Dakota

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CAPÍTULO XI

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CAPÍTULO XI

EL REGRESO DE HAZEL

 

Rod Ranke, con las manos apoyadas en las culatas de sus revólveres y un siniestro destello en los ojos, contempló aquel informe montón de ruinas incineradas que la víspera habían sido aún Blancheville. La guerra había pasado por allí y la guerra se lo había llevado todo. Familias enteras murieron, otras agonizaban. La mañana había sido un enorme entierro en el que todos los asistentes despedían para siempre a un allegado o a un amigo. El hasta entonces pequeño cementerio de la aldea se colmó. Nunca más, diera el mundo las vueltas que diese, volvería Blancheville a ser lo que fue.

Cadáveres carbonizados, otros mutilados vandálicamente, desprovistos del cuero cabelludo, cubiertos de traidoras heridas… Rostros amigos casi imposible de reconocer… Sí, la mañana había sido para el sheriff una tortura.

Ahora reinaba la calma. Él había curado sus heridas y reposado. Carruthers, y sus soldados partieron, dejando a los restos de la heroica guarnición con su bandera: menos de quince hombres, ninguno ileso. Era el momento de olvidar y luchar por la paz, por la reconstrucción.

¡Titánica tarea! Ranke amaba a su pueblo y ahora advertía que aquel amor, bajo el influjo de las circunstancias, se había convertido en verdadero paroxismo. Todas sus fuerzas hubiera dado para que brotase de nuevo de las ruinas y las cenizas. Pero advertía también que ni sus fuerzas ni las de todos los supervivientes, unidas, bastarían a conseguirlo. Era empeño de muchos años, tantos como habían transcurrido desde que el primer hombre blanco asentó su planta en aquel extraordinario rincón de las Bad Lands y creó en él su hogar.

Rod Ranke desesperaba del futuro. Iba a sentirse muy solo allí, sin más panorama que la desolación. Sus tres comisarios habían muerto luchando ferozmente, salvajemente, porque no sabían luchar de otro modo ni de otro modo podían morir. Los sioux se llevaron sus cabelleras. Y otros muchos sucumbieron como ellos: amigos y conocidos, todos los que hacían la vida en Blancheville amable y amena… Era horrible contemplar los restos del pueblo en aquel tranquilo atardecer y darse cuenta de que estaban definitivamente vacíos.

Ranke se mordió los labios. Un odio como solo un demente podía sentirlo estaba torturando su alma y royendo, como un cáustico, sus entrañas. Odio hacia aquellos hombres rojos que las Reservas vomitaban, portadores de la muerte y de la desolación; odio hacia la vida misma que le obligaba a ser testigo de la pérdida de cuanto amaba; odio, en fin, hacia la tarde apacible que parecía burlarse, con serena sonrisa, de la inmensa tragedia que su transparente atmósfera envolvía.

Se movió al fin. Lúgubre, anduvo hacia el almacén, convertido provisionalmente en hospital. En él se hallaba el teniente Roberts luchando con la muerte y quería enterarse de su estado.

El almacén se había convertido en hospital. Pero Blancheville entera fue un gigantesco hospital durante los días que siguieron, días de duelo y sufrimiento inenarrables que se deslizaron con una lentitud tan cruel que parecía deliberada. Muchos seres humanos sucumbieron a sus heridas y los vivos les envidiaron. Descuidados los campos y las tareas cotidianas, los habitantes de las granjas próximas y los del pueblo que no sufrieron daños de consideración, se entregaron por entero al cuidado de aquellos infelices. Llegó ayuda de las poblaciones vecinas, en particular de Oelrichs, y Dane Carruthers envió desde el Cuartel General un equipo sanitario.

La casa de los Thor quedó al cuidado de Molly, la cocinera. Sarah y su madre no se movieron de la aldea desde que supieron que cada par de brazos incólume era como una bendición de Dios y trabajaron hasta el agotamiento, esclavas de su propia caridad.

Por tal razón, cuando en la mañana de uno de los primeros días que siguieron al asalto, un ligero coche se detuvo en la plazoleta delimitada por la casa y las dependencias, el silencio y la calma más absolutos reinaban en la granja de los Thor. La joven que descendió del coche miró asombrada en torno suyo y necesitó algún tiempo para distinguir el único signo de vida: tres niños que jugaban en el interior del granero con dos cachorros leonados. Pero inmediatamente corrió hacia ellos.

Aquella joven tenía mucha prisa. La espuma bañaba al caballo que hasta allí la había conducido y eran evidentes en el animal otras muchas muestras de fatiga; el coche estaba cubierto de polvo, y también lo estaban las ropas de ella.

—¡Tommy! —llamó.

Los tres niños salieron del granero. Fueron hacia ella, dando cortos y ágiles saltos.

—¡Hazel! ¡Hola, Hazel!

—¿Dónde está vuestra madre? ¿No hay nadie en la casa?

—Mamá y Sarah están en el pueblo, cuidando a los heridos. Molly se ha marchado esta mañana, pero volverá a la hora del almuerzo. ¿Has venido para quedarte, Hazel?

Hazel Carruthers hizo un gesto que revelaba impaciencia y enojo.

—Tommy, necesito escribir un mensaje para tu madre. Es importantísimo. Debería hablar con ella, pero ya que no es posible… ¿Dónde puedo escribir? Muéstramelo, Tommy.

El chico asintió.

—Ven conmigo, Hazel… ¿Sabes? Me alegro de que estés aquí otra vez. Ardilla y yo te echábamos de menos. Pensábamos que serías la squaw de Joe… June será mi squaw, ella quiere serlo, y tú puedes ser la de Joe. Tendremos que buscar otra para Ardilla y un guerrero que acepte a Sarah, aunque esto último será muy difícil, porque Sarah es tonta, tiene mal genio y no sirve para squaw —mientras hablaba, Tommy entró en la casa, cruzó el vestíbulo y empezó a subir las escaleras. Los demás le siguieron, incluso los dos cachorros—. Tú sí sirves, Hazel, y June también, aunque no tanto… Entra aquí.

Habían llegado a lo alto y Tommy abría la puerta del dormitorio qué compartía con Ardilla. Todos entra ron en la habitación, que se hallaba en el más espantoso desorden, y el muchacho rebuscó rápidamente en los cajones de una cómoda. Al fin mostró un sucio manojo de papeles, y tras nueva y más prolongada búsqueda, un lápiz.

—¿Te sirve esto, Hazel?

La joven asintió. Empuñando el lápiz con la diestra, dudó un momento y escribió. Parecía hacerlo con impaciencia, con ansiedad. Al terminar, tendió a Tommy el papel utilizado. Una escritura azul de rasgos irregulares lo cubría.

—No deber usar esto —dijo Ardilla, a quién la escena no parecía haber dejado muy satisfecho—. Ser papeles de escuela y necesitarlos algún día.

Tommy rio.

—No seas tonto, no los necesitaremos más. Los sioux no permitirán que haya escuela hasta que nosotros seamos grandes guerreros y no necesitemos ir a ella. Nube Negra me lo prometió.

—Atiéndeme, Tommy, por favor —le interrumpió Hazel nerviosamente—. Atendedme todos. Entrega esto a tu madre lo antes posible, aunque tengas que llevártelo a Blancheville si tarda mucho en regresar. Pero ten en cuenta lo que te voy a decir: nadie, excepto ella, debe saber lo que aquí está escrito. Nadie, ¿me entiendes bien? Y otra cosa: nadie tampoco debe enterarse de que yo he estado aquí. ¡Absolutamente nadie! Di a tu madre que no voy al pueblo personalmente porque debo a toda costa evitar que me vean. Cuando lea el mensaje, ella comprenderá mis razones. Tommy querido, ¿lo harás así? ¿Guardarás este secreto? ¿Y vosotros también, June y Ardilla?

—Así lo haremos —prometió el muchacho—. Descuida, Hazel. Pero… ¿es que te vas? ¿No has vuelto para quedarte?

La joven salió del dormitorio.

—No, Tommy, no puedo quedarme —dijo mientras bajaba la escalera—. Pero algún día volveré, pronto. Creo que no té equivocabas al pensar que yo… Bien, me he alegrado de que consideres que sirvo para squaw. Adiós, niños.

Hazel subió al coche y tomó las riendas. Los tres niños la despidieron desde el soportal, agitando las manos.

—¡Guardadme el secreto! —gritó, mientras el caballo trotaba ya hacia el camino.

Ardilla y Tom se miraron. June, junto a ellos, encontró un hierbajo de aspecto poco ameno y empezó a mascarlo con deleite.

—¿Qué decir mensaje? —preguntó al fin el indio.

Tommy desplegó el papel. El lápiz azul había trazado sobre él las siguientes palabras:

«Querida señora Thor.

»El ejército ha planeado una importantísima operación contra los oguelalás. Una columna entrará en Pine Ridge por el norte y atacará sus poblados sin ningún disimulo, pero esto es una añagaza para apartar la atención del grueso de las fuerzas que entrará por el sudoeste, los derrotará tomándolos por sorpresa y entre dos fuegos, y luego marchará contra los brules de Rose Bud sin darles tiempo a escapar. Si no se les pone sobre aviso, los sioux serán aniquilados hasta el último hombre.

»Mi padre no ha decidido todavía a qué lugar me enviará y estoy pasando estos días en su Cuartel General. Me he escapado sin que él se entere y, si alguien lo supiera, sería fatal para mí y acaso también para él. Usted lo comprenderá. Por tanto, he evitado pasar por el pueblo. Lamento no haberla encontrado en su casa.

»Haga de estos informes lo que desee. Hasta pronto.

»Hazel».

—Hazel ser buena squaw —dijo Ardilla, alzando los ojos del papel—. Ella amar guerreros rojos. Salvar Nube Negra y hoy salvar oguelalás y brules. Yo amar Hazel.

—Sí —asintió Tommy—, será mejor squaw que June. Bien, ahora vamos a jugar a lucha de coyotes. Cuando mamá llegue, lo explicaremos…

—No —le interrumpió el indio.

—¿Por qué no?

—Madre poder tardar. Hermanos sioux estar en peligro y nosotros deber avisar. Si no hacerlo, quizá llegar tarde.

Tom pareció ofenderse.

—Pero, Ardilla… Está bien —concedió—, ve al pueblo si quieres y da la carta a mamá. Yo jugaré a lucha de coyotes con June, aunque no sepa.

—No —insistió Ardilla obstinado—. Si yo llevar carta a madre, madre no saber qué hacer. Ella no poder avisar oguelalás, quizá no querer. Estar enfadada porque sioux asaltar pueblo. Yo saber.

—Quiero jugar a lucha de coyotes…

—Tú jugar. Yo montar caballo y marchar a Pine Ridge. Avisar hermanos oguelalás. Después volver.

Los ojos de Tom chispearon y su boca se abrió con asombro.

—¿Quieres decir que irás en ayuda de los sioux? ¿Lo harás ahora, hoy mismo?

—Sí, yo ir a Pine Ridge muchas veces. Conocer camino. Ir ahora.

—Está bien, yo iré contigo.

—Madre enfadarse.

—No… y si se enfada, no me importa. Yo debo ser un gran guerrero oguelalá y voy a demostraros a todos los indios que puedo serlo. Te acompañaré. Vamos a preparar los caballos. Si vuelve Molly, le pediremos talgo de comer; si no, nos lo llevaremos nosotros. Oye… ¿qué hacemos de June?

—Dejar June. No mujeres en guerra.

—¡En guerra!

Tommy corrió hacia las cuadras lanzando gritos de júbilo y Ardilla se, lanzó tras él. Menos de una hora después se alejaban en sus caballejos, dejando a la niña, melancólica, mascando un tallo de heno, sentada en el soportal.

 

 

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