Dakota

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CAPÍTULO VIII

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CAPÍTULO VIII

LA MISIÓN DE SNAKE

 

Snake, el mestizo, cortó con su cuchillo las cuerdas que apresaban las muñecas de mistress Thor.

—Ahora ya puede usted regresar a su casa —dijo tranquilamente.

La mujer le miró. La luz de las estrellas era diamante en sus ojos.

—Nunca hubiera esperado esto de ti, Snake —replicó, y había una sombra de dolor en su voz tan firme—. Estás a mi servicio desde que eras un mozalbete, hemos envejecido juntos, has participado de mis penas y de mis alegrías… y ahora me traicionas. Dime: ¿por qué lo has hecho?

El mestizo retuvo su respuesta unos segundos. Luego, habló sin expresión:

—Hay sangre de guerreros shoshones en mis venas… El día de la aurora ha llegado para las grandes naciones indias, mi ama, y esta sangre se ha sentido joven. Las profecías van a cumplirse. Yo juré fidelidad eterna a los nuevos destinos y la he mantenido.

—Pero hoy…

—Sabía que el gran ataque se desencadenaría cuando el sol se hundiese en el horizonte. Así estaba acordado entre los blackfeet, brules y hungpapas. Hoy era el día señalado. Yo lo sabía, mi ama… Les di informes exactos de las tropas y de los lugares del pueblo donde encontrarían cuanto necesitaban: armas, alimentos, licores…

—Y mujeres y niños indefensos le interrumpió mistress Thor amargamente.

—La guerra es la guerra, mi ama. Yo… no era el único en, hacerlo. Había otros en el pueblo y los alrededores. Ayudamos a los indios… porque el día ha llegado. El Gran Hombre Rojo del Oeste así lo anuncia y así lo ordena.

—¡Pero tú no eres un sioux, Snake! ¡Ni siquiera eres un indio puro!

—No importa. Es muy fuerte la sangre shoshon que corre por mis venas… Hoy, cuando usted recibió la carta de mistress Madison, comprendí que todo estaba a punto de fracasar. Si se daba la alarma con tanta anticipación, la guarnición pediría refuerzos y los habitantes del pueblo estarían bien prevenidos. Era preciso decidirse… Por eso me ofrecí a llevar yo la noticia. Era un pretexto. No lo hubiera hecho. Pero usted quiso venir conmigo, mi ama… y me vi obligado a retenerla aquí por la fuerza hasta que toda se hubiese consumado.

La mujer cerró los ojos. Allí, en un bosquecillo de castaños negros contiguo al camino de la aldea, había pasado, sola, atada de pies y manos, toda la tarde y parte de la noche. Recordaba con horror y sorpresa el momento en que Snake, abandonando las bridas del coche que conducía, se había arrojado sobre ella para reducirla a la impotencia. Entonces no había dado explicación alguna y mistress Thor temió que hubiese enloquecido repentinamente: ¡hacía, tantos años que estaba junto a ella y era tan manso, tan insignificante, tan vulgar!

Habían sido muy largas aquellas horas. Mientras transcurrían, mistress Thor se armó de paciencia. Una mordaza la impedía gritar. Vio al sol ir declinando y luego, con el crepúsculo, llegó hasta ella el fragor de la batalla y la luz de los incendios. Comprendió el motivo, ¡el inverosímil motivo! de que Snake hubiese procedido de tan extraña manera: lo hizo para ayudar a las bandas sioux que habían de caer sobre el pueblo…

Cuando al fin, declinada, la espantosa ebullición de la contienda el mestizo volvió, había en su rostro anguloso una lúgubre expresión; pero cortó las ligaduras, que habían conseguido ya que el dolor atenazase sus músculos, como si nada hubiese ocurrido.

Mistress Thor abrió de nuevo los ojos. Snake estaba aún ante ella. Era la estatua de un hombre viejo y arrugado, inofensivo, débil… ¡Qué terrible falsedad en su apariencia!

—Snake —le dijo con voz pausada—, ¿es posible que estos años, toda tu vida, pasados junto a nosotros no tu hayan hecho querernos? ¿Tan mal te hemos tratado, tanto has sufrido? Y si no es así, ¿cómo has podido traicionarme por una banda de criminales salvajes?

—He sido feliz, mi ama. Y les amo a ustedes más que a nada en el mundo. Me dejaría cortar una mano, me dejaría matar antes que permitir que algún daño les ocurriese. Pero esto es distinto… El Gran Hombre Rojo ha hablado y todos debemos obedecer. No cuentan ni nuestra voluntad ni nuestro cariño.

—¡Maldito sea vuestro Gran Hombre Rojo y malditos seáis todos, estúpidos fanáticos!

Hubo un tenso silencio. Lejos, en el pueblo, la lucha había terminado, Mistress Thor se estremeció al pensar que toda resistencia había sido vencida. Cadáveres y ruinas quedarían tan solo…

—Os habéis hecho dueños del pueblo, ¿no es así? —agregó.

Snake movió negativamente la cabeza.

—Hemos fracasado. El coronel Carruthers acaba de llegar con refuerzos… No comprendo cómo esto ha podido ocurrir.

La mujer experimentó una fresca sensación de alivio. Después de todo, la tragedia podía no haber sido muy grande.

—¿Qué piensas hacer ahora, Snake? ¿Qué será de ti?

—No lo sé —replicó él, encogiéndose de hombros, impasible—. Nada me importa ya… Pero, sea como sea, no volveré junta a ustedes. Me es imposible.

—Celebro que lo comprendas así. Parque te aprecio, porque me has sido fiel durante tantos años, porque me has ayudado a vencer las dificultades y tanto te debo, a nadie diré lo que ha ocurrido si no es imprescindible. Vete en paz, Snake, y que en paz terminen tus días. Estás loco, eres un fanático… pero no puedo odiarte. Creo que, en el fondo, te comprendo y te admiro.

—Gracias —respondió el mestizo, escuetamente—. Adiós, mi ama.

Era terrible aquella despedida, era trágica. Tan fría, bajo la noche rota por los incendios del pueblo, entre los desmedrados castaños negros… Ni una mueca reveló en el rostro de Snake el volcán de pasiones que estallaba en su corazón. Se dominó como se hubiera dominado un indio, como si la sangre blanca que había en su cuerpo se hubiese diluido para siempre en aquella otra sangre tan densa, sangre de feroces guerreros, cazadores de cabelleras.

Dio media vuelta y se alejó con regulares pasos. Salía del bosquecillo cuando mistress Thor le llamó.

—¡Snake!

Se detuvo. En el cerebro de la mujer, una idea se había hincado como un puñal.

—Snake, ¿por qué fue al pueblo Nube Negra? ¿Qué se proponía averiguar?

—Tenía que reunir nuestros informes, tenía que saber si todo estaba dispuesto para hoy, el día convenido. Los oguelalás no habían de participar en la acción, pero él obraba por cuenta de los brules. Fue descubierto, herido y…

—Dime una cosa: ¿buscó asilo en mi granja porque confiaba en mí… o porque necesitaba hablar contigo? ¿Se acogió a mis relaciones de amistad con los sioux, o simplemente trató de llevar adelante su cometido?

—Quería verme —explicó Snake, muy despacio—. Nube Negra sabía que, en la granja, aunque fuese descubierto, no corría peligro alguno. Fue a mi encuentro. Pero tuvo mucha más suerte de la que esperaba.

—Ya comprendo. Y ahora Joe está con él…

—El amo Joe no tiene nada que temer. Nube Negra y todos los oguelalás le aprecian, como también a Gran Cuchillo. Ambos están seguros en Pine Ridge.

—No me refería a esto… Nada más, Snake. Adiós.

Mistress Thor había hablado seca, duramente. Nuevos sentimientos se refugiaban en su pecho, nuevas emociones. Empezaba a verlo todo bajo una luz distinta que daba a las cosas y a las personas contornos siniestros.

Snake se había perdido ya en la noche, vencido, silencioso, migaja de humanidad sin hogar, sin patria, sin raza siquiera, y la mujer continuaba aún entre los castaños negros, pensando, pensando dolorosamente… Sin quererlo había traicionado a sus semejantes. Nube Negra no llegó a su casa como un simple fugitivo, herido, cansado y desesperado, sino en calidad de agente de los brules y con un propósito definido. Había aceptado su hospitalidad como una sonrisa del azar. Luego había partido para dar a los sioux la orden de ataque contra el pueblo. Y Joe le acompañaba y le protegía… ¡Qué baja, qué repugnante maquinación se había desarrollado al amparo de sus buenos sentimientos! Ahora, por su culpa inconsciente, muchos seres humanos habían muerto en la aldea y muchos hogares habían sido deshechos. Era una crueldad inconcebible.

El nuevo punto de vista conseguido la atormentaba. Siempre había confiado en los sioux y en su amistad. Eran valientes, nobles, la habían ayudado cuando lo necesitó… Pero el Gran Hombre Rojo del Oeste había hablado y su voz los convirtió en fanáticos sanguinarios que se olvidaban de todo, que lo dejaban todo para empuñar el hacha de guerra y soñar en el resurgir de la grandeza india. ¿Quién sería aquel profeta de Nevada qué de tal modo los había soliviantado, surgiendo en el momento preciso, cuando el erróneo comportamiento del Gobierno en la adquisición de las Reservas los había mortificado y preparado sus ánimos para acoger la perversa semilla de la sedición?

Eran inmundos traidores, serpientes venenosas que se deslizaban entre la hierba para soltar de improviso su mortal mordedura. Mistress Thor sintió como si el mundo habitual se desquiciase a su alrededor, como si toda su vida anterior no valiese ya la pena de haber sido vivida.

Movió sus doloridos miembros lentamente. Apenas podía caminar… Avanzó entre los árboles, temiendo a cada instante que las fuerzas le faltasen y sus piernas se negasen a conducirla. Cuando llegó al camino, posó sus ojos en el rojo fulgor que se alzaba sobre la lejana aldea. Ella era en parte responsable de aquellas llamas que destrozaban muchos hogares semejantes al suyo, que convertían en cenizas la felicidad de muchas madres como ella… Y un odio ardiente, profundo, feroz, fue desatándose al compás de los latidos de su corazón.

Junto al camino, trabados los caballos en un bancal de hierba, estaba el coche con el que había salido de su casa a primera hora de la tarde anterior. Libertó a los animales y subió al vehículo, empuñando las riendas. Obraba maquinalmente. No tenía una noción exacta del tiempo transcurrido…

Partió, volviendo la espalda al pueblo incendiado, hacia su casa; hacia aquella casa en la que, por muchos años, había albergado a un silencioso y oscuro traidor que, en el instante crucial de su existencia, no supo resistir la llamada de sus antepasados. Aquel traidor de sangre mezclada, Snake, estaría también viajando a través de la noche, sin duda hacia Pine Ridge, donde los oguelalás bailaban su delirante Danza del Espíritu para que las profecías, del Gran Hombre Rojo se cumpliesen.

Y mistress Thor se dijo que ningún ser humanó valía la confianza en él depositada. Ningún ser humano, fuese cual fuese el color de su piel.

En la granja estaban inquietos por su prolongada ausencia, horrorizados ante la posibilidad de que se hubiera visto mezclada a los acontecimientos, de que el asalto al pueblo la hubiese afectado de un modo u otro. Hasta allí habían llegado los ecos y el resplandor de la batalla. Nadie, ni June, ni Tommy ni Ardilla, dormía.

La inquietud y el horror se desvanecieron con la simple circunstancia de su regreso. La asediaron a preguntas. Pero mistress Thor se retiró a su habitación sin dar ninguna respuesta.

 

 

 

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