Dakota

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CAPÍTULO VII

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CAPÍTULO VII

HURACAN ROJO SOBRE LA ALDEA

 

Un hombre llamado Granger fue quien llevó al pueblo la primera noticia. Granger era relativamente joven, robusto, soltero, feo y se dedicaba a la cría de ganado. Normalmente, su hombro izquierdo era igual que los hombros izquierdos de la mayoría de los hombres; pero aquella noche había en él algo que le prestaba un carácter propio y perfectamente definido: el asta quebrada de una flecha hincada en su carne.

Granger había roto la flecha tratando de arrancársela, cosa que no había logrado. Cuando irrumpió en la aldea, al más furioso galope de su caballo, su camisa de franela estaba empapada en sangre y curvaba su boca un rictus de dolor. No obstante, podía gritar. Y lo hacía.

—¡Los sioux! ¡Centenares, miles de sioux…! ¡Los he visto!

El pueblo estaba situado en una hondonada, entre dos manantiales, y rodeado completamente de pastos y campos de trigo. Se llegaron a él por varios caminos, pero el elegido por Granger era el más corto desde el punto en que pastaban sus corderos. Era un pueblo pequeño y sucio, demasiado nuevo para ser pintoresco y demasiado viejo para ser cómodo. Sus habitantes poseían la rara cualidad de poder reunirse en la plazoleta central con velocidad pasmosa, cualidad que demostraron a los primeros gritos del hombre que llevaba una flecha en el hombro, de modo que cuando este saltó de su caballo se encontró rodeado de gente ya asustada por lo poco que había oído.

Y cuando Granger, jadeante, se explicó, el susto de la gente fue en aumento. Los sioux estaban llegando al pueblo. Lo rodeaban. Él se había tropezado con ellos por sorpresa y por sorpresa había cruzado sus líneas, no sin recibir un buen flechazo. No había, momentos que perder si se quería evitar un gran desastre.

A los pocos segundos, la plaza estaba vacía y la alarma recorría las calles, penetrando en los hogares y turbando su paz. También penetraba en las tabernas, y en una de ellas encontró al sheriff Ranke departiendo amistosamente con «Doscaras» Strong.

El tuerto se puso lívido al conocer la noticia.

—¡Abe Madison tiene la culpa! —exclamó entrecortadamente—. ¡Si esos estúpidos soldados no le hubiesen dejado escapar de su condenada prisión!… Madison ha querido vengarse, sheriff. No ha encontrado otro medio que lanzar a los sioux sobre nosotros… ¡Estamos perdidos! ¡Madison y su mujer, malditos sean!

Rod Ranke corría ya, hacia la salida, pero se detuvo para decir:

—Creo que se equivoca, Strong. Hace años que conozco bien a Abe y no le supongo capaz de esta canallada. Además, no ha tenido tiempo de organizaría en las pocas horas que lleva en libertad.

La calle ofrecía un aspecto indescriptible: madres qué buscaban afanosamente a sus hijos, llamándolos a gritos; soldados que se apresuraban a concentrarse mientras una corneta lejana rasgaba el aire con sus agudas notas; hombres de todos los tipos y de todas las edades, cargados de armas, que buscaban lugares estratégicos o penetraban en sus casas dispuestos a defenderlas hasta la muerte; mujeres con rostros crispados de angustia… Chocaban unos contra otros, corrían ciegos, como ovejas asustadas, en todas direcciones. Voces, órdenes, llamadas, llantos, se mezclaban hasta formar un solo rumor confuso que brotaba de aquella multitud enfebrecida.

Ranke se abrió paso entre el gentío hacia las afueras del pueblo, donde estaba el campamento de los soldados. Cuando llegó, ya estos formaban en hileras, rígidos, bien armados. Ofrecían una magnífica estampa y la ansiedad del sheriff se calmó un tanto; sin embargo, eran pocos. Granger había hablado de millares de sioux… Claro está que se hallaba presa de pánico y podía exagerar, pero Ranke tenía bastante experiencia en aquellas lides para saber que los pieles rojas no se arriesgarían a una empresa tan temeraria sin estar convencidos de su aplastante superioridad numérica.

Buscó a su amigo, el teniente Roberts, y le halló saliendo de su tienda y abrochándose el cinto. Llevaba la cabeza descubierta, revuelto el cabello y el sombrero bajo el brazo. En sus ojos brillaba la determinación y parecía como si la delgada cicatriz de su pómulo izquierdo enrojeciese bajo el efecto de las emociones que experimentaba.

—¿Qué hace usted aquí, sheriff? —exclamó sin detenerse, avanzando hacia la formación.

—He venido en busca de órdenes.

—Imagino que no las habrá para usted… Pero venga conmigo, ¡aprisa! El capitán me está aguardando.

Roberts saludó a su superior. El capitán Smithe era el jefe de la guarnición del pueblo: un hombre maduro, de piel como cuero y mirada fogosa que a la sazón tenía intensamente fija en sus disciplinados soldados.

—El sheriff quiere órdenes.

Smithe hizo un gesto de enojo.

—Meta a los habitantes en sus casas, Ranke —dijo—. Que no se muevan de ellas ocurra lo que ocurra y que las defiendan sin vacilar. Cuiden de las azoteas, especialmente. Usted, por su cuenta, trate de organizar una brigada volante capaz de acudir a los puntos débiles y otra dispuesta a sofocar los incendios que, sin ninguna duda, provocarán los salvajes. Pero hágalo a toda prisa o será farde… A juzgar por las apariencias, el ataque no se hará esperar. ¿Tiene usted idea de la distancia a que Granger ha tropezado con el enemigo?

—Ninguna.

—Yo he hablado brevemente con él. No está muy seguro, pero parece que la distancia es terriblemente corta. Nada más, sheriff. Nosotros protegeremos la población mientras nos sea posible. Buena suerte a todos.

Ranke dio media vuelta. Se deslizaba entre las primeras casas y ya los soldados abandonaban el campamento para ocupar sus posiciones en torno al pueblo.

Sería una lucha espantosa, desesperada… Ranke no osaba siquiera imaginarla. Pero, ¿cómo era posible que los sioux hubiesen llegado hasta tan cerca sin ser descubiertos por nadie, excepto Granger y aun en el instante postrero? ¿Por qué ninguno de los tramperos de la montaña, ninguno de los exploradores ni de los espías había dado el aviso? ¿Acaso nadie se había enterado de sus propósitos? Si la fuerza era importante, esto resultaba inverosímil. Si no lo era… existían firmes esperanzas de salir con bien del trance.

Corrió a su oficina y en ella halló a sus comisarios, nerviosos, desconcertados por su ausencia. Eran tres hombres jóvenes, medio salvajes, que se habían criado y educado en lucha constante contra pieles rojas y bandidos. Les transmitió lo dicho por el capitán y luego los cuatro se dispersaron rápidamente por el pueblo.

Volaban los minutos y la agitación, en las calles, empezaba a calmarse. Ranke fue ordenando a todos que se retirasen a sus domicilios, citando a los hombres que creyó adecuados para la misión que iba a encomendarles en su oficina. Cuando regresó a ella, ya un silencio horrible se cernía sobre el pueblo. En la misma atmósfera podía advertirse, consistente, la inminencia de la catástrofe.

La oficina estaba llena de hombres que parecían dispuestos a todo. Él mismo y sus comisarios los habían reclutado rápidamente. Rápidamente también, organizó los dos grupos designando como base y punto de concentración de ambos aquel lugar.

Estaba hablando cuando llegaron hasta él los primeros disparos. Respiró hondo. Con el tiempo justo, pero todo se había dispuesto. Los sioux serían recibidos adecuadamente. Acaso sucumbiese el pueblo en masa —y no sería el primer caso del que se tuviera noticia—, pero sucumbiría valerosamente. La gran batalla se había iniciado. Ya la guerra con los indios no era una cosa oscura y lejana…

Al frente de un pequeño grupo; Ranke se encaminó por las vacías calles hacia un extremo de la aldea. Rostros y rifles asomaban a las ventanas en anhelante espera. Los disparos se habían extendido hasta formar algo así como un cinturón crepitante.

Antes de salir del pueblo, el sheriff subió con sus hombres a lo más alto de un edificio. Por una claraboya asomaron al pendiente tejado y miraron más allá.

Formando una línea continua, una línea espantosamente débil, los soldados se habían distribuido en torno al pueblo. Sin parapeto alguno, hincada en el suelo una rodilla o tendido todo el cuerpo en él, disparaban sus fusiles. Ante ellos…

Ranke no pudo contener un estremecimiento. ¡Los sioux! Hervían de jinetes las suaves vertientes de la hondonada y, más lejos, hervían los prados y los trigales. Muchos guerreros, muchísimos… ¿Cómo iban a resistirles?

¿Era posible que aquello estuviese ocurriendo de repente, sin que nada, ni un vago rumor, lo hubiese anunciado?

La primera oleada de salvajes no semejaba muy decidida a entrar en contacto directo con los soldados. Se limitaba a hacer girar y caracolear ante estos sus caballos, a aproximarse y alejarse alternativamente mientras una nube de flechas y un nutrido tiroteo salían de sus filas.

Había ya algunos claros, aunque muy pocos, en el Ejército. Podían contarse abundantes cuerpos de pieles rojas y caballos caídos a lo largo del amplio círculo. No obstante, en todo este, y pese a la incontenible presión de la enorme masa de guerreros, la situación prometía mantenerse, por algún tiempo, estacionaria. Rod Ranke así lo entendió.

—Permaneceré aquí —dijo—. Es un buen observatorio. Vosotros regresad a la oficina y manteneos alerta. Cuando os necesite, oiréis mi silbato. Acudid. Nada más.

Los hombres descendieron a la calle. El sheriff quedó solo; mirando con ojos ávidos la línea de tropas recorrida por un huracán de fuego. ¡Bravos soldados, a quienes no importaba morir en defensa de personas e intereses ajenos!

Transcurrió algún tiempo. Los sioux evolucionaban sin descanso. Y sin interrupción sonaban sus alaridos de guerra, mezclados al ronco clamor de la fusilería; sus alaridos, creados especialmente para infundir pánico, para socavar el valor más sólido, para destrozar los nervios más firmes. ¡Cuántas veces y en qué distintas ocasiones los había oído Rod Ranke! Sirvieron de música a su infancia, a su adolescencia… seguían sirviéndole de música aun, pese a que los tiempos y las costumbres habían cambiado.

Desde que tuvieron que enfrentarse a los poderosos ejércitos de la Unión, la táctica guerrera de los indios era distinta: antes solo luchaban entre bosques y malezas, deslizándose en hilera al amparo de la oscuridad, para surgir como sombras destructoras en el instante más inesperado, siempre silenciosos; ahora lo hacían en grandes masas, sobre vigorosos caballos, bien armados con modernos rifles. Muchas plagas terribles habían caído sobre el Oeste, pero la de los hombres sin escrúpulos que vendían armas a los pieles rojas era la peor…

Y precisamente uno de estos hombres, refugiado en la fría bodega de una taberna, tembloroso, se cubría los oídos con las manos para que no llegase a ellos el rugir de aquellos rifles que en otro tiempo llenaron de oro sus, bolsillos y para que aquellos alaridos que parecían el espectro de lo peor de su vida no le destrozasen el cerebro.

Aquel hombre era «Doscaras» Strong y agonizaba de puro miedo.

Desde su atalaya del tejado, Rod Ranke asistió a todas las fases de la batalla. Sus ojos absortos descubrieron algo impalpable que, como un estremecimiento, parecía recorrer las apretadas filas sioux. Era, simplemente, un impulso. Pero cuando aquel impulso se condensó, una formidable masa de ululantes, guerreros se lanzó a la carga blandiendo los destructores «tomahawks».

El momento decisivo había llegado. Ranke esperó ver que el círculo de soldados se disolvía como una nubecilla en un ciclón… pero no fue así. Los valerosos muchachos, resistieron. El primer bloque sioux se estrelló contra la barrera de plomo que habían sabido, tender ante ellos, se disgregó, en una horripilante confusión de caídas, gritos de dolor y retrocesos.

Inútil: el gigantesco anillo humano se había puesto todo él en movimiento, se cerraba con titánica presión. Como pasando por encima del primero, un segundo bloque de jinetes llegó hasta los valientes soldados…

Uno a uno callaron los fusiles y uno a uno se inmovilizaron los cuerpos. Sonó de pronto una corneta como un grito agónico. Los supervivientes de aquel aplastamiento se retiraron, en todo el círculo, hasta alcanzar las primeras casas. Hicieron alto allí, armaron los fusiles e intentaron el esfuerzo postrero para contener a los sioux.

Por encima del clamor bestial de los demonios rojos se alzó la aguda voz del silbato de Rod Ranke. Como si lo hubieran estado esperando, los hombres abandonaron la oficina a la carrera y el sheriff se les unió en la calle.

—¡Hay un flanco sin protección! —anunció, avanzando ya a grandes saltos calle abajo—. ¡Todos los soldados que habían allí han muerto y esos perros asesinos van a entrar en el pueblo! Muchachos… ¡pensad que detrás de vosotros están nuestras mujeres, nuestros ancianos y nuestros niños!

Doblaron un recodo y se hallaron bruscamente ante el inmenso espectáculo de la horda que se precipitaba hacia las casas desguarnecidas.

—¡A ellos! —rugió Ranke.

Un sioux se alzaba sobre su caballo, gritando y agitando en la mano izquierda el cuero cabelludo, sangrante, de un soldado. El sheriff disparó contra él y le vio caer. Un segundo después, con el cuchillo en una mano y el revólver en la otra, se lanzaba al centro del torbellino como un suicida lo haría a las azules fauces del Océano…

Los guerreros rojos semejaban una masa compacta. Ranke y los suyos se debatieron entre hombres y caballos, hiriendo en tornó, sin ver, sin sentir, ajenos a todo lo que no fuese aquella apocalíptica orgía de sangre.

Fueron batidos, arrollados. Siempre había más jinetes, más jinetes…

Cubiertos de polvo, de sudor y de heridas, lograron retroceder al abrigo de las casas. Casi todos, no obstante, quedaron allí, muertos bajo los cascos de los «mustangs».

Los pieles rojas habían invadido, como un río salido de madre, aquella parte del pueblo. Sus alaridos sonaban a lo largo de las calles. Ágiles figuras, como simios con plumas en la cabeza, trepaban a los tejados y azoteas. De todas las ventanas caía una lluvia de proyectiles. En el interior de las casas comenzaban ya a oírse los gritos de agonía y desesperación…

Igual que un loco, desorbitados los ojos por el horror, Rod Ranke se arrastró evitando ser descubierto. No sabía qué hacer ni dónde dirigirse, porque toda resistencia estaba siendo ahogada. Había perdido el contacto con los que hasta momentos antes lucharan a sus órdenes. Solo fantásticas figuras de pesadilla, frenéticas, pintarrajeadas, aullantes, distinguía ante sí. No se atrevía siquiera a hacer uso de sus armas: era una alimaña asustada, fugitiva.

Buscó asilo en la puerta de una casa. Las sombras de la noche que estaba cayendo sé habían introducido allá y se sintió, por un instante, seguro.

Trató de recobrar el perdido aliento. Después observó a su alrededor. No había ni un rumor de vida en el edificio, sin duda porque los sioux habían pasado minutos antes por él. Quizá solo cadáveres despojados del cuero cabelludo eran sus moradores. A su lado se iniciaba una escalera y, sin pensarlo, Ranke ascendió velozmente por ella.

No se detuvo en el único piso que encontró, sino que siguió hasta la azotea y salió a ella. En el cielo azul-negro se dibujaban las primeras estrellas. Abajo, en las calles, hervía la trágica mascarada. Todo el pueblo estaba en poder de los salvajes y la resistencia, casa por casa, cesaría indefectiblemente sin tardar mucho. Algunos incendios —los incendios que acompañaban a todo asalto de los pieles rojas y que él, con pueril firmeza había tratado de evitar organizando una brigada especial— alzaban sus llamas devastadoras como si jugasen a copiar en la tierra y en la realidad un infierno dantesco.

El sheriff se mesó los cabellos, desesperado.

—¡Ranke!

Alguien le llamaba. Cerca.

—¡Sheriff Ranke!

Como surgido de los delirios de la embriaguez, divisó a un hombre en el vecino tejado, Su guerrera militar estaba desgarrada y era roja por la sangre acumulada en ella. Aquel hombre había sido el teniente Roberts.

—¡Es horrible, Ranke! —gimió roncamente—. Si salgo de esto con vida nunca lo olvidaré… ¡Ranke, es el fin de todo! ¡Y yo moriré aquí, como una oscura bestia olvidada…! Me estoy desangrando. He luchado hasta perder las fuerzas, pero ya todo es inútil. Carruthers no llegará…

Ranke fue hacia él.

—¿Qué? —exclamó.

—Que Carruthers no llegará… suponiendo que el mensajero haya escapado a los indios. Lo hemos perdido todo.

El sheriff apoyó sus manos sobre los hombros de aquella piltrafa y miró fijamente a sus ojos.

—¿Qué es lo que dice usted, teniente?

—¡Sí, sí! En cuanto se supo la noticia, el capitán envió una petición de socorro a Carruthers. Está con su regimiento, relativamente cerca de aquí… Pero el correo debía atravesar el cerco de los sioux y, aun suponiendo que lo consiguiera, el socorro llegaría tarde.

¿No ve usted, Ranke? Mire a su alrededor: muerte, exterminio, saqueo, incendio…

—¿Hay una esperanza? —Ranke sintió como si la vitalidad volviese a él a raudales—. ¡Sí, la hay, teniente! ¡La hay y debemos luchar por ella! ¡No está todo perdido!

—¿Se ha vuelto loco, sheriff?

—¡Quizá sí! ¿Qué importa eso?

Ranke se asomó a la calle. La resistencia se mantenía, feroz, aunque los sioux eran dueños del pueblo. Había en todas partes un movimiento vertiginoso que poblaba las cada vez más densas tinieblas. ¡Y llamas, llamas que se extendían, hambrientas!

—¡Sígame, teniente!

Se lanzó escaleras abajo, reponiendo las municiones en su revólver mientras saltaba los peldaños. La sangre era como fuego en sus venas… ¡Había una esperanza aun!

Pero Roberts no le siguió. Estaba demasiado débil. Era la sombra miserable de un hombre y nada más que eso.

Ranke corrió sembrando la muerte en torno suyo. Los sioux, víctimas de la embriaguez del triunfo, eran presas fáciles. Se luchaba por doquier, en el interior de las casas, en lo alto de ellas, en plena calle. Y él sheriff, como un duende asesino, surgía de la oscuridad y descargaba sus mortales golpes.

Hizo alto ante un nutrido grupo de guerreros que saqueaban una taberna. Un incendio cercano iluminaba siniestramente la escena… Al otro lado de la calle, gritos terribles partían de una casa en cuyo tejado tres salvajes corrían en persecución de un hombre pequeño y flaco. Gritos femeninos.

El hombre cayó con la cabeza destrozada por un hachazo. Casi al mismo tiempo, una mujer joven apareció en una de las ventanas. Era ella quien gritaba… Ranke empuñó firmemente el revólver. Sabía cuál era su deber, sabía que nada le impediría disparar… porque era mejor hacerlo.

Unas vagas formas oscuras se dibujaron cerca de la mujer, en el interior de la habitación. Luego, la luz del incendio iluminó muchos brazos nervudos, extendidos…

La mujer se llevó las manos a los ojos. Ya no gritaba. Y saltó… Ranke, sin emoción, la vio estrellarse junto a la acera de tablones y quedar allí inmóvil. Muerta. Era mejor así.

No vaciló en lanzarse al interior de la casa, cruzando la calle. Subió las escaleras, y ya los sioux las bajaban en silencio. Disparó. Oyó gritos de muerte, gemidos, más arriba. Huyeron, se dio cuenta de que huían. Hacia la azotea… No se detuvo. Pisoteó dos cuerpos todavía vivos…

Varias figuras de pesadilla se recortaban contra las estrellas cuando llegó a lo alto de la escalera. Le aguardaban allí. Disparó de nuevo, y lamentó que sus balas no fuesen más dolorosas, que no causasen sobrehumanos tormentos antes de conceder el beneficio de la muerte. Se sentía poseído por la locura del mal. Rugió de entusiasmo cuando sus ávidos proyectiles hendieron las carnes cobrizas y aquellos demonios emplumados se desplomaron ante él.

Pero llegaron más, vomitados por la noche. Pudo localizarlos a la roja y trémula luminosidad de los incendios. Empuñó el cuchillo entonces, y lo hincó muchas veces, revolviéndose, sintiendo en su puño el baño, de la sangre joven y cálida.

Unas manos de acero apresaron su garganta. Se arrojó al suelo, giró sobre sí mismo, golpeó con el revólver como si fuese una maza. Y un cráneo se quebró con seco chasquido.

Saltó hacia delante, libre… Un demonio más, allí, moviéndose, tratando de huir de aquel horror implacable. ¡Tratando de huir y no consiguiéndolo! Ranke se arrojó sobre él, le asió, le alzó en vilo.

Estuvo una fracción de segundo inmóvil al borde de la azotea y luego, con titánico impulso, arrojó al salvaje hacia el grupo que saqueaba la taberna.

Casi perdió el equilibrio. Quedó jadeante, destrozado, con la muerte bailando en torno suyo…

Y entonces llegó hasta él el heroico clamor de una corneta lejana, descendiendo a la hondonada por los caminos del pueblo, entre pastizales y campos de trigo. ¡Carruthers, con su caballería! ¡El coronel, que convertía en realidad una esperanza!

Con los ojos de la imaginación vio a los escuadrones de veteranos al galope, desnudos los sables, flameantes las banderas. Quiso sondear las tinieblas y las tinieblas nada le dijeron. Maldijo la noche y se arrastró para alcanzar la puerta de la escalera que había de devolverle a la calle… ¡Ah, qué grito el de aquella corneta!

¡Qué grito vibrante! A su conjuro, los sioux se replegaban y huían. ¡Huían! ¡Abandonaban el pobre pueblo flagelado y ardiente! Sin alaridos de guerra, furtivos, se alejaban, hacia el White River. Y en su lugar solo quedaba un duro silencio manchado de sangre.

No hubo batalla. Fue una persecución que sembró de cadáveres toda la llanura hasta, muy lejos, hasta las mismas selvas de Pine Ridge donde los coyotes rojos hallaron seguro refugio.

Más tarde, mucho más tarde, próximo ya el amanecer, se dominaron los incendios y el coronel Carruthers rindió honores a los héroes muertos en defensa de aquel mísero pueblecito de las Bad Lands de Dakota.

 

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