Daddy

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Daddy

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Sonríe al policía con benevolencia, mientras piensa: «Si aparece Jurgen Hess en este momento, serás muerto, amigo mío… Y quizá debería ordenar a Soëft que te matase, por la única razón de que me has visto». Pero el hombre ya ha reanudado su carrera y, mientras galopa con sus cortas piernas, intenta torpemente desenfundar la ridícula pistola que le sirve de arma. Por su parte, Gregor Laemmle también se pone de nuevo en marcha. Desciende hacia el paseo de Mirabeau. Sin razón precisa, incluso sin ninguna razón. Sólo con la sensación de que todo el asunto tiene mal cariz, por una causa que se le escapa. En realidad, está tomando sus distancias, tanto más cuanto que, al echar una ojeada detrás de él, ve que Soëft ha bajado también del coche y, de pie en la salida del porche, está acechando, sin conseguir ver nada, con cara sombría, la tan esperada llegada de su jefe Jurgen Hess con un niño en los brazos.

«Je, je, je», piensa Gregor Laemmle, sin saber muy bien por qué bromea, o prefiriendo no saberlo.

Se comienzan a oír, en la ciudad bruscamente sacada de su sueño, unos encadenados silbatos. Unos policías acuden. Ya hay cuatro en el paseo Mirabeau: pedalean valientemente en sus bicicletas. A causa de ellos, Gregor Laemmle da un sesgo a su marcha y se adentra en la primera callejuela que se presenta. Se sumerge de pronto en un mundo de silencio y de noche: el estrépito de la batalla no ha llegado hasta aquí; la única luz es dispensada por una ventana baja, apenas mayor que un tragaluz, que airea el horno de un panadero. A través de un cristal muy sucio, se puede ver al hombre y a su aprendiz retirar del homo sus barras de pan. Gregor Laemmle se detiene. El mistral del pleno día se ha adormecido, hay languideces entre dos borrascas que dan vueltas y, en esas calmas súbitas, la tranquilidad es total. Entonces se oye, o más bien se capta, el respirar, a diez o quince metros de distancia, el jadeo de alguien sin aliento que va corriendo. A Gregor Laemmle se le presenta de inmediato la imagen de un fugitivo, de un escapado de la batalla, que muy bien podría ser español. Tiene el tiempo justo de deslizarse en una rinconada, felizmente muy oscura y muy profunda. «La coincidencia sería un poco fuerte —se dice a sí mismo—. He abandonado el teatro de la lucha, me he alejado tranquilamente, como Baptiste, ¡y voy a toparme con un asesino que mis propios asesinos no han asesinado! Es absolutamente estúpido».

Desde el rincón en que está agazapado, gracias al rayo de luz emitido por el homo, tiene la mejor vista posible sobre la callejuela que acaba de abandonar. No debe esperar mucho: una silueta se adentra en ella; durante unos segundos se queda inmóvil y vacila. Es alguien muy pequeño, muy frágil, lleva pantalones cortos y una boina; lanza en todas direcciones una turbadora mirada gris que no demuestra temor, sino todo lo contrario: más bien es fría, de una perspicacia asombrosa. La impresión que recibe Gregor Laemmle es extraordinariamente fuerte; no la olvidará nunca. Pero esa impresión no es debida al milagro que ha hecho que se crucen el camino del cazador y el de la presa en el momento en que la caza parecía definitivamente fracasada; tampoco es debida a su propio aislamiento, el aislamiento de alguien que acaba de alinear a treinta o cuarenta hombres de choque y que podría movilizar diez veces más; ni siquiera es debida al áspero regocijo del acoso concluido al fin.

Está fascinado, simplemente. Más adelante, divertido y seducido —ha releído cinco o seis veces el libro de Thomas Mann—, deslindará los rasgos comunes que tiene con el personaje central de La muerte en Venecia. Por el momento, todo es instintivo y casi nada ha sido meditado. La fragilidad de la silueta infantil, y también una cierta manera de mover la cabeza, de sacarla de los hombros, y esa lentitud en el giro del cuerpo y sobre todo la mirada, que sin duda es igual a la de Ella

Cuando el niño echa a andar de nuevo, Gregor Laemmle le sigue, a prudente distancia. En ningún momento ha tenido la idea de avisar a Jurgen Hess y a sus perros corredores. Y si hubiese tenido esa idea, la habría descartado en seguida.

Ha ido de tejado en tejado, de un edificio a otro; ha pasado por varios tragaluces en los que nadie, salvo él, se habría deslizado. Y para no desgarrar su pantalón y su camisa, se los ha quitado resueltamente. En dos o tres ocasiones, unos hombres han corrido sobre las tejas a un metro de él. Una vez, incluso, ha pasado por una alcoba cuyos ocupantes no le han visto porque están entretenidos mirando por la ventana, preguntándose qué es ese estrépito. Ha efectuado tres intentonas para llegar a nivel de la calle, ayudándose con canalones, y las tres veces ha tenido que subir de nuevo: abajo había centinelas y automóviles. De todos modos, ha concluido por pisar el suelo. Se ha vestido otra vez y se ha visto obligado a caminar únicamente por unas oscuras callejuelas; sólo una de ellas está un poco iluminada, a causa de un panadero en plena tarea, y en ésta ha dudado, sintiéndose observado; pero no ha descubierto nada, ni siquiera bajo esa bóveda sombría, donde muy bien podría haberse escondido alguien; por lo demás, si hubiese sido un patrullero enemigo habría saltado sobre él.

Así que ha echado a andar de nuevo, y en Aix, que sólo conoce por las descripciones del coronel y de la gobernanta, ha tenido que zigzaguear no poco para llegar a su primer objetivo: el claustro de Saint-Sauveur. Ha entrado en él. Ha ido hasta el rincón opuesto a la puerta, el más oscuro, y ha esperado allí, acuclillado y procurando no ensuciarse, hasta que las primeras luces del alba iluminan los bárbaros relieves de la estatua de San Pedro, con unas manos y unos pies desproporcionados. Sale entonces del claustro, después de haber contado una vez más su dinero: tres monedas de veinte francos en el bolsillo derecho de su pantalón, otros mil francos en el lado izquierdo, más veinte mil francos en billetes de cien que lleva bajo su cinturón, pegados a la piel, en una bolsita de goma sujeta con un cordoncillo. Luego ha descendido hasta la estación con el fin de tomar el primer tren para Marsella.

De allí sale, con destino a Lyon, el tren de las diez y cincuenta y tres. Pasar los controles e incluso sacar el billete sólo le ha costado un poco de imaginación y de desparpajo, y, por supuesto, algún dinero. Ha elegido cuidadosamente a una mujer vieja entre la enorme multitud que bate como una resaca la estación de Saint-Charles; la ha señalado desde lejos como si fuese su abuela, que camina dificultosamente y está muy triste desde que ha sabido el doble fallecimiento de su hijo y su nuera, «es decir, mi papá y mi mamá, y si yo no me ocupo de ella, ¿quién se ocupará?».

Ayuda a la anciana señora a subir con él al vagón de primera clase, después de haberle hecho derramar algunas lágrimas contándole cómo acababa de perder a su pobre papá, a quien estaba destinado el segundo billete. La señora se dirige hacia Tarare y, cuando llegan a Lyon, mientras espera su enlace con otro tren, obsequia a Thomas con una suculenta merienda con auténticos panecillos blancos y chocolate, en una panadería que pertenece a su sobrino. «Pobre pequeño, no te irás sin nada; toma, pues, este chocolate y este pan, y también un poco de bizcocho, que ya no se encuentra mucho en los tiempos que corren; hay que saber arreglárselas. ¿Y dónde vives en Lyon? De acuerdo, vas a los lavabos y mi sobrino te llevará luego a casa de tu tío en su gasógeno…».

Thomas se evade por la ventana de los lavabos y vuelve a Perrache, donde repite su táctica marsellesa, pero esta vez con un cura y con destino a Grenoble.

Pero ahora la cosa no funciona, «no habría debido sacar dos billetes de primera esta vez». El cura le desmiente cobardemente y Thomas, por su parte, mira fijamente, tranquilamente, a los gendarmes con su mirada gris y replica:

—¿Viajar solo? ¿Quién viaja solo? ¡Yo no viajo solo!

Los gendarmes miran alrededor de él y no ven concretamente a nadie (el cura, que tiene tanta caridad cristiana como los indios con que se enfrenta Pistol Peter, ha escapado para subir a su vagón de tercera clase). Los gendarmes le hacen esta observación.

—¿Y mi tío? —dice entonces Thomas—. ¿Dónde dejan ustedes a mi tío? Está en el compartimiento del extremo de este vagón. Es pequeño y grueso, tiene los ojos amarillos y los cabellos rubios, lleva un traje color crema y unos zapatos blancos y negros. Tenía también un sombrero que hacía juego, pero en Aix lo tiró a una alcantarilla. Está loco. Pero es mi tío, no se puede elegir a la familia.

—Pues naturalmente que soy su tío —dice Gregor Laemmle a los gendarmes—. Me parece que esto se ve; el parecido salta a la vista. Los ojos no, por supuesto, ni la cara, ni los cabellos, ni la silueta general, pero no cabe duda de que tenemos un aire de familia. Mi sobrino Aloysius…

—Nunca me he llamado Aloysius —dice Thomas con sadismo.

—En realidad, mi sobrino se llama Otto, pero siempre ha detestado…

—Tampoco me llamo Otto —dice Thomas—. Todavía menos que Aloysius, si eso es posible.

—Es el hijo de mi hermana —explica Gregor Laemmle a los gendarmes—. Ha heredado de su madre el espíritu de contradicción. Mi hermana tiene tal espíritu de contradicción, que si se ahogase en el Ródano a la altura de Arles, remontaría la corriente hasta las fuentes del San Gotardo.

Gregor Laemmle sonríe a los gendarmes, a los que ha hablado con un asombroso acento suizo.

—¿Puedo hacer algo más por ustedes?

—No —responden los gendarmes con alguna vacilación. Han escrutado largo tiempo los documentos de identidad que les ha presentado su interlocutor y que establecen su nacionalidad suiza y su pertenencia a la Cruz Roja Internacional. Los gendarmes acaban por dejar el compartimiento. Sin embargo, antes de alejarse por el pasillo, hay uno que se vuelve y pregunta:

—¿Es cierto que ha tirado usted su sombrero en una alcantarilla de Aix-en-Provence?

Gregor Laemmle no se inmuta.

—Absolutamente cierto —dice—. Siempre procedo así cuando una cosa ha dejado de gustarme. Una vez, en Lausanne, fue mi pantalón. Nosotros los suizos tenemos más fantasía de la que se podría esperar.

Esta vez los gendarmes se van definitivamente; salen del vagón y del tren. Treinta segundos después, el tren de Grenoble arranca.

—¿De modo que te he seguido desde Aix?

—No se atrevió usted a entrar en el claustro detrás de mí, eso es cierto. Pero permaneció ante la puerta todo el tiempo que yo estuve allí.

El tren rueda.

—¿Me has visto?

—Le he visto antes de entrar y todavía estaba allí cuando salí.

Thomas elige y pesa cuidadosamente sus palabras. Ha determinado su estrategia: debe parecer inteligente, pero no demasiado, ni demasiado inocente tampoco.

A pesar de ello, este hombre de ojos amarillos le desconcierta enormemente. Le intriga incluso, y tal vez le atrae. Al obligarle a intervenir cuando los malditos gendarmes han venido a importunarles, Thomas no ha obrado en absoluto bajo el impulso del momento; ha sido un desplazamiento de pieza enormemente calculado. Estaba esperando una ocasión así para poner a prueba al que le sigue desde hace ahora diecisiete o dieciocho horas. Porque también esta vez piensa en el ajedrez: adelantas una pieza (normalmente, para este examen probatorio, Thomas utiliza con preferencia un caballo, que progresa dando saltos por el tablero, de una manera casi errática), adelantas, pues, una pieza sin razón, justo para saber si tu adversario se sorprenderá o no, si descubrirá que sólo se trata de una añagaza; en resumen: para saber cómo va a reaccionar…

Pues bien, frente a los gendarmes, el adversario ha reaccionado pronto y bien, no cabe la menor duda. De una manera errática también: «Es realmente fuerte…».

—Me siguió usted también —dice Thomas— cuando me dirigía a la estación de Aix. Fue en ese momento cuando usted tiró su sombrero.

—¿Y por qué hice eso?

—Porque un sombrero como aquél se veía a quinientos kilómetros.

—Era un bonito panamá. Me he separado de él con gran disgusto.

—Y para nada, porque yo ya le había visto.

—Tal vez no era de ti de quien yo me escondía —comenta tranquilamente el Hombre de los Ojos Amarillos.

Thomas reflexiona. Acaba asintiendo.

—Es verdad —dice—. Pero también se escondía de mí.

—Tal vez no me escondía en absoluto de ti, sino de los otros, de los que nos seguían a los dos. Tal vez era simplemente que no quería que esos otros nos viesen a ti y a mí juntos.

Nueva reflexión, con gran calma.

—Eso se tiene en pie —dice Thomas.

El tren se detiene, arranca de nuevo.

—¿Oíste disparos en Aix?

—Oí ruidos.

—Han disparado unas personas que luchaban. Por ti.

Silencio. «Ahora, la partida ha comenzado de verdad —piensa Thomas—. No debo cometer ningún error».

—Yo podría formar parte —dice el Hombre de los Ojos Amarillos— de los que te quieren mal.

—Es muy posible —dice Thomas.

Clava otra vez sus ojos grises en los ojos amarillos; después aparta la vista y finge interesarse por el paisaje que desfila por la ventanilla.

—Yo podría formar parte de las personas que te quieren mal, a buen seguro. Pero en ese caso, cuando esperé unas horas a que salieras del claustro, me pregunto por qué no fui en busca de refuerzos. Habría podido hacerlo fácilmente.

—Quizá tuvo miedo de que yo me fuese mientras usted iba en busca de refuerzos.

—En varias horas, habría tenido tiempo de buscar otras soluciones. Pasaron por allí varias personas: habría podido pedirles que transmitieran un mensaje.

Silencio.

—Pues bien, no hice nada. Solamente esperé a que salieras. Ésa es la prueba de que no te quiero mal.

—No necesariamente —dice Thomas.

E inmediatamente después, en el segundo siguiente, se arrepiente mortalmente de haber respondido «no necesariamente».

El tren se detiene otra vez, parte de nuevo.

Porque, en buena lógica, desde el momento en que ha respondido «no necesariamente», el Hombre de los Ojos Amarillos va a preguntarle qué otra razón tenía de no hacer nada en absoluto mientras que él, Thomas, se encontraba en el claustro, esperando la venida del día y la salida del primer tren para Marsella.

—Y según tú —pregunta en efecto el Hombre de los Ojos Amarillos—, ¿por qué no intenté cogerte?

—Quizá trataba de cogerme usted solo, para tener una medalla —responde Thomas.

El Hombre de los Ojos Amarillos suelta una risa.

—Creo que tienes mucha imaginación, Thomas.

«¡Sabe mi nombre! —observa en seguida Thomas—. Sabe mi nombre y no lo ha pronunciado por azar, por distracción. Lo ha hecho expresamente. Es terriblemente fuerte». Y durante algunos segundos, Thomas está realmente al borde del pánico; es la primera vez que se encuentra enfrentado con alguien tan fuerte, ¡quizá más fuerte que él!

En definitiva, sólo le salva un antiguo recuerdo que tiene de Ella, perdido en los limbos de la propia memoria. Él tenía cuatro años, tal vez menos, cuando Ella le enseñó a mover las piezas sobre el tablero. Disputaron cincuenta o cien partidas. Jugando con su boquilla plateada y negra, Ella le miraba fijamente con los ojos iluminados por una sonrisa; le vencía, le aplastaba cada vez, absolutamente despiadada, acosándole de casilla en casilla, hasta que él se derrumbaba y lloraba de rabia ante su propia debilidad, mientras Ella le decía que eso era justamente la vida, que nadie le haría nunca un favor, que debía aprender a conservar la calma, a permanecer lúcido y frío, sobre todo cuando se sintiese arrinconado, caído en la trampa, triturado, porque era en esos momentos cuando cada uno demostraba su verdadera medida. «Oh, cariño, mi amor, mein Schatz —le decía Ella tomándole en sus brazos y llorando con él—, ¿por qué otro medio podría armarte para esa vida que tendrás por mi culpa?». Poco a poco comenzó a resistirla, luego a vencerla, al principio de cuando en cuando, después una vez de cada dos, después dos veces de cada tres, después, sistemáticamente, cada vez, tan implacable como lo había sido Ella, y entonces Ella lloraba, pero ahora de alegría. Cuando él se avergonzaba de haberla derrotado así, era Ella quien le consolaba y acababa por arrastrarle en una de sus maravillosas risas locas que tan bien sabía provocar.

—Todavía no has contestado a mi pregunta, Thomas. No has contestado de verdad, sino con esa réplica, por otra parte bastante divertida, sobre la medalla que podía recibir. Pero eso no es una respuesta, es una esquiva. Tú estabas en el claustro, yo sabía que sólo podías salir de allí por la misma puerta que te había servido para entrar. Has estado allí horas y, sin embargo, yo no he intentado nada, ni siquiera saltarte encima para hacerte prisionero. ¿Por qué, Thomas?

«Este cerdo —piensa Thomas—, con sus malditos ojos amarillos, está empujándome a través de todo el tablero, con su dama, su torre y todos los chirimbolos. Pero no voy a responderle. Unos clavos. Voy a cerrar mi boca. Responderle para demostrarle que soy muy astuto sería el peor error que podría cometer. Ahora voy a hacer de muchachito perdido y que tiene miedo. Quizás él no lo crea del todo, pero tendrá una duda, y no conseguirá determinar el grado de mi fuerza. Por el momento, eso es realmente todo lo que puedo hacer».

Por otra parte, Thomas tiene sueño de verdad, no necesita fingirlo. Como máximo, ha dormido dos horas en la noche anterior. Está fatigado y le pesan los párpados. El frío mecanismo de su cabeza también se hace más lento. Y, sin embargo, gira, o al menos ha girado admirablemente bien hasta este momento. Por ejemplo, le ha proporcionado hace tiempo la respuesta a la pregunta que el Hombre de los Ojos Amarillos no cesa de hacerle. Respuesta simple y clara: «No ha saltado sobre mí en el claustro, no ha intentado apoderarse de mí y se ha limitado a seguirme porque yo no soy lo que él quiere. Porque piensa que estoy en camino para reunirme con Ella, y lo que él quiere es apoderarse de Ella, sólo de Ella. Hace lo mismo que Pistol Peter, que sigue al caballo de los bandidos y el caballo le muestra el camino, pasando bajo la cascada en que la gruta secreta está escondida, y de este modo puede detener a todos los bandidos. ¡Pero yo soy, de todos modos, un poco más astuto que un caballo!».

He aquí la respuesta que podría dar. Pero, por lo demás, puede haber otra: podría ser que el Hombre de los Ojos Amarillos haya sido delegado por Ella, a escondidas de los españoles, para ofrecerme una protección nueva y suplementaria, «¡pero yo creo en esto casi tanto como en los ángeles guardianes y en el diablo con cola de horquilla del que la pobre Mamé Allègre me hablaba mientras pelaba sus patatas!».

Tiene un sueño terrible, pero teme dormirse frente al extraño Hombre de los Ojos Amarillos. El tren se ha detenido de nuevo, y en un momento suben al vagón de primera clase una treintena de estúpidos con grandes boinas en la cabeza, la mayoría con pantalones cortos, algo que da ganas de reír (hasta el Hombre de los Ojos Amarillos intercambia con él una mirada de complicidad sarcástica). Agrupados en tomo a una especie de ministro afectado de menopausia, esos responsables de la cantera juvenil, muy franceses a juicio de Gregor Laemmle, es decir, bajitos, velludos, despechugados, gritones, convencidos de ser el centro del mundo y la sal de la tierra, sacan el pecho y adoptan posturas agresivas. Se entregan a una involuntaria parodia de juventud-viril-y-sana y Mariscal-aquí-estamos, copia lamentable y grotesca de la fuerza-por-la-alegría. La mirada ferozmente aguda de Thomas les ve tal como son: lo que Papé Allègre habría llamado «unos malditos monigotes» que creen cada palabra que dicen, que creen también que son hombres, y muy fuertes y muy enérgicos.

Thomas les odia.

Lo cual no impide que su presencia le tranquilice. Deja de luchar contra el sueño y duerme profundamente cuando el tren llega al fin a Grenoble.

Gregor Laemmle mira al Niño dormido y casi tiembla. Allí están, el Niño y él, sentados frente a frente en los asientos de ventanilla del compartimiento de primera clase. La fascinación que se había apoderado de él en la noche de Aix, en el centro del halo de un homo, no se ha debilitado en absoluto.

Mira dormir al Niño que, después de haberle clavado cinco o seis veces los ojos en pleno rostro, ha pasado todo el resto del tiempo con la frente apoyada contra el cristal… sin que Gregor Laemmle pueda determinar si eso es una esquiva, un rechazo, la manifestación de una total indiferencia o el simple efecto de la fatiga física en un muchachito de once años agotado por una noche en blanco y un viaje en tren. «¡Lo peor es que me pregunto si no mantiene esa duda expresamente!».

Afuera, la noche ha caído. Enfrente del Niño, le invade una timidez extraña, increíble, que le deja estupefacto. «Estoy —piensa Gregor Laemmle— enamorado de una mujer y de su hijo, de los dos juntos, que no son más que uno para mí, situación poco vulgar por no decir extravagante, y cuya extravagancia aumenta aún más por el hecho de que se les persigue con el solo fin de cortarlos en pedazos. Siempre he creído que yo estaba fuera de las normas, pero la verdad es que ahora me estoy pasando…».

El tren entra en Grenoble.

«Para acabar, los cortaré en trozos muy pequeños, sin ninguna duda. Me conozco: mi sadismo natural prevalecerá. Esto acabará mal; no tengo en mí la menor confianza».

El tren se inmoviliza.

«Tendré que matarlos al uno y a la otra, tan pronto haya terminado de jugar con ellos como un gato. Cada uno de nosotros mata lo que ama, como decía mi querido Oscar. Y yo, siempre he sabido que me mataría. ¡Así que los otros…!».

El tren está detenido desde hace tres o cuatro minutos largos. El ministro francés en gira de inspección de las Canteras de Juventud ha descendido, seguido de su cohorte de pantalones cortos.

—¿Thomas?

Dormía de verdad.

—¿Thomas? Hemos llegado.

Salen juntos de la estación, inverosímilmente asociados a partir de este día. Y lo que es peor: éste es un punto en el cual Gregor Laemmle ve muy claro.

Se llama David John Quattermain, y en este momento entra en la historia de Thomas y de Gregor Laemmle, en la que será el tercer personaje esencial. Él no sabe nada de esta historia, ignora hasta la existencia de Thomas, y con mayor motivo lo que ha ocurrido en Sanary, en Aix-en-Provence y en Grenoble; a decir verdad, aparece casi indiferente a lo que ocurre en Francia, en Europa, aunque la caída de París, veintisiete meses antes, le ha dejado melancólico por una noche.

Es difícil imaginar algo más apacible y suave que Vermont durante el otoño. Quattermain se encuentra aquí desde hace una hora; camina entre el llamear de los arces de follajes tostados, iluminados por el verano indio. Es un hombre de elevada estatura, de unos treinta y cuatro años, de una gran indolencia, de una igual libertad de gestos, que avanza a pasos amplios y flexibles, a pesar de una leve cojera, apenas perceptible, secuela del accidente de automóvil de 1936, en el cual hizo pedazos su Duesenberg y su cadera. Sale de varias semanas consecutivas extraordinariamente sobrecargadas: en compañía de su primo Emerson y de Joe Sowinski, director del departamento extranjero del banco familiar, ha efectuado un aburrido viaje a Venezuela y a Buenos Aires, durante el cual han hablado mucho de petróleo, de estaño y de otras materias primas. Regresado a Nueva York justo a tiempo para sentarse en el consejo de administración del Moma (el museo de Arte Moderno fundado por el Clan y especialmente por su tía Abbie), ha vuelto a salir en seguida hacia Chicago y Saint-Louis con el fin de fingir apasionarse por las inversiones que el primo Larry le ha persuadido hacer, en la compañía aeronáutica Eastern Airlines primero, y luego en la fábrica de aviación de un escocés de Arkansas, un tal James S. McDonell; a pesar de su indiferencia absoluta ante los negocios, Quattermain ha acabado firmando dos cheques —uno de doscientos cincuenta mil y el otro de ciento ochenta mil dólares— que le han permitido convertirse en el segundo accionista importante, después del primo Larry, naturalmente.

Sucede que Larry es el mayor de sus siete primos; lo que equivale a decir que se convertirá en el hombre más rico del mundo en cuanto el tío Peter haya estirado la pata.

Y puesto que Quattermain tiene su talonario en la mano, ha aprovechado la ocasión para hacerle extender otros cheques, entre ellos uno de ciento veinticinco mil dólares a favor de la Asociación para el Progreso Sudamericano. El primo Henry es su presidente, y su objetivo es el de eliminar de la América Latina los intereses alemanes e italianos (ya que están en guerra con esas gentes, más vale aprovecharse), pero también británicos y franceses, en beneficio de empresas y capitales norteamericanos. «Que al menos sirva para algo esta estúpida guerra de Europa —ha dicho el primo Henry, que sueña con instalarse un día en la Casa Blanca—; hay buenas inversiones en la cartera británica de América del Sur; ¿por qué no recogerlas desde ahora? Ya es hora de poner fin a esa colonización inglesa… y, además, el préstamo y arriendo nos cuesta bastante caro…».

David Quattermain ha empleado en total unos nueve millones de dólares de capitales, siguiendo las directrices del Clan. Como siempre. Un Clan del cual él no lleva el nombre, porque sólo es primo por su madre, pero del que forma parte por nacimiento, por tradición, por las afianzas múltiples, por las relaciones sociales y por su fortuna propia; cuando era niño, apenas pasaba un domingo de verano en el que no fuese a jugar con los primos Larry, James, Emerson, Henry, Winthrop y Rodman en los centenares de hectáreas de la casa de campo del tío Peter, en las orillas del Hudson; él sólo ha recibido catorce millones de dólares en 1934, cuando las leyes del New Deal de Roosevelt obligaron a su madre a repartir la fortuna familiar entre ella misma, las dos hermanas de David y David en persona; en cuestiones de dinero, hay que convenir (él conviene en ello, y además le hace reír) que David no ha tomado nunca la más mínima decisión personal, sino que se ha limitado a seguir los consejos del tío Peter y de sus primos, y le ha ido muy bien con ello: ha duplicado ampliamente su capital inicial.

Evidentemente, ha ido a Princeton y, ante la sorpresa general, ha salido de allí con una licenciatura de filosofía. Después vino Harvard, pero apenas por un año y medio: el derecho le aburría mortalmente. No se ha casado; hace más de diez años que esquiva todas las trampas matrimoniales que le son tendidas, con un éxito del que nadie podría decir exactamente si es el fruto de un engranaje infernal o el efecto de una pereza natural reforzada por la irresolución más absoluta.

La víspera ha firmado el último de los cheques que se esperaban de él: trescientos veinte mil ochocientos cincuenta y un dólares para las actividades filantrópicas que todo miembro del Clan debe necesariamente practicar. Una vez cumplidas todas sus obligaciones, telefonea a su despacho de Washington para anunciar su próxima llegada.

Ha puesto rumbo al norte, en coche, solo, en dirección a esa pequeña granja de Vermont que ha comprado cuatro años antes dentro de la mayor discreción, incluso a espaldas de sus consejeros fiscales, para albergar allí sus amores con bailarinas o con cualquier cosa que lleve faldas.

Acaba de llegar. Camina, pues, bajo los arces a la vista del lago Champlain. El equipaje ha quedado en el maletero del Packard V 12. Se dirige hacia la granjita donde, dentro de dos o tres días, Ginny la de las largas piernas se reunirá con él (¿o es Tessa?; no, creo que es Ginny: Tessa es morena) tan pronto termine con su estúpida gira teatral durante la cual su compañía rueda el futuro espectáculo de Broadway.

Entra en la casa y, al hacerlo, entra en la historia.

Los dos hombres, que él nunca ha visto, están, en efecto, en el interior.

En el hotel de los Trois Dauphins, en la plaza Grenette de Grenoble, el Hombre de los Ojos Amarillos ha obtenido las habitaciones. Unos oficiales italianos ocupaban el lugar en todos los sentidos del término, pero las cosas se han arreglado en seguida; se ha mantenido un conciliábulo en el que se han reunido las fuerzas armadas de Mussolini, el director de los Trois Dauphins y el Hombre de los Ojos Amarillos; éste no ha dejado de sonreír a Thomas, que ha permanecido apartado.

Finalmente ha quedado libre un auténtico apartamento.

El Hombre de los Ojos Amarillos se ha presentado como Pierre Golaz-Hueber, suizo de Lausanne, representante de la Cruz Roja Internacional; ha enseñado un pasaporte, unos documentos en francés y en alemán, unos fajos de billetes enormemente grandes que llenan sus bolsillos; incluso ha conseguido que le sirvan en un salón contiguo a sus dos habitaciones, con unos candelabros de plata y unas velas (éstas encendidas, aunque la electricidad funciona) y donde les han servido abundante foie gras, un pato asado, tres clases de legumbres, cuatro postres y champaña.

—Yo no tomaré champaña, gracias —dice Thomas.

—¿Lo has bebido alguna vez?

—No.

Esto no es cierto, pero Thomas se dejaría arrancar la lengua antes de contar cómo, una vez, en Saint-Moritz, Ella le hizo beber una copa de Dom Pérignon. Él se sintió totalmente aturdido. La sala del restaurante estaba extrañamente turbia y se movía, y Ella y él bailaron juntos, Ella con un vestido negro y blanco adornado con encajes; el mecanismo no funcionaba ya tan bien, y entonces ella le ha cogido y se lo ha llevado, y aquella noche, en la penumbra de la habitación, Thomas se durmió entre sus brazos, loco de felicidad y acunado por su voz: «Oh, te quiero, Thomas; eres mi hijo y mi hombre, mein Schatz, eres otro yo mío, yo viviré dos veces por el solo hecho de que tú existes. No me mires así; que Dios te proteja de tu propia inteligencia; entras en la adolescencia con todas las armas que yo te he dado, tal vez demasiadas, por mi culpa; casi tengo miedo de lo que he hecho de ti. Ven junto a mí, más cerca, así estamos bien, mi pequeño adorado».

—Bebe un poco de champaña —dice suavemente el Hombre de los Ojos Amarillos.

—Soy demasiado joven.

—Tú nunca has sido joven, Thomas. Pruébalo al menos…, hablo del champaña.

—No, gracias —dice Thomas.

Toma entre sus dedos la copa, la vuelca, derrama el líquido y luego reanuda tranquilamente su comida. Tiene un hambre enorme.

Reflexiona, tras haber cerrado el cajón del recuerdo, y pone en marcha la mecánica fría. Calcula cómo va a proceder ahora, cuando le pise los talones el Hombre de los Ojos Amarillos, «que se llama Golaz-Hueber como yo me llamo Mistinguett; quizá habría debido escapar en la estación de Marsella, aprovechando la mucha gente que subía en los trenes. Quizá. A no ser que ellos sean veinte o treinta, corriendo detrás de mí. Y si eso es así, él ha hecho expresamente que yo le vea, con su sombrero estúpido y sus ropas tropicales que parecen las de Savorgnan de Brazza en los viejos números de la Illustration. Y así yo podría haber creído que él estaba solo y habría dejado de inquietarme y ya no habría prestado atención a los otros treinta… Y todavía hay otra cosa: tú te has servido de él para subir al tren y sobre todo para quedarte allí, para burlar a los malditos gendarmes y para pasar la línea de demarcación. Sin contar que todavía te sirves de él, puesto que no sabes dónde comer y dormir en Grenoble. ¡Qué terrible es tener once años!».

—Le ruego que acepte mis excusas —dice Thomas— por el champaña que he derramado.

—El mantel y yo aceptamos tus excusas.

Thomas se mantiene muy erguido, con los codos pegados al cuerpo, manejando el cuchillo y el tenedor como Ella le ha enseñado. El Hombre de los Ojos Amarillos se calla y le observa sin descanso. «¡Si cree que me va a impresionar, se equivoca del todo!».

Thomas está dispuesto, espera la pregunta; seguramente se la hará de un momento a otro: para qué ha venido a Grenoble, y lo que va a hacer aquí y cómo y con quién.

De acuerdo.

Quattermain apenas se sorprende de que la puerta de la casa no esté cerrada: la señora Annacone, encargada de su mantenimiento y prevenida de su llegada, habrá considerado inútil o se ha olvidado de dar la vuelta a la llave como de costumbre; después de todo, están en un lugar remoto de Vermont, donde los vagabundos son rarísimos.

Quattermain entra. La casa se compone de tres habitaciones, más un cuarto de baño, una cocina y un office; la más vasta de las habitaciones es una sala de estar, en cuyo centro hay una chimenea de piedra con la cual hace juego un piano.

Los dos hombres se encuentran allí.

Van impecablemente vestidos y uno de ellos lleva una cartera de piel. El otro revela que se llama Hobson, que es abogado y que trabaja para un bufete de Boston, como atestiguan sus papeles. Ruega a Quattermain que les excuse su irrupción en este refugio.

—Nos hemos visto obligados a seguirle, aunque esta clase de misión no figura entre mis costumbres. Salió usted de Nueva York en el preciso momento en que nosotros íbamos a ponernos en contacto con usted. Conduce a tanta velocidad que…

Quattermain considera al mensajero. Es un hombre de unos treinta y cinco años, de aspecto latino, bastante bajo de estatura y con impenetrables ojos negros.

—Ahora, mi papel ha terminado —acaba de decir Hobson—. Si usted me lo permite, voy a retirarme.

Antes de irse, deposita sobre la mesa una tarjeta de visita profesional, que será encontrada tres días después por Virginia-Ginny Kendall, la bailarina, durante su llegada a la granjita vacía; la tarjeta será entonces remitida a los investigadores del Clan; éstos llegan hasta Hobson, pero este último se escudará en el secreto profesional durante dos semanas. Todo se basará en este retraso.

Hobson ha salido. Quattermain le ve, por una ventana, dirigirse hacia un Chevrolet negro situado detrás de una cortina de olmos y casi invisible. Hobson se sienta ante el volante y enciende un cigarrillo.

—¿Habla usted español?

—Solamente inglés y francés —responde Quattermain, que se vuelve y hace frente al mensajero.

—¿Quién es usted?

—Mis órdenes son entregar solamente el mensaje, en propia mano, a David John Quattermain.

—Tengo mi permiso de conducir —dice Quattermain, divertido.

—Usted vivió en París en 1930. ¿Dónde residió?

—En la calle de Lille.

—El piso, por favor.

—El tercero.

Quattermain sonríe.

—Había una mesa de comedor de mármol, en la habitación de la derecha; un gran salón a la izquierda, con dos canapés ingleses de piel negra. ¿Debo describir las habitaciones?

—Solamente aquella en la que usted dormía, por favor. Lo que había encima de la chimenea.

—Un cuadro de Mondrian que representa un bosque con árboles rojos.

—La carta —dice el español.

Y se la tiende a Quattermain.

—Realmente, eso no valía la pena, Thomas —dice el Hombre de los Ojos Amarillos.

Evidentemente se refiere al cuchillo para carne, muy puntiagudo y muy cortante, que Thomas ha cogido de la mesa del salón y se ha llevado consigo. Y cuyo mango tiene bien apretado en la palma de su mano, bajo la sábana y las mantas de la cama.

—Buenas noches, señor Hubert Golaz.

—Golaz-Hueber. Buenas noches, Thomas.

Transcurre entonces un cierto tiempo hasta que, finalmente, el hombre se mueve. Deja el umbral de la habitación, va a sentarse a la mesa del salón y hace tintinear una copa de champaña, tal vez expresamente. Pasan los minutos, Thomas fuerza su respiración hasta que se apacigua, hasta que se vuelve más lenta, y, con los ojos cerrados, obliga a su memoria a reconstruir muy exactamente la tercera partida de Capablanca y de Alexandre Alekhine, en Londres, en junio de 1926, después de la vigesimotercera jugada, cuando Alekhine ha desplazado su torre de rey en g4, provocando el mate en seis jugadas. Y al mismo tiempo, jugando como Capablanca el caballo blanco, se coloca de lado, con esa brusquedad en el movimiento y ese leve gruñido que hacía Papé Allègre cuando se sumergía en un sueño muy profundo. De todos modos no llega a roncar, pero encuentra algo mejor. Su mano derecha, la que sostiene el cuchillo, sale de debajo de la sábana y reaparece al aire libre; los dedos se aflojan y sueltan el arma.

Un minuto y algo más. «¿A qué está esperando?».

Pero la cosa funciona; el Hombre de los Ojos Amarillos entra muy suavemente en la habitación. Se acerca a la cama, con paso de lobo, y dice en un susurro: «Dame el cuchillo, muchacho».

Y lo dice en alemán.

Thomas no se mueve en absoluto. Controla extraordinariamente su respiración.

Incluso cuando le quita el cuchillo de entre los dedos.

Y también cuando le llega, en realidad muy ligero, el suave golpe de la puerta de la habitación, que se vuelve a cerrar.

Porque es muy posible que el Hombre de los Ojos Amarillos sólo haya fingido irse, y que esté todavía allí, a dos metros de la cama, inmóvil en la sombra y acechando.

Thomas hace el movimiento siguiente de Alekhine: c5 come d6…

Y después las cinco jugadas siguientes, cada vez memorizando el tablero con sus piezas de marfil, mejor que si lo tuviera ante los ojos. Da a Capablanca jaque y mate y no sucede nada. Entonces, juega la revancha, con el famoso ataque de locura de Capablanca, sesenta y una jugadas seguidas, y lucha contra el maldito sueño que le llega; por fortuna, el mecanismo funciona, y perfectamente bien.

El pestillo.

El pestillo de la puerta que comunica la habitación con el salón se mueve de nuevo; se mueve dos veces: una vez cuando el batiente se abre y otra vez cuando se vuelve a cerrar, muy silenciosamente. «Esta vez sí que se ha ido. De todos modos, espera todavía un poco…».

Hace la trigesimosegunda jugada de Alekhine, las dos trigesimoterceras jugadas, y se vuelve.

Lentamente.

La habitación está vacía.

Se sienta en la cama y, por segunda vez en la jornada, un principio de pánico se apodera de él: no sabe exactamente cuánto tiempo ha tardado en jugar las dos partidas de ajedrez, pero es posible que unos treinta minutos, «y él ha sido capaz de acecharme durante todo ese tiempo, ¡precisamente para ver si dormía de verdad!». ¡Una paciencia tan enorme es casi enloquecedora, da la medida de la fuerza del Hombre de los Ojos Amarillos!

«Muy bien podría ser que haya adivinado lo que vienes a hacer en Grenoble. No, incluso es cierto: lo ha comprendido. Esto va a ser terriblemente difícil, con él pisándome los talones; él y otros. Probablemente no está solo. Probablemente».

Se levanta y camina hacia la puerta de comunicación. Justo a tiempo para oír cerrarse la puerta del pasillo. El Hombre de los Ojos Amarillos ha salido. Como estaba previsto. «Yo tenía razón al esperar».

Se viste de nuevo. Seguro de que podría huir. Tratar de hacerlo, en todo caso. Pero no se lo plantea. Al menos, de momento. Por la misma razón que ha descubierto durante las horas pasadas en el claustro de Saint-Sauveur, en Aix-en-Provence, esperando la salida del sol y la salida del tren. «Debo permanecer con él. Aunque me siga únicamente para que le conduzca a Ella. Sobre todo a causa de eso».

Abre la puerta del salón, atraviesa éste y sale al pasillo.

El mensajero español ha salido de la casa, pero no se ha reunido con Hobson en el automóvil: espera fuera, mirando a su alrededor con curiosidad. Son las tres de la tarde en Vermont, Estados Unidos de América. Quattermain va en busca de una cerveza y luego se sienta frente a la chimenea apagada. Relee la carta. Maria Weber escribe: «David: no me habría dirigido a usted sin que mediasen unas circunstancias excepcionales. Escribiendo esta carta rompo todas las normas a las que he adaptado mi vida hasta el día de hoy».

Maria Weber le recuerda (pero esta evocación es tan fría como un informe policial) sus relaciones desde agosto de 1930 hasta febrero de 1931. Su vida en París y una cronología muy precisa de sus escapadas a Taormina, a Sevilla, a Zermatt y, naturalmente, aquellos días de febrero, en pleno invierno, cuando, conduciendo su Bugatti, ella le llevó en lo que iba a ser su último viaje juntos.

«Es un hecho que estaba encinta; y de usted. No se equivoque: yo deseaba ese hijo más que nada en el mundo. Y rompí precisamente porque usted me lo había dado. Ignoro qué recuerdo conservará usted de mí después de doce años. Tal vez recordará que nunca le mentí.

»Se llama Thomas. Nació el 18 de septiembre de 1931 en Lausanne, avenida del Grand-Chêne, en la clínica de igual nombre, con la falsa identidad de Thomas David Lamiel, nacido de padre desconocido. Bajo ciertas condiciones, el hombre que le ha entregado esta carta le dará a conocer las razones del secreto que ha rodeado el nacimiento de mi hijo. Esas mismas razones hacen que hoy, por mi culpa, el niño se encuentre en una situación terriblemente peligrosa. Y he considerado que yo no tenía derecho a privarle de la ayuda que usted podía proporcionarle».

Como una firma: «Maria».

Los días, las semanas, los meses siguientes, Quattermain sufrirá la irrupción de otras reminiscencias. Pero nada es comparable a ese instante en que se hipnotiza sobre la carta de Maria Weber. Nada que tenga la brutalidad cruel de esa resurrección de su pasado en el centro del apacible Vermont: está con ella en la orilla del Mediterráneo, al final de una de esas escapadas demenciales de las que Maria tiene el secreto. Ella ha conducido el capot negro del Bugatti 41 Royal hasta el último borde de la costa, hasta que las gigantescas ruedas del monstruo tocan el agua; al fin ha consentido en parar el motor y ha comenzado a hablar: «Tenemos cuatro días para pasarlos juntos, David. Yo habría podido esperar hasta el último momento, o incluso escribirle. Pero eso habría sido pura cobardía». Y entonces le confiesa que ya no se volverán a ver. «Quiero estar segura de que usted no hará nada para encontrarme: es muy importante, David; quiero su palabra». Ninguna explicación; desde su primer encuentro, siempre ha quedado acordado entre ellos que cada cual conservaría su libertad total. Pasan los cuatro días siguientes en una villa aislada, prestada por unos amigos suizos, al otro lado de Sanary, en el comienzo de la carretera de Bandol. Una villa de pisos color ocre genovés, custodiada por un matrimonio llamado Allègre, con una pista de tenis y un bello sendero de veinticuatro palmeras. La tercera noche, a eso de las dos de la madrugada, Quattermain se despierta sin comprender por qué; luego descubre que la cama doble está vacía a su lado. Se levanta, y en el salón de la planta baja, delante del fuego casi moribundo, encuentra a Maria derramando cálidas lágrimas, presa de una pena desesperada. Él reaviva y activa el fuego y luego se sienta frente a ella. Está furioso. Pase que quiera romper, y sin adelantar la más mínima explicación; pasen incluso todos los misterios que ella ha mantenido siempre sobre sí misma en los siete meses que hace que se conocen (en París, por ejemplo, ignora dónde vive). Pero que ella rechace toda clase de ayuda le irrita; podría movilizar por ella todo el poderío del Clan, llevarla a América, casarse con ella, naturalmente (se lo ha propuesto cuatro veces)… Sentado frente a ella le mira llorar, decidido a obtener de ella la verdad finalmente. Pero su resolución se derrumba cuando ella le tiende los brazos, se refugia contra él, y solloza locamente esta vez, rotas ya todas las presas. Al día siguiente, Maria recobra su dominio habitual, infernal. Renueva su exigencia: en ningún caso deberá buscarla, de la manera que sea.

Han acordado que él volverá a París en el Tren Azul, y sin ella. Maria le deja, a primera hora de la tarde, en la parte baja de la gran escalera de la estación de Marsella, y luego se va, conduciendo el Bugatti. Quattermain sube algunos escalones, se inmoviliza, se vuelve y ve entonces pasar, a bordo de un segundo coche, a dos hombres con caras de cazadores en acción. Los reconoce: en dos o tres ocasiones —una vez en París y otra en Sicilia— ya los ha visto, vigilando a distancia. Los dos guardaespaldas tienen el cabello oscuro y el más alto de los dos, cuya mirada se encuentra con la de Quattermain, le dirige lo que podría pasar por un signo amistoso de su gran mano huesuda, a la que le faltan dos dedos.

—Muy bien podrían ser españoles, como usted mismo.

Silencio. El mensajero no reacciona. Quattermain pregunta:

—¿Dónde está ella?

—No lo sé.

—¿Conoce usted el contenido de esta carta?

—Lo esencial —dice el español.

—¿Dónde está el niño?

—En Francia. En el sur. Allí se encontraba cuando yo dejé Europa.

—¿Está en peligro?

—Sí.

El español levanta la mano, con la palma extendida.

—No responderé ya a ninguna pregunta, señor Quattermain.

—¿Qué significa eso?

—Que primero ha de tomar usted su decisión.

—¿Si voy a ocuparme o no de ese niño?

—Sí.

—¿Cuándo debo decidirme?

Silencio.

—Entiendo —dice Quattermain.

Sigue con la carta desplegada en la mano. Camina. Su madre y todo el Clan, evidentemente, están acostumbrados a esas fugas, e incluso podrán transcurrir dos semanas antes de que se inquieten por él.

Contempla el material de pesca y las armas de caza.

Y además está Ginny, a quien estaba a punto de olvidar. Podrá dejarle un recado (olvidará hacerlo).

—¿Cómo es? El niño, ¿cómo es?

—Excepcional —dice el español.

—Hemos eliminado a dos de los guardaespaldas españoles —dice en el auricular la voz de Jurgen Hess—. El tercero ha conseguido escapar. Quizá le hemos herido.

—¿Pero está usted seguro de lo de los otros dos?

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