Daisy

Daisy


Capítulo 6

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Tyler se moría de ganas de volver a hundir a Zac en la nieve. No importaba que Daisy no lo entendiera. Por lo menos, así ella estaría a salvo. Pero no podía hacerlo. Aquella pequeña bestia era, de todas formas, su hermano. Y para ser justos, él era el responsable de que Zac estuviera herido.

Tyler apretó los dientes y puso a calentar agua. Tal vez lograra calentarla lo suficiente como para despellejar a la pequeña comadreja. Luego preparó unas tiras de tela para que sirvieran de vendajes. Miró de reojo cuando Zac se quitó la camisa. Realmente la herida estaba hecha un desastre. Tenía sangre por todo el costado.

—¿Te duele? —le preguntó Daisy.

—No mucho —respondió Zac, pero mientras lo decía ponía cara de estar a punto de morirse de dolor.

—Trataré de ser muy cuidadosa —dijo Daisy—, pero te va a doler un poco.

Tyler pensó que Zac que tendría buen futuro en el teatro. La expresión de sufrimiento era perfecta. De hecho, si no conociera tan bien a su hermano, habría jurado que aquel bribón era el hombre más valiente que conocía.

—No está tan mal como pensé —dijo Daisy—. La sangre salió mientras estabais peleando.

Zac hizo una mueca de dolor. Fue un movimiento sutil, acompañado de un quejido casi imperceptible. Magistral.

Daisy parecía abatida por haberle causado tanto dolor.

—Lo siento. ¿Estás seguro de que no quieres que Tyler lo haga?

—Por favor, continúa —le dijo Zac con ojos suplicantes.

Tyler estaba a punto de estallar. Tenía unos deseos casi irresistibles de aplastar a su hermano.

—Tan pronto como hayas terminado, lo llevaré a la cama —le dijo a Daisy.

—No quiero ir a la cama —protestó Zac.

—Creo que bastará con que se siente un rato quieto a jugar a las cartas —dijo Daisy.

Zac miró a su hermano con una enorme sonrisa de triunfo.

Tyler aflojó los puños, enjuagó la ropa ensangrentada y tiró el agua sucia.

—¿Cómo te sientes? —preguntó Daisy, cuando terminó de poner los vendajes.

—Perfecto —dijo Zac, y le sonrió con todo su encanto.

—Bien, ahora os sugiero que durmáis —dijo Tyler—. Ninguno de los dos está bien del todo. Necesitaréis mucho descanso para poder salir de aquí en un par de días.

—¿Crees que la nieve habrá cedido para entonces? —preguntó Daisy.

—Puede ser, o tal vez caiga más nieve. Puede pasar cualquier cosa —admitió Tyler—. Pero, en el caso de que todo vaya bien, no podrás irte si no estás lo suficientemente fuerte. Es un largo trayecto por la montaña. Todavía más largo, si tenemos que rodearla. Y ya has estado mucho tiempo levantada. Es posible que ahora te sientas más fuerte, pero con una herida en la cabeza ningún cuidado es excesivo.

Daisy no dijo nada, pero Zac no parecía tener intención de portarse con tanta docilidad.

—Si duermes una buena siesta, podrás estar listo para una deliciosa cena con asado incluido —dijo con la esperanza de convencer a Zac de que fuera más colaborador—. Y tal vez un postre. —Hizo una pausa—. Si no, creo que otra vez tendremos consomé. —Tyler sabía que la debilidad de Zac eran los dulces.

—¿Chocolate? —preguntó Zac.

Tyler asintió.

Zac se subió enseguida a la litera sin protestar.

—¿De verdad puedes cocinar todo eso aquí? —preguntó Daisy.

—Seguro —contestó Zac—. Tiene una persona que le trae leche, huevos y mantequilla una vez por semana. Eso, además de todo lo que él mismo compra. No viviría aquí arriba si no fuera así.

—Pensé que eras un buscador de oro —dijo Daisy.

Tyler no sabía con certeza si ella estaba simplemente sorprendida o si pensaba que estaba loco. Muchas personas lo creían.

—Los buscadores de oro también tienen que comer.

—Pero nunca había conocido a ninguno que supiera hacer postres.

—Vete a dormir antes de que cambie de opinión —dijo Zac.

—¿Podrías cocinar un plato especial para mí si te lo pidiera?

—Sí, si sé cómo hacerlo. ¿Cuál?

—No estoy segura. Si solo puedo escoger uno, quiero estar segura de que sea el que más me gusta.

—Puedes escoger más de uno.

—No me puedo dormir con toda esa cháchara.

—Por la noche te lo diré —dijo Daisy, y desapareció tras la cortina.

De un momento a otro, Tyler se sintió infinitamente débil. Se sentó, pero no se sintió mejor. Quizá se estuviera poniendo enfermo y comenzara a atacarle la fiebre. Eso era lo que ocurría cuando uno se pasaba el día entrando y saliendo de la cabaña con semejante frío. Y ponerse a pelear en la nieve no había sido de mucha ayuda. De pronto, él también tenía necesidad de acostarse, pero sabía que no podría dormir.

Daisy nunca se enamoraría de Zac. ¿O sí?

Tyler se sintió avergonzado por pensar una cosa así. Lo que hiciera Daisy no era asunto suyo. Además, Zac estaba demasiado enamorado de sí mismo como para poder amar a otra persona. Tyler pensaba que Daisy lo sabía, pero la manera en que ella había actuado hacía apenas unos minutos lo hacía dudar. Él sabía que no era prudente subestimar el poder de la belleza física. Había visto a hombres inteligentes que arruinaban su vida por mujeres hermosas. No había razón para pensar que una mujer no haría lo mismo por un hombre muy atractivo.

Y Zac era muy atractivo.

En cambio, Tyler no lo era. Toda la vida había sentido esa diferencia. Una vez su padre lo presentó ante unos invitados diciendo: «Este es mi hijo feo, no se parece a los hermanos». Hubo épocas en las que ni siquiera se sintió como un Randolph. Desde que nació era desgarbado y huesudo. Su cabello y sus ojos castaños no tenían el impacto dramático del rubio dorado o el negro profundo de sus hermanos. Y aunque era el más alto, cada año que pasaba parecía desvanecerse más detrás del brillante esplendor de sus hermanos.

Tyler odiaba la idea de que Daisy se dejara deslumbrar por la belleza física, pero ¿qué podía hacer? No le podía decir: «No te puedes enamorar de mi hermano porque él no te ama», ni tampoco: «No te puedes enamorar de Zac porque te hará daño».

Si Daisy tenía que enamorarse de alguien, debía ser de él. Por lo menos a él le gustaba. Tyler casi deja caer al suelo el huevo que tenía en la mano. ¿Qué le estaba pasando? Estaba celoso de su propio hermano por una mujer que había conocido hacía apenas dos días. Debía de tener fiebre. Algún tipo de fiebre enloquecedora. Nunca se había obsesionado tanto por una mujer.

Al final se le cayó el huevo. Suspiró y siguió con sus meditaciones. Probablemente lo mejor era que dejara que Zac y Daisy se cuidaran solos. Realmente ya no estaban enfermos. Él podría regresar cuando la nieve se derritiera. No tenía que estar encerrado con Daisy, sin poder pensar en otra cosa que no fuera la silueta de su cuerpo recortada contra las sábanas.

Casi deja caer otro huevo.

Maldición, realmente estaba perdiendo el control. A la primera oportunidad que tuviera, se iría a cazar, aunque no hubiera un solo ciervo de allí a Colorado. Tenía que salir de la cabaña. Estaba comenzando a pensar que su vida dependía de eso.

Daisy no durmió mucho.

—¿Tienes algo de ropa que pueda usar? —le preguntó a Tyler treinta minutos después.

Él, que seguía pensativo, no entendió de qué le hablaba.

—Necesito lavar mi ropa —explicó—, y no tengo qué ponerme mientras se seca.

Tyler sonrió al imaginársela con su ropa de gigante.

—Me temo que no tengo nada que te pueda quedar bien.

—Lo sé, pero no pienso exhibirme por las calles de Albuquerque.

Tyler pensó en ofrecerle alguna cosa de Zac, pero eso tampoco le quedaría mucho mejor. Además, si iba a usar la ropa de alguien, prefería que fuera la suya. No entendía la razón de semejante preferencia. Pero tampoco quería tratar de entenderla.

Encontró una camisa y unos pantalones viejos que se habían quedado muy pequeños para él.

—Necesitarás algo para que no se caigan —dijo.

Daisy levantó la camisa frente a ella. Le llegaba a las rodillas.

—La podría usar para dormir.

Tyler no había pensado en eso. Daisy no debería estar durmiendo vestida. Le ofrecería una de las camisas de lino que usaba para ir al pueblo.

Mientras la oía moviéndose detrás de la cortina, Tyler notó que todavía había algo de sol. Podía ver el contorno del cuerpo de Daisy. Se iba a cambiar en cualquier momento. Le echó un vistazo a Zac, pero el muchacho estaba dormido, con la cara hacia la pared. Sin embargo, él no estaba seguro de poder volverse también, de resistir la tentación que le asaltaba en ese instante.

Entonces miró hacia las repisas y vio unas mantas delgadas que usaba en los meses más cálidos. Las bajó.

—He estado pensando que necesitas algo más pesado que las sábanas —le dijo.

Daisy asomó la cabeza.

—¿Por qué?

—Para aislarte algo del ruido que hacemos aquí fuera.

—No me ha molestado el ruido.

—Solo por si acaso —dijo Tyler, al tiempo que colgaba la primera manta.

—¿No las vas a necesitar?

—No. —Tyler colgó la segunda y dio un paso atrás. Perfecto.

Daisy se acercó y se colocó a su lado. Miró primero la manta y luego a él. Estaba claro que no se había creído esa explicación. Cuando corrió la sábana, su mirada se cruzó con los rayos de sol que entraban por la ventana. Se puso roja como un tomate. Había entendido lo que pasaba.

—Gracias.

—Será mejor que empieces a lavar tu ropa si quieres que esté seca para la cena —dijo Tyler—. Nunca me he sentado a la mesa con una mujer en pantalones. —Volvió a la estufa, pero no podía concentrarse. Seguía pensando en Daisy, desnuda, y vestida con su ropa.

La idea lo hizo estremecerse de deseo. Ella se iba a poner sus prendas. El cuerpo de Daisy estaría en contacto con las mismas telas que habían tocado su propia piel. Las piernas de ella estarían cubiertas por pantalones que habían acariciado, cubierto sus propias piernas. Tyler pensó en el tosco material que estaba a punto de rozar el triángulo que formaban las piernas de Daisy al unirse a las caderas, y todo su cuerpo estalló con lujuria.

Casi podía sentir la sedosa suavidad del cuerpo de Daisy mientras se desvestía. Su ropa era suave, blanda, flexible y delgada de tanto uso. Por segunda vez en el mismo día, se imaginó la manera en que el vestido caía, dejando el cuerpo a la vista y formando un montón a los pies de la excitante muchacha.

Ahora debía de estar desabrochándose la combinación. El material era tan delgado que era casi transparente. Los dedos se desplazaban despacio hacia abajo, por el tronco, a través de los senos, el estómago y el abdomen. Entonces se abriría un lado de la combinación, que dejaría ver un seno redondo, pequeño y perfecto. Un seno que sobresalía del cuerpo, erguido y firme, coronado por un pezón rosado, suave y dócil al tacto.

Tibio.

Dulce, al saborearlo.

Luego ella se deslizaría la combinación por encima de los hombros de color marfil y suaves como la seda. Tyler se podía imaginar lo que sentiría al deslizar sus dedos por la suave curva de los hombros y apoyar la cabeza sobre ellos. Podía oír la respiración tranquila de Daisy, el delicado movimiento que hacían sus senos y todo su pecho al subir y bajar.

Después de deslizar la combinación por el otro hombro, más allá de la cintura, los senos aparecerían en todo su esplendor. Y entonces Tyler recordó con claridad la silueta que había visto hacía algunas horas, pero enriquecida ahora con vibrantes colores. Se imaginó el cuerpo sublime de Daisy, con sus senos erguidos y separados con juvenil perfección, y cuya redondez se veía acentuada por el círculo de los pezones. Sentía que casi podía estirar la mano y sentir la forma en que el cuerpo se iba estrechando al llegar a la cintura, para ensancharse luego en la curva de las caderas.

Se estremeció de pies a cabeza. Trató de pensar en la cena que estaba preparando, pero fue inútil. Tal vez no había oído nada, quizá solo había imaginado el murmullo casi inaudible de la combinación al deslizarse por el cuerpo, o el suave sonido que producía esta al caer sobre el suelo. Pero Tyler tenía la certeza de que ahora Daisy estaba desnuda. Así que todo su cuerpo tembló de deseo y se estremeció como un álamo en el viento.

Entonces agarró la cuchara y comenzó a revolver vigorosamente el chocolate. Se negaba a seguir pensando en la magnífica desnudez de Daisy. Se negaba a pensar en la blanca suavidad de sus muslos y en la seductora depresión del ombligo. Se negaba a pensar en lo que sería perderse en aquella piel tersa, en el éxtasis de estar entre sus brazos.

Tyler batió la mezcla espesa de chocolate hasta que le dolió el brazo.

Pero el deseo que sentía fue superior a las buenas intenciones. Al disminuir la velocidad con que batía, aumentó la fuerza y la intensidad de su imaginación.

Se imaginó a Daisy acostada a su lado y dispuesta a complacerlo. Se imaginó que exploraba amorosamente cada centímetro del cuerpo de ella. De la cabeza a los pies, saboreándola, tocándola y oliéndola… hasta que los ojos se le nublaron de pasión. Cuando ya no pudo más, Tyler se rindió a esa pasión que había comenzado como una pequeña semilla de anhelo hasta convertirse en un relampagueante deseo creciente, incontenible, y se dejó arrastrar por la imaginación, y liberó esa pasión contenida que había convertido su cuerpo en un infierno. Durante unos minutos soñó. O mejor dicho, deliró.

Luego respiró profunda y suavemente para recuperar el control. Vertió la mezcla en un recipiente y la puso en el horno. Se aseguró de que tuviera suficiente calor durante treinta minutos, agarró su abrigo y salió. Aunque no tenía nada que hacer afuera, Tyler pensó que mirar cómo se derretía la nieve era más seguro que quedarse en la cabaña. Tal vez el aire helado lo ayudara a calmarse.

En ese momento se rio entre dientes, con amargura, al pensar que, si se acostaba sobre la nieve y se echaba a rodar, podría llevar a Daisy a casa de su hermano de inmediato, pues estaba tan caliente que podía derretir toda la nieve desde allí hasta Albuquerque.

Tyler no podía dormir, pero su insomnio no tenía nada que ver con el hecho de que estuviera durmiendo sobre las tablas peladas. Aunque las mantas aislaban el ruido, estaba seguro de que había oído llorar a Daisy. Entonces la volvió a oír. Un sollozo apagado antes de que cobrara toda su fuerza. Así que se levantó y atravesó la cabaña sin hacer ruido. Estaba completamente vestido, lo único que se había quitado eran los zapatos.

—¿Estás bien? —susurró, con la esperanza de no despertar a Zac.

Daisy no respondió.

—Sé que estás despierta. ¿Hay algo que pueda hacer?

—No —contestó ella con dificultad, como si una simple sílaba fuera todo lo que pudiera articular.

Tyler esperó. Aquel rincón era el refugio de Daisy. Seguramente ella no quería que él lo invadiera. Cuando estaba a punto de correr las cortinas, vaciló un instante. ¿Qué podía hacer? Podía sentir la tristeza de la muchacha, su sensación de soledad. Y él entendía eso perfectamente. Se había sentido solo toda su vida.

Entonces la volvió a oír, pero esta vez no había posibilidad de confusión. Era seguro que Daisy estaba llorando.

—Voy a entrar —dijo, y esperó para darle tiempo a que se cubriera si era necesario. Pero no oyó ningún movimiento de mantas, ni que ella se estuviera acomodando en la cama, solo se oían unos sollozos desgarradores. No podía esperar más. Así que descorrió una manta.

La luz de la luna, que entraba por la ventana sin cortina iluminaba el suelo de tablas de la cabaña. Daisy estaba sentada en mitad de la cama, justo al lado del resplandor de la luna, y tenía el rostro pálido y cubierto de lágrimas. Llevaba puesta la camisa que él le había prestado. Por alguna razón, eso la hacía parecer aún más joven y vulnerable, como una niñita desvalida, obligada a crecer rápidamente porque no tenía a nadie más en el mundo.

—¿Es por tu padre? —preguntó Tyler.

Ella asintió con la cabeza.

¿Qué podía hacer él? No podía resucitar al padre de Daisy. Tampoco podía hacer que lo extrañara menos. Ni siquiera podía decirle que no estaba sola en el mundo. Así que se arrodilló frente a ella. Era consciente de que estaba actuando como un entrometido. Seguramente ella quería que se fuese. Él se sentiría incómodo si alguien se sentara a verlo llorar.

Pero ella no dio muestras de incomodidad. Entrelazó las manos en el regazo y después las puso sobre la boca como si tratara de detener los sollozos. Sin éxito. Luego se secó las lágrimas. Sin saber qué más hacer, Tyler se sentó en el colchón, a su lado, y le pasó un brazo por encima de los hombros.

Daisy se asentó, algo rígida, en la curva del brazo. Tyler pensó que en cualquier momento se iba a retirar. Pero luego recordó que George solía abrazar a Rose cuando estaba triste. Después de perder el bebé, solía abrazarla durante horas, sin hablar; solo la rodeaba con sus brazos y se quedaba así.

Entonces Tyler rodeó a Daisy con el otro brazo y se quedó quieto, abrazándola. Primero sintió que los músculos de ella temblaban y luego notó que la rigidez cedía y ella se recostaba contra él. Los sollozos fueron haciéndose más suaves. Parecía estar más calmada. Finalmente ella también lo abrazó y apoyó todo su peso contra él.

Primero Tyler tuvo la sensación de que iba a explotar, pero el sentimiento también fue desapareciendo y entonces se sintió relajado por primera vez desde que sacó a Daisy de la casa en llamas. Apretó un poco más los brazos alrededor de ella y en ese momento se sintió invadido por una rara sensación de tranquilidad.

No podía creer lo que estaba pasando. Estaba en una cabaña aislada del mundo, sobre una montaña cubierta por tres metros de nieve, sentado en la cama de una mujer, abrazándola mientras ella lloraba desconsoladamente.

Sin embargo, estaba contento de estar donde estaba. Lo invadía una sensación de bienestar que no podía provenir de Daisy, pues ella seguía gimiendo suavemente y a veces dejaba escapar largos suspiros. Y aunque ese bienestar tampoco podía provenir de él, pues con todo lo que había ocurrido últimamente su tranquilidad había quedado destruida, era un hecho que se sentía bien y le daba gracias a Dios porque estaba disfrutando por encontrarse allí.

Tal vez se estaba volviendo loco. Eso les pasaba a veces a los buscadores de oro. La gente decía que se debía a la soledad, a la obsesión por el oro. Les empezaban a gustar los animales más que la gente. Prefería hablar con ellos mismos a hacerlo con los demás. Las rocas y los árboles nudosos les parecían más bonitos que las calles de los pueblos y las ciudades. Se sentían más cómodos en una cabaña desvencijada que en una casa bien amueblada.

Tyler no creía que hubiera llegado tan lejos, pero todos los aspectos de su vida estaban en crisis. Además, todo el mundo sabía que los locos siempre insistían en que no estaban locos y que eran los demás los que se comportaban de una manera peculiar.

De pronto le pareció que eso era una buena señal. Se estaba portando de manera extraña, pero era consciente de ello.

En ese momento, Daisy soltó un largo suspiro y se retiró ligeramente.

—Me siento mejor —dijo.

—¿Estás segura? —Tyler no quería soltarla. La locura parecía ser un estado bastante agradable. No estaba seguro de querer volver a la cordura. Según recordaba, los dos últimos días se había sentido muy miserable.

—Sí. Es que a veces me asalta la tristeza. Mi padre y yo no nos llevábamos muy bien, pero hoy eso parece no tener importancia. —Daisy suspiró, se secó las lágrimas y se enderezó. No parecía sentirse incómoda con la cercanía de Tyler. Era como si le pareciera normal.

Sin embargo, el joven pudo sentir una diferencia en la tristeza que Daisy parecía experimentar ahora. Ya no estaba llorando por el impacto de la noticia o por el dolor, estaba llorando por la sensación de pérdida.

—Por la tarde lloraste por tu padre —dijo Tyler—. Pero ahora estás llorando por ti. ¿Por qué?

—Estás equivocado.

—No, no lo estoy. —Solo una vez había llorado por él mismo, pero recordaba bien lo que se sentía. Se separó de Daisy lo suficiente para poderla mirar a los ojos—. No querías a tu padre, ¿verdad?

—Claro que lo quería.

Tyler la volvió a abrazar.

—Yo detestaba al mío —dijo Tyler.

—¿Por qué? —Daisy se retiró un poco para poder mirarlo también ella a los ojos.

—Porque era un hombre cruel y malo. Ahora cuéntame por qué no querías a tu padre.

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