Daddy

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… Salvo en que no aclara nada. Nada en absoluto. O bien se ha engañado al creer que el Hispano, después de su salida de Biarritz, se ha dirigido hacia el este, o bien (y ésta es la explicación que retiene de mejor grado, en su deseo e incluso su necesidad de concebir una adversaria por lo menos tan maquiavélica y astuta como él mismo) que Maria Weber, haciendo fracasar ese cálculo, haya contado con puntos secretos de abastecimiento.

Así pues, a principios de mayo, la batida ha alcanzado la vertical Marsella-Saint Étienne sin averiguar absolutamente nada.

Entonces, Gregor Laemmle cambia de táctica. Recluta algunos refuerzos. Contar con los efectivos de la Gestapo le proporcionaría otro Hess, personaje que no le gusta nada, justamente porque Jurgen Hess no es idiota y se permite juzgarle; su propia independencia resultaría afectada. Hace ya meses que no ha cursado el más mínimo informe a Berlín y todo transcurre como si Heydrich y Himmler hubiesen olvidado hasta su existencia, y él no tiene ningún interés en recordársela: serían capaces de acabar con Schädelbohrer «y, en suma, me privarían de mi juguete». Después de todo, continúa percibiendo esos millones y millones de francos franceses y nadie se preocupa de conocer el uso que hace de ellos. En caso de urgencia, siempre tendría el recurso de alegar su grado de Obersturmbannführer de la SS, su orden de misión firmada por Hitler en persona y obtener el concurso de una división entera, con un poco de persuasión.

Acepta una proposición que Gortz le ha hecho en el mes de febrero precedente. En una villa de la plazoleta parisiense del Bois-de-Boulogne encuentra al responsable de las oficinas de compra alemanas en Francia, creadas por Goering. El hombre se llama Otto Brandl. Éste le ofrece los servicios de uno de sus protegidos: «un hombre realmente excepcional», dice Brandl.

Es un francés al que se le ha concedido hace poco la nacionalidad alemana y el grado de capitán en la Wehrmacht, por los servicios prestados y especialmente por el desmantelamiento de una red belga de resistencia. Es alto, macizo, viril a pesar de una extraña voz de falsete; la confianza que tiene en sí mismo es total; responde personalmente de todos los hombres de acción que proporcionará, cincuenta o cien, e incluso más; y mejor que todo eso: tiene por adjunto a Pierre Bonny, que ha sido bautizado «el mejor policía de Francia».

Discute los precios con una sencillez encantadora: cien mil francos por encontrar el coche, dos millones por el Niño y diez millones por la Mujer.

Su verdadero nombre es Henri Chamberlain. Alias Normand. Alias Lafont. Hoy, una vez llegada la gloria, es Monsieur Henri. Tenía sus oficinas en la avenida Pierre-Ier-de-Serbie, y acaba de inaugurar su nuevo cuartel general en la calle Lauriston, número 93.

Thomas y Javier Coll corren bajo la cobertura de los pinos, sin abandonar nunca el fondo de las cañadas. El escondite del Hispano está ya a quinientos o seiscientos metros detrás de ellos; la villa roja está más lejos todavía. Han dejado atrás a Miquel Enseñat, que está tendido boca abajo, de tal modo que sólo sus ojos y el cañón de su arma son visibles entre los huecos de una pequeña acumulación de rocas. E inmediatamente después de su paso, Miquel se ha descolgado. Él también comienza a correr, pero volviéndose muy a menudo, para cubrir la retirada. Con el dedo sobre el gatillo: puedes buscar lo que quieras, pero no hay nadie, nadie en el mundo, que tire tan rápido y tan exacto como Miquel.

Un poco más adelante, Joan Llull actúa también. Cubre el flanco derecho. Acaba de incorporarse y corretea, con la mirada alerta. Ningún guardia de corps, ningún guardaespaldas ha pronunciado todavía una palabra. Cruzan las miradas, agitan un dedo y eso basta: se comprenden. La precisión y la seguridad con que operan maravillan a Thomas y le llenan de orgullo.

Desembocan en un pequeño sendero encajado entre los robles verdes, los madroños y otros arbustos de monte bajo con olor aceitoso. En algunos lugares se diría que el camino se acaba, pero no, todo está previsto, levantan tal bosquecillo de golpe, cosa de nada, y pasan. Thomas lo sabe, para él no es nueva la escena: desde hace meses y meses la han interpretado, en dos o tres ocasiones; una vez, incluso, Javier Coll ha sacado a Thomas de la cama, en plena noche, hacia las tres, le ha hostigado terriblemente y han seguido el mismo itinerario y en las mismas circunstancias. Con los otros tres españoles armados protegiendo la huida, han caminado hacia el oeste y luego hacia el norte, han cruzado la carretera nacional y luego la vía férrea, tras de lo cual han permanecido una jornada entera ocultos en una especie de aprisco, en la ladera de Gros Cerveau, no volviendo hasta la noche siguiente, después de haberse asegurado que sólo era una falsa alarma.

El sendero se interrumpe. La carretera está a la vista. Un gesto de Javier inmoviliza a todo el pequeño destacamento. Las otras veces Tomeo Oliver se encontraba apostado como explorador, precisamente para vigilar la carretera y permitir que los otros la franqueasen.

Esta vez no está allí.

El Bentley blanco de Monsieur Henri llega a la cima de un pequeño cerro, e inmediatamente después aparece una ensenada rocosa, provista, no obstante, de una playa de arena.

—Port-Issol —dice Monsieur Henri con su extraña voz de falsete—. La villa está un poco más allá, a la derecha. Sólo son las seis; duermen todavía. Ha sido esta noche, mientras usted llegaba en el tren, cuando nos hemos convencido de que era la buena. De todas maneras, o es ésta o es la otra, la de Anthéor. En las dos hay un chiquillo de unos diez años y las dos tienen una pista de tenis.

El Bentley toma a la derecha una carretera que corre a lo largo de la orilla del mar.

—Pero en Anthéor el chiquillo tiene una madre y un padre; los dos son judíos. Les hemos agregado a nuestras listas; no hay que desperdiciar ninguna ocasión. El crío de esta villa se llama Thomas, y, según ellos dicen, es nieto de los guardianes. Los guardianes se llaman Allègre, Joseph y Alphonsine. Han contado en Sanary que era el hijo de su hija Marthe, que lo tuvo antes de su matrimonio. El niño, según ellos, nació el 14 de diciembre de 1931 en Courthézon, en el Vaucluse. Lo hemos comprobado: todo está en orden, registro civil y partida de bautismo. Impecable. Hemos estado a punto de abandonar…

Gregor Laemmle va en el asiento trasero del Bentley, a la derecha de Henri Lafont (el cual despide un fuerte aroma de hombre, huele a colonia de calidad). Un tal Soëft, adjunto de Jurgen Hess, va sentado al lado de Eddy Pagnon, el chófer de Monsieur Henri. Soëft ha ido también a esperar a Gregor Laemmle a la llegada del tren de París, en la estación de Tolón. El Bentley comienza a aminorar la marcha y, a través de su parabrisas, aparece un Citroën de tracción delantera; está aparcado a la orilla de la carretera.

—… Hemos estado a punto de abandonar, pero yo, de todos modos, he insistido. No hemos podido encontrar a Marthe: hace años que se fue a vivir a África con su marido. Entonces hemos buscado a la que era comadrona en Courthézon en diciembre de 1931. Le hemos echado el guante en Niza, donde, después de una herencia que le dejaron, se compró un apartamento y vive tranquilamente de sus rentas. Esta noche, mi sobrino Paul y dos de mis hombres le han hecho una visita; la han calentado un poco y ha acabado por hablar: es cierto que, en 1931, Marthe tuvo un hijo, pero nació muerto y fue a otro crío, que tenía ya dos meses de edad, al que Joseph Allègre declaró en su lugar. Esto por un lado. Pero hay más: parece ser que unos españoles viven no muy lejos de esa villa. Detrás, en la colina. Son tres o cuatro, nada charlatanes; uno de ellos tiene una mano algo mutilada. Bueno, ya estamos.

Un pequeño grupo de hombres charla al lado del Citroën. Gregor Laemmle conoce ya o va a conocer a cada uno de los doce hombres que van a tomar parte en el asunto de Sanary. Además de Paul Clavié, sobrino de Monsieur Henri, están allí Louis Haré, Jean-Michel Chavez, llamado Nez-de-Braise, Menigault, Charles Cazauba, Abel Danos, el Mamut, a su vez flanqueado por Mohamed Begdanc, alias Jean el Manco, y Bernard Bonange, alias la Doncella, y finalmente Alex Villaplana, antiguo jugador de fútbol, y Dominique Carbotti, Adrien Estebeteguy y Georges Kaidjian, el Armenio. El Bentley se ha detenido. Paul Clavié informa. Es el primero que ha llegado al lugar, viniendo directamente de Niza, y ha visto, hace treinta o cuarenta minutos, a un niño que salía de la villa roja, ha pasado por la terraza e incluso por el sendero que conduce a la puerta de la verja, pero luego ha dado la vuelta y ha entrado de nuevo: «Hay que preguntarse qué diablos hacía fuera a una hora como aquélla. Se le veía a través de las hojas y sólo faltaba saltarle encima. Pero yo estaba solo con Adrien y había que saltar la verja, y era fácil errar el golpe. No sabemos cuánta gente hay en la villa…».

Dice también que un fuerte equipo de cinco hombres, conducido por el Mamut, ha tomado posición hace veinte minutos detrás de la villa, en la carretera nacional.

—Seguramente están ahora allí.

Gregor Laemmle desciende del Bentley, sin cerrar la portezuela. Contempla la villa roja, que discierne bastante mal en razón del muro del cercado y de un espeso seto de alheñas que duplica el cinturón. Se sorprende de su propia placidez y casi de su indiferencia. Está seguro de que toda la operación se saldará con un fracaso. Prácticamente está esperando ese fracaso. A su izquierda, Soëft, alto y rubio, con sus ojos claros, ha desenfundado estúpidamente su Lüger y camina, detrás de la primera línea de los chulos, de los ladrones, de los matones franceses que están a punto de cercar la villa. ¿Y esa pandilla de granujas repugnantes iba a ser la que pusiera las manos sobre Ella?

Maquinalmente, Gregor Laemmle consulta su reloj y ve que son las cinco y cincuenta y tres de la mañana del 18 de septiembre de 1942.

Hace ya cuatro minutos que no se mueve. Y tres desde que Miquel Enseñat ha partido en reconocimiento, a su manera, silenciosa y furtiva: el tiempo de volver la cabeza y ya no estaba allí. Thomas cree firmemente que Miquel el Invisible sería capaz de atravesar la cortina de perlas de una tienda sin mover una sola.

Esperan. Thomas trata de leer en el rostro de Javier la decisión que va a tomar, pero, como de costumbre, ese rostro no expresa nada. Muchas personas tienen miedo ante Javier Coll. Papé Allègre, por ejemplo, que dice: «¡Ese hombre me da escalofríos en la espalda!». Javier Coll habla poco, en todo caso no muy a menudo, y no sonríe apenas; sus ojos negros son un poco rasgados, se siente el peso de su mirada cuando se posa sobre ti; es ya mayor, tiene por lo menos cuarenta años; es muy alto y parece muy delgado, pero atención: levanta un saco de cincuenta kilos con una sola mano como tú lo harías con una bolsita de canicas de goma, y parte una nuez apretándola entre el pulgar y el índice. Siempre lleva encima dos cuchillos: uno de ellos tiene una hoja que entra en el mango y se abre con un disparador; el otro, más pequeño, está atado en el interior de su antebrazo izquierdo, y apenas has visto moverse su mano cuando el cuchillo ya ha silbado en el aire y se ha clavado en el tronco de un pino, a una distancia increíble. Thomas no tiene ningún miedo de Javier y, por otra parte, Ella le ha advertido: «Es la única persona en el mundo en la que podrás tener confianza… hasta ese punto que tú sabes, a buen seguro…».

¡Cuidado! —susurra Joan Llull. Se produce un movimiento en la carretera. Primero sólo es el ruido de un motor, pero en seguida aparece un coche. Avanza muy lentamente; es un Citroën de tracción delantera, negro, y lleva a bordo dos hombres cuyas miradas escrutan los arcenes. Ahora se detiene. Los dos hombres descienden, con un aspecto bastante tranquilo, pero no obstante alerta. Cada uno lleva una metralleta, con un aire un tanto negligente. A pesar de la gruesa manaza de Javier, que le aplasta la nariz contra el suelo, Thomas continúa mirando y viendo, a través del follaje de la maleza, y su memoria registra: uno de los hombres sólo tiene un brazo, el otro es un verdadero gigante, con un pecho muy poderoso y muy ancho. Thomas escruta atentamente sus rostros y hasta su manera de caminar, de comportarse: ya nunca les olvidará, y de ahora en adelante los reconocerá aunque estén de espaldas.

Abel. Hay uno que se llama Abel; el manco acaba de llamarle así. Y es precisamente ese Abel quien franquea la cuneta, quien avanza directamente hacia ellos. Ahora está a sesenta metros, y cada paso que da revela un poco mejor lo monumental de su estatura. Es entonces cuando una idea domina inmediatamente a Thomas: espera, y a decir verdad desea, que Javier Coll y Abel se peleen como dos perros y, cuando tú tienes un perro más fuerte que todos los demás y éste se encuentra con otro del mismo tamaño, aunque sientes miedo de que te salten a la garganta, al mismo tiempo tienes ganas de que lo hagan, porque tú sabes en el fondo de ti mismo que tu perro pegará una gran paliza al otro, y quizás hasta lo matará. Thomas se avergüenza un poco de comparar a Javier Coll con un perro, «aunque le quiero mucho», pero es así, esas cosas le pasan por la cabeza y es forzoso constatarlas.

Por lo demás, no sucede nada. Porque en el instante en que Abel el coloso inicia el ascenso de la loma, cuando ya sólo está a cuarenta metros, un primer disparo parte de la izquierda, a lo lejos, en la dirección de Bandol. E inmediatamente después se oye un segundo, y otro más, hasta convertirse todo en una crepitación. Miquel el Invisible, o Tomeo, o los dos, han debido de disparar y unas metralletas les han respondido. Al oír el segundo, Abel y el otro, el manco, corren hacia su coche, suben a él, dan media vuelta y arrancan en seguida; desaparecen. Entonces, a una señal de Javier, Joan Llull se levanta y desciende hacia la carretera, la cruza e indica que el camino está libre. Thomas y Javier se reúnen con él. En seguida están en el otro lado. Veinte minutos después, todavía caminan, a muy buen paso, tras haber franqueado la vía férrea. Contrariamente a lo que esperaba Thomas, esta vez no van directos al aprisco, sino hacia el noroeste; y mientras corre, repitiendo exactamente cada zigzag de Joan Llull, siente la certeza, a la vez dolorosa y excitante, de que se va para siempre, de que no volverá a ver nunca más a Papé y a Mamé Allègre —ni al maldito perro, pero éste no es realmente una pérdida—, de que su breve vida está a punto de cambiar enormemente, de un solo golpe.

Gregor Laemmle está de pie en el centro de la habitación que ha ocupado el muchacho. Él, Gregor Laemmle, no ha tocado nada; ha dejado que lo haga Soëft, cuyo registro ha revelado la presencia, en los armarios, de dieciséis cajas de Meccano totalmente intactas, de puzzles (algunos de tres y cuatro mil piezas, y Gregor Laemmle, gran aficionado él mismo, ha advertido inmediatamente que se trata de fabricaciones especiales, hechas por encargo, de la casa Symington y Travis, de Manchester), así como toda clase de otros juegos, capaces de satisfacer a toda una colonia de vacaciones.

En otro armario, sorprendentemente, no menos de diez docenas de pares de alpargatas de todos los números.

Y por todas partes, libros. Una avalancha de libros. Colecciones completas de la «Máscara» (novelas policíacas de cubierta amarilla en cartoné, novelas de aventura de la serie «Esmeralda»), unos Julio Verne de Hetzel, obras completas de Louis Boussenard, de Karl May, de Curwood, de Wells, de Dumas, y además las de Kipling y Paul Féval, Gustave Aimard, las aventuras de Pistol Peter, de Arsène Lupin, y de Rouletabille, y de Chéri-Bibi, y de Fantômas. Y otros más inesperados: La Dama de Malaca, de Francis de Croisset; La condición humana, de Malraux («¿A los diez años?», se asombra Gregor Laemmle); el Adiós a las armas, de Hemingway.

Y varios atlas, franceses, británicos y alemanes, una docena por lo menos, todos ellos espléndidos…

Un grito salvaje de una mujer, abajo, en el entresuelo de la villa roja.

… Todos ellos espléndidos y cuyos mapas están rayados con trazos de lápiz, para figurar imaginarios viajes. Soëft toca esos libros uno a uno y los hojea; luego los tira al suelo sin miramientos; cuando sus cubiertas son de cartoné, las rasga con una navaja por si acaso contuvieran algo.

—Para nada, absolutamente para nada —comenta Gregor Laemmle con amargura y pesar.

Quiere decir que, a su juicio, no se hallará en ninguna parte ni el menor documento que revista algún interés, ni siquiera la foto de Maria Weber. Incómodo, se vuelve de espaldas; no soporta el ver esos libros así desgarrados; pasa a la habitación inmediata: es una sala de estudio y de juegos. Unas gramáticas francesa, española, alemana e inglesa están juntas en un estante, mezcladas con diccionarios y otras obras de consulta. Ningún texto manuscrito; se lo esperaba; ha advertido la presencia de un gran caldero en el que, es evidente, el muchacho debe quemar todo lo que podría constituir un indicio.

Sobre un vasto tablero colocado sobre unos caballetes hay un puzzle de cinco mil piezas reconstruido a medias. Representa un paisaje de casa de campo inglesa, sobreabundantemente florido. Casi la mitad de las piezas, evidentemente los bordes, ha sido ya colocada en su lugar; el resto está cuidadosamente escogido y distribuido por colores en unas cajas de zapatos. Orden y método. A Gregor Laemmle le falta poco para inclinarse y absorberse en la búsqueda de esos carmines, por ejemplo, que forman parte de un macizo de flores, justo debajo de un entramado y que están alineados con tanta habilidad como memoria visual.

De igual manera se siente tentado de sentarse ante el tablero de ajedrez donde está iniciada una partida, con ventaja para las blancas, que deberían ganar en cinco…, no, en seis movimientos…, a menos que… «¡Maldita sea! He estado a punto de no fijarme en ese caballo negro del rey. ¡Qué hermosa trampa!».

Gregor Laemmle sale al pasillo, donde puede escuchar otro grito que sube desde el entresuelo, expresando, si ello es posible, más espanto y dolor aún que el primero. Gregor Laemmle entra en una habitación donde el perfume de Maria Weber parece flotar todavía. Es una vasta estancia, muy delicadamente amueblada en torno a un lecho con cubrecama de encaje blanco, y que se abre a la plena luz del alba por cuatro ventanas que dan al mar. En el mobiliario de ébano, Gregor Laemmle cree reconocer el estilo de Paul Iribe y con mayor seguridad el de Jacques-Émile Ruhlmann (él ha frecuentado a los dos decoradores). Después de dar tres o cuatro pasos se detiene, casi oprimido a fuerza de sentir aquí una presencia, «nunca había estado tan cerca de Ella…». Esa Ella, a la que nunca ha visto, y a la que ahora ve yendo y viniendo por esta habitación, tal vez llegando del tenis, donde se ha enfrentado con Lenglen, o bien velando hasta muy tarde por la noche, rehaciendo incansablemente sus cuentas de protector trustee.

Ya no gritan abajo. Gimen y jadean, como una mujer de parto. Repugnante.

Gregor Laemmle vuelve a ponerse en movimiento. Se sienta donde seguramente Ella se ha sentado, en esa maravillosa mesa de despacho Mazarino. Ni siquiera se toma la molestia de abrir los cajones, convencido de que no encontraría allí nada que mereciese la pena, desde el punto de vista de la persecución. Ensancha sus ojos amarillos e intenta escapar un poco de la poderosa emoción que experimenta. ¿Hasta ese punto ha llegado? Unos instantes después, Soëft, que acaba de saquear la sala de juegos y de estudio, entra a su vez en la habitación y le encuentra en el mismo lugar.

—No toque nada —le dice Laemmle sin tomarse el trabajo de volver la cabeza.

—Podría… —comienza a decir Soëft.

—Lárguese de aquí —ordena Gregor Laemmle con auténtico furor, casi con odio.

Sale al fin, pero después que el alto SS rubio se ha ido. Desciende por la escalera y comprueba que se ha hecho el silencio: aquello ya no gime en absoluto, aquello ha acabado callándose. Penetrando en la parte de la villa donde se alojan los guardianes, descubre las razones de aquel silencio: han degollado al perro y al matrimonio, y aquel de los hombres de Lafont que se llama Adrien la Mano Derecha, Estebeteguy de nombre completo, ha decapitado a los tres cuerpos y ha intercambiado las cabezas: la del hombre sobre el cuerpo del perro, la del perro sobre la mujer. Indiferente, Gregor Laemmle pasa por encima de los cadáveres y pregunta si se han podido obtener algunos informes.

Parece ser que sí.

Joan Llull entra solo en la granja, mientras que Thomas y Javier Coll permanecen apartados al borde de una pequeña carretera, ocultos detrás de un cortaviento hecho de cipreses y de tejos. Hay que esperar todavía. Thomas se sienta directamente en la tierra reseca. Un poco fatigado por esta larga marcha.

—¿Es que Papé y Mamé Allègre van a tener problemas?

—Tal vez un poco —dice Javier.

—Les van a hacer preguntas sobre mí, ¿verdad?

—Eso es.

—¿Sobre mí y sobre otros?

(No ha conseguido decir mamá, y tampoco ha querido decir Ella).

—Es probable —dice Javier.

—¿Y también preguntas sobre ti y Miquel y Joan y Tomeo?

—Papé y Mamé Allègre me conocen, pero no conocen a Miquel, a Joan y a Tomeo.

—Es verdad —reconoce Thomas.

Y reflexiona. Ahora todo le parece claro. Y también muy penoso.

Van a matarlos —dice en español; en esta lengua, las palabras tienen para él menos fuerza que en francés o en alemán.

—¿Quién va a matar a quién?

—Lo sabes muy bien, lo sabes muy bien —dice Thomas. Y vuelve la cabeza, recorre el horizonte con la mirada, sin más objeto que el de ocultar que está al borde de las lágrimas; sigue la línea de crestas de las colinas; es en ese momento cuando registra el detalle y lo inscribe maquinalmente en su memoria, sin sopesar de momento su importancia.

Silencio. Roto por el ruido de un motor. Una camioneta con gasógeno sale de la granja y pasa por delante de ellos sin detenerse, pero lentamente. Lo bastante lentamente para que Javier pueda izar a Thomas hasta la caja y subir él mismo. Después de lo cual se tienden los dos, al abrigo de las miradas gracias a los adrales y a un amontonamiento de canastas que contienen tomates. Thomas se acuesta de costado, en el acero brillante y cálido de la caja. Sigue teniendo sus pupilas dilatadas.

Lo sabes muy bien —dice—. Habríamos debido traerlos con nosotros.

—No habrían venido con nosotros —responde Javier muy suavemente.

Demasiado suavemente: está bien claro que ha comprendido toda la congoja de Thomas y que hace todo lo que puede por consolarle. Felizmente, sin llegar a tomarle en sus brazos. Thomas no soportaría ser tocado ni consolado. Por nadie. Se encoge un poco más sobre sí mismo.

—De todas maneras, no habrían podido venir con nosotros, no estaba previsto —dice Javier.

—Dejemos de hablar —dice Thomas.

Vale —dice Javier—. Come un tomate.

Thomas come varios. Tiene hambre, ésas son cosas que no se discuten. Hambre y sed, a pesar de su congoja. Unos treinta minutos después, la camioneta sale de las gargantas de Ollioule, marcha hacia el norte, pero poco tiempo después de haber atra…

—¿Y el Hispano?

—No lo encontrarán, Thomas.

… Después de haber atravesado Sainte-Anne de Evenos, abandona la carretera nacional y se adentra en un camino sin alquitranar, muy pendiente. «Puedes levantarte ahora», dice Javier. Y él mismo se incorpora. Thomas le imita, y en la pista en que están descubre, a dos o trescientos metros detrás de ellos, una segunda camioneta que les sigue, con dos hombres a bordo. Reconoce a Tomeo, que lleva el volante. Y, sentado en la caja, a Miquel, del cual sólo se distingue la parte alta de la nuca.

Avanzan todavía algún tiempo. Después, Javier golpea con la palma de la mano el techo de la cabina y Joan se detiene en seguida. Están en una especie de desfiladero rocoso, y no hay a la vista ni una sola casa.

—¿Estás seguro en lo del Hispano?

—Desde luego —dice Javier.

Los cuatro españoles bajan de los vehículos. Ahora están poniéndose de acuerdo, en ese dialecto sibilante e incomprensible que ellos llaman mallorquín. Thomas, excluido, va a sentarse en un bloque de peñascos. En ningún momento se ha preocupado por saber de qué manera Ella iba a encontrarle, ahora que ha abandonado la villa roja. Seguro que Javier ha hecho lo necesario. No, en realidad, tras haber conseguido apartar de su pensamiento a Papé y a Mamé Allègre, ya sólo piensa en el Hispano. Y, bien mirado todo, opina lo mismo que Javier Coll: «Ellos no podrán encontrarlo».

Eso ya está.

Tiene unas ganas locas de volverla a ver, de estar junto a Ella. No se dirían nada, tal vez ni siquiera se mirarían, estarían uno al lado de la otra.

Hace dos años que no la ha visto. Realmente es algo muy duro.

—Los propietarios oficiales de la villa son unos suizos que…

—Eso no me interesa en absoluto —dice Gregor Laemmle.

Lafont ríe:

—De acuerdo. Entonces, vamos a la mujer. Los Allègre sólo la conocían por el nombre de Sophie Lamiel. Joseph Allègre trabajaba en los astilleros. Una tarde de octubre de 1931, ella llegó a su casa conduciendo un Bugatti. Estaba al corriente de que Marthe estaba encinta sin haberse casado todavía; propuso que Marthe dijera que había dado a luz unos gemelos, y que ella lo arreglaría todo; dejó doscientos mil francos sobre la mesa.

—Detalles sin interés. Prescindamos de ellos.

—Prescindamos. Hasta 1933, ella vivió con ellos y su hijo. Por lo demás, nunca dijo que era su hijo: los Allègre sólo lo han supuesto. En 1933 se fue, llevándose al niño consigo. Estuvo cuatro años sin regresar, pero cada año pagaba el viaje a los guardianes para que pudiesen visitar a su supuesto nieto. De este modo, los Allègre viajaron a Suiza, a Italia, a España.

—¿A qué parte de España?

—A Palma de Mallorca. A un hotel. Los Allègre sólo la vieron en hoteles, en grandes «palaces» cada vez. Nunca supieron en dónde vivían realmente. Ella volvió con el niño en el 37, lo dejó y comenzó a ausentarse cada vez más a menudo; en ocasiones estaba meses sin aparecer. Telefoneaba al niño, en alemán. El niño habla el alemán, el español, el inglés y bastante bien el italiano. Es inteligente como treinta y tres diablos. Los Allègre trataron de meterle en la escuela de Sanary. Pero la cosa no funcionó. El niño se negaba a abrir la boca. Finalmente, le hicieron seguir unos cursos por correspondencia. Tres años adelantados al programa. Por lo menos. En el 39, llegó el español…

—El que tiene dos dedos de menos.

—Ése. El dedo meñique y el anular izquierdos. Es más alto que yo, alrededor de un metro noventa centímetros…

—¿Una foto?

—¿De él? Nada. Ni de ella tampoco. Ninguna. En cierta ocasión, el tío Allègre utilizó una pequeña Kodak y tomó una de la mujer Lamiel y del muchacho. Entonces apareció un individuo y sacó la película de la cámara. El individuo se llamaba Miquel o Michel.

—¿No era el español?

—Era otro. Los Allègre sólo le vieron una vez, pero siempre tuvieron la impresión de que estaba permanentemente a su alrededor, rondando sin ser visto.

—¿Quién presentó el español a los Allègre?

—Ella, la mujer Lamiel.

—No la llame la mujer Lamiel, por favor —dice suavemente Gregor Laemmle—. Llámela Ella.

—Fue Ella quien se lo presentó a los Allègre, diciendo que Xavier Giménez la representaría y que ellos, los Allègre, debían obedecer a Giménez.

—¿Cuándo fue eso?

—A finales del 39. Hace casi tres años.

—¿Unas relaciones amorosas entre Giménez y Ella?

—Según los Allègre, seguramente no.

—¿Conocían los guardianes a los otros españoles?

—No les vieron nunca.

—¿Y el Hispano-Suiza?

—Ni siquiera conocen su existencia.

—Dejadme aquí —dice Gregor Laemmle.

El Bentley se detiene en el cruce de un camino no asfaltado y la carretera. Bandol está a la izquierda, a la vista. Gregor Laemmle desciende del coche y rectifica la colocación de su panamá. Hoy va vestido con un traje de tussor color crema, cortado a medida en Londres veintiséis meses antes y con el cual se fue de veraneo a Venecia, tal vez para releer a Thomas Mann, aunque Schädelbohrer no se le había quitado de la cabeza.

—De acuerdo —dice Lafont—, reconozco que más bien hemos fracasado en este golpe. Pero por lo menos hemos descubierto la casa, el nombre del español y el del muchacho, que se llama Thomas…

—Pero no el Hispano.

Gregor Laemmle sonríe amablemente a Lafont, a quien encuentra muy seductor: «tiene unos muslos soberbios».

—No hemos encontrado al Hispano —concede Lafont—. Todavía no. Pero le pondremos la mano encima. Sobre ese maldito coche, sobre Ella, sobre los españoles y sobre el crío. Tengo muchos amigos que pueden ayudarme.

—¿En el hampa?

—Son auténticos hombres que están deseando servirme. Hago lo que quiero con esos tipos. Soy el jefe.

—Voy a reflexionar sobre eso —dice Gregor Laemmle con benevolencia.

Él sabe que Lafont, para constituir su extraño ejército personal, se ha presentado en persona en la prisión de Fresnes, en París, y ha hecho liberar de golpe a veinticinco o treinta detenidos de derecho común, sin más ley que la suya.

—Otra cosa: estamos a 18 de septiembre y hoy es el cumpleaños del pequeño. Salvo el año pasado, ella, la muj…, la señora Lamiel, siempre ha venido para dar un beso al crío.

Ella no vendrá —dice Gregor Laemmle sin dejar de sonreír—. No serviría de nada colocar una ratonera. Estoy seguro de que Ella no vendrá. Y mi respuesta a su proposición es también que no.

Lafont se echa a reír.

—¿Acaso le he propuesto algo?

—Iba a hacerlo. Iba a decir que, más tarde o más temprano, encontrarán esos cadáveres en la villa roja y pensarán que los españoles son los asesinos, puesto que han desaparecido. Entonces la policía y la gendarmería francesa, en la que usted cuenta con amigos, se lanzarán frenéticamente en su busca.

—Es cierto que tengo algunos amigos —dice Lafont alegremente—. Las cosas han cambiado un poco. Pero con policías o sin ellos, siempre hay tipos que saben de dónde viene el viento.

—Eso no me interesa en absoluto —dice Gregor Laemmle.

Cierra él mismo la portezuela del Bentley, de modo que Lafont se ve obligado a bajar el cristal para decir las últimas palabras de la conversación.

—Esta vez no quiero que me paguen —dice Lafont—. No he conseguido nada, luego no hay dinero. No quiero nada.

—Tanta conciencia profesional le honra.

—Pero aún no he dicho mi última palabra. Le traeré en una bandeja la cabeza de esos individuos. Al niño, y sobre todo a la mujer, los tendrá usted vivos.

—Disfruto con ello de antemano —dice Gregor Laemmle.

—¿Quiere realmente que le deje solo en la orilla de esta carretera?

—Es exactamente eso: quiero que me deje solo en la orilla de esta carretera. Esta carretera me gusta enormemente.

Gregor Laemmle sigue con la vista al Bentley blanco hasta que desaparece en Bandol. Es entonces cuando levanta su manita regordeta y, poco tiempo después, aparece el coche matriculado en Ginebra, con Jurgen Hess al volante. Gregor Laemmle se sienta a su lado, se quita el panamá y comprueba, con auténtica repulsión, que un poco de transpiración ha manchado el forro: «¡Estoy sucio!». Siente un gran malestar. La higiene corporal…

Jurgen Hess, mientras habla, despliega un mapa Michelin de carreteras.

La higiene corporal siempre ha sido una obsesión para Gregor Laemmle. Uno de los escasos recuerdos felices que conserva de su infancia es el de los baños cotidianos que le daba su gobernanta, una suiza de gran envergadura, con grandes y duras manos de hombre; ella le lavaba, o más bien le fregaba con una meticulosidad turbadora, dando vueltas y más vueltas a su cuerpecito de niño, suave y tierno, en el agua tibia y perfumada.

—Están exactamente aquí, a dos o tres kilómetros —dice Jurgen Hess. Y su dedo dibuja un pequeño círculo en el mapa, a la derecha de Beausset—. El niño va en una camioneta con gasógeno que transporta legumbres. Le acompañan dos hombres; uno de ellos es alto y delgado. Y detrás va otra camioneta con dos hombres más, los mismos que se divirtieron disparando sobre los hombres de Lafont. Tenemos el número de los dos vehículos. Van hacia el noroeste. La zona en donde se encuentran está desierta y es muy montañosa. De allí sólo pueden salir por tres lugares: por el sudoeste, hacia Solliès-Toucas; por el noroeste, hacia Signes, o bien directamente por el oeste, en dirección al macizo de la Sainte-Baume.

—¿Y sus hombres están apostados en cada uno de esos lugares?

—He cumplido sus órdenes —responde Hess.

—Va a ser nuestro querido Führer quien estará contento —dice Gregor Laemmle.

Pero él, aunque se siente repugnante, con ese sudor pegado al cuerpo, no deja de sentir también una cierta exaltación. Al fin comienza la partida, al cabo de interminables preliminares. Ha sido él mismo quien ha hecho la primera jugada, y el adversario ha respondido en todos los aspectos tal como él había previsto que haría. Y eso es muy satisfactorio.

Sus ojos amarillos brillan.

Thomas trata de ver la hora en el sol; pero no hay sol, sólo una cegadora luz blanca que lo anega todo y que acosa encarnizadamente cada pequeño trozo de sombra. En esta blancura pulverulenta y este mundo seco de rocalla, Thomas reencuentra a España. Está en España con Ella, acaban de dejar una vez más una casa, la de Murcia, y suben hacia el norte; Ella ha hecho un alto y ha organizado una excursión, en este verano de 1937; es Joan Llull el que conduce el coche, y Miquel Enseñat también está ahí, curando su herida de la batalla de Teruel. Javier no se ha unido a ellos todavía; en esta época, todavía está luchando; la bomba no ha caído todavía sobre su mujer y sus dos hijos, todavía tiene su despacho de arquitecto en Barcelona, su gran piso cerca de la plaza de Cataluña, su bella casa blanca de Sóller, en Mallorca, donde Ella y él, Thomas, han pasado casi tres meses el año anterior, en 1936; la mano izquierda de Javier está intacta, su espalda está aún virgen del espantoso corte que le obligará a meter de nuevo él mismo sus intestinos en el abdomen (Tomeo contará más tarde esta historia a Thomas) y a caminar kilómetros de este modo; Javier no está todavía muerto en el interior de sí mismo, llora por su España que se está suicidando y partiéndose en dos.

Es en este día cuando ambos, Ella y él, Thomas, están sentados en el estribo del Voisin C 24 Carène, cuando Ella le comunica que va a volver a Francia, que será de nuevo el nieto oficial de Papé y Mamé Allègre y que, por lo tanto, no va a vivir ya con Ella y «por favor, Thomas, hijo mío, no llores, porque yo misma no tengo demasiado valor y, si tú lloras, me echaré a llorar también…».

Ese día, en España, había la misma blancura deslumbrante en todo el cielo y hacía el mismo calor murmurante. Como hoy, mientras Javier Coll y los otros tres continúan hablando interminablemente en mallorquín.

Pero, de pronto, su conciliábulo termina.

Javier camina hacia Thomas y viene a sentarse también en el bosque de rocas. Tarda un momento en decidirse a hablar, lo cual es señal de que tiene mucho que decir.

—Lo primero de todo —dice al fin— es que te han encontrado. No sé cómo lo han hecho, pero han llegado hasta aquí, y eso es lo que cuenta. ¿Tal vez en tu habitación hay…?

—Ni en mi habitación ni en ninguna parte he dejado nada importante —dice Thomas—. Pueden registrarlo todo durante diez años.

Muy bien. ¿Has visto a los dos hombres de la carretera? Thomas asiente.

—Entonces, los reconocerás de aquí en adelante. Ahora, Thomas, yo quisiera que lo pensases bien, que repasases en tu memoria todo lo que ha sucedido esta mañana desde el instante en que te has despertado.

Thomas se toma su tiempo. Ha comprendido adonde quiere ir a parar Javier. Lo pone todo en su cabeza. Y dice:

—He cometido dos errores. El primero fue salir de la casa, andar por la terraza y por el sendero, a pesar de que presentía algo; el segundo fue guardarme para mí aquella impresión. Tenía demasiadas ganas de ver el Hispano y no le dije a usted nada.

(Thomas le trata de «usted» cuando habla en francés, pero le tutea en español).

Muy bien —dice Javier—. ¿Comprendes por qué te he hecho tener constancia de tus errores? Piénsalo bien.

—Ya está todo pensado —dice Thomas—. A partir de hoy todo ha cambiado. Me han encontrado y ya no dejarán de buscarme por todas partes, vaya a donde vaya. Saben que existo, cómo me llamo y a quién me parezco. Será preciso no cometer ningún otro error.

Javier Coll baja la cabeza y después la levanta. Sus ojos negros están ligeramente turbios. «Piensa en sus dos hijos muertos —se dice Thomas a sí mismo—; me compara con ellos y en lo que podrían haber llegado a ser si la maldita bomba no les hubiese matado; es muy desgraciado».

—Eres muy inteligente, Thomas, terriblemente inteligente. Hay momentos en que casi me das miedo.

(Con el rabillo del ojo, Thomas advierte que los otros tres españoles se mueven también; se diría que vienen a escuchar sus respuestas; pero no solamente por eso: Miquel maniobra, muy admirablemente y muy diestramente, como si no hiciese nada, justo como alguien que busca la sombra; pero seguramente no es ése su verdadero objetivo, está muy claro que Miquel va a desaparecer, va a esfumarse; Miquel es como un humo: de pronto se disipa y ya no se ve nada).

—Normalmente —dice Javier— no se le dicen estas cosas a un niño, no se le hacen esos cumplidos, porque podrían hincharle la cabeza. Pero no creo que haya peligro de que a ti te suceda. Lo cual no impide que tenga miedo por ti. Es muy difícil, es muy difícil vivir con una máquina que gira noche y día en la cabeza; en la situación en que estás, eso podría ser muy peligroso. Porque podrías tener demasiada confianza en ti mismo y creer que esos que te buscan son fáciles de engañar. ¿Comprendes?

—Comprendo —dice Thomas.

Sonríe a Javier muy amablemente. No recuerda haber oído nunca a Javier hablar tan largo rato. (Salvo hace años, cuando Ella y Thomas se encontraban en la casa de Mallorca, pero era en otro tiempo, en otra vida, y Javier entonces estaba alegre). A Thomas le gustaría mucho decirle a Javier lo triste que está por sus dos hijos muertos por la bomba, pero eso no arreglaría nada; cuanto menos se hable de las cosas que realmente hacen daño, mejor; como con Papé y Mamé Allègre, deja de hablar de ellos y entierra el recuerdo en el fondo de sí mismo, lo más hondo posible; no hay otra solución.

—Tendré mucho cuidado —dice Thomas.

Muy bien —dice Javier—. Vale.

Se levanta a su vez. Todos los españoles están ahora en pie delante de Thomas, sentado en su roca, con su boina en la cabeza y sus piernas colgando en el vacío, solo como ante un tribunal.

Todos los españoles excepto uno. Porque, sin desplazamiento visible, en todo caso sin hacer ruido, sin ningún signo, Miquel ha desaparecido, se ha esfumado.

—Escucha, Thomas —dice Javier—. Cuando Miquel y Tomeo dispararon con sus fusiles para permitirnos pasar, Miquel vio a alguien en las alturas, muy lejos, a alguien con unos prismáticos que lo miraba todo, un hombre alto y rubio. Y también había otro hombre por la parte de Bandol, acechando también.

El detalle vuelve en seguida a la mente de Thomas, un detalle que había relegado maquinalmente a un rincón de su memoria, mientras esperaba, sentado en la tierra seca, a que Joan viniese a embarcarlos en su camioneta.

—Un hombre en una motocicleta, a un kilómetro por lo menos. Creo que tenía unos prismáticos.

Un hombre cuya presencia debería haber señalado, pero entonces estaba intentando reprimir su gran dolor, pensando en Mamé y Papé Allègre y…

—Está bien, Thomas —dice Javier.

—Es un tercer error que he cometido.

—Dejemos de hablar de eso, Thomas.

Vale —dice Thomas.

—Hablemos más bien de lo que significa la presencia de esos hombres. Si fueses un muchacho vulgar no te mezclaríamos en estas cosas, porque somos responsables de ti, aunque también nosotros hayamos cometido errores graves. Pero tú no eres un muchacho vulgar. Y comprendes lo que quiere decir la presencia de esos hombres, ¿no?

Thomas se toma de nuevo su tiempo para reflexionar. Luego asiente.

—Hay dos grupos de hombres —dice—. Uno que debe entrar en la villa para capturarme, y otro que no hace nada más que seguirnos. Tal vez hay dos jefes que no están de acuerdo entre ellos. O bien…

—Continúa —dice Javier.

—O bien hay un solo jefe, pero es muy astuto. Ha adivinado que el primer grupo no conseguirá atraparme a causa de vosotros, y que la única cosa inteligente que puede hacer es la de seguirnos. Haciéndonos creer que habíamos conseguido escapamos. O tal vez…

—Continúa —dice Javier.

—O tal vez…

Thomas se interrumpe de nuevo. Porque todo se ha vuelto extraordinaria y espantosamente claro.

—Tal vez para obligar a alguien a venir a buscarme y para atrapar a ese alguien.

(Siempre esa imposibilidad de decir «Mamá»).

Silencio.

Muy bien —dice Javier con una voz sorda y como estrangulada. Sólo entre los tres hombres que están frente a él, Tomeo sonríe a Thomas, con una cálida amistad. Tomeo es el más alegre, el más joven de los cuatro españoles; tiene dieciocho años y medio, no sabe leer, y cuando Thomas quiere compartir el placer de una lectura, Tomeo es el interlocutor ideal. Durante tardes enteras puede escuchar, fascinado, el relato (bastante adornado por la imaginación de Thomas) de las aventuras de Rouletabille o de Pistol Peter; sonríe a Thomas como a un hermano menor que acaba de responder brillantemente a un examen muy difícil y del cual se siente enormemente orgulloso.

Thomas le devuelve la sonrisa. Pero el mecanismo de su cabeza continúa girando y le tortura; ha reconsiderado todo su razonamiento y lo encuentra lógico, irremediablemente. Y ve bien que Javier Coll ha calculado lo mismo; Javier no necesita de mí para que le explique esas cosas, sólo desea que llegue a la misma conclusión que él.

Thomas mira el suelo que hay entre sus pies y pregunta:

—¿Es que Ella debía venir para mi cumpleaños?

—Sí. Sobre todo porque no pudo venir el año pasado.

—¿Está Ella en Francia?

—Todavía no lo sé. No sé dónde está. Tenía que saberlo hoy.

—¿Y si Ella fuese a la villa roja?

Javier mueve la cabeza: no. Asegura que, felizmente, no hay ningún riesgo por ese lado.

—Era yo quien tenía que llevarte a Ella, Thomas. Pero ahora ya no es posible —prosigue Javier, vencido por el pesar y la vergüenza. Y los otros dos, Joan y Tomeo, vuelven la cabeza: sus rostros muestran la misma tristeza; casi hay lágrimas en los ojos de Tomeo.

—Ahora ya no es posible —dice Javier—, con esos hombres que nos siguen y de los que no sabemos cuántos son. Hemos visto dos o tres, pero quizá son treinta o cuarenta, o más todavía, quizá nos rodeen por todas partes. Y tú lo has comprendido bien, Thomas: creo que esperan que les conduzcas a tu madre.

—Es preciso que no la atrapen —dice Thomas, como si anunciase su propia muerte.

—Sí, es preciso.

—Prefiero no verla —dice Thomas.

Al decir esto, siente que su garganta se endurece, se ve obligado a arrancar de ella cada sílaba, la cabeza le da vueltas, tiene ganas de vomitar y se aferra con una enorme desesperación a la roca en que está sentado. Porque es terriblemente difícil de decir, para él que, desde hace dos años, cuenta los meses, las semanas, los días y las horas en espera de volverla a ver; es la cosa más difícil que ha hecho nunca.

Creo que, creo que desgraciadamente es lo más razonable. Es una decisión muy valerosa, Thomas. Pero yo tendré que ir a verla y conseguir hablar con ella de alguna manera, sin ser seguido por nadie. Seguro que Ella también tiene muchas ganas de verte, tantas ganas que es capaz de correr los mayores riesgos.

—Debe usted decirle que yo no quiero verla y que Ella no debe tratar de verme. Que soy yo quien se lo pide. Dígaselo bien claro.

Javier Coll mueve la cabeza y está claro que a él también le cuesta hablar. Se establece un silencio penoso, roto por el silbido, a veces crepitante, de los gasógenos.

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