Dakota

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CAPÍTULO V

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CAPÍTULO V

«DOSCARAS» STRONG

 

Tommy Thor caminaba oblicuamente hacia las riberas del White, Llevaba en la mano una manzana. Tommy era un chico robusto, de revuelto cabello negro y rostro alegre. Como el menor de los miembros de la familia, había recibido más cariño que ninguno; pero aquel cariño no le afectó excesivamente. Respetaba a su madre. Hacia sus hermanos, en cambio, sentía profundo desprecio: eran seres siempre preocupados por nimiedades que no sabían extraer a la vida los placeres que contenía.

Tommy gozaba como nadie. Poseía su mundo propio, mitad fantasía y mitad realidad. Solo lo compartía con Ardilla, quien, en muchas cosas, había sido su mejor maestro, y con cierta persona a la que entonces precisamente se proponía visitar. En aquel mundo había muchas supersticiones indias, puesto que, como sus familiares, gozaba en compañía de los sioux entre los que se había desarrollado gran parte de su todavía corta vida; había también hadas, duendes y trasgos salidos de los cuentos que todos los niños de rostro pálido sabían. Era un mundo feliz y divertido, que se podía encontrar en los bosques, en los prados y junto a los mansos arroyos; un mundo de risas y despreocupación.

Por ello Tommy quedó desagradablemente sorprendido al descubrir que la persona en cuya busca iba estaba llorando junto a la puerta de su rústica casa de troncos.

—June —dijo cariñosamente—, ¿qué te ocurre? ¿Quién te ha hecho daño?

La persona era una niña rubia y pecosa. Vivía allí con sus padres, en una pequeña cabaña junto al White River. Se llamaba June Madison y en cierta ocasión, cuando aún asistían ambos a la escuela de la aldea y el espectro de la sublevación india no se cernía sobre la comarca, había pedido a Tommy que la tomase como squaw cuando llegase a ser un gran caudillo de los oguelalás. Y Tom había accedido.

—Se han llevado a papá —sollozó June—. Está preso… en el pueblo… Se lo han llevado aquellos hombres malos…

—Te he traído una manzana —dijo, no muy convencido de que aquello tuviese verdadera importancia—. Tómala.

Pero el llanto de la niña terminó rápidamente y le dio las gracias, sonriendo entre lágrimas. Compartieron la fruta y se miraron.

—Toro Sentado es muy valiente —explicó Tom con la boca llena—. No tengas miedo, él salvará a tu papá. Quizá lo haga mañana… o quizá hoy. Dice Ardilla que el Gran Hombre Rojo del Oeste quiere que los sioux sean dueños de América, como antiguamente. Tú verás… Toro Sentado regalará a tu papá muchas plumas de colores y le hará jefe. También me hará jefe a mí —luego, sin transición, agregó—: Luisa murió ayer.

El rostro de June expresó su desencanto.

—¿Cómo fue?

—No lo sé. Se suicidó, me parece. La encontré en su caja, patas arriba. No tenía cara de haber sufrido.

—¿No murió de hambre?

—¡Oh, no! Cada día le llenaba la caja de pan…

Un día le di un trozo de bollo. Siempre le sobraba comida… A lo mejor se ha muerto de vieja.

June movió negativamente la cabeza. Parecía muy preocupada.

—Las lagartijas nunca se hacen viejas —sentenció.

—Me lo dijo mamá.

—¡Bah! ¿Y tú lo has creído? Los mayores no entienden de estas cosas. Si alguna vez quieres saber algo, pregúntaselo a un indio, Ellos son los únicos que dicen la verdad.

June seguía preocupada.

—Quizá murió de un disgusto —aventuró—. Los disgustos pueden matar, Tommy. He oído que mamá le decía a Strong que él y los suyos la matarían a disgustos.

—¡Strong! —exclamó el chiquillo, sobrecogido. En sus ojos saltó un destello de terror—. ¿Está aquí? —preguntó tímidamente.

—En casa, con mamá. Ha llegado cuando los soldados se llevaban a papá.

Tom se puso a caminar a gatas hacia la ventana más próxima, sigilosamente, rodeándose de precauciones innecesarias.

—Busca una rama verde de acebuche —susurró a la niña, que le seguía en igual forma.

—¿Por qué?

—¡No preguntes ahora!

—¿Por qué, Tommy?

El muchacho se detuvo enojado.

—Las niñas sois tontas, June. ¿No sabes que mirar a Strong trae desgracia? Me lo dijo Ardilla, y él nunca se equivoca. La única manera de escapar es quemar una rama verde de acebuche y decir, sin que nadie las oiga, las palabras secretas de la buena suerte.

—¿Qué palabras?

—Te repito que son secretas. Solo los guerreros oguelalás las conocemos. Ardilla y yo lo hemos hecho muchas veces y siempre hemos escapado a la desgracia. Ahora… busca una rama de acebuche, muy verde, para quemarla.

—¿Cómo vas a quemarla, Tommy?

—¡Eso ya lo veremos luego!

June se alejó. Regresó a los pocos momentos con la rama requerida y encontró a su compañero atisbando por la ventana misteriosamente. Era posible oír las voces de dos personas que hablaban fuerte, un hombre y una mujer.

—Silencio, Jung susurró Tom—. No te muevas y no hagas ruido.

La niña se acurrucó contra él.

—Puedes tomarlo como quieras, Esther —decía el hombre en el interior de la casa—. Advertí a tu marido de que ocurriría esto y ahora se ha presentado la oportunidad. Procuraré que no salga demasiado bien librado… En cuanto a ti, más te vale no moverte de esta casa y no intentar nada; de lo contrario, te pesará.

La mujer estaba en pie, apoyada en una mesa cubierta por un mantel a cuadros blancos y azules. Tenía el rostro arrebolado y los ojos brillantes. Era evidente que hacía esfuerzos por dominarse. Sin embargo, miraba al hombre con una fijeza suficientemente expresiva: había odio, desprecio y temor, todo mezclado, en aquella mirada.

Strong torcía la boca en una mueca que pretendía ser una fría sonrisa. Era un individuo de mediana estatura, moreno, velludo, con un rostro repulsivo, asimétrico, bestial. Su ojo derecho aparecía hundido y cerrado. Muchos años antes un flechazo sioux se lo destrozó.

June había heredado de su madre el cutis pecoso, el rubio cabello y los ojos azules, como también una graciosa fragilidad y un encanto suave, íntegramente femenino. Esther Madison era todavía joven y muy hermosa.

—Eres un coyote cobarde, Strong —replicó con voz apagada—. Sabías que mi marido no podría defenderse, y aun así, has venido aquí, a ensañarte conmigo, cuando estaba ya preso… ¡Pagarás esto muy caro algún día!

—No he venido a ensañarme, sino a advertirte. Tus amigos los indios nada podrán hacer por ti… Ya me cuidaré yo de que sea imposible.

—Un cobarde, Strong… Te has vengado, ¿verdad? Mi marido te trató como merecías cuando estabas de «indian agent» en el Rose Bud; él evitó que siguieses engañando y expoliando a los sioux, y terminó con tu venta ilícita de armas y licores, ¿no es así? Ahora te has vengado… ¡mintiendo! Sabes muy bien que Abe no es un espía de Toro Sentado, sabes muy bien que es incapaz de traicionar al ejército, sabes que no es culpable de nada…

Strong rio secamente.

—Él me denunció a mí, yo le he denunciado a él. Estamos en paz. Pero es muy probable que a él esto le lleve a la horca.

—¡Ay de ti sí tal cosa ocurre, Strong!

El hombre murmuró una maldición y se aproximó más a la señora Madison. Se inclinó hacia adelante y habló lenta, persuasivamente.

—Tú no te moverás de aquí, Esther…

—Te equivocas. Hoy mismo iré a Pine Ridge en busca de socorro.

—¡Tu marido pagará las consecuencias!

Esther Madison se puso rígida.

—¿Y tú, Strong? ¿Qué será de ti? Los sioux te buscarán, espiándote de noche y de día; la muerte rondará a tu alrededor y tú no sabrás nunca cuando llegará; sufrirás tormentos indecibles, Strong… y al fin, cuando ya estés pidiendo a gritos la muerte, la tendrás. Será una muerte espantosa… ¿No conoces las torturas sioux, Strong?

El rostro del hombre estaba adquiriendo un color lívido. La mueca de su sonrisa se dislocaba horripilante. Abría y cerraba, los puños cubiertos de espeso vello.

—Víbora… —jadeó.

—Morirás lentamente —siguió diciendo ella—. Estés donde estés, te refugies donde te refugies… Créeme, Strong: deja en paz a mi marido.

—¡No! —había perdido bruscamente el dominio de sí mismo—. ¡Me las pagará! ¡Él y todos los de su calaña! ¡haré que le ahorquen, y que ahorquen a Mike Thompson, a Joe Thor y a todos esos condenados amigos de los indios! ¡No quedará ni uno de su maldita ralea! Y luego… todos los sioux serán ex terminados. Solo estoy empezando a vengarme, Esther; solo estoy empezando a véngame… ¡Yo mismo conduciré al ejército hasta las aldeas oguelalás, y luego a las blackfeet y a las sans-arcs, y a todas, para que aplasten a sus habitantes! He vivido muchos años aquí y conozco el país, desde los Black Mills hasta más allá del Missouri, como la palma de mi propia mano… Standing Rock, Cheyenne River, Lower Brule, Crow Creek, Pine Ridge, Rose Bud, todas las Reservas sioux me son familiares. No tienen secretos para mí… ¡y todas, todas las Reservas de Dakota del Sur arderán! No en vano he sido durante doce años «indian agent», Esther. He estudiado bien cómo atacar a esos crótalos rojos.

Mientras hablaba, la mujer se había ido apartando de él y de la mesa, pero no separaba los ojos de su rostro descompuesto.

—¡No harás nada de eso, Strong! —exclamó de pronto.

Su mano derecha empuñaba un revólver. Lo había tomado de un aparador contiguo a la pared, al que acababa de llegar.

Fuera, bajo la ventana, Tommy Thor contuvo el aliento y sintió sobre su antebrazo la presión de unas pequeñas, crispadas manos. A su lado, Juné gemía sordamente, desorbitados los ojos.

Los insultos brotaron de la boca de Strong como explosiones. Se movió inesperadamente, dando un salto. Esther Madison disparó. Falló el tiro. Una fracción de segundo… y el hombre estuvo junto a ella.

La desarmó. Jadeaba roncamente, como una bestia enloquecida. Sus manos velludas, negras, se alzaron y rodearon su cuello.

Esther gritó, pero su grito fue ahogándose lentamente.

—¡Mamá! —gimió su hija.

Era un lamento desgarrado. June saltó por la ventana, trepando a ella igual que un gato. Corrió, sé asió a los pantalones de Strong, le golpeó las piernas. De un puntapié, él la arrojó lejos de sí.

La señora Madison braceaba débilmente.

Algo, un clamor primitivo, horrible, rasgó el aire. Una vez. Otra. Tommy, a quién el estupor había inmovilizado al pie de la ventana, dio un salto. ¡Aquel aullido agudísimo, quebrado, que parecía perforar el cerebro y destrozaba los nervios, irreal, fantasmagórico…! ¡Era el grito de combate de los guerreros oguelalás!

¡Los sioux llegaban!

Strong, presa de pánico, era una estatua de hielo. Sus brazos pendían inmóviles a lo largo de su cuerpo y tenía en el rostro una expresión abyecta, babeante.

La señora Madison, inconsciente, yacía en tierra. June sollozaba bajo la mesa.

Reaccionando, Tommy corrió hacia la parte trasera de la casa. Allí, los alaridos de guerra seguían sonando.

Y se detuvo. Ante él estaba Ardilla, inmóvil. De él partían los gritos.

Le hizo un gesto que era una súplica. Rápidamente, el chiquillo comprendió. Unió a los de su amigo sus aullidos, forzando la voz cuanto le era posible y regresando hacia la ventana.

Antes de llegar a ella divisó a Strong. Había salido por la puerta y corría con un revólver en cada mano; corría como un lobo de las praderas asustado por un peligro ultraterreno. Alcanzó su caballo, al que había abandonado en la hierba próxima al río, saltó sobre él y se alejó.

No volvió ni una vez la cabeza.

Los gritos cesaron.

—Ardilla llegar y ver en ventana —dijo el muchacho indio—. Viejo ardid de guerreros oguelalás no fallar.

Tommy sonrió. Se había divertido. Estaba acostumbrado al espantoso grito sioux, pero aun recordaba la impresión que le produjo la primera vez que lo oyó. Durante muchas noches su recuerdo turbó sus sueños infantiles; ahora, turbaría el sueño de Strong. Nadie era capaz de resistirlo cuando sonaba de improviso… Y Ardilla era listo. Llegaría a ser un gran guerrero, un gran jefe entre sus hermanos, cuando la nueva aurora de su raza empezase.

Entraron en la casa. La señora Madison, en pie ya, se estaba reponiendo.

—Se ha ido —dijo Tommy alegremente—. Estaba muy asustado… Ahora, Ardilla y yo quemaremos la rama de acebuche. No hay nada que temer.

Esther les contempló forzando una sonrisa. No se había dado exacta cuenta de lo ocurrido en los postreros instantes, pero prefería no hablar de ello. Era mejor olvidarlo y dejar que los niños vivieran su enorme felicidad.

Los chicos la abandonaron, con June abrazada a ella, todavía llorosa. Ante la cabaña, sobre unas piedras amarillentas, quemaron la rama y pronunciaron las palabras secretas que habían de contrarrestar la mala suerte que emanaba del tuerto Strong.

 

 

 

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