasmo, de que la existencia empezaba para él a perder interés. Aquellos bosques que unos días antes anhelada, le eran entonces odiosos. Ignoraba la amistad que por los sioux había experimentado, la ansiedad provocada por la guerra, el deseo de ser útil que hasta allí le había conducido. ¿Útil? Para algo había servido nada más: para que el buen viejo Snake muriese.

Pensó en alejarse de allí, en perder de vista para siempre Dakota y todos los recuerdos atados a ella como lastre penoso. Podía ir al Sudoeste, a California acaso, como las largas caravanas de emigrantes que cruzaban constantemente las Bad Lands.

Debía huir… ¡debía huir del espectro de una mujer de grandes ojos y cabello cobrizo! Lo reconociese o no, aquello era lo que pesaba sobre su conciencia.

Hazel Carruthers… Murmuró el nombre lentamente, deletreándolo. Era el símbolo de muchas cosas desvanecidas en el abismo de la nada.

Bromton regresó junto a él.

—No hay ni un mal papelucho. Lo siento, Joe. Tú sigue aquí… Yo voy a desollar al oso. No necesito ayuda.

La hoguera crepitaba. En torno, la noche extendía su negro trenzado de misteriosos sonidos. Pero ahora no había alarma en ellos.

Joe suspiró. Al día siguiente saldrían de Pine Ridge y volverían al ambiente que le era habitual. La granja, su madre, sus hermanos, los trabajos de cada día… Y no habría conseguido la paz que fue a buscar a los bosques.

Bromton se afanaba junto al «grizzly». Cuando terminó de desollarle, ya Joe dormía profunda y tranquilamente.

 

 

Ir a la siguiente página

Report Page