Daddy

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Espera desde hace más de una hora. Soëft ha hecho algo muy hábil: ha encontrado un teléfono en casa de un industrial retirado que ocupa el departamento de arriba, de modo que puede, al mismo tiempo, montar la guardia y hacer sus llamadas. De Tulle, en un número indicado por Henri Lafont, acaba precisamente de recibir unas informaciones sobre el lugar en que se oculta el Niño, en casa de un tal doctor Nadal… Aparte de esto, no ocurre nada. Los hombres de Lafont continúan vigilando a distancia la casa del médico; no han notado nada en particular, no han visto salir al niño después de su regreso a casa un poco antes de la caída de la noche (no, no han visto al guardaespaldas español, al hombre del fusil; en el fondo, a fuerza de no verle y sin tener la más mínima identificación, no están seguros de su existencia; «le habríamos visto»).

Gregor Laemmle piensa en el Niño. Evidentemente. Por primera vez desde hace quince meses, se entrega al gozo de esa evocación; lo mismo que un opiómano, después de haberse liberado voluntariamente, recae en su servidumbre. «Sin duda debe haber crecido, quizás está un poco cambiado, pero su voz no ha podido mudar todavía, y es probable que tenga más seguridad, más confianza en sí mismo, más firmeza en la opinión; pero, a Dios gracias, sigue estando en la edad de las maravillas, en esa edad en que ya no se es un niño y todavía no se ha llegado a adulto, y sin duda alguna sigue siendo el pequeño monstruo, la quintaesencia…».

—¿Señor?

(Es la voz murmurante de Soëft, que desciende del piso superior).

—¿Sí, Soëft?

»Me sorprendería que el pequeño monstruo no haya advertido a los espías de Lafont alrededor de la casa del doctor Nadal. Sobre todo después de recibir mi mensaje, que evidentemente ha identificado. Por lo tanto, sabe que ha sido descubierto. Partamos del supuesto de que ha divisado a los espías.

Los ha visto y ha notado que no atacaban (cuando los hombres de Lafont son, al parecer, lo bastante numerosos para tomar al asalto la casa del doctor Nadal). Y ha llegado a la conclusión de que, si el ataque no se producía, es porque esperan a alguien para iniciarlo. ¿Esperan a quién? Al imbécil rubio, no hace falta decirlo. Por consiguiente, el Niño sabe que el buen Jurgen irá a Tulle para dirigir la ofensiva, y sabe también (como yo mismo, dicho sea de paso) que, en todo el ejército alemán, en los tiempos que corren, sólo el buen Jurgen se interesa realmente en su captura; los ejércitos de Adolf tienen otros problemas más urgentes que resolver. Partiendo de ahí, ¿qué jugada va a inventar?

»La primera consiste en largarse cuanto antes, en deslizarse diestramente entre las mallas de la red tendida por los hombres de Lafont, y en encontrar en alguna parte un nuevo refugio.

»Eso es tal vez lo que está haciendo en este mismo momento. Y entonces habrá dejado tras él a esas personas que le han albergado, sacrificándolas lo mismo que sacrificó al americano. Porque no ignora que el buen Jurgen descargará su cólera sobre ellos, y les reducirá a carne de salchicha.

»En esta hipótesis, podemos admitir que en la hora en que lo pienso, sentado incómodamente en el peldaño de una escalera, el pequeño monstruo está recorriendo a toda prisa el monte bajo de Corrèze con la única idea de poner la mayor distancia posible entre Jurgen y él.

»Pero es extraño: yo no lo creo. Conozco demasiado a mi pequeño monstruo. Habrá encontrado otra cosa más finamente jugada y sobre todo más decisiva (porque, dicho sea entre nosotros, correr a pierna suelta no es precisamente un truco de los más sutiles).

»Sí, otra cosa, pero ¿qué?».

Pausa. Gregor Laemmle reflexiona. Y la idea le asalta, apremiantemente.

«Maldita sea, ¡sería capaz de hacerlo!».

La conclusión en que desemboca Gregor Laemmle es realmente sorprendente: ¡imagina de repente que el Niño, en lugar de huir, va a dirigirse directamente hacia el enemigo, es decir, hacia Jurgen Hess!

—¿Soëft?

—¿Sí, señor?

—¿Adónde debe dirigirse Hess, después de su llegada a Tulle?

—A la sede de la Gestapo local, es decir, al Hôtel Moderne.

—Gracias, Soëft.

»Reflexiona, Gregor Laemmle. El Niño es muy capaz de tener esa idea asombrosa. ¿Por qué no? Seguro que va con él ese tirador de primera clase, dispuesto a meter una bala en el ojo derecho (o en el izquierdo, según se lo exijan) a tres o cuatrocientos metros de distancia. Esto puede parecer una locura, pero no lo es, sobre todo cuando se conoce al pequeño monstruo…

»Qué extraño es: creo profundamente que tengo razón. Mi convicción ya está hecha. Dicho de otro modo, sé dónde está el Niño, y dónde estará lógicamente en las próximas horas —necesita un tiempo para ir, tal vez a pie, desde la casa del doctor Nadal a la caída de la noche (para evitar ser visto por los espías) y llegará a Tulle en, digamos, dos o tres horas.

»Y, forzosamente, tomará posiciones en el único lugar posible: en algún tejado, frente a la entrada del Hôtel Moderne. Teniendo a su lado al español del fusil de visor telescópico, a quien le designará el blanco.

»Tú sabes, Gregor, dónde está, o al menos dónde va a estar. La decisión es tuya. Tienes dos horas para decidirlo».

Ensancha sus ojos amarillos, invadido por una fiebre deliciosamente angustiada. Hasta el punto que la voz susurrante de Soëft debe repetir dos veces su llamada:

—¿Señor?

—¿Sí, Soëft?

—Ya llega. Helo ahí.

La luz se enciende en el hueco de la escalera. Gregor Laemmle se queda casi deslumbrado al salir de esa larga espera en la oscuridad. Hay alguien en la escalera; su paso rápido, el paso de un hombre en plena forma física: ¡a fe que sube los escalones de dos en dos!

Jurgen Hess se inmoviliza al descubrir a Gregor Laemmle.

—¿Qué hace usted aquí?

—Le esperaba, mi buen Jurgen.

Hess va vestido con el uniforme negro de la SS, y lleva algo que aparece, ante los ojos muy poco experimentados de Gregor Laemmle, como la Cruz de Hierro, ¡o algún cachivache de ese género! ¡El buen Jurgen es un héroe, Dios me perdone!

—Quería hablarle, Jurgen.

—Le creía en Italia —dice Hess.

—Estoy en París sólo de paso. ¿Puedo entrar?

Hess acaba de abrir la puerta del apartamento (que le ha prestado, según los informes recogidos por Soëft, otro hombre que combate fogosamente con los cosacos). Gregor Laemmle entra detrás de él.

—Tengo poco tiempo —dice Hess—. Me marcho dentro de unos minutos. Y no veo de qué podemos hablar.

Está quitándose ya la guerrera y se dispone a cambiarse.

—Del Niño —dice Gregor Laemmle—. Podríamos hablar del Niño.

La mirada azul de Hess le observa, mientras se despoja de su camisa y luego de su camiseta reglamentaria. «¿Va a quedarse desnudo delante de mí?».

—¿De qué niño?

—Siempre del mismo, mi buen Jurgen. El que usted estuvo a punto de atrapar en noviembre de hace dos años, pero que se escapó cubriéndole de ridículo. El que usted ha sabido esta noche que se encontraba en Corrèze, en casa de un tal doctor Nadal. El que usted va a intentar capturar de nuevo, tomando dentro de una hora y cuarenta minutos, aproximadamente, un avión militar que le llevará a Limoges. Lo que le situará a usted en los alrededores de Tulle a las dos o las tres de la madrugada.

El rostro (bastante bello, a fe mía) de Hess no se mueve en absoluto. «Ha adquirido consistencia en estos últimos tiempos, sin duda porque ha estado de soldado en las estepas. Ha cambiado; es más duro, más maduro… y probablemente tan idiota como antes, si no más».

—¿Cómo sabe usted todo eso? —responde inevitablemente Jurgen Hess.

—Escucho en las puertas.

«¡De verdad que se queda desnudo delante de mí! ¡Voy a ver a Jurgen totalmente desnudo! Sería como pasmarme ante el cuerpo de un hombre —lo que no es el caso—, y como si me sintiese muy excitado». Pisando los talones de Hess desnudo, Gregor Laemmle entra en el cuarto de baño.

—Déjeme en paz, Laemmle.

—¿Puedo recordarle que tengo un grado superior al suyo? Le autorizo a llamarme mein führer, pero sin excesiva familiaridad, por favor.

El cuarto de baño es de lo más vulgar. Pintado con un mísero color verde Nilo (la pintura, además, está desconchada), contiene una bañera de dudosa limpieza, uno de esos horribles bidets franceses y un asiento de tapadera. Además, colgado de la pared, todo un juego de halteras y de ridículas cosas de goma que hay que estirar en todos los sentidos para engordar los músculos.

—¿Hace usted deporte, Jurgen? Lo ignoraba. Qué idea más extraña.

—Déjeme en paz o le echo fuera yo mismo —dice Jurgen Hess, manipulando los grifos de la bañera. (Es evidente que se dispone a tomar un baño de agua fría… ¡De agua fría, imagínense! ¡Este hombre está loco!).

—No creo que atrape usted al Niño —dice Gregor Laemmle—. No sin mi ayuda, en todo caso. El descenso que va usted a hacer a casa del doctor Nadal… ¿es realmente lo que se dice un descenso?…, ese descenso no servirá de nada. Degollará usted a ocho o diez personas, pero el Niño hace horas que ya no está allí.

Silencio. Y al mismo tiempo que el agua corre a gruesos borbotones en la bañera, el musculoso cuerpo del hombre que Gregor Laemmle tiene ante sus ojos experimenta una crispación muy leve…

«Le he enganchado».

—Reflexione, pues, mi buen Jurgen. ¿Ha encontrado usted alguna vez al Niño sin mi ayuda? Nunca. Siempre he tenido que ayudarle.

—Yo sé muy bien donde está esa pequeña basura.

Hess se vuelve, y un gran malestar invade a Gregor Laemmle. «Podría pasar que le viese desnudo de espaldas, ¡pero de frente! Estoy desconcertado; siempre he sido un puritano, es el verdadero fondo de mi naturaleza».

Sonríe a Hess.

—Usted sabe dónde estaba, pero ignora dónde está ahora.

—¿Y usted lo sabe?

—Absolutamente. Sé dónde estará dentro de dos horas. Jurgen, debería entrar usted en su baño, antes de que el agua se caliente.

«Esta promiscuidad me molesta horriblemente; casi estoy enrojeciendo. ¡De veras que soy extraño!».

—Reflexione, Jurgen. ¿Qué hará usted después de haber despachurrado al doctor Nadal y a todos los suyos? ¿Asaltar todo Corrèze a sangre y fuego haciendo acudir desde Burdeos a su división Das Reich? Ni siquiera con una división atrapará usted al Niño. Hace quince meses le cercó con doscientos hombres y, sin embargo, se le escapó. Se le escapará una vez más.

Hess se decide a entrar en su baño, se sienta en el agua fría (Gregor Laemmle se estremece) y pregunta:

—Según usted, ¿dónde estaría?

—Creo —dice Gregor Laemmle, dejando caer la haltera sobre la cabeza rubia—, creo que le espera en Tulle, frente al Hôtel Moderne, con un español provisto de un fusil con visor telescópico. Y luego, después de haberle matado, vendrá a matarme a mí, en el Schwarzwald de mi infancia, bajo los bellos abetos de Baden-Wurtemberg.

Golpea por segunda vez (con una torpeza de la que es absolutamente consciente) y el agua de la bañera enrojece un poco más. Pero la pesa se le escapa en el segundo mismo en que Jurgen Hess, que aparentemente no ha muerto todavía, vuelve hacia él un rostro estupefacto. «Me sirvo de esta cosa como lo haría una mujer, pero la verdad es que no he dado ni el menor puñetazo en mi vida; tengo excusas…».

Arranca de la pared otra haltera, más pesada ahora, y los resultados del tercer golpe son visiblemente superiores: la pared craneana se hunde y el agua del baño se vuelve roja.

Golpea cinco o seis veces seguidas y reduce al estado de pulpa el cráneo de Jurgen Hess. «Creía que tenía la cabeza más dura». Examinando la haltera, comprueba que pesa cinco kilos: «Todo se explica».

La cabeza le da vueltas, se siente extraño.

Adivina una presencia detrás de él. Se vuelve y descubre a Soëft, que permanece en el umbral del cuarto de baño, sosteniendo en la mano su arma provista de un silenciador.

—Habría debido dejar que lo hiciese yo —dice Soëft.

—Hay cosas en la vida que necesita hacerlas uno mismo —responde Gregor Laemmle.

Soëft se acerca a él, le quita la haltera de las manos y la deposita sobre las baldosas.

—Ahora tenemos que irnos, señor.

Gregor Laemmle se esfuerza en mirar por última vez la bañera.

—¿Está usted seguro de que ha muerto?

—Seguro —dice Soëft.

Que le lleva consigo y le hace franquear la puerta del descansillo. Y que cierra ésta con llave. Luego hace que Gregor Laemmle descienda los tres pisos.

Están en la calle de Lisbonne y caminan sin prisa. Soëft le sujeta del brazo como si estuviera ciego o afectado de delicuescencia mental, «lo cual en cierta manera es cierto; me siento realmente muy raro…».

—Es la primera vez que mato a alguien, Soëft. Quiero decir con mis propias manos.

—Valdría más que esperase un poco para hablar —advierte Soëft.

—Es verdad. Perdóneme, Soëft.

Llegan ambos al Rolls-Royce, que está estacionado bajo un porche, y suben a él. Soëft se coloca al volante, y Laemmle detrás.

—Debería beber usted alguna cosa, señor. Hay chartreuse en el bar de enfrente.

El coche arranca y se va.

—Es la primera vez que mato a alguien yo mismo, Soëft. La impresión es extraña. No agradable, pero tampoco desagradable. Siento una especie de estupefacción. ¿Ocurre siempre así? ¿Qué siente usted mismo cuando mata a alguien?

—Indiferencia, señor.

En la esquina del bulevar Haussman y de la calle del Faubourg-Saint-Honoré, un cuarteto heteróclito les hace signos para que se detengan. Es un control: está constituido por dos agentes de la policía francesa y dos feldgendarmes alemanes cuya placa metálica les golpea el pecho. Soëft muestra los documentos y habla en alemán; los feldgendarmes saludan y el Rolls reanuda su marcha por las desiertas calles de París.

—Deténgase en cualquier parte donde haya hierba, Soëft. Me parece que voy a vomitar.

Thomas está ahora en Tulle. Avanza con infinitas precauciones. Tan pronto va de prisa, cuando se trata de cruzar una calle, como se desliza. La exaltación, casi la fiebre que le han llevado hasta la ciudad, han remitido. Ahora se siente extrañamente tranquilo y frío, y eso es mejor. Roza las fachadas y contornea las plazas.

No tiene ni idea de dónde está Miquel; en absoluto. No debe de estar muy lejos. Le sigue, eso es seguro.

Este Miquel es una sombra. No, ni siquiera eso: una sombra se ve…

Ha llegado, según él, a unos doscientos metros del Hôtel Moderne cuando, por primera vez, el instinto de rata le alerta un poco: un coche está estacionado junto a la acera, con todas las luces apagadas: es un tracción delantera negro. De acuerdo, es normal que haya un coche detenido al borde de una acera en una ciudad, pero éste no le gusta, eso es todo. En primer lugar, está delante de una mercería, ¿y dónde has visto tú a un mercero en un tracción delantera?

Prefiere dar un rodeo. Es una lástima, porque ya casi tenía a la vista el Hôtel Moderne, pero tanto peor. Se adentra a la derecha por una callejuela muy oscura. No hace ningún ruido al caminar (ni siquiera él oye sus pasos) y, por si acaso, se ha quitado los zapatos y se los ha colgado del cuello por los cordones; camina en calcetines. «¡Si tía Mayo me viese, me mataba!».

La callejuela se prolonga a lo largo de unos veinte metros; girará a la izquierda en el próximo cruce y proseguirá su camino.

Se para en seco, pegado a la fachada, con sus pupilas grises escrutando la noche: acaba de oír un carraspeo a su izquierda, y por lo tanto en la calle que iba a tomar.

Hay alguien.

Y su extraordinaria desconfianza relaciona en un segundo los dos hechos: la presencia de un coche donde no debía estar y la presencia de alguien en la calle siguiente. «Es como si hubiesen previsto que vendrías, Thomas…».

De acuerdo, va a comprobarlo.

Cambia de acera, pasa rozando las paredes, confundiéndose con la sombra; progresa hacia una silueta extraña que sólo identifica cuando está a diez metros de ella: un carrito de mano. Sólo allí se vuelve y orienta sus prismáticos. Al principio, no ve nada; «eso tal vez venía de alguna habitación que da a la calle, o quizás es imaginación tuya»; y después, a fuerza de escrutar todos los alineamientos, acaba viendo algo: la punta de un zapato que asoma. Sin duda hay ahí un hombre que no fuma, que no mueve las manos ni los pies, que espera oculto.

Está bien.

Durante los veinte minutos siguientes, inspecciona otras cuatro calles. En cada una hay un hombre que le obstruye el camino.

Está bien.

Thomas camina por Tulle, y se da perfecta cuenta de que está rodeando el Hôtel Moderne, de que pasa a lo largo sin acercarse nunca a él. «Pero ¿qué puedes hacer? ¡Están custodiando ese maldito hotel! No le vigilan contra los maquis —entonces habrían puesto más de un hombre en cada calle—, sino contra otra cosa. No es posible que lo custodien contra ti, eso no es lógico. ¿Cómo habrían sabido que yo iba a venir? Hace cuatro horas, ni tú mismo lo sabías».

En otras cuatro calles ocurre lo mismo: también allí hay hombres. En general, están bastante bien ocultos, pero no siempre: ve a dos que están ostensiblemente en medio de la calle, como si estuviesen decididos a pasar la noche allí, tomando el aire… Pero ya es medianoche; no es una hora para pasearse, y además, con todos los policías franceses y los soldados alemanes que hay en la ciudad, está bien claro que esos individuos tiene unos Ausweis, unos documentos para tener derecho a estar en la calle.

«No sé qué hacer.

»Y hace no sé cuánto tiempo que no he visto a Miquel».

Llega a otra calle y, al final de la misma, divisa al fin el Hôtel Moderne. No la fachada, sino más bien la entrada de servicio; están iluminadas dos ventanas y hay un centinela que es un verdadero soldado, con su metralleta cruzada sobre el vientre y su casco y sus botas. Todo lo más, Thomas está a cien metros de él. «Es lo más cerca que he llegado, pero no puedo acercarme más». Hace esta comprobación con una cólera extrañamente intensa; está rabioso contra esos tipos plantados en todas partes como árboles.

Y contra Miquel, que es decididamente demasiado invisible.

Y contra sí mismo, que no logra encontrar una solución y que, sin embargo, se niega a abandonar… Eso nunca, tampoco. De pronto, un recuerdo le invade. Está en un hotel de Suiza con Ella; acaban de jugar dos partidas de ajedrez en un salón. Un hombre les ha mirado: un hombre pequeño, calvo, enjuto, de ojos negros y nariz algo ganchuda, con los hombros como si tuviese miedo de que le pegasen; el hombre pregunta si puede jugar «contra el niño»; Ella, que normalmente, cuando un extraño quiere mezclarse en sus asuntos, le envía al diablo con una sola mirada, ahora dice que sí —¿por qué no?—, siempre que mi hijo esté de acuerdo. Él, Thomas, juega, pues, con el hombrecito, y en las horas que siguen (hasta tres horas) casi se vuelve loco, con la misma rabia que esta noche; porque el hombrecito juega de una manera terriblemente desconcertante: no ataca nunca, está agazapado en su defensa, como un auténtico erizo; no sabe por dónde cogerle. Ni siquiera los cambios le hacen moverse; no pierde un peón sin tomar otro él mismo y siempre se repliega sin cesar. No trata de ganar (y esto es lo incomprensible; ¿de qué sirve jugar al ajedrez si no es para ganar?). Thomas siente unas auténticas ganas de tirarle las piezas a la cara. Se pone nervioso, ya no oye el mecanismo en su cabeza, se arriesga, ataca como un loco y…, naturalmente, el hombrecito aprovecha la ocasión y, ¡paf!, le da mate en cuatro jugadas. Thomas ha estado enfurruñado durante toda la cena, pero al final ha comprendido que el hombrecito y Ella eran cómplices desde el principio. Ella ha hecho que le diesen una lección terriblemente humillante. Y, sin embargo, Ella le sonreía con tanta ternura que le daban ganas de gritar. Ella le pedía perdón: «¡Oh, mi amor, mi vida! No tengo otro medio de enseñarte. Dispongo de muy poco tiempo para prepararte, y algunas noches me avergüenza enseñarte como lo estoy haciendo. Estoy aterrorizada…». Y él no comprendía del todo lo que Ella quería decir, no comprendía todo lo que aquello podría ser, pero la amaba.

Thomas escucha los ruidos de la ciudad de Tulle. Tal vez Jurgen Hess está ya en el Hôtel Moderne, o tal vez no. De todos modos, si cualquier coche circulase por la puerta del Hôtel Moderne, fuese para partir, fuese para llegar allí, él lo oiría. Pero no oye nada; hay un silencio realmente extraordinario en todas estas calles.

Echa a andar una vez más para buscar un paso, «como testarudo sí que lo soy, pero si creen que me voy a poner nervioso y que voy a atacar como un loco, se equivocan totalmente; ¡por una vez, esto marcha! Como atacar, atacaré, pero eso me llevará el tiempo que haga falta. No hay duda de que voy a matar a Hess, y después iré a matar al Hombre de los Ojos Amarillos. No pierdo nada con esperar. Si hoy tuviese que jugar con el hombrecito encogido, quizá me llevaría ciento cuarenta horas, pero le ganaría».

Hace un intento por la última calle que le queda.

Hay otro individuo.

… Y se ve obligado a volver rápidamente atrás, hasta esconderse en la esquina de la casa del cruce. Porque miraba en su dirección. «Maldita sea, ¡ha estado a punto de verme! ¡Cómo si supiese que yo estaba aquí!».

Se bate en retirada, con la mochila en la espalda y sosteniendo los zapatos en una mano para que no entrechoquen. No es posible hacer menos ruido que yo. Vuelve a pasar por las calles que ya ha recorrido, rehaciendo en sentido inverso el camino que antes ha hecho y trazando siempre un ancho círculo alrededor del Hôtel Moderne.

El instinto de rata da la alerta por primera vez, con bastante más intensidad que cuando ha descubierto al tracción delantera. No es el timbre de un teléfono lo que le alarma tanto (aunque no sea demasiado normal oír un teléfono en medio de la noche, a las doce y treinta). No, es otra cosa. En primer lugar, el hecho de que el timbre provenga de una casa ante la cual ya ha pasado, donde hay una placa que dice Compañía de Seguros y que más bien tiene el aire de contener únicamente oficinas…

Y luego, y sobre todo, el hecho de que el timbre se detenga: se detiene bruscamente. ¡Como si alguien lo hubiese descolgado!

Inmediatamente, la imagen se forma en la mente de Thomas: un hombre al acecho, en pie detrás de la ventana, vigilando cada uno de sus pasos. «En total, he visto nueve hombres que me cerraban las calles, sin contar al que estaba agachado en el coche de tracción delantera. Pero acaso son bastante más numerosos y se llaman unos a otros para indicar dónde estoy».

Escapa en un segundo, «¡lárgate!», y corre unas docenas de metros. Justo el tiempo para que el mecanismo le ordene que deje de hacer el imbécil: «¿Pierdes el control, o qué? ¿Vas a correr como un loco y echarte en sus brazos? ¡Calma, maldita sea!».

Se inmoviliza.

¿DÓNDE ESTÁ MIQUEL? ¿DÓNDE ESTÁ?

¿Y si le hubiesen cogido, si le hubiesen echado el guante sin hacer ruido, sin que él, Thomas, se diese cuenta de nada? Y él creería que Miquel sigue detrás de él, invisible, «pero en realidad ya no estaría allí; estaría yo solo…, con ese montón de individuos a punto de cercarme.

»Tengo un poco de miedo. No mucho, pero un poco sí. No es muy agradable este silencio en las calles desiertas».

Se pega al hueco de una puerta, que se esfuerza en abrir, pero sin conseguirlo: está cerrada con llave. Justo enfrente de él, al otro lado de la calle —«¡es lo único que me faltaba para animarme!»—, ve un establecimiento con un letrero: Pompas fúnebres. Es muy oscuro en su interior, de terciopelo negro, pero hay una corona en el escaparate.

Y aquello sucede y le pone el corazón en la boca: Thomas descubre de pronto un resplandor de luz amarilla; un hombre acaba de encender una cerilla, y detrás de la llama se dibuja un rostro como el de un fantasma, con unas sombras muy grandes alrededor de los ojos, una auténtica calavera. Y el hombre se adelanta, da algunos pasos y se pega contra el cristal de la puerta. Procura expresamente estar bien a la vista, mira fijamente a Thomas con unos ojos sin expresión, sin un gesto, durante todo el tiempo que arde la cerilla. Incluso después que ésta se ha apagado, no se mueve.

«Quiere asustarte, eso es todo».

Thomas se despega del hueco de la puerta y entra, no a la derecha, hacia esa calle en donde ha sonado el timbre del teléfono, sino en el otro sentido.

Se esfuerza en no correr, obedece al mecanismo, que no cesa de repetirle que el hombre del establecimiento de pompas fúnebres sólo ha querido meterle miedo.

De acuerdo, de acuerdo —explica Thomas al mecanismo—; tal vez sólo trata de hacerlo, ¡pero lo consigue!

Anda veinte metros, y he aquí que oye detrás de él un ruido de llave que gira en una cerradura e, inmediatamente después, el delicado rumor de una puerta que se abre muy lentamente.

«No te vuelvas!».

Pero se vuelve y descubre en la acera al hombre, con su abrigo de cuero negro y su sombrero de fieltro, con las manos en los bolsillos, impasible.

Thomas se aleja a reculones —«no corras»—, llega a otro cruce, quiere volver a su derecha…

Otro hombre. De pie, como el primero, en medio de la calle vacía, con las manos también en los bolsillos de su abrigo negro; parece que no tiene rostro. Es enormemente angustioso.

Thomas no gira a la derecha. Quiere continuar directamente. «No corras».

Un tercer hombre se separa de una fachada. (Igual por el rostro que no se ve, igual por sus manos en el bolsillo e igual también por esa manera realmente desconcertante de no moverse casi, de esperar…).

¿A la izquierda, entonces?

La calle de la izquierda está vacía. Se adentra en ella, abriendo mucho la boca para respirar un poco mejor, porque su corazón late muy de prisa y se ahoga como si hubiese corrido unos kilómetros. «Hace un momento tenía un poco de miedo; ahora es peor. No tengo todavía demasiado miedo, pero es evidente que tengo más miedo que hace un minuto».

Unos ruidos detrás de él. «Está bien, ¿tienes ganas de volverte? Entonces vuélvete, pero tranquilamente. Demuéstrales que no les tienes miedo…».

Se vuelve: los tres hombres se han puesto en marcha y avanzan detrás de él, uno por cada acera y el tercero por el centro de la calzada; no se miran, sólo observan a Thomas, con sus malditos rostros invisibles bajo los sombreros de fieltro gris y con las manos en los bolsillos.

Thomas gira sobre sí mismo y mira una vez más. Llega a un cruce y, naturalmente, ellos están allí: otros dos hombres idénticos a los primeros, el uno en la calle de la izquierda, el otro en la de la derecha. «Inmóviles, pero tú sabes que ellos también van a seguirte.

»Están a punto de abatirte como a una pieza de caza. ¡Oh, Dios mío, Miquel!».

Pero inmediatamente el mecanismo corrige: «Realmente no estaría mal que Miquel se mostrase ahora, pero ¿de qué serviría eso? ¿Crees que podría matarlos a todos? Ni siquiera sabes cuántos son los que te persiguen; y, si Miquel comenzase a disparar, despertaría a toda la ciudad, y pronto acudirían miles de soldados». «/No, quédate donde estás, Miquel! ¡No te descubras!».

Desemboca en una plaza con árboles y la reconoce: es la plaza de Sovillac, con sus balcones, sus farolas y su luz lívida.

Con la terraza del café Tivoli, cuyas mesas y sillas han sido recogidas durante la noche; pero no todas: han sacado tres o cuatro y las han instalado.

Y hay hombres sentados a las mesas y en esas sillas. Miran a Thomas, pero ni uno se mueve, ni uno. «¿Y si me detuviese yo también? Y si me negase a dar un solo paso, ¿qué es lo que harían?».

«¿Es que tengo miedo?».

Se ha detenido algún tiempo al desembocar en la plaza. Echa una ojeada a su alrededor y también detrás de él: los tres hombres, treinta metros más atrás, se han detenido igualmente y esperan.

Thomas entra en la plaza y comienza a cruzarla. Capta los movimientos de las siluetas, casi unas sombras. Algo se mueve por todas partes: hombres con abrigo negro surgen de una de las calles que desembocan en la plaza, inmovilizándose en cuanto llegan a sus accesos.

Todo está bloqueado.

Ni una sola calle queda abierta.

Thomas jadea con el terrible esfuerzo que hace para no comenzar a gritar y a correr. Para no llorar tampoco. «Me he dejado coger estúpidamente».

Vuelve la cabeza y mira en dirección a los tres o cuatro hombres sentados en la terraza del Tivoli. Y he aquí que uno de ellos se mueve al fin. Levanta una mano, apunta con el índice y le indica una dirección: la de la estación.

«Voy a sentarme en el suelo, y tanto peor. ¡Que hagan lo que quieran! Esto no es justo; sólo soy un niño. ¿Qué es lo que puedo hacer?».

Unas lágrimas ascienden a sus ojos, pero el mecanismo se lo reprocha en seguida: le remite a la rabia y al odio, le recuerda la Cosa y la cochina sonrisa del Hombre de los Ojos Amarillos.

El que forzosamente ha organizado todo esto. Forzosamente. ¿Quién otro, si no?

Se pone de nuevo en marcha hacia la estación. Ésta está iluminada. Entra en la sala donde se venden los billetes y, aunque no debía estar allí a aquellas horas de la noche, hay un empleado detrás del mostrador. El empleado, que es muy viejo y tiene los cabellos blancos, le mira con un aire extraño, como si sintiese compasión; pero no dice nada. Thomas cruza la sala y pasa al andén. Todavía tiene una pequeña, muy pequeña esperanza: poder franquear los raíles, pasar al otro lado, escurrirse, correr, desaparecer en la noche.

¡Pero ni hablar de eso! Ellos también están allí, dos hombres con abrigo negro y las manos en los bolsillos, apoyados contra la pared del edificio de enfrente, al otro lado de la vía.

Muy bien, de acuerdo.

Thomas vuelve a entrar en la sala, en cuyo mostrador continúa el empleado.

—Tengo algo para ti, pequeño —dice el empleado con su aire triste.

Coge algo de debajo de su mostrador y se lo entrega. Es un billete de tren.

—¿Para dónde? —pregunta Thomas.

—Para Mulhouse. Y hay otra cosa.

Esta vez le entrega un sobrecito de esos que se usan para las tarjetas de visita.

—Gracias —dice Thomas.

—La sala de espera está detrás de ti. Espera allí.

Le ofrece una manta a Thomas y dice también:

—El primer tren pasará a las cinco cincuenta. Cambiarás en Clermont-Ferrand y en Lyon. También me han dado esto para ti.

Unos bocadillos de jamón y otros de queso.

—No tengo hambre —dice Thomas.

—Cógelos de todos modos. Tal vez tengas hambre esta noche. O mañana por la mañana. Y mañana por la mañana te traeré café con leche.

—Es usted muy amable, señor —dice Thomas—. Le doy las gracias por su bondad.

Va a la sala de espera, se tiende sobre un banco y se envuelve en la manta. No consigue cerrar los ojos; no hay nada que hacer. Sus ganas de llorar han pasado, han concluido de verdad; no hablemos más de ello. Pero no la rabia ni el odio; éstos están presentes más que nunca en su mente.

Está acostado de tal forma que puede volver la espalda a la puerta encristalada que da al exterior; él sabe que los hombres del abrigo negro están detrás y le miran, inmóviles como estatuas, con sus rostros invisibles. Les hace salir de su pensamiento: esos hombres no son nada, sólo unos peones, unos perros a los que les dicen lo que tienen que hacer y lo hacen; eso es todo.

Ni siquiera Hess cuenta ya. Hess no es nadie. Nadie en absoluto.

Thomas deja que asciendan las imágenes a su memoria. Por primera vez desde hace quince o dieciséis meses. Naturalmente, le hacen un daño terrible, pero las soporta, puede mirarlas sin volverse loco («o tal vez ya estoy loco»): Ella muriendo en el Hispano-Suiza. La imágenes son muy claras; no falta ni una. Las pasa y las repasa, en realidad muy fríamente.

El empleado viene a verle y pregunta:

—¿Duermes, pequeño?

—No.

—Tengo café con leche para ti; deberías tomarlo.

—En seguida. Por favor, señor. Excúseme ahora.

El empleado se va. Thomas recuerda entonces el pequeño sobre. Lo abre. Sólo contiene un pequeño trozo de cartulina blanca en el que está escrito con grandes letras: JAQUE AL REY.

De acuerdo.

«De acuerdo; ya voy, señor Gregor Laemmle. Voy a ir; no hay problema».

Unas horas más tarde, la gente comienza a entrar en la sala de espera. Son viajeros normales, cargados de equipaje, incluso de cestas y de aves vivas. Algunos hablan de «esos tipos extraños que están fuera; seguramente son de la Gestapo y esperan a alguien para detenerle; y son franceses, es una vergüenza».

Thomas come un bocadillo y después otro. No sirve de nada dejarse morir de hambre; comer unos bocadillos no disminuirá tu odio. El empleado le hace señas. Thomas se reúne con él.

—Todavía tengo tu café con leche —dice el empleado en cuanto entran en un pequeño despacho, donde hay un infiernillo—. Pero no puedo dártelo delante de todo el mundo, ¿comprendes?

—Lo comprendo muy bien, señor. Siempre recordaré su amabilidad. Y se lo agradezco una vez más.

Bebe su café con leche, que está muy caliente y muy bueno, bien azucarado, como a él le gusta. Es verdaderamente extraño: sus ganas de llorar vuelven (no demasiado intensas, felizmente), justamente a causa de la amabilidad de este empleado. «Eres realmente extraño, Thomas: sólo lloras por las pequeñas cosas, no por las grandes. Por las grandes no puedes».

—Va a haber mucha gente en el tren —dice el empleado (sólo para romper el silencio)—. Siempre hay mucha gente en los trenes, en los tiempos que corren. Me pregunto cuándo acabará esto. Y cómo.

—Me las arreglaré —dice Thomas.

—No hablaba de ti —dice el empleado—. Tú tienes un billete de primera clase y he hecho reservar tu plaza desde Toulouse. Y lo mismo desde Clermont-Ferrand y desde Lyon. Mulhouse está muy cerca de Alemania…

(Es la primera vez, como si dijéramos, que se plantea una cuestión sobre Thomas y sobre los hombres del abrigo negro, incluso sobre el viaje).

—Muy cerca —dice Thomas—. Y al otro lado de la frontera hay un lugar llamado la Selva Negra.

El empleado le contempla con un gesto de asombro. Thomas acaba su café con leche.

—Hasta la vista, señor.

Abandona el despacho, cruza la sala en donde se venden los billetes y sale de la estación. Los descubre en seguida; es fácil, puesto que no se ocultan: tres hombres con abrigo negro al lado de un coche con tracción delantera (con igual número que el que le alarmó en cuanto entró en Tulle). Los tres hombres le miran; reconoce a dos de ellos: son los que montaban la guardia cerca de la casa del doctor Nadal.

Da la vuelta y entra de nuevo en el edificio de la estación; va a ver al empleado.

—¿Podría telefonear, por favor?

Es el mismo doctor Nadal quien responde. Dice que está bien, que todo va bien (y tú sientes que no quiere hablar demasiado, que tiene cuidado con cada palabra).

Thomas dice que todo va bien también para él. No añade nada; no vale la pena.

—Adiós —dice simplemente.

El tren llega con diez minutos de retraso. El empleado tenía razón: todo está lleno, la gente se amontona. Thomas espera y aquellos hombres también, los está viendo: son cuatro, que van de dos en dos. Seguramente están ahí para vigilarle, para saber si sube o no al tren. Thomas pasea su mirada por los andenes, con mucho cuidado de no parecer que espera a alguien.

No se ve a Miquel por ninguna parte.

¿Tal vez ya está en el tren, después de plegar o desmontar su fusil, escondiéndolo en su mochila?

O quizás está oculto en algún rincón de la estación y espera también para embarcar en el último segundo.

Pero está ahí, eso es seguro. Tiene que estar ahí forzosamente.

El jefe de estación pita. Thomas sube al tren y ve a los cuatro hombres que hacen otro tanto, a su izquierda y a su derecha: «Van a seguirme».

Encuentra su departamento, con su plaza marcada. Ya hay allí cuatro personas: una pareja, con una mujer que lleva un abrigo de piel y los dedos llenos de anillos, y dos oficiales alemanes. Se sienta entre la mujer y uno de los oficiales. La mujer le pregunta si está seguro de tener derecho a viajar en primera clase. Él muestra su billete y la mira fijamente, con malignidad, y ella acaba volviendo la cabeza: se siente incómoda bajo esa mirada terriblemente fría.

Uno de los cuatro hombres de abrigo negro que han subido al mismo tiempo que él aparece y se planta en el pasillo, bien visible.

El tren avanza.

Thomas se siente lleno de una malignidad extraordinaria.

¡Seguro que Miquel está en el tren!

—Usted ya no estaba en condiciones de andar; yo le he traído —dice el Hombre de Ojos de Gerifalte, con voz tranquila.

Quattermain abre los ojos. El día amanece. La decoración es la de un aprisco de montañas y él está acostado en un catre cubierto con un colchón de paja. Hay en el aire un olor a animales y a excrementos.

—¿En dónde estamos?

—En Suiza.

Las ideas de Quattermain comienzan a ordenarse.

—Recuerdo haber caído, pero hace horas de esto. Sin duda he estado desvanecido largo tiempo.

—Es posible que yo le haya dado algo —responde Ojos de Gerifalte con una gran placidez.

Su impresionante corpulencia obtura la única respuesta. Quattermain se sienta en el catre: «Dejando aparte dos millones de agujetas y algunos vértigos, me siento admirablemente bien». Se pone en pie y vacila. Cada uno de los músculos de su cuerpo es una quemadura. Da algunos pasos y luego se dirige hacia la puerta. Ojos de Gerifalte se aparta. Quattermain sale y descubre, surgiendo de la bruma matinal, un paisaje de colinas que preceden a las montañas.

—¿En qué parte de Suiza?

—El Rhin está a su izquierda, y en la otra orilla está Licchtenstein. Por donde usted ha pasado esta noche después de haber pasado la frontera austríaca.

—¿No es verdad que he matado a dos hombres en Austria?

—Nada le detenía, señor. Era usted una fuerza en movimiento.

—¿Tengo que ocultarme forzosamente en este aprisco?

—No tiene ninguna razón para hacerlo. Es usted un americano que lleva su pasaporte en regla y al que los suizos no tienen nada que reprochar. En lo sucesivo, puede usted circular libremente.

—Si es verdad que estoy en Suiza…

—El primer pueblo está a su derecha, a tres kilómetros de este lugar en donde está usted. Se llama Sennwald. Le recomiendo el albergue que está al pie del Hoher Kasten, e incluso la ascensión hasta la cima de la montaña. Allí la vista es soberbia: se ve hasta el lago de Constanza. Cuando hace buen tiempo.

Quattermain da una veintena de pasos y, al soltarse sus músculos, sus rigideces comienzan a atenuarse.

—¿Quién le paga?

No hay respuesta. A unos centenares de metros más abajo, las brumas se desgarran lentamente y el Rhin aparece.

—Si soy un turista normal, ¿por qué me ha depositado aquí?

Silencio detrás de él. Quattermain gira sobre sí mismo: Ojos de Gerifalte está ya a sesenta metros y se aleja rápidamente, balanceando los hombros. No tarda mucho en desaparecer entre los árboles, sin haberse vuelto en ningún momento, trepando directamente por la pendiente.

Quattermain, por su parte, desciende hacia el valle. Llega a un camino, luego a una carretera y unos veinte minutos después un cartel indica «Sennwald», en efecto. Entra en la aglomeración. El albergue indicado por Ojos de Gerifalte no está todavía abierto. No se distingue nada detrás de los cristales coloreados de sus ventanas góticas. Se sienta en uno de los bancos de madera, en medio de los geranios, y poco tiempo después pasa un coche por delante de él sin detenerse.

De pronto, el coche frena bruscamente y da marcha atrás. Dos hombres bajan de él, sobriamente vestidos con trajes oscuros.

—¿El señor Quattermain? ¿El señor David Quattermain? Bienvenido a Suiza, señor. Nos alegramos de haber sido los primeros en hallarle…

Dicen que son en total más de treinta los que recorren la frontera sólo en esta región de Appenzell: «No sabíamos exactamente por qué punto iba usted a pasar, ni siquiera si iba a salir con bien de su intento. ¿Podemos felicitarle por su evasión?».

Le hacen subir al asiento trasero, y le proporcionan mantas y almohadas. Le ofrecen café, brioches, whisky.

Quattermain bebe un whisky.

—¿Y adonde vamos?

—Primero a telefonear con la noticia, señor. Después a Zurich, donde el señor Sowinski le espera.

Joe Sowinski está apostado en la entrada del Hôtel Baur-au-Lac y da un abrazo a Quattermain.

—¡Me alegro mucho de volverte a ver, Dave! ¡Lo que has hecho es fantástico!

—¿Quiénes eran esos fotógrafos que me han acorralado y ametrallado con sus máquinas?

—Todas las agencias norteamericanas e incluso británicas estaban ahí, amigo mío. Dios mío, ¿qué es lo que crees? David Quattermain en persona acaba de conseguir la más formidable evasión de esta guerra, ¿y quieres que el público no esté informado? Esto le dará una gran alegría a tu familia, Dave. Tu tío y tus primos, sobre todo Larry, están encantados, se sienten orgullosos de ti. ¿Crees que podrás dar una conferencia de prensa mañana por la mañana?

—Joe… —dice calmosamente Quattermain, tratando de cortar este diluvio.

—He reunido al mejor equipo médico de Suiza —prosigue Sowinski—. Van a examinarte y ver lo que los nazis te han hecho, cómo te han torturado y todo eso. Larry ha insistido en ello: necesitamos un informe médico que demuestre cada una de las sevicias que has sufrido. No es para reprochártelo, Dave, pero casi tienes un buen aspecto. Un poco más delgado, eso es todo.

—Lo siento —dice Quattermain.

—¡Ah! Una cuestión importante, Dave: hemos llegado a un acuerdo con los periodistas. Les hemos dado el scoop, pero a condición de que no lo utilicen hasta que nosotros les demos luz verde. Aunque haya que esperar al final de la guerra, en el caso de que algunas personas te hayan ayudado a huir de Alemania. Para no poner a esas personas en peligro. Ya ves que hemos pensado en todo. Ten en cuenta que la guerra terminará muy pronto, que estaremos en Berlín dentro de algunos meses, tal vez antes. Todas esas maletas son tuyas. He hecho traer desde Nueva York treinta de tus trajes. Para los médicos, ¿te parece bien dentro de tres horas?

—Joe…

—Hasta ahora, el único miembro de la familia que podía citar a la prensa era tu primo Jimmy, que se alistó en los Marines después de Pearl Harbour. Pero como hasta hoy no ha hecho otra cosa que organizar espectáculos en Honolulú, puedes suponer que no ha sido posible explotar su heroísmo. Mientras que tú…

—Joe, me gustaría que cerraras esa maldita boca —dice Quattermain con un tono uniforme.

Silencio. Joe Sowinski le contempla y luego mueve la cabeza:

—Comprendo. Los nervios, ¿verdad? Es lógico que te resistas un poco, después de haber pasado por las manos de los nazis.

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