Dakota

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CAPÍTULO XIX

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CAPÍTULO XIX

LA SUERTE DEL CORONEL CARRUTHERS

 

Inmóvil sobre su caballo, Dañe Carruthers oía el lejano tiroteo que le indicaba que la primera parte de su plan se desarrollaba de acuerdo con lo previsto. El coronel sonreía. Había tenido suerte: tras los primeros momentos penosos, con la noticia de que Hazel se hallaba en poder de sus enemigos, todo había ido bien. Su hija consiguió escapar y la difícil situación en que sin quererlo le había colocado se deshizo. Luego, ningún impedimento se opuso al desarrollo de las operaciones y ya la fracción menor de sus fuerzas atacaba la aldea oguelalá mientras él aguardaba el momento de entrar en fuego por el punto opuesto y reducir a la nada la resistencia de los indios.

Había sido aquel un plan sencillo pero eficaz. Se llevaría adelante hasta Rose Bud, la Reserva vecina donde estaban los brilles, y quizá incluso a todo el territorio de Dakota, donde ya otras acciones no menos categóricas se habían emprendido.

Por esto Dane Carruthers se sorprendió al oír que, inesperadamente, el violento tiroteo cesaba. Algo había ocurrido ajeno al cálculo. ¿Qué podía ser?

Se apresuró a enviar exploradores. Pero no fue necesario.

—¡Coronel!

Un teniente se aproximaba al más desenfrenado galope de su caballo.

—¿Qué sucede?

—Coronel —el teniente podía a duras penas dominar su montura, que caracoleaba ante Carruthers—, los sioux le envían un parlamentario. ¿Desea usted hablarle?

Carruthers frunció el entrecejo. ¿Qué podía significar aquello?

—Desde luego. Tráigale aquí.

Un momento después le tenía delante. Era un hombre joven y robusto, cuyo magnífico casco de plumas denotaba su categoría de caudillo. Venía solo y sin más armas que el cuchillo. Erguido, digno, silencioso, con la mirada dura e inexpresiva y el perfil que parecía tallado en roca. El coronel le admiró, a pesar suyo. Era aquella una raza soberbia, pero destinada por sus mismas virtudes a desaparecer.

—¿Qué deseas?

El indio le miró sin temor.

—Lobo Azul ser caudillo sabio y valeroso —respondió, al cabo de un instante—. El responder sí a lo que oguelalás pedir. Ser justo.

Carruthers aguardó en silencio.

—Caudillos querer no más guerra. Ellos no saber: Toro Sentado morir, hace muchos soles, con hijo suyo y seis caudillos. Resistir policía india en Reserva. Policía matarlos. Rostros pálidos vencer a sioux en Wamded Kull Creek. Ser gran desastre. Caudillos oguelalás tampoco saber. Hoy sí saber. No haber más guerra. Profecías mentir. Gran Hombre Rojo mentir. Sioux ser hermanos de rostros pálidos. Haber paz.

El coronel respiró profundamente. Había estado aislado y no tenía de aquellas noticias más que referencias vagas, pero eran ciertas si los indios las aceptaban en tan trascendentales momentos. Desde luego, la muerte de Toro Sentado dejaba sin cabeza la sedición. Y el desastre de Wamded Kull Creek había infundido prudencia a los oguelalás, colocados ante la alternativa de rendirse o morir estérilmente.

La sonrisa de Carruthers se acentuó. En verdad, su suerte era extraordinaria.

—Lobo Azul fumará el calumet de la paz con los caudillos oguelalás —respondió lentamente, dándose perfecta cuenta de que las palabras que pronunciaba eran trascendentales—. Pero exige que los prisioneros sean devueltos y que se aguarde hasta que el Gobierno de los rostros pálidos tome las medidas definitivas. Hasta entonces, no obstante, habrá paz entre Lobo Azul y los guerreros sioux. Lobo Azul ha hablado.

—No haber prisioneros —dijo el indio, sin variar de expresión—. Soldados de Lobo Azul conquistar aldea oguelalá. Soldados destruirle. Prisioneros ser libertados. Oguelalás huir bosque.

—Ya comprendo…

Por un segundo, Carruthers pensó en Blancheville.

—¡Haugh! —hizo el indio simplemente.

Dio media vuelta y se alejó. El tiroteo no se había reanudado. Aquello era el fin de la guerra.

 

 

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