Daddy

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Daddy

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Cinco, y después cuatro metros. El hombre ya sólo está a cincuenta centímetros de Quattermain cuando el cuerpo tendido se mueve de repente, con una presteza inconcebible.

—Le conozco —dice Soëft en francés.

—Eso espero —dice Quattermain.

Los labios rojos de Soëft sonríen…

—No podrá usted utilizar su arma —dice, mirando ahora el cañón del Colt 45 a un metro de su cara—. A la menor detonación, le acosarían. La ciudad está llena de soldados.

—No se me ha escapado ese detalle —responde Quattermain, que al mismo tiempo hunde hasta la empuñadura, en la garganta de Soëft, el puñal de trinchera que lleva en la mano izquierda.

El fusil con visor telescópico se escapa de las manos de lo que ya es un cadáver, resbala a lo largo del tejado, se queda un momento en equilibrio en el borde de éste y luego cae a la calle.

Quattermain ha caído de rodillas, arrastrado por su propio impulso. Deja el puñal en donde está. Aspira muy hondo, buscando desesperadamente su aliento.

«¡Lárgate de aquí!».

A pesar de la orden que le lanza su cerebro, necesita un tiempo loco sólo para incorporarse, «my God!».

«¡Lárgate! ¡El fusil va a alertar a todo el mundo, vendrán en seguida!».

Embobado, dirige su mirada hacia el puente. Laemmle y Thomas, que estaban hasta ahora frente a frente, acaban de separarse. Thomas se aleja.

«Va a volverse…».

Thomas se vuelve, pronuncia dos o tres palabras, gira de nuevo sobre sí mismo y echa a andar otra vez, con su silueta extrañamente rígida.

«¡Quattermain, lárgate, en nombre de Dios!».

Retrocede treinta metros hacia atrás, hasta la puerta que está en lo alto de la pequeña escalera de madera; pero en el momento en que va a entrar en ésta, se deja llevar por algo que es más fuerte que él: echa una última mirada en dirección al puente, sirviéndose esta vez de sus prismáticos. Thomas ha vuelto a pasar la barrera de los guardias suizos. El aumento de las lentes da perfecta cuenta de su mirada gris, formidablemente acerada. Y Thomas levanta el brazo derecho, como si saludase por última vez a Gregor Laemmle, que continúa inmóvil en la mitad exacta del puente sobre el Rhin.

Quattermain ya no ve más. Acaba de captar un ruido de pasos en la escalera. Con todos sus reflejos recobrados, sale, se aparta de la puerta, corre por los tejados, teniendo el tiempo justo de recoger sus zapatos. Detrás de él gritan. Salta por encima de una primera callejuela —sin demasiado esfuerzo; tiene una anchura de dos metros a lo sumo—, sube una pendiente, desciende por otra y esta vez falla su objetivo, agarrándose en última instancia a un canalón. Está suspendido en el aire y uno de los zapatos, que sujetaba por los cordones entre los dientes, cae al vacío y a los pies de un hombre que levanta en seguida la cabeza y le ve. Quattermain desplaza las manos y se desplaza él mismo, hasta que llega a la vertical de un balcón de madera adosado a una fachada. Suelta los dedos y se deja caer hasta dos metros más abajo. En los alrededores gritan cada vez más, pero, extrañamente, bastante lejos de él. Derriba una puerta vidriera, atraviesa una habitación, después otra, sale a un pasillo y se precipita por la primera escalera que encuentra.

Una calle. Un hombre le interpela e incluso intenta agarrarle por una manga. Él se desprende violentamente y comienza a correr.

Thomas, entre las siluetas macizas de los guardias de frontera suizos, más bien detrás de ellos, levanta el brazo y luego lo baja.

Un segundo, no más, y su índice apunta en dirección a Gregor Laemmle, que le está mirando.

Miquel comprenderá.

Da media vuelta, camina hacia su bicicleta y monta en ella.

«Él quiere que le mates…».

Ha recorrido al menos trescientos metros cuando estalla el disparo.

Un tiro. No dos.

Sale de la carretera y se mete entre los árboles. Deja caer al suelo su bicicleta y orienta los prismáticos que ha sacado de su mochila. Los guardias fronterizos de los dos países se han precipitado hacia el Hombre de los Ojos Amarillos, cuyo rostro ve Thomas distintamente. Es un rostro muy tranquilo, pero lleno de sangre. Tiene un agujero entre los ojos.

«Quería que lo matase…».

Se pone de nuevo en camino y llega a la ciudad suiza de Rheinfelden. Pasan unos niños que van a la escuela y él marcha entre ellos. Una chiquilla le pregunta si es nuevo, y él quiere responder que sí, que viene de Zurich y que su padre y su madre vivirán aquí de ahora en adelante…

Pero no llega a pronunciar una palabra, no hay nada que hacer, y la chiquilla, y después otras, le contemplan con asombro. Él piensa que debería vigilar sus ojos: «Seguramente tengo el aspecto de alguien que ha visto al diablo; debo tener cuidado. ¡Oh, mamá! Lo he hecho a causa de lo que ha dicho de ti; después de eso no era posible que viviese, ¿qué otra cosa podía hacer? Él quería que yo le matase, mamá, y le he matado. Soy terriblemente desgraciado; tengo ganas de tirarme al suelo y de llorar; esto es demasiado duro». Prosigue por las calles de Rheinfelden y se esconde un rato largo, muy largo, en una esquina, detrás de un lavadero. Apoya la cabeza contra la pared, pero no llega a cerrar los ojos, ni tampoco a llorar; «y además no es cierto que me parezca a él, no es verdad, eso es todo. Ha dicho eso para ponerme más furioso, lo ha dicho expresamente, y yo lo sabía y, sin embargo, me ha puesto furioso de todos modos; habría querido matarle yo mismo y ahora siento vergüenza».

Se deja resbalar al suelo, con su mejilla contra las piedras, y no consigue mandar a sus ojos que se cierren ni tampoco que lloren; «hablas, pero no hay nada que hacer».

Eso ya ha pasado.

Sólo es difícil durante un momento, nada más.

Eso ya pasó.

«Nunca más volveré a matar a nadie; es demasiado horrible».

Eso pasa durante un breve rato. Se levanta de nuevo, manteniendo la cabeza baja para que no se vean sus ojos. Avanza a lo largo de una calle que desemboca en una carretera, y allí está François Darder, de pie al lado de un coche. François le estrecha contra él, le acaricia la cabeza, no dice nada. Sólo le hace subir al coche y pone su motor en marcha y ambos regresan a Ginebra.

«Qué duro es esto…».

—Ya no tienes necesidad de esconderte, Miquel.

No estoy seguro. Tal vez me ha visto alguien en la orilla del Rhin.

—No lo creo.

—Ven a sentarte a mi lado.

—Es mejor que no lo haga, Thomas.

Silencio. Thomas contempla el lago de Ginebra por encima del césped del parque. No ha oído llegar a Miquel. Tal vez Miquel está sentado en un banco al otro lado del seto, o tal vez está de pie.

«… Va a irse. Miquel va a irse, a regresar a su país, a Mallorca; eso es lo que tiene ganas de decirme y no se atreve. Ya no estará detrás de mí, con su fusil, invisible; ya nunca lo estará… Muy bien, deberías estar contento: por una vez, alguien a quien quieres no ha muerto. Va a volver a Mallorca y volverá a ver a su novia, se casarán y tendrán hijos y no carecerán de nada. Ella había hecho lo que tenía que hacer, en lo del dinero. De acuerdo… Pero te duele mucho que él se vaya, es algo que te desgarra el corazón».

Con su vocecita clara y aparentemente serena, dice:

—Creo que ha llegado el momento de que regreses a Mallorca, Miquel.

—Quizá me necesites todavía, Thomas.

—No. Se acabó. Seguro.

Estoy muy triste, Tomás.

¡Qué va! Tienes ganas de volver a Mallorca, ¿verdad?

—Sí. Claro que sí.

—Entonces regresa a Mallorca, te casas con tu novia y te construyes una casa. Eso es todo. Eso no es triste. ¿Qué has hecho de tu fusil?

Miquel dice que lo ha tirado al río, es decir, al Rhin.

Dice también que nunca le ha gustado matar gente, nunca, y que le gustaría mucho no volver a hacerlo hasta el fin de su vida. Dios ha querido que tire tan bien, Javier tenía razón; pero si ahora pudiese no volver a tocar un fusil, sería mejor, eso es lo que pienso, y a buen seguro que está muy contento de volver a Mallorca, pero también muy triste por dejar a Thomas…

Para Miquel es un discurso terriblemente largo, seguro que el más largo que ha hecho en su vida y, al final, su voz es realmente extraña…

—No llores, Miquel —dice Thomas controlando su voz.

Porque siente que no le hace falta mucho para ser también víctima de una terrible pena. «Es extraño lo débil que te has vuelto ahora que la fiebre que tenías ha desaparecido».

—No llores. No, Miquel. Por favor.

Y por fortuna pasa una pareja por la vereda y le miran amablemente. El hombre y la mujer son muy viejos. Caminan a pequeños pasos. Él lleva un bastón y unos botines con un tejido gris por encima. Son elegantes. Seguramente tienen entre los dos doscientos años. Ambos miran a Thomas, sentado solo en el banco, con unos pájaros que picotean junto a él las migajas de su brioche. Y él, Thomas, lee en sus ojos lo que piensan; está muy claro: piensan que es un guapo muchacho, con un mechón negro sobre la frente, y dicen que debe ser maravilloso tener diez o doce años y estar tranquilamente sentado en un parque de Ginebra y echar migas de brioche a los pájaros.

Thomas inclina cortésmente la cabeza, como Ella le enseñó a hacer. La dama le sonríe, el caballero levanta su sombrero, y los dos se alejan; ya ha pasado aquel tiempo en que se habría ido con ellos.

—Iré a verte a Mallorca, Miquel —dice Thomas—. ¿Cómo se llama tu novia? Nunca me lo has dicho…

Catalina.

—Estoy seguro de que es muy guapa.

Lo es —responde Miquel.

El truco de hablar de Catalina ha producido su efecto… («Yo no había olvidad su nombre; lo he fingido. Me ha dicho dos veces que se llama Catalina: la primera vez en Sanary, cuando fui con él a bañarme de noche, hace unos tres años y medio, y la segunda vez en Corrèze. Yo no olvido nunca nada, ni siquiera cuando lo deseo. Quisiera que mi memoria no fuese tan buena…»). Sí, de todos modos, el truco ha surtido efecto: Miquel ya no llora.

—Ha llegado el momento de que te vayas, Miquel. Y me importa un pito que esto sea imprudente: en vista de que no quieres venir, iré yo. No vamos a decirnos adiós sin miramos; sería una estupidez.

Abandona suavemente su banco para no espantar a los pájaros; pero, cuando ya ha acabado de rodear el seto, descubre que ya no hay nadie allí.

Miquel se ha ido. Hasta el final ha sido invisible; es por su gusto, qué le vamos a hacer. Y, además, tal vez tenía razón y no era prudente que les viesen juntos: los policías suizos han interrogado a Thomas después de lo de Rheinfelden, y él ha tenido que decir que no comprendía en absoluto la muerte del hombre en el puente, aunque ellos se quedaron con sus dudas. Sin los Ocho Hombres, seguramente las cosas habrían ido adelante.

Sale del parque, sigue por el muelle Wilson y luego por el muelle Mont-Blanc, y vuelve a cruzar el Ródano. Tal vez Miquel esté todavía detrás de él, o tal vez no. Por un momento tiene un miedo terrible sólo de pensar que el Invisible ya no le abrirá más el camino ni le protegerá a distancia. Un miedo que poco a poco se transforma en una sensación verdaderamente horrible de soledad: «Qué solo estoy. Los Darder son muy amables conmigo, eso no tiene duda; pero ¿con quién voy a hablar ahora? Ya no tengo a nadie, y suponiendo que me cayese al Ródano y me ahogase, me habría muerto dos veces: una vez de verdad y otra porque no habría ni un gato que se acordase de mí una vez pasados dos o tres días. Te mueres realmente cuando ya nadie se acuerda de ti con amor, cuando no hay un corazón que se desgarra al pensar en ti. Ésa es la razón de que Ella no haya muerto de verdad; Ella morirá cuando yo me muera, sólo entonces».

Sigue por la calle del Ródano, recorrida por tranvías con trole, y entra en la tienda de Jean Darder, que es una gran tienda con doce o quince empleados. En cuanto Darder le ve, le hace señas con un aspecto que anuncia —esto salta a la vista— una mala noticia. Jean Darder le dice que entre en el despacho que hay detrás, y en ese despacho hay un hombre que Thomas no ha visto nunca, un individuo alto que seguramente es americano; has visto su corbata y lo has comprendido.

Y en seguida comprendes otra cosa. Cuando Jean Darder se retira y los deja solos, al americano y a él. Cuando el americano comienza a hablar. Por el tono de su voz, desde las primeras palabras. Por su mirada. Este americano ha dicho que se llama Joe Sowinski, y asegura: «Realmente, tu madre y tú habéis hecho un gran trabajo, pero él ha muerto por culpa vuestra»; es cierto que David estaba un poco loco y que era, exactamente, el peor financiero de América, «pero nosotros le queríamos, incluso tú tal vez le querías un poco, aunque me sorprendería: con tu rostro impasible y tus ojos de búho, no debes querer a mucha gente». Él, Joe Sowinski, y todo el Clan habían hecho lo necesario para que David pudiese escapar de Alemania: «Conseguimos hacerle llegar a Suiza; estuvo aquí tres días, pero después el muy loco se volvió a marchar; había ido a buscarte a Alemania, y, maldita sea, demonio de chiquillo, no había pasado una hora de su desaparición de Zurich cuando supimos que te habías presentado en nuestra agencia de Ginebra…».

—Si no fuera por mí, no sé lo que harías, pequeño. Pero tengo órdenes. El tío y los primos de David han decidido que recibas quince mil dólares. Naturalmente, ellos no creen en absoluto que seas hijo de David. Pero David lo creía, y eso vale quince mil dólares.

Thomas mira fijamente a Joe Sowinski. Piensa: «Me preguntaba qué última jugada iba a hacer el Hombre de los Ojos Amarillos. Ahora ya lo sé».

Pregunta:

—¿Cuándo salió para Alemania el señor Quattermain?

—Hace cuatro días.

«La víspera del día en que maté al Hombre de los Ojos Amarillos. Está muy claro».

Thomas dice:

—Le agradezco infinitamente ese dinero que usted quiere darme, señor. Pero no puedo aceptarlo, perdóneme. No quiero ningún dinero. Todo lo que deseo es que usted se vaya lo antes posible. Perdóneme lo que voy a decirle, señor, pero creo que es usted muy tonto.

Thomas está asombrado por todo lo que pasa: hace unos días solamente, habría sentido grandes ganas de pedirle a Miquel que matase a ese hombre que dice llamarse Joe Sowinski («Miquel tal vez habría dicho que no, pero de todas maneras se lo habría pedido»); ahora ya no… «Y te quitas completamente de la cabeza lo que Sowinski está haciendo, con su aire irritado y todo; eso no tiene importancia. Por lo demás, nada tiene importancia; es curioso lo tranquilo que estás, nada te impresiona; es como si dentro de ti mismo estuvieses muerto. Es muy extraño».

Sowinski se va. Entra Jean Darder y pregunta si todo va bien.

—Todo va bien —dice Thomas sonriendo—. Todo va bien. Creo que voy a ir a Jargonnant y tenderme un momento para leer.

—Te acompañaré, Thomas.

—Por favor, no. Por favor.

Camina un poquito por la acera y, esto es extraño, realmente ni siquiera siente que camina; oye los ruidos, los ruidos de la ciudad, pero están demasiado lejos, «lo mismo que cuando duermes la siesta y el mundo continúa agitándose fuera. Por otro lado, hay que ver cómo has subido a ese tranvía, has subido sin quererlo realmente, sin razón. Ya no sabes lo que haces, hay que reconocerlo. Esto no te había sucedido nunca. Tal vez estás a punto de volverte loco…

»Probablemente esto es un sueño; todo lo que me sucede, ¿qué otra cosa podría ser? Es tan estúpido como si creyeses ver al Hombre de los Ojos Amarillos sentado frente a ti en el tranvía y sonriéndote, aunque está muerto…».

No vuelve la cabeza. «Es un sueño, te digo». Baja los ojos y mira la gran mano, muy enjuta, con los dedos enormemente largos, que ahora se posa en su rodilla.

Y el americano (el verdadero, no el otro), el americano le dice tranquilamente:

—Bueno, de acuerdo, nos ha costado bastante volvemos a ver. Pero de todos modos ya lo hemos conseguido, ¿verdad?

—Thomas…

—Diga, señor.

—¿Sigue el Tirador Invisible por los alrededores? Me molestaría que me mirase con su visor telescópico.

—Se llama Miquel Enseñat. Ha ido a reunirse con su novia a Mallorca, o está a punto de partir. Ya no está aquí.

—Detesto profundamente a Joe Sowinski —dice Quattermain con toda la prudencia del mundo; tiene exactamente la impresión de avanzar a pequeños pasos por un terreno minado: el niño está, visiblemente, en un estado de inmenso nerviosismo… «Cada palabra que pronuncias, David, puede estropearlo todo; quizá no te juegues la vida, pero sí una gran parte de esa vida. Porque en realidad ignoras si él aceptará ser tu hijo…».

Prosigue:

—Detesto a Joe Sowinski y prefiero no saber lo que ha podido decirte en la tienda de tu nuevo tío. Ahora no. Como yo también estoy bastante nervioso, sería capaz de romperle dos o tres lingotes de oro sobre la cabeza.

Thomas no se mueve; mira fijamente ante sí, con las pupilas desorbitadas.

—Podríamos hablar de Zaugg —dice Quattermain.

Zaugg es un piloto de avión. Es un suizo que vale por dos, algo menos tranquilo que un lingote de oro, pero no mucho menos. Me ha esperado tres días y tres noches vivaqueando en la Selva Negra, y cuando le he preguntado «por qué», él me ha contestado «¿por qué no?».

—¿Qué hacía usted en la Selva Negra?

—Nada especial. ¿Has intentado alguna vez caminar por una selva? Personalmente, yo he inventado un método: ya que, de todas maneras, no puedes hacer otra cosa que marchar en redondo, pues bien, marchas en redondo, lo haces expresamente. Es algo que no falla: inevitablemente, el tercer día encuentras un aeroplano con un suizo que te espera. Lo importante es que el suizo tenga chocolate (cosa bastante normal en un suizo), porque, al cabo de tres días, comienzas a sentir un hambre terrible.

Quattermain no deja de observar el agudo perfil del niño y tiene el corazón en un puño, y si esto que experimenta no es pánico, la verdad es que se parece asombrosamente al pánico.

—Soëft —dice de repente el niño—. Se llamaba Soëft. No habría dejado morir al Hombre de los Ojos Amarillos sin intentar salvarle. ¿Le ha matado usted, verdad?

«No utilices esa clase de argumentos, David. En ningún caso».

—Desconozco el nombre absolutamente —dice Quattermain, esforzándose en aparentar la mayor sinceridad posible.

—Tenía alrededor de veinticinco años; era alto y rubio, con unos labios rojos.

—Ignoro de quién hablas, Thomas. A fin de cuentas, no soy precisamente Pistol Peter.

—Es usted un hombre normal —dice el niño.

Quattermain siente que le falta el aliento y tiene que respirar muy hondo.

—¿Es malo o bueno ser un hombre normal?

Silencio.

—Es bueno —dice el niño—. Es incluso muy bueno, de verdad.

«¡Dios mío, David, no vayas a llorar ahora!».

—Me gustaría ver a ese Zaugg algún día —continúa el niño, sin volver la cara y mirando fijamente al vacío con los ojos muy abiertos.

—Eso puede hacerse, Thomas.

—Me gustaría mucho ir con usted, señor.

Quattermain, sin saber qué hacer, hunde sus manos en los bolsillos del impermeable.

—Thomas —dice con una dulzura inmensa—, me molesta mucho que me llames «señor», ¿sabes?

Silencio.

—Quizá podrías llamarme David, por ejemplo.

—Podría —dice el niño.

—Pero eso no dice gran cosa, ¿verdad?

—No dice gran cosa, es cierto.

Silencio.

«¡Oh, Dios santo, David!».

—¿Podríamos hablar los dos en inglés por un momento? Sólo para ver si no has olvidado las palabras inglesas…

—¿Qué palabras?

—No importa cuáles —dice Quattermain—. Papá, por ejemplo.

Silencio.

«… Y la muralla se rompe, sin remedio. Es más fuerte que tú, Thomas, ya no puedes contenerte. Ni siquiera cuando Ella murió te sucedió esto, pero esta vez es realmente demasiado, lo cual demuestra que tu fiebre ha remitido para siempre, que has vuelto a ser un muchacho común, normal. El Hombre de los Ojos Amarillos se equivocaba por completo: no te pareces a él en absoluto… Tal vez es ésa la manera de decirte que te ama, pero tú nunca has querido ese amor…

»Y ya no importa que todo el mundo te vea llorar, ya no importa nada. ¿Qué más da? La historia se ha detenido y ahora comienza otra. Ya no estás solo».

El sollozo asciende por su pecho, avanza como una ola inmensa, lo arrastra todo y estalla.

Durante un momento, Thomas llora sin moverse y luego se inclina de costado y apoya su mejilla en el hombro de David Quattermain. Continúa llorando, pero eso es bueno. Luego dice:

—De acuerdo, daddy. De acuerdo. De acuerdo, daddy.

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