Daisy

Daisy


Capítulo 1

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Tyler Randolph entró en la cabaña envuelto en un remolino de nieve y una ráfaga de viento helado. Cerró la puerta con el pie y dejó caer la carga de leña que llevaba en los brazos junto a una caja arrimada a la pared. Después de colgar el abrigo, revisó el fuego de la estufa. Estaba perfecto. De la olla de agua que estaba encima habían comenzado a salir pequeñas columnas de vapor. Pronto la cabaña estaría caliente.

Se dirigió a la cama y le echó un vistazo a la mujer que estaba acostada. No podía tener más de veinte años. Su pelo castaño oscuro estaba bastante chamuscado en un lado de la cabeza, y otro lado lo tenía empapado de sangre. Como estaba tan pálida, las pecas de las mejillas resaltaban con mayor nitidez. Su rostro no revelaba ninguna expresión y tenía la mandíbula caída. Gimió quedamente, pero no se despertó. Hacía veinticuatro horas que estaba inconsciente.

Era la mujer más alta que había visto, por lo menos medía un metro ochenta. Pero eso, en realidad, le atraía. Nunca le habían gustado las mujeres pequeñas y frágiles. Le gustaban las mujeres grandes. Sin embargo, a pesar de su estatura, esta tenía algo de niña, un aspecto inocente y fresco. Eso también le atraía. Tyler supuso que eso era lo que había influido, al menos en parte, en su decisión de llevarla consigo a la cabaña. No estaba muy seguro de las razones por la cuales había tomado esa decisión, pero sabía que el instinto le había dicho que ella correría peligro si la dejaba en Albuquerque. Tres hombres habían tratado de matarla en dos ocasiones. Estaba seguro de que lo volverían a intentar.

Tyler se alejó de la cama para acercar una mesa. Después, un asiento. Luego vertió agua en una palangana, la puso sobre la mesa y se hizo con unas tiras de tela y un tarro de pomada de la repisa. Se sentó y empezó a limpiarle las heridas.

La joven volvió a gemir, esta vez más fuerte, y movió la cabeza de un lado a otro. Tyler le sujetó la cabeza para que no la moviera, pues temía que pudiera hacerse daño. Ella intentó soltarse, mientras trataba de decir algo.

Tyler le lavó parte de la sangre que tenía en un lado de la cara. Como se había secado, estaba dura. Le limpió el rostro y la frente. Definitivamente, aquella mujer tenía algo que lo atraía, además de la estatura y la expresión de inocencia. Tal vez era la manera en que la había encontrado, casi sin vida, vulnerable e indefensa. O quizá fuera el hecho de saber que se podía morir, si él no la cuidaba.

La mujer dejó de forcejear. Trató de decir algo, pero no le salió ningún sonido de la boca.

Tyler le limpió la sangre que tenía en el pelo, y lo apartó hasta que pudo ver la parte del cráneo que la bala había rozado. Le había dejado una herida de por lo menos diez centímetros. El proyectil se había introducido en la piel y había seguido la curva del cráneo antes de salir. Le quedaría cicatriz para siempre, pero no era grave, iba a vivir.

La mujer movió los párpados. Parecía estar tratando de formar una palabra que empezaba con D, «Do»… «Do»… Luego los párpados volvieron a temblar, los abrió y los volvió a cerrar.

—Todo está bien —le dijo Tyler con voz tranquilizadora—. Estás a salvo, puedes volver a dormirte.

Tyler le cubrió la herida con una buena cantidad de pomada blanca y luego le envolvió la cabeza con las tiras de tela.

Ella dijo «papá», o algo parecido.

—Quédate quieta, no trates de hablar —dijo Tyler—. Nadie te hará daño, aquí estás a salvo.

La mujer trató de decir algo más, pero él no la entendió. Estaba extenuada. Abrió los ojos, pero sin ver. Los volvió a cerrar. Luego se quedó quieta.

Tyler terminó de vendarle la cabeza y se puso de pie. No podía evitar preguntarse si había cometido un error al llevarla allí. No tenía tiempo para hacer de enfermero de una mujer con una herida en la cabeza, aunque de momento la nieve estuviera demasiado alta para poder seguir con sus exploraciones. Agarró el abrigo. Sería mejor que cortara más leña. Cuando ella recobrara la conciencia, no podría dejarla sola.

Tyler se detuvo un momento. Era probable que la mujer se despertara pronto. Decidió no contarle nada todavía sobre su padre. No creía que estuviera lo suficientemente fuerte como para resistir un golpe de esa clase.

Daisy abrió los ojos. Sentía que había pasado mucho tiempo inconsciente, aunque veía con toda claridad. La tenue luz de una lámpara de aceite prendida en lo más bajo era la única iluminación que había en la cabaña, pero podía ver perfectamente todo lo que tenía a su alrededor.

No reconoció nada de lo que la rodeaba. Estaba en una cabaña que no conocía. No tenía la menor idea de dónde se encontraba o cómo había llegado hasta allí. En algún lugar profundo del subconsciente creía recordar el vaivén de un viaje. Suponía que debía de haber venido sobre el lomo de un caballo. No podía explicar con claridad por qué, pero se sentía segura y lograba dominar el pánico, a pesar de que debería estar aterrorizada, pues al fin y al cabo se encontraba en una cabaña desconocida, sin saber quién la había llevado hasta allí ni para qué.

Trató de recordar en dónde había estado antes de quedar inconsciente, qué había pasado, cómo había llegado hasta allí, quién la había llevado y cuándo. Pero tenía la mente en blanco.

Lo último que recordaba era que regresaba a casa. No podía recordar, sin embargo, en dónde había estado, pero sabía que estaba volviendo. Podía ver la casa. También los alrededores, que le eran tan familiares. Hacía frío, pronto iba a nevar. Pero no pudo recordar nada más, salvo una dolorosa explosión. Algo terrible debía de haber ocurrido o no estaría allí.

¿Dónde estaba su padre? ¿La habría llevado él hasta allí? ¿Por qué no estaba con ella en este momento?

Trató de enderezarse, pero se dio cuenta de que no podía moverse. Sintió pánico, pues pensó que estaba amarrada. Tardó unos instantes en darse cuenta de que estaba envuelta entre una manta que la mantenía caliente, pues el aire de la cabaña estaba helado. No la habían atado, pero la angustiaba no poder moverse. Estaría completamente indefensa hasta que alguien llegara para desenvolverla.

Volvió la cabeza para echar un vistazo, pero no vio a nadie. Había una litera encima de donde estaba acostada, pero no podía saber si había alguien allí. No se oía ningún movimiento y tampoco el sonido de una respiración. Estaba sola en una cabaña extraña. Con seguridad, alguien vendría pronto.

Intentó levantar la cabeza para mirar a su alrededor, pero un dolor insoportable la hizo caer sobre la almohada. La explosión que había recordado debía de tener algo que ver con el dolor que sentía, pero no recordaba haberse caído.

El esfuerzo de tratar de recordar le produjo mareos. Sintió como si se fuera a desmayar otra vez, pero luchó para mantenerse lúcida. No quería perder la conciencia otra vez. Se quedaría acostada y quieta, mientras esperaba pacientemente a que regresara su padre. Porque todo aquello debía de ser cosa de su padre. Se sintió desfallecer al pensar en la posibilidad de que no fuera él quien entrara por la puerta.

No tuvo que esperar mucho para oír que la puerta se abría. Dio un respingo al ver al hombre que entraba. Parecía el tipo más alto del mundo. Tuvo que agacharse para pasar por el umbral. Estaba envuelto hasta las rodillas en un abrigo especial para nieve, que tenía una capucha bordeada de piel. Parecía un gigante. Una barba castaña y espesa le cubría el rostro. El hombre la miró de manera penetrante con unos ojos marrones que se asomaban debajo de espesas pestañas salpicadas de nieve. Tenía puestas las botas más grandes que Daisy hubiera visto jamás.

La joven se sintió aterrorizada, mientras que el corazón palpitaba aceleradamente en su pecho.

—¿Quién eres? —preguntó con voz asustada—. ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Dónde está mi padre?

El hombre se acercó a la cama. Daisy trató de echarse hacia atrás, pero las mantas la mantenían inmóvil. Estaba tan aterrada que le parecía que se iba a morir. ¿Qué quería aquel hombre? ¿Por qué no decía nada? ¿Qué le iba a hacer? ¿Por qué no podía moverse?

El hombre se quitó los guantes y tendió hacia ella una mano casi tan grande como sus pies. Daisy sintió como si su corazón fuera a dejar de palpitar.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó la chica con un hilillo de voz.

El hombre le puso una mano fría en la frente.

—Estás fría —dijo—. ¿Todavía te duele la cabeza?

Daisy deseaba que sus ojos no estuvieran reflejando el miedo que sentía.

—Sí, mucho, ¿qué pasó?

—Te dispararon.

¡Un disparo! Eso debía de ser la explosión que recordaba, pero no se le ocurría ninguna razón por la que alguien quisiera dispararle. ¿Dónde estaba su padre y por qué no era él quien estaba explicándole todo aquello?

—No has respondido a mis preguntas —dijo ella—. ¿Quién eres y por qué me trajiste aquí?

—Acuéstate y quédate quieta. Necesitas mucho reposo. Estuviste a punto de morir. Ya podremos hablar cuando estés más fuerte.

—Ya me siento lo suficientemente fuerte —insistió Daisy, pero él no le hizo caso.

—¿Te sientes bien? —preguntó.

El hombre no le estaba hablando a ella. Se dirigía a alguien que estaba en la litera de arriba. Debía de tratarse de su padre. Una oleada de alivio le recorrió el cuerpo. Por lo menos él estaba a salvo.

—Me duele como el diablo. Si alguien tenía que salir herido por causa de esa mujer deberías haber sido tú. Tú fuiste el que insistió en traerla aquí.

Aquella no era la voz de su padre. Daisy sintió que la tensión la atenazaba nuevamente.

—¿A quién le hablas? —preguntó Daisy.

—A mi hermano.

Estaba allí con dos hombres, uno de los cuales estaba herido. El dolor que sentía ahora en la cabeza era tan intenso que prácticamente no podía enfocar la mirada. No podía pensar. No entendía nada. Solo deseaba que llegara su padre.

—¿Qué ha querido decir con eso de que le dispararon por culpa de una mujer? —preguntó Daisy—. ¿Se refiere a mí?

Un hombre joven descolgó la cabeza por el borde de la cama de arriba.

—¿De quién más podría estar hablando? ¿Acaso ves a más mujeres por aquí?

Daisy lo contempló sin poder creerlo. Aunque lo estuviera mirando cabeza abajo, sin duda era el hombre más bello que había visto en su vida, un Adonis. Era imposible que fuera el hermano del hombre de pies enormes. No se parecían en nada.

—¿Quién te disparó? —preguntó Daisy.

—No lo sé, no se presentó, pero te estaba apuntando con una pistola cuando me desperté.

—¿Cuando te despertaste? —Daisy estaba completamente perpleja—. ¿Dónde sucedió eso? ¿Cuándo? —Volvió a sentirse mareada—. No entiendo, no entiendo nada.

—Ayúdame a bajar —le dijo Adonis a Pies Grandes—. No puedo hablar con la cabeza colgando.

—Mi hermano y yo te encontramos con una herida de bala en la cabeza —dijo Pies Grandes, mientras ayudaba a su hermano a acomodarse en la silla que estaba al lado de la mesa—. No sabíamos adónde llevarte, por eso te trajimos con nosotros.

Adonis miró a su hermano con extrañeza, mientras se arropaba bien con las mantas.

—¿Te has vuelto loco? La encontramos…

—Perdida en las montañas —lo interrumpió Pies Grandes—. No pudiste contestar nuestras preguntas. Al poco rato te desmayaste.

Daisy se dio cuenta de que el hombre grande no quería que Adonis le contara algo. Algo los había delatado, tal vez una mirada o un gesto. Sintió una punzada de miedo en el estómago. ¿Qué era lo que no querían decirle?

Pies Grandes se movió y fue a un lugar donde ella no podía verlo. Solo podía oír su voz. No tenía un tono amenazador; era una voz muy profunda, muy tranquilizadora. Hablaba despacio, midiendo sus palabras, sin todo aquel entusiasmo y energía que desplegaba su hermano, si es que Adonis era su hermano. Simplemente, no podía creer que dos hombres tan distintos pudieran tener algún parentesco.

—¿Dónde está mi padre? —preguntó Daisy.

—No lo sabemos —contestó Pies Grandes—. Esperábamos que tú pudieras decírnoslo.

Daisy sintió que la cabeza le estallaba de dolor. Entonces recordó. Iba de regreso a casa, cuando oyó un disparo. Supuso que eran cazadores. Ese invierno habían aparecido muchos por las montañas, incluso en las tierras de su padre. Al llegar a la casa, se sorprendió al ver tres caballos amarrados ante la puerta. Su padre detestaba las visitas y hacía lo posible para que no se quedaran mucho tiempo. Sin embargo, no estaba asustada cuando dio vuelta a la esquina y se encontró cara a cara con un hombre que no conocía y que estaba saliendo de la casa. Fue en ese preciso momento cuando el dolor le explotó en la cabeza.

Le habían disparado.

Daisy casi no podía creerlo. Era incomprensible. ¿Acaso eran ladrones y ella los había sorprendido? ¿Qué le había pasado a su padre? ¿Tal vez no estaba cuando llegaron los hombres? Pero si estaba, ¿qué le habían hecho?

—¿Por qué no me llevaron a casa? —preguntó—. No es posible que me haya alejado tanto.

—Te encontramos en las montañas —repitió el hombre barbado—. No sabíamos quién eras.

—Soy Daisy Singleton. Mi padre es el dueño de un rancho entre Bernalillo y Albuquerque. Cualquiera les habría dicho eso.

—No vimos a nadie a quien pudiéramos preguntarle.

—Podrían haber preguntado en el pueblo. ¿Por qué me trajeron aquí? —Daisy se dio cuenta de que había subido el tono de voz. Estaba algo histérica, aunque luchaba por mantenerse lo más calmada que podía.

Pies Grandes se colocó otra vez donde ella podía verlo. Sus ojos marrones la miraron con la intensidad con que el águila mira a su presa.

—Yo no sé quién trató de matarte. No tenía ni idea de en qué lugar estarías segura.

—¿Quiénes son ustedes? ¿Dónde estoy? —Estaba desesperaba por obtener respuestas, tenía que darle alguna explicación a su situación, a esa terrible pesadilla.

—Yo soy Tyler Randolph —contestó el hombre de la barba, al tiempo que daba media vuelta y se dirigía a unas estanterías de las cuales comenzó a bajar varios recipientes.

—Yo soy su hermano Zac —dijo Adonis—. Estamos en la cima de una montaña, prácticamente enterrados bajo la nieve.

A ella le parecía que todo aquello era fantástico, que no podía creerlo. Pero le dolía demasiado la cabeza para tratar de entender nada. Su padre debía de estar preocupado. No podía arreglárselas sin ella. Sin embargo, no podía hacer nada. Al menos hasta que estuviera lo suficientemente fuerte como para poder irse a casa. Se negaba a creer que le hubiese pasado algo a su padre. Era severo, a veces difícil de querer, pero era lo único que tenía.

—Tienes que mandarle un mensaje a mi padre. Debe de estar tremendamente angustiado.

—No podemos ir a ninguna parte —dijo Tyler, que seguía concentrado en la tarea que había comenzado—. Hay una gran ventisca.

—Eso es absurdo. Aquí nunca hay ventiscas.

—Estás casi tres mil metros por encima de tu casa —explicó Tyler—. Afuera hay más de un metro de nieve y cada vez está cayendo más.

—¿Estaba nevando cuando me encontraron?

—No, pero comenzó poco después. No podíamos deambular por ahí buscando a gente que no conocemos para averiguar quién eras. Con esa herida que tienes en la cabeza, no hubieras sobrevivido ni un día.

Daisy trató de tocarse el cuero cabelludo, pero las mantas se lo impidieron.

—Quítenme estas mantas —dijo—. ¿Tengo una herida grande? ¿Sangré mucho?

—Como un cerdo empalado —le informó Zac—. Tenías el pelo cubierto de sangre. Por lo menos la parte que no está quemada.

—¡Quemada! —gritó Daisy—. ¿Qué quieres decir con que tengo el pelo quemado? —Instintivamente, trató de tocarse la cabeza para comprobar si semejante calamidad era verdad, pero tenía los brazos apretados contra el cuerpo. Intentó zafarse de las mantas, pero lo único que logró fue provocar un dolor que casi la hizo desmayarse.

—No es necesario que te agites de esa manera —dijo Zac—. El pelo que se quemó ya lo has perdido, no lo puedes recuperar.

—¡Suéltenme, por favor! ¡Por favor!

—Es necesario que permanezcas envuelta en la manta hasta que la cabaña esté caliente del todo —dijo Tyler, que la observaba desde la estufa, con una expresión de preocupación en los ojos. La barba ocultaba cualquier otra cosa que estuviera sintiendo.

—Debes descansar —aconsejó Zac—, Tyler está haciendo la cena. Debes de tener mucha hambre. Tratamos de darte de comer, pero dejabas que los alimentos se te escurrieran por la barbilla. Tyler tuvo que limpiarte la cara no sé cuántas veces.

Daisy no entendía por qué había pensado que Zac era maravilloso. Era el hombre más desconsiderado y sin corazón que había conocido.

La miró con ojos escrutadores.

—Si yo fuera tú, no tendría prisa de mirarme al espejo. Es posible que te deprimas. Creo que para nadie es agradable recuperarse de un tiro en la cabeza.

Daisy refunfuñó.

—El pelo volverá a crecer —dijo Zac para animarla—. En no demasiado tiempo, nadie sabrá lo que te pasó.

Daisy sintió que se iba a morir de la rabia que la invadía. Aunque primero quería darle un puñetazo en la cara a aquel hombre sin corazón que hablaba de lo que le había pasado como si no tuviera importancia.

—Déjenme salir —protestó—. Tengo que levantarme.

—Puede tener los brazos por fuera —le dijo Tyler a Zac—, pero debe permanecer en cama.

—Puede hablarme a mí —dijo Daisy, casi gritándole—. Son mis brazos.

—No estás en tus cabales —dijo Zac—, no sabrías qué hacer con ellos.

—Le podría dar un puñetazo en la cara.

—¿Ves? Te dije que no estabas bien de la cabeza. ¿Por qué querrías golpearme, después de dormir contigo anoche?

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