Daisy

Daisy


Capítulo 8

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Tyler esperaba estar furioso con ella. Y lo estaba. Pero no se imaginó al encontrarla que iba a sentir tanto alivio que se le aflojaron las rodillas. Sin embargo, al mismo tiempo que todo su cuerpo se relajaba con alivio, sintió una rabia incontrolable, pues no entendía cómo Daisy había podido hacer algo tan increíblemente estúpido.

—¿Qué demonios creíste que hacías al venir aquí? ¿No te dije que te quedaras en la cabaña? —preguntó, mientras desmontaba y sentía que la rabia hervía dentro de él, como las natillas cuando están sobre el fuego.

—Quería irme a casa.

—Te dije que te llevaríamos tan pronto como la nieve se derritiera. —Tyler la agarró por los hombros y le dio la vuelta—. ¿Crees que todo esto es nieve derretida? —gritaba, al tiempo que la forzaba a mirar el mundo blanco que los rodeaba.

Daisy se zafó.

—Tú pudiste salir de cacería —dijo, volviéndose para mirarlo—. Pensé que yo también podría hacerlo.

—¿Cómo ibas a salir de la montaña? ¿Es que esa mula tiene alas?

Daisy no respondió.

—Has estado a punto de ser la cena de ese gato. ¿Por qué no dejaste la mula y te subiste a un árbol? Los pumas prefieren la carne de mula.

—No lo sabía.

—Supongo que tampoco sabías que podías perderte o caerte y morirte de frío.

Daisy le había dado un gran susto. Incluso ahora, que ya sabía que estaba a salvo, el corazón seguía latiéndole a ritmo enloquecido. No podía expresar con palabras el horror que sintió al ver a Daisy enfrentándose a un puma con una rama de pino. Se negaba a pensar en lo que habría podido pasar si se hubiera demorado solo unos minutos más en llegar. Habría tenido que cargar con esa culpa el resto de su vida. Ella no tenía ningún derecho a hacerle algo así.

—Yo no arriesgué al pellejo para sacarte del incendio solo para que terminaras muerta en medio de una tormenta de nieve. Tampoco me gusta ceder mi cama y la mitad de mi cabaña para que salgas corriendo en cuanto te doy la espalda.

—Lo siento —balbuceó—. Solo quería ir a casa.

—Así que robaste mi mula y te fuiste derecha hacia la ventisca.

La nieve empezó a caer más fuerte.

—Yo no quería…

—Puede ser que no tengas ninguna consideración por tu propia vida, pero deberías haber pensado en la mula. Ese animal no te ha hecho nada. No merece morir.

—¡Lo siento, lo siento, lo siento! —gritó Daisy, con los puños sobre las sienes.

—Si lo sientes tanto, ¿por qué diablos lo hiciste?

—¡Para alejarme de ti! —Daisy gritaba con desesperación. Alertada por el tono de voz, la mula comenzó a echarse hacia atrás, a pesar de que Daisy tenía las riendas debajo del brazo.

Esa respuesta sorprendió a Tyler más que si le hubiera lanzado una bola de nieve a la cara.

—¡Para alejarte de mí! —repitió con incredulidad.

—Agradezco que me hayas cuidado, pero no soporto que me des órdenes todo el tiempo —dijo Daisy, mientras trataba de convencer a la mula de que no estaba enojada con ella.

—¿Que yo te doy órdenes todo el tiempo? —Tyler pensó que la bala que había rozado la cabeza de la muchacha definitivamente sí le había producido una conmoción cerebral.

—Todo el tiempo me estás diciendo lo que tengo que hacer.

—Nunca te digo lo que tienes que hacer. Yo…

—Sí, lo haces. Todo el día. Me siento como una prisionera. Me dices cuándo me tengo que acostar, cuándo me tengo que levantar, cuánto me puedo quedar despierta, qué debo comer, qué debo hacer ahora, qué tengo que hacer mañana… Me coartas tanto que siento deseos de gritar.

—Solo hacía lo que pensaba que era mejor para ti.

—Y además decidiste llevarme a casa de tu hermano en lugar de llevarme con la familia de Adora —siguió, sin prestar atención a la interrupción.

—Y él seguramente me va a detestar, como me detesta Zac. Y luego aparecerá George y me culpará de que Zac no haya vuelto a la escuela.

Con un movimiento de cabeza desafiante, Daisy comenzó a avanzar por el camino, llevando a la mula de las riendas. Si quería seguir hablándole, Tyler tendría que seguirla.

—George nunca haría algo así. Es un hombre sensato.

—Eso me da igual —dijo Daisy, volviéndose—. La cuestión es que no soy una niña y ya no estoy enferma. —Trató de quitarse el vendaje, pero no pudo.

—No me di cuenta… —Ahora Tyler balbuceaba.

—Tú nunca escuchas. Vas por ahí haciendo exactamente lo que quieres y eres tan grande que nadie puede detenerte.

Tyler estaba furioso por la forma en que la chica interpretaba todo lo que había hecho por ella. Sabía que las mujeres podían estar ciegas, pero nunca se imaginó que Daisy fuera tan perversamente desagradecida.

—Puedo tomar mis propias decisiones —proclamó Daisy.

—Supongo que estás acostumbrada a recibir balas en la cabeza, a quedar atrapada bajo la nieve en una ventisca y a ser perseguida por asesinos —dijo Tyler con la voz llena de sarcasmo.

—No, pero…

—Supongo que tampoco te importa que los asesinos sigan detrás de tus pasos o que probablemente quieran matarnos a Zac y a mí también.

Daisy se dio la vuelta para mirarlo, estaba pálida como una muerta.

—¿Qué quieres decir?

¡Diablos! Tyler no tenía intención de mencionar las huellas de los asesinos, pero Daisy lo había enfurecido de tal manera que no pensaba con claridad.

—Encontré sus huellas unos cuantos kilómetros abajo, en la montaña —confesó, con un tono que trataba de restarle importancia al descubrimiento—. Aunque están alejándose de nosotros, eso quiere decir que siguen buscándote. Si hubieras bajado un poco más, posiblemente te habrías encontrado con ellos.

Daisy lo miró directamente a los ojos.

—No debí escaparme. No debí robar tu mula. Lo siento.

—Ya habrá tiempo para hablar sobre eso —dijo Tyler con tono malhumorado, pero con menos rabia—. Ven, voy a ayudarte a montar.

Ella se resistió un poco, pero finalmente Tyler terminó subiéndola a su mula.

—¿Ves a lo que me refiero?

—¿Qué? —Tyler no tenía tiempo que perder con los juegos de Daisy.

—Ya sabía que no lo notarías. Yo puedo montar sola.

—Iremos los dos en mi montura. Tu mula está exhausta. —Tyler agarró las riendas de la mula de Daisy y se subió a la montura—. No voy a arriesgarme más. Ya has causado suficientes problemas por hoy.

Aquello no era justo. En realidad lo dijo sin pensarlo, pero una vez dicho no iba a retractarse. Lo que acababa de decir era una manera de protegerse. Así ella sabría que él estaba enojado y no pensaría que su reacción tenía que ver con el susto que le había dado.

Además, estaba enfadado de verdad.

Estaba furioso por la manera en que ella había arriesgado su vida tontamente. Estaba furioso por el hecho de que la joven interpretara todos sus actos de amabilidad como manifestaciones de su insensible determinación de hacer siempre su voluntad. Al mismo tiempo, le entristecía pensar que, a pesar de todo lo que había hecho, Daisy no se sentía bienvenida en su cabaña.

Tyler no sabía si todo eso era culpa de ella o de él, pero eso demostraba que no estaba hecho para tener ninguna relación con las mujeres. Y ella todavía no lo había perdonado por no ayudarla a encontrar a los asesinos de su padre. Bueno, por lo menos ese deseo sí se iba a cumplir. Porque Tyler iba a tener que hacer algo respecto a aquellos criminales. No podía esperar a que la volvieran a encontrar.

Daisy guardó silencio mientras avanzaban, al tiempo que su cuerpo y su mente se debatían entre un mar de emociones encontradas. Tyler iba rodeándola con los brazos, con las piernas al lado de las de ella y todo su cuerpo parecía envolverla. Esa situación hacía que el cuerpo de Daisy entrara en conflicto con su mente y su corazón.

Estaba enfadada con él y le parecía mejor mantenerse callada. Así no hablaría de más. Él no tenía derecho a tratarla como a una niña rebelde y tampoco a llevarla contra su voluntad a la casa de alguien que no conocía. Además, no era justo que Tyler la acusara de poner en peligro la vida de él y la de Zac. ¿Cómo iba ella a saber que los asesinos seguían persiguiéndola?

Sin embargo, Daisy sintió un escalofrío que le recorrió la espina dorsal y se dio cuenta de que quería acercarse más a Tyler. Eso la enojó todavía más, pues, después de todo lo que le había dicho, lo único que quería era odiarlo.

Pero no podía. Lo único en lo que podía pensar era en los fuertes brazos que la sostenían sobre la montura. Quería quedarse con él, aceptar su protección. Ni siquiera la rabia que sentía podía eliminar la sensación de que, siempre y cuando estuviera con él, estaría a salvo.

Pero Daisy sentía algo más que seguridad. Sentada en aquella posición, con las piernas de Tyler contra las suyas, y los brazos y el pecho de él rozándole los brazos y la espalda, Daisy comenzó a sentir un fuego que se encendía lentamente en lo más hondo de su vientre. Nunca había sentido algo así, pero supo de inmediato que tenía que ver con la cercanía de Tyler. Trató de recordarse que estaba enfadada con él para enfriar el ardor que parecía invadir cada parte de su cuerpo, pero no le sirvió de nada. El contacto íntimo con un hombre era algo nuevo para ella. Incluso un simple roce habría encendido chispas en su cuerpo. Así que el abrazo de Tyler causó una verdadera deflagración.

Especialmente en los senos. Daisy experimentaba una intensa sensación de hormigueo, aumentada por el roce de los brazos de Tyler en los pechos. Ella trató de separarse un poco, pero fue imposible. Los brazos de Tyler la tenían muy apretada. No era un simple abrazo. Ella se sentía totalmente envuelta por el cuerpo masculino. Se sentía rodeada. La joven trató de concentrarse en el paisaje, en el balanceo de la mula, en la rabia de Tyler. Pero eso solo la hacía más consciente de la cercanía de sus cuerpos.

Entonces se esforzó en decirse a sí misma que no se trataba de un abrazo amistoso. Era como estar en una jaula. Pero, en cierta forma, la verdad es que no se sentía así.

Cuando llegaron, Zac estaba esperándolos fuera de la cabaña.

—Veo que la has encontrado —le dijo a Tyler—. ¿Dónde estaba?

Daisy sabía que, tarde o temprano, Zac se iba a enterar de la historia del puma, así que prefirió que lo supiera en ese preciso momento.

—Estaba en un ventisquero, a punto de ser devorada por un león de montaña. Fue estúpido por mi parte querer escapar y peor aún llevarme la mula de Tyler.

Zac no se dejó engatusar por una confesión que no le sonaba a arrepentimiento.

—No deberías sentirte tan orgullosa de lo que has hecho.

—No lo estoy.

—Pero actúas como si lo estuvieras.

—Guarda las mulas —dijo Tyler—. Y no olvides cepillarlas bien.

—Me haré cargo de las mulas, pero primero quiero saber por qué se escapó. Ella puede matarse, si eso es lo que quiere, pero no tiene ningún derecho a ponerte en peligro a ti también.

—Apresúrate —dijo Tyler de manera tajante.

—Sabías que él iría a buscarte, ¿verdad? Incluso si eso significaba arriesgarse a morir en una tormenta de nieve. —Zac le arrebató a Tyler las riendas de las dos mulas y comenzó a caminar hacia el establo—. No solamente eres horriblemente egoísta y testaruda, sino que eres estúpida.

La censura de Zac forzó a Daisy a pensar en la gravedad de lo que había hecho. Supuso que sabía que Tyler la seguiría, aunque no se le ocurrió que pudiera pasarle algo grave. Era tan grande que parecía que nada podía ponerlo en peligro. Le dolía que Zac le hubiera llamado estúpida, pero sospechaba que realmente se había comportado como una tonta.

—No le prestes atención a Zac —dijo Tyler, al tiempo que comenzaba a caminar hacia la cabaña—. Solo estaba asustado de pensar que iba a tener que prepararse la cena.

Daisy no sonrió. Entró en la cabaña antes que Tyler y era dolorosamente consciente de que iba a tener que encontrar la manera de disculparse. Quería esconderse en su rincón, detrás de las cortinas, hasta que pudiera volver a mirarle a la cara, pero sabía que tenía que disculparse ahora mismo, si es que alguna vez lo iba a hacer.

Miró a Tyler con el rabillo del ojo. El gigante estaba quitándose la ropa pesada y colgando el rifle.

—¿Encontraste algún venado?

—No.

—¿Por qué no se ve ninguno?

—Está haciendo demasiado frío, supongo.

Hubo un silencio. Estaba claro que él no iba a ayudarla. No le quedaba más remedio que hacerlo sola.

—Yo no quería que me siguieras. No fue mi intención ponerte en peligro.

—Lo sé.

—Pensé que podía lograrlo, quería irme a casa.

—Lo sé.

—No sigas diciendo eso, con esa voz tan calmada y tolerante. Grítame o rompe algo.

—Ya lo hice. —Tyler la miró con disimulo—. No tienes que sentirte culpable.

—Sí, me siento culpable.

—Bien, pues sufre, si eso es lo que quieres.

Daisy dio una rabiosa patada en el suelo.

—No quiero sentirme así. Quisiera pegarte por haberme hecho rabiar. Tengo que pedir disculpas y lo estás haciendo casi imposible.

—No quiero tus disculpas —dijo Tyler.

—Entonces puedes seguir enfadado conmigo.

—¿Quieres que esté enfadado contigo?

—Tienes derecho. Zac lo está.

—Solo está asustado de pensar que…

—Sí, ya lo sé, de pensar que tendría que prepararse la cena.

—Iba a decir que estaba asustado de pensar que tendría que ir a rescatarnos a ambos.

Daisy se sorprendió.

—¿Crees que lo habría hecho?

—Claro.

—¿Por qué? Vosotros os decís cosas terribles. Y ayer os pegasteis. Prácticamente lo sepultaste en la nieve.

—Es mi hermano.

Daisy pensó en eso un momento.

—Entonces puse en peligro a dos personas, además de ponerme en peligro a mí. —Se sentó a la mesa y no volvió a hablar hasta que Zac regresó.

—Quiero disculparme con los dos —dijo antes de que Zac pudiera abrir la boca—. Fue muy estúpido por mi parte tratar de escapar. No lo habría hecho si hubiera pensado que os iba a poner en peligro.

Zac miró a Tyler y luego otra vez a Daisy.

—¿Por qué te escapaste?

—Estaba enfadada.

—¿Te metiste en una ventisca porque estabas enfadada? —preguntó Zac con incredulidad.

—Tyler se negó a ayudarme a buscar al asesino de mi padre.

—Te dije que yo no lo podía hacer tan bien como el sheriff.

—De la manera que lo dijiste, sonó como si no tuviera importancia.

—Hay otra razón, ¿verdad? —preguntó Tyler.

Daisy parecía sorprendida con la pregunta, pero no respondió.

—¿Por qué otra razón está enojada? —preguntó Zac.

—Habla —dijo Tyler—. No debes tener miedo de decirlo.

—No me siento cómoda aquí —confesó Daisy, después de dudarlo un poco—. Vosotros no me queréis aquí.

—¿Eso es todo? —preguntó Zac.

—He causado muchos problemas —lo interrumpió Daisy—. Estoy usando tu cama, me he apropiado de la mitad de la habitación. No tendrías que ir a cazar si no fuera porque yo estoy aquí.

—No fue mi intención hacerte sentir mal —dijo Tyler—. Simplemente, no sé cómo hacer que la gente se sienta bien acogida.

—Lo has intentado —dijo Daisy—, pero esta cabaña no es mi sitio.

—Al principio fue algo extraño, es verdad —admitió Tyler—. Zac y yo no tenemos hermanas, así que no sabemos cómo tratar a las mujeres, pero estamos contentos de contar con tu compañía.

Zac miró a Tyler como si hubiera perdido el juicio.

—Voy a enfermar si sigo oyendo esto —dijo y agarró el abrigo—. Cuando vuelvas a estar en tus cabales, me avisas.

—Zac no me quiere —dijo Daisy, después de que Zac saliera dando un portazo.

—Zac es demasiado egocéntrico como para poder sentir algo realmente fuerte por alguien que no sea él.

—Pero estaba dispuesto a ir a buscarte si te hubieras perdido.

—Somos una familia extraña, pero nos cuidamos los unos a los otros. No dejamos indefenso a nadie.

—¿Por eso me has cuidado?

Al principio, Tyler pensó que era así. Los hombres de la familia Randolph siempre protegían a las mujeres. Cualquier hombre lo haría. Pero la presencia de Daisy lo había hecho experimentar tantos sentimientos nuevos, que ya no estaba seguro de la razón por la que hacía las cosas. Desde la fascinación que sentía por sus pecas hasta el deseo permanente que lo invadía, ella lo hacía estremecerse hasta lo más profundo de su ser.

Todavía podía sentir la tensión que le causó permanecer tan cerca de ella en el viaje de regreso. Podía recordar cada curva del cuerpo de Daisy, su tibieza y su suavidad. Tuvo que hacer un esfuerzo para recordar que la estaba rescatando de una ventisca. Hubo momentos en que ni siquiera se dio cuenta de que estaba nevando.

—Te cuidé porque necesitabas ayuda y yo fui quien te encontró.

Daisy se dio la vuelta, disgustada por la respuesta. Tyler tampoco se sintió bien. Las palabras que acababa de pronunciar no tenían nada que ver, en realidad con el volcán de sentimientos que seguía haciendo erupción dentro de él, sin ningún control. Daisy había tocado algo muy profundo, algo que él había enterrado hacía más de veinte años. Y eso había afectado su equilibrio personal de una manera que no podía explicar. Toda la vida se había negado a sentir. Y ahora que lo asaltaban tantas emociones, no sabía qué hacer con ellas.

El joven la vio desaparecer detrás de la cortina. Antes pensaba que era solo moderadamente bonita. Ahora ni siquiera el vendaje podía disimular lo linda que le parecía. Entonces se imaginó a un tipo sin escrúpulos, a cualquier canalla, mirando aquellos ojos castaños y prometiendo cualquier cosa con tal de poder mirarlos todos los días. No creía que Daisy se dejara convencer, pero no estaba seguro.

Tenía que dejarla en buenas manos en Albuquerque. Eso no le iba a llevar mucho tiempo. Después podía reanudar su búsqueda de oro. El 17 de junio estaba cada vez más cerca.

Toby levantó su abrigo y le dio la espalda al fuego.

—Os digo que nos olvidemos de ellos hasta que la nieve se derrita. —Los tres hombres se habían refugiado en la cabaña de un minero. Como este no quiso, o no pudo, darles la información que querían, lo amarraron en el establo.

—Por lo menos deberíamos esperar aquí hasta que deje de nevar —dijo Ed mientras acercaba las manos al fuego, que apenas estaba empezando a calentar sus extremidades casi congeladas.

—No podemos permitirnos el lujo de esperar —dijo Frank, al tiempo que paseaba por la cabaña estrecha y desordenada—. ¿Qué pasaría si deciden bajar a Albuquerque?

—¿Qué pasaría? —repitió Toby.

—Informarían al sheriff.

—¿Y qué? Nadie va a subir hasta aquí con un tiempo así.

—Ella puede describirme. Si lo hace, el sheriff me buscará después.

Toby se subió a la litera del minero y se arropó hasta la barbilla con las mantas.

—Si te vas a preocupar por algo, preocúpate por lo que vamos a comer. No hemos visto ninguna presa en tres días.

—Hay algunas cosas por aquí —dijo Ed, mientras revolvía los estantes.

—Pero eso no durará mucho.

—No tengo tiempo de preocuparme por tu estómago —replicó Frank.

—Pues deberías —dijo Toby, mientras reposaba placenteramente en la litera—. Fue idea tuya lo de subir hasta aquí. Si por mí fuera, estaría muy bien y muy a gusto en Bernalillo. Un par de veces he llegado a temer que la primavera nos sorprendería convertidos en esqueletos blanqueados.

—No te preocupes —dijo Ed, cuando vio que Frank no estaba muy contento—. Si no podemos salir de estas montañas, ella tampoco podrá hacerlo. La atraparemos.

Pero Frank tenía un mal presentimiento. Había fallado en dos ocasiones, cuando las condiciones eran fáciles. Ahora estaban atrapados a tres mil metros de altura, en una tormenta de nieve espantosa. Como siempre, las cosas parecían ir de mal en peor. Y su tío y su primo no estaban siendo de mucha ayuda. El problema era que no tenían ambición. No les parecía malo ser simples vaqueros.

Pero Frank tenía planes más ambiciosos. Y este trabajo era el primer paso para alcanzarlos. No tenía ninguna intención de dejar escapar su futuro.

El día siguiente amaneció brillante y soleado, pero la cabaña estaba bloqueada con treinta centímetros más de nieve.

—Si sigue así todo el día, se derretirán algunos centímetros —anunció Tyler, cuando volvió de atender a las mulas.

Zac barajó las cartas.

—Sí, pero puede volver a nevar.

—No lo hará en uno o dos días.

—Entonces, ¿podré irme a casa?

—Cuando la nieve se derrita, todas las corrientes de agua de aquí hasta Río Grande se volverán verdaderas cataratas. Tendrán que pasar un par de días más para que puedas irte.

Daisy estaba acusando ya la fatiga del confinamiento. También notaba que el sentimiento de culpa la estaba matando. Todo eso tenía que ver con Tyler, pero no iba a admitir que lo que sentía hacia él era tan fuerte como para haberla impulsado a cometer semejante locura. No quería admitir que había huido para escapar de esa sensación de desaprobación que percibía en él. Y tampoco iba a admitir que ya no le molestaba tanto estar allí. Eso despertaba muchas preguntas que no podía responder.

Ansiaba encontrarse con Adora y preguntarle si ella alguna vez se había sentido así. Pero después de llevar una vida tan protegida y sin sobresaltos, Daisy no creía que Adora pudiera entender los sentimientos que se agitaban en su pecho. Sabía que el hermano de Adora, Guy Cochrane, tampoco la entendería. Él siempre había admirado a Daisy por la calma y sensatez con que abordaba la vida. Nunca entendería los sentimientos que la habían conducido a meterse en una tormenta de nieve.

Daisy tampoco entendía su conducta y no podía concentrarse lo suficiente como para tratar de entender sus sentimientos. Teniendo a Zac y a Tyler tan cerca le resultaba imposible. Necesitaba más privacidad de la que podía encontrar detrás de las mantas. Necesitaba sentirse segura en la habitación de Adora, a kilómetros de la desconcertante presencia de Tyler.

También estaba cansada por las largas horas de inactividad. Estaba tan inquieta que no podía sentarse a leer. Tenía que hacer algo o se iba a volver loca.

—Tengo una idea —anunció—. Contemos nuestros sueños secretos.

—¿Nuestros qué? —preguntó Zac.

—Nuestros sueños secretos. Es algo que mi madre y yo solíamos hacer en días como este.

—Yo no tengo ningún sueño secreto —dijo Zac secamente.

—Claro que sí. Todo el mundo tiene un sueño secreto.

—No son secretos, porque se los ha contado a todo el mundo —explicó Tyler.

—A mí no me los ha contado.

—¿Por qué iba a querer hacerlo?

—Porque estás aburrido. Acabas de ganar el solitario y ni siquiera te has dado cuenta.

Zac miró las cartas, alzó los hombros y las puso sobre la mesa.

—Quiero ir a Nueva Orleans y dedicarme a jugar y apostar en alguno de los barcos del río —dijo Zac.

La sonrisa de Daisy desapareció.

—No voy a continuar con esto si te vas a burlar de mí.

—No me estoy burlando.

—Sí lo estás haciendo. Nadie querría hacer algo tan estúpido como eso.

—Yo traté de explicárselo —dijo Tyler desde el otro lado de la cabaña—, y también George.

—No es estúpido —protestó Zac con irritación—. Buscar una veta de oro que nunca vas a encontrar o quedarte en este territorio abandonado de Dios para casarte con una sucia y pobre pueblerina y criar una docena de niños mocosos, eso sí que es estúpido.

—Bien, de acuerdo —dijo Daisy, con el propósito de aplacar a Zac—. Quieres ser un jugador y, luego ¿qué?

—Qué quieres decir con eso de ¿luego qué?

—Debe de haber algo más. No puede ser que solo quieras jugar.

—¿Qué otra cosa debería querer hacer?

Daisy no podía creer que Zac hablara en serio. Miró instintivamente a Tyler.

—Está diciendo la verdad —confirmó Tyler—. La única ambición que tiene es la de convertirse en un parásito con éxito.

—Con mucho éxito —corrigió Zac, sin asomo de vergüenza.

—¿Y tú? —le preguntó Daisy a Tyler.

—Yo no quiero nada.

—No es cierto. Sí quieres algo —dijo Zac.

—¿Qué es? —preguntó Daisy, pero Tyler no dijo nada.

—Quiere construir hoteles elegantes —dijo Zac—. Está aquí arriba buscando oro para poder pagarlos.

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