Daisy

Daisy


Capítulo 3

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Daisy estaba sentada en la cama, gritando como loca y apretándose desesperadamente el vendaje con las manos. Su cabeza golpeaba contra las tablillas de la cama que tenía encima.

—¡Por todos los demonios! —exclamó Zac, al tiempo que se enderezaba—, parece que la están matando.

Tyler cruzó la habitación en menos de un segundo. Agarró las manos de Daisy y se las bajó, pero los gritos continuaron sin interrupción. El instinto hizo que la acercara hacia él, apoyara la boca de la muchacha contra su pecho y la abrazara con fuerza.

Los gritos cesaron casi de manera instantánea.

—¡Gracias a Dios! —En la voz de Zac se notaba el alivio—. ¿Qué crees que la ha agitado de esa manera?

—¡Está muerto! —Daisy hablaba, o mejor dicho casi sollozaba, contra el pecho de Tyler—. Mi padre está muerto.

Zac se volvió a acostar en la cama.

—Ha recobrado la memoria.

Daisy comenzó a llorar con sollozos profundos y sentidos. Abrazó a Tyler con todas sus fuerzas. Él no tenía ni idea de lo que debía hacer. Nunca había tenido a una mujer entre sus brazos, excepto cuando necesitaba procurarse alivio físico.

Esto era distinto.

—¿Qué vas a hacer con ella? —preguntó Zac.

—No lo sé. ¿Tienes alguna sugerencia?

—Sí, pero hace demasiado frío para salir corriendo.

Fue el primer pensamiento que cruzó por la mente de Tyler. Pero la ventisca lo hacía imposible, claro, aunque de todas maneras él no iba a salir corriendo. La única cosa decente que podía hacer era tratar de ayudarla a sobreponerse.

Recordó aquella tarde en que su propio cuerpo se había estremecido con sollozos. También recordó la paliza que su padre le había dado por llorar.

Daisy no paraba de temblar, mientras brotaban de sus entrañas unos sollozos desgarradores. Tyler sintió la tibieza de las lágrimas que le empapaban la camisa y se sintió culpable por no poder hacer nada que no fuese quedarse allí, abrazándola, esperando a que se desahogara y a que le dijera qué podía hacer por ella.

Poco a poco se fue sintiendo menos incómodo. Tenía los brazos relajados alrededor de ella y, en efecto, la estaba abrazando, no simplemente rodeándola con los brazos, como un aro de acero alrededor de un barril. Era una sensación extraña.

Después de un minuto, comenzó a disfrutar del privilegio de tener el cuerpo de ella entre los brazos, de sentir los huesos de la muchacha a través del burdo material del vestido. No le molestaba notar el roce del vendaje áspero contra la mejilla. Para ser tan alta era sorprendentemente delgada, pensó. El olor del ungüento le llenó la nariz, pero eso tampoco le importó lo más mínimo.

—¿Cuánto tiempo más va a seguir llorando? —preguntó Zac.

—¡Ssshhh! —siseó Tyler para que se callara. Que Zac y él no hubieran tenido ninguna razón para lamentar la muerte de sus padres, no quería decir que otras personas no las tuvieran. Por lo que había oído, ese tipo de cosas afectaban mucho a las mujeres.

—Bueno, no parece que vaya a parar nunca.

—Sí, ya paro, de verdad. Voy a detenerme en este mismo instante —murmuró Daisy sobre el pecho de Tyler, con un tembloroso hilo de voz—. Prometo que no voy a llorar ni un minuto más.

—No quise decir que no puedas llorar —dijo Zac, que aparentemente no era tan insensible como para no darse cuenta de que se le había pasado la mano—. Solo me preguntaba cuánto tiempo estarías demasiado angustiada como para poder dormir. Rose siempre dice que el sueño es la mejor medicina.

—No sé si podré dormir, pero no os mantendré despiertos —prometió Daisy, que había comenzado a tutearles sin darse cuenta.

Luego empezó a llorar otra vez, pero se detuvo abruptamente. Se secó los ojos con los puños y trató de incorporarse, pero al ver que Tyler no la soltaba, lo miró con ojos inquisitivos. El gigante se sonrojó y aflojó los brazos de inmediato. Para su sorpresa, se había sentido mucho más cómodo abrazándola. Ahora notaba los brazos vacíos y se sentía agudamente consciente de la cercanía de ella. Mirarla a los ojos lo ponía nervioso. Era como si tuviera que decir o hacer algo y no tuviera idea de qué era.

—¿Qué pasó? —le preguntó a Tyler—. Solo recuerdo que miré por la ventana y vi a mi padre tirado en el suelo. —Daisy casi vuelve a derrumbarse, pero recuperó la compostura después de unos segundos de visible lucha consigo misma.

—No lo sabemos —dijo Tyler, mientras hacía un esfuerzo para que la mirada de la muchacha no lo pusiera nervioso. Nunca había tenido a ninguna mujer tan cerca, y tampoco ninguna lo había mirado con unos ojos como aquellos, castaños, bañados de lágrimas. Sabía que la fragilidad de Daisy era solo temporal, pero eso no le quitaba importancia al hecho de que ahora lo necesitaba. No tenía a nadie más en quien apoyarse y él no había estado a la altura de las circunstancias. Nunca se había sentido tan poco útil—. Oímos los disparos, pero creí que eran cazadores. Fuimos a investigar cuando me di cuenta de que era un disparo de pistola y no de rifle.

—Dime qué viste —le suplicó Daisy, con una voz un poco más fuerte.

—No había mucho que ver. La casa estaba en llamas y tu padre y tú estabais adentro. Os sacamos a ambos, pero tu padre ya estaba muerto.

—¿Eso es todo?

—Vimos en la nieve huellas de tres caballos.

—¿No los perseguisteis?

—Teníamos que cuidarte. Además, nuestras mulas jamás alcanzarían a los caballos. ¿Tienes alguna idea de quién podría querer mataros a ti y a tu padre?

—No. Mi padre no tenía un solo enemigo en todo el mundo. Somos muy pobres para que alguien quisiera robarnos.

—¿Tu padre guardaba dinero en la casa?

—Mi padre no podía guardar dinero en ninguna parte. Si no lo gastaba durmiendo en hoteles, lo hacía buscando minas de oro perdidas. —Después de decir esto, dio la impresión de que Daisy habría preferido quedarse callada. Estaba enojada.

Zac abrió la boca para decir algo, pero Tyler le lanzó una mirada fulminante que hizo que la cerrara de nuevo.

—¿Alguna vez encontró oro?

—Un poco de vez en cuando, pero nada que valiera la pena. No le contaba a nadie a donde iba, pero en realidad nadie quería saberlo.

—Creo que dijiste que teníais ganado.

—Así es, pero mi padre nunca tuvo suficientes vacas como para comerciar con ellas. Todo lo que conseguía podía bebérselo en forma de brandy fino en menos de un mes.

Podían haber sido ladrones de ganado, pero Walter Singleton tenía tan pocas reses que Tyler dudaba que algún cuatrero tuviera razones para matarlo. Y ciertamente no eran suficientes como para acorralarlo en su casa y quemarla con él en su interior.

—Si te hace falta dinero tal vez puedas pedirle a Tyler que busque tu mina —sugirió Zac con tono zumbón, lanzándole una pulla a su hermano.

—Solo un tonto se pasaría la vida buscando minas de oro perdidas —dijo Daisy con una vehemencia que dejó perplejo a Tyler—. Eso arruinó la vida de mi padre. Siempre estaba seguro de hallarse a punto de hacer un gran hallazgo. No podía pensar en nada distinto, excepto beber brandy y contarle a la gente qué iba a hacer cuando se volviera inmensamente rico. Eso mató a mi madre. Detestaba el desierto. Odiaba el calor, la soledad y los alacranes. Ella creció muy mimada y con muchas comodidades, pero fue ella misma quien ayudó a cavar su tumba por culpa de mi padre. No aceptaba una sola palabra en contra de su mina de oro. —Daisy miró a Tyler—. ¿Habías oído alguna vez algo tan ridículo?

Zac y Tyler cruzaron una mirada en medio del tenso silencio que se produjo después, pero ninguno de los dos contestó la pregunta.

—¿Tu familia es de Bernalillo o de Albuquerque? —preguntó Tyler.

—De ninguno de los dos sitios. No tengo ningún pariente.

—Todo el mundo tiene parientes —dijo Zac—. Nosotros tenemos muchísimos por todo el este.

—Bueno, en cierta forma yo también tengo muchísimos por todo el este —dijo Daisy, repitiendo con sorna las palabras de Zac—, pero no me quedaría ni un minuto bajo el techo de ninguno de ellos.

—¿Por qué?

—No es asunto tuyo.

—No tienes por qué molestarte. No me interesa saberlo. Solo estaba preguntando por amabilidad.

—Puedo ir a casa de los Cochrane en Albuquerque —dijo Daisy—. Adora Cochrane es mi mejor amiga.

—Bien —dijo Zac, que parecía resentido—. Te llevaremos allí tan pronto como la nieve pare un poco.

—No tenéis que molestaros en acompañarme. Prestadme una de vuestras mulas. El señor Cochrane hará los arreglos necesarios para devolverla.

—¡Darte una mula! —exclamó Zac—. ¿Por qué no nos pides, mejor, que se la demos al primer cuatrero que pase por aquí?

Tyler se levantó y empujó a Zac para que volviera a acostarse.

—Necesitas descansar. Todo este parloteo te ha dado fiebre.

—No tengo fiebre.

—Pero tendrás la cabeza rota si no cierras la bocaza.

—¿Por qué eres tan testarudo?

—Eso me pasa por estar cerca de ti. —Tyler se volvió hacia Daisy—. Uno de mis hermanos y su esposa están en este momento en Albuquerque. Te llevaré hasta allí.

—No quiero ir a casa de tu hermano —objetó Daisy—. Quiero ir a casa de los Cochrane.

—Dejaré que Hen decida si eso es una buena idea.

—¿Cómo dices?

—Él sabe juzgar a la gente mejor que yo. Él…

—Soy perfectamente capaz de decidir por mí misma —informó Daisy—. Insisto en que me lleves a casa de los Cochrane.

—Por el momento no vamos a ninguna parte. Hay un par de problemas…

—¿Qué problemas?

—Hablaremos de ellos después —dijo Tyler—. Acabas de recibir un golpe terrible. Necesitas descansar. ¿Crees que podrás dormir?

—No podré dormir hasta que prometas que me llevarás a casa de los Cochrane.

—Qué pesada eres.

—No me lo vas a prometer, ¿verdad?

—Estás cansada. Hablaremos sobre eso después.

La muchacha se recostó con un suspiro, pero Tyler se imaginaba que no iba a poder dormir, por lo menos en ese instante. No quería dejarla, pero ella necesitaba descansar. Se le notaba en los ojos que estaba exhausta. Además, él tenía que ocuparse de los animales y de cortar la carne. Si no comenzaba ya, la cena no iba a estar lista a tiempo.

—Tengo que hacer algunas cosas afuera —le dijo—. Si necesitas algo, pídeselo a Zac.

—Mejor no.

—Entonces grita, si me necesitas.

—Mejor no.

Pensó que era obvio que la muchacha quería estar de mal humor. Por él estaba bien. Tyler se sentó para ponerse sus pesados zapatos. Después de atarlos, se puso los guantes que tenían cortada la parte de las yemas de los dedos y el abrigo de cuero de oveja con capucha.

—Volveré dentro de una hora. Trata de dormir un poco.

Luego abrió la puerta y salió a la ventisca ululante.

¿Tratar de dormir un poco?

Acababa de recordar que su padre estaba muerto y él quería que ella durmiera. Todo lo que deseaba era irse con los Cochrane. Pero él insistía en llevarla con otros desconocidos, que no podrían entender el sufrimiento que sentía. Ella no quería que la gente le tuviera lástima ni esperaba encontrarse con una avalancha de solidaridad, pero sería bueno recibir un poco comprensión. ¿Acaso estos hombres no tenían padres? ¿No tenían ni idea de lo que era para ella perder al último miembro de su familia?

Daisy recordó las muchas noches en que, siendo una niña, se sentaba en el regazo de su padre para que le leyera cuentos. Mucho después de aprender a leer, también se sentaba encantada a oírlo leer y añadir detalles que la estimulaban, le hacían volar la imaginación. Su padre conocía la forma de hacerle olvidar todas esas largas semanas y meses en que estaba ausente.

Incluso cuando ella se fue haciendo mayor y cambió la actitud del padre, Daisy trató de seguir queriéndolo. Y se sentía culpable de no poder hacerlo. Su padre no se daba cuenta del dolor que le causaba y no era capaz de cambiar.

Daisy extrañaba a su madre todavía más. Harriet Singleton había crecido para tener comodidades y sirvientes, pero aceptó la vida que le dio su esposo porque lo amaba apasionadamente. Daisy recordaba las horas que habían pasado juntas trabajando en la cocina o tratando de cosechar algún alimento en el jardín lleno de piedras, los años en que compartieron sueños para el futuro de Daisy. Más de una vez había visto a su madre mirándose las manos resecas y cuarteadas, con lágrimas en los ojos. Ella había jurado que algún día, de algún modo…

Pero ya era demasiado tarde. Ambos se habían ido.

Las lágrimas empezaron a rodar nuevamente por sus mejillas. Pero esta vez no hizo ningún esfuerzo por detenerlas. Nadie podía verla. Estaba sola. Ese pensamiento la hizo llorar con más fuerza. Revisó los bolsillos para ver si tenía algo con que secárselas, pero no encontró nada. Entonces se las secó con la sábana. Luego se le escurrieron más lágrimas. Dejó que le bajaran por las mejillas, mientras apoyaba la almohada contra la pared y se recostaba. Luego se le escapó un sollozo. Se quedó inmóvil por unos instantes, pues temía que Zac la hubiera oído.

Pero no hubo más sollozos. Se sentó en silencio. Las lágrimas eran la única señal de que tenía el corazón roto.

Tyler entró en la cabaña en medio de un remolino de nieve. El viento trató de colarse adentro, pero él lo impidió al cerrar la puerta de un golpe con el hombro. Aunque el ruido de la puerta al cerrarse no fue muy fuerte, le recordó que ya no estaba solo en la cabaña. Su mirada se dirigió enseguida hacia la litera en que Daisy y Zac dormían.

La muchacha estaba recostada contra un rincón, parecía profundamente dormida. Al acercarse, pudo ver los rastros de las lágrimas que se le habían secado en las mejillas.

Había llorado hasta quedarse dormida.

No entendía por qué ese hecho lo hacía sentirse tan mal. Ella necesitaba llorar. Sería peor que no lo hiciera. Pero había algo en la soledad reinante, en toda la situación, que lo inquietaba. Nunca le había importado estar solo, pero sentía que a ella sí la afectaba. Que ella prefería la gente y la ciudad al confinamiento y a los espacios abiertos y despoblados.

Sin embargo, la muchacha se había visto forzada a llorar en soledad la pérdida de la única familia que tenía, en completo silencio. Pero ni Zac ni él lo habían entendido. Y lo que era todavía peor, tampoco habían hecho ningún esfuerzo para entenderlo.

Se quedó mirándola. Aunque no estaba fea, sí parecía desolada, pero Tyler no creía que ella fuera capaz de percibir la sutileza de ese matiz. Las mujeres le daban mucha importancia a la apariencia; demasiada, en su opinión. Maldición, algunas de las mejores personas que conocía eran más feas que el demonio. Además, a fin de cuentas todo el mundo envejecía y se arrugaba como una pasa. Debía de ser peor para aquellos que habían sido muy bellos en la juventud.

No creía que Daisy se sintiera así, aunque había tenido la suerte de ser hija única. Él había sufrido toda la vida la tortura de tener seis hermanos mucho más apuestos que él: Madison, que le robaría a uno la camisa y le sacaría el corazón por un centavo; Zac, al que no le importaba nadie que no fuera él mismo; los mellizos, que eran tan bien parecidos que solo tenían que caminar por la calle para que las mujeres se desmayaran a su paso; Jeff, cuyo mal humor parecía atraer a las mujeres en lugar de ponerlas en fuga; George, que era la personificación del buen hijo. Rose le había dicho una vez que él se había dejado crecer la barba para que nadie pudiera compararlo con sus hermanos.

Rose siempre hablaba demasiado.

Tyler se preguntaba si Daisy pensaría que él era feo. Claro que sí. No podría pensar otra cosa, con Zac estando tan cerca.

Tyler se dijo a sí mismo que estaba haciendo el tonto. Daisy sentía hacia él demasiada antipatía como para fijarse en su aspecto. Y le debía importar todavía menos el hecho de que se escondiera o no detrás de la barba para evitar comparaciones con sus hermanos. Probablemente lo olvidaría una semana después de irse.

Pero él no la olvidaría. Nunca había abrazado a una mujer mientras lloraba de dolor. Sabía que eso había cambiado algo en él y para siempre.

Tyler se quitó el abrigo y los guantes y luego se desató los cordones de las botas. Vertió un poco de agua caliente en una palangana y la mezcló con agua fría. Con los pies enfundados en medias y teniendo cuidado de no pisar ninguna tabla que chirriara, caminó hacia la cama de puntillas. Se arrodilló y sumergió un pañuelo en el agua. Con el mayor cuidado, le limpió a la muchacha las mejillas, para borrar los rastros de las lágrimas.

Ella no se movió.

Cuando terminó, tiró de ella hacia abajo, sobre la cama, hasta que la pudo acostar completamente. Hubo un momento en que creyó que se iba a despertar, pero la muchacha simplemente suspiró y se encogió. Tyler la arropó con las mantas y se alejó con cuidado.

Se sentía culpable por haber querido deshacerse de ella. Pero Zac y él eran unos desconocidos y no había nada que pudieran hacer por ella. Además, la chica probablemente querría alejarse de ambos. No tenía ninguna razón para que le agradaran o para sentir que podía apoyarse en ellos. A decir verdad, no tenía ninguna razón para confiar en los dos hermanos, excepto que estaba sola y en situación vulnerable. Debía de estar aterrorizada.

Tyler decidió que tenía que pensar en alguna manera de tranquilizarla un poco. Debía de ser terrible vivir con miedo. Él nunca se había sentido así, pero se imaginaba que debía de ser espantoso.

Se preguntaba si ella estaría a salvo con los Cochrane. No es que no sintiera ninguna debilidad por las mujeres, y no tenía ninguna razón para pensar que Zac fuera un santo, pero ninguno de los dos pensaría en aprovecharse de una mujer indefensa. Había oído hablar de los Cochrane, pero no los conocía.

Cuando comenzó a preparar la cena, no pudo dejar de preguntarse qué le pasaría a Daisy cuando la llevara al pueblo. Ella no iba a querer depender de la hospitalidad de sus amigos por mucho tiempo, y ya había dicho que no se iría al este, donde tenía familia. Tampoco podía llevar sola el rancho.

La única solución era el matrimonio.

Pero no podría encontrar un marido decente en la situación en que se encontraba, y menos aún con las cicatrices. Por lo demás, a él las pecas no le molestaban. En realidad, lo intrigaban. Eran como los copos de nieve, cada uno era distinto. Le daban un halo amistoso, como si anunciaran que era una mujer con personalidad y con sentido del humor.

No, lo que le preocupaba era la cicatriz, el cabello chamuscado y su estatura. Los únicos hombres que se casarían con ella ahora eran aquellos que prácticamente convertían a sus esposas en esclavas. Había visto a ese tipo de mujeres cuando viajaba por el suroeste: mujeres acabadas, exhaustas y sin brillo, mujeres que habían renunciado a la vida.

Daisy merecía más que eso. No es que fuera asunto suyo preocuparse por el hombre con quien se casaría, pero no podía evitar pensar en ello. Era una mujer con agallas. Había afrontado un golpe tremendo sin histerismos. Se imaginaba que Daisy era consciente de lo que tendría ante sí en los meses siguientes. Sin embargo, lo único que había hecho era llorar en silencio para no molestar a Zac.

Daisy se despertó con el murmullo de una conversación en voz muy baja, el sonido metálico de los utensilios y el ruido de los preparativos para la cena. Se estaba dando la vuelta cuando una de las frases de Zac sobresalió entre los murmullos con diáfana claridad.

—¿Te gusta Daisy?

—¿Por qué lo preguntas?

—Te esfuerzas mucho por complacerla.

—Solo estoy tratando de hacerlo lo mejor que puedo mientras se recupera. ¿Qué más quieres que haga? Una vez que regrese a Albuquerque, dudo que vuelva a verla.

Daisy oyó el suave sonido de una cuchara que raspaba una olla.

—La cena está lista. ¿Estará despierta?

—No. ¿Quieres que la despierte?

—No. Déjala dormir.

«No quiere que los moleste», pensó Daisy. «Se alegrará cuando me vaya. Me parece muy bien», pensó. También ella se alegraría cuando se marchara. Pero, por alguna razón, esa idea no la hizo sentirse mejor, por lo menos no lo suficientemente bien como para levantarse a comer. Así que se entregó al cansancio que la consumía y se volvió a dormir.

Daisy estaba medio despierta y se sentía invadida por una agradable sensación de calidez. Se arrimó más, mientras la totalidad de su cuerpo se regocijaba con la tibieza que sentía. Luego se dio la vuelta. Pero justo cuando estaba a punto de perderse nuevamente en el sueño, se dio cuenta de que el calor provenía de una especie de barrera que estaba a su lado. Todavía medio dormida, Daisy se dio cuenta de que la barrera no era recta ni lisa. Se curvaba siguiendo la forma de su propio cuerpo.

De pronto se quedó paralizada. Zac estaba en la cama con ella.

Pero en el mismo momento en que la idea le cruzó por la mente, oyó un ronquido suave que provenía de la litera de arriba.

¡Tyler! Tenía que ser Tyler el que estaba a su lado.

¿Qué podía hacer? No podía quedarse acurrucada contra la espalda de Tyler. Tampoco podía ponerse a gritar. Solo estaba durmiendo con ella para que no se enfriara. Eso debía de ser. Comenzó a sentir que el pánico disminuía poco a poco.

Daisy se alejó del cuerpo de Tyler hasta que quedó contra la pared de troncos de madera. Siguió diciéndose que él no iba a hacerle daño. Pero, a pesar de todo lo que se explicó a sí misma para calmarse, no pudo dormir. Estar allí quieta era lo único que podía hacer mientras permanecía en la cama.

Daisy sintió que el frío se apoderaba de ella gradualmente. Eso no la mortificaba tanto como el hecho de que una parte de ella quería quedarse cerca de Tyler. La presencia de ese hombre la hacía sentirse amada y protegida, como cuando era una niña pequeña y su padre la sentaba en el regazo.

En esos momentos se sentía querida, incluso guapa.

Pero eso no era todo. Su cuerpo respondía a la presencia de Tyler de una manera que la dejaba perpleja. Detectaba una especie de calor, o de ardor, que le ponía en tensión los músculos, le volvía especialmente sensible la piel y le producía una sensación de cosquilleo en el estómago. Sintió los labios secos y se los humedeció con la punta de la lengua. Hasta sentía los senos raros, como si los recorriera una especie de corriente eléctrica. Y al mismo tiempo se sentía fría y caliente.

Para resumir, no se sentía ella misma.

Esto no debería estarle pasando. Ella no deseaba que le pasara. Transcurrieron varios minutos hasta que las sensaciones de hormigueo disminuyeron y finalmente desaparecieron. Luego Daisy se hizo el firme propósito de que eso no le volviera a ocurrir.

La joven se despertó muerta de hambre. Se enderezó en la cama y sintió una punzada de dolor en la cabeza. Entonces volvió a sumergirse en la almohada, mientras se preguntaba qué le habría pasado para que le doliera tanto la cabeza. Levantó la mano y se encontró con el pesado vendaje.

De pronto lo recordó todo.

Por un momento el impacto de la muerte de su padre la aplastó literalmente. Le parecía que no era verdad. Pero recordaba el disparo y su imagen tirado en el suelo.

Los ojos volvieron a llenársele de lágrimas, que le rodaron por las mejillas. Otra vez se sintió despojada, sola, abandonada. Pero no podía permitirse el lujo de dejarse llevar por el dolor. Ahora estaba sola. No había nadie que la cuidara, excepto ella misma.

Pero no estaba sola. Tyler estaba en su cama.

Daisy volvió la cabeza, pero Tyler ya no estaba allí. Estaba segura de que no lo había soñado. Nada de aquella horrible pesadilla había sido un sueño. Pero no había duda de que Tyler ya no estaba en la cama.

Se sentó con cuidado, despacio. El fuego se había extinguido y la habitación estaba helada. Se arropó con las mantas bien pegadas al cuerpo. Le dolía la cabeza y todo daba vueltas frente a sus ojos, pero pudo ver a Tyler dormido en el suelo, entre la estufa y la puerta. De la rodilla para abajo, las piernas se le habían salido del delgado colchón. Ella estaba durmiendo en la cama de él y él estaba durmiendo en el colchón de ella.

Sintió una punzada de culpabilidad. Tyler era callado, mandón y taciturno, pero la había cuidado. La había abrazado mientras ella lloraba. A pesar de lo que Tyler le había dicho a Zac, ella no creía que él fuera amable solo porque estaba enferma. No tenía experiencia con los hombres, pero por un momento se había sentido realmente protegida. También percibía en él un sentimiento de renuencia a dejarla ir. Quizá ella no le gustaba, pero él tampoco era tan inmune a la compasión como pretendía.

De repente, Tyler se sentó súbitamente y Daisy se quedó mirándolo directamente a los ojos.

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