Daddy

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Pero precisamente por eso tiene que hacer este esfuerzo extraordinario. Es como caminar por una pasarela muy estrecha a cuyos lados se abre un precipicio totalmente oscuro. La pasarela es el americano, y es también el problema de impedir que el Hombre de los Ojos Amarillos le atrape otra vez, y otros detalles como el coche, las cañas, por qué está en este coche con un extranjero, lo que hacen juntos, esperando que la noche caiga, y en qué lugar están.

Necesita concentrarse intensamente en todo esto. Poner de nuevo en marcha el mecanismo.

Y no mirar el precipicio.

¡Esto comienza otra vez, cuidado! Una Cosa enorme se arrastra, se aproxima, le aprieta fuertemente la cabeza, le hace un daño terrible y siente que bascula en el precipicio; el olor del fuego, el color de las llamas que la abrasan a Ella no desciende del Hispano, sino que se inclina hacia delante con el fuego sobre su cabeza, se retuerce y él, Thomas, grita, está triturado…

—Thomas, Thomas…

El americano está junto a él, le sujeta muy fuerte y están los dos fuera del coche, al borde de un canal.

—Suélteme, por favor —dice Thomas.

—¿Estás bien?

—Sí.

—Has tenido otra crisis. ¿Estás seguro de que ahora ya estás bien?

—Estoy bien —dice Thomas—. ¡Ya le he dicho que estoy bien!

El americano se levanta y deja de aplastarle. Se mueve lentamente, como si tuviese miedo. Pero se aparta:

—Has intentado arrojarte al canal, Thomas. ¿No vas a empezar otra vez?

—No. Se acabó.

El americano se incorpora. Su mano está llena de sangre.

—Me has mordido, Thomas.

—Lo siento mucho.

El americano sonríe:

—Esta mañana fue en la oreja, y fallaste por muy poco. Ahora, como ves no has fallado.

—Le ruego que me perdone —dice Thomas—. A partir de ahora, tendré cuidado. Siento mucho haberle mordido.

—No hablemos más de ello —dice el americano—. ¿Puedes levantarte?

Thomas se sienta; después se pone en pie. Le duelen las muñecas y los brazos, probablemente en los sitios en que le ha sujetado el americano.

Éste le parece terriblemente alto. Un poco más que Javier…

«¡No pienses en Javier!».

—¿Volvemos al coche?

—De acuerdo.

Avanzan a lo largo del camino. El coche está a doscientos metros por lo menos. En un momento, el americano recoge los prismáticos, que estaban en el suelo. Es casi de noche.

—¿Dónde estamos?

—Según mi mapa, en la Camargue. Hay una ciudad llamada Nîmes a unos veinte kilómetros.

—¿Por qué nos escondemos?

—Porque nos buscan unos hombres.

—El Hombre de los Ojos Amarillos —dice en seguida Thomas.

—¿Quién?

—Él dice que se llama Gregor Laemmle. Seguramente es él quien nos busca.

Llegan al coche y se sientan.

—¿Quieres comer?

—No tengo hambre.

—De todos modos, deberías comer un poco.

Thomas come un huevo duro y después otro; finalmente come un plátano.

—¿Ha comprado esto en una tienda?

—No veo dónde podría encontrarlo, si no —dice el americano sonriendo—. Por aquí hay pocos plátanos en los árboles. Ni siquiera hay muchos árboles.

Thomas le examina. ¿Quién es este individuo?

—No sé su nombre —dice.

—Quattermain. David Quattermain.

—Perdóneme. Es muy descortés no recordar el nombre de las personas. Ahora me acuerdo. Pero el tendero también se acordará de nosotros y dirá que nos ha visto.

—Es muy posible. Pero no podíamos estar sin comer.

—Los hombres que nos buscan, ¿están lejos?

—He visto pasar dos coches hace un momento, a unos tres kilómetros.

—Quizá nos han visto —dice Thomas—. Quizás estén detrás de nosotros, dispuestos a acercarse.

(No ha mirado hacia atrás, y lo que quiere es saber si el americano está nervioso: si se vuelve bruscamente, es que está nervioso. Y que es un poco tonto).

El americano no se mueve en absoluto, ni siquiera mira el retrovisor. En lugar de eso, toma el mapa de carreteras y lo coloca en sus rodillas.

«Está enormemente tranquilo y no se deja impresionar», anota el mecanismo en la mente de Thomas.

—Creo —dice el americano— que nos esperan en Nîmes.

Y explica la historia de la embajada norteamericana en Vichy y del consulado de los Estados Unidos en Marsella, que abandonan Francia y se van a España. Explica también que no cree que el embajador y el cónsul les sirvan de mucha ayuda. Según él, los matones del Hombre de los Ojos Amarillos estarían ahora situados en una línea que va desde una ciudad llamada Aigues-Mortes, a la orilla del mar, hasta el norte de Nîmes por lo menos.

—Thomas: no han tenido tiempo para tomar posiciones en el Ródano, que habría sido el mejor lugar para atraparnos. Creo que lo único que han podido hacer es enviar uno o dos hombres a cada punto. Y ésos son los hombres que tú has visto.

—Pero ahora saben que hemos pasado el Ródano. —Exactamente.

—Y el tendero les dirá a qué hora hemos pasado por su ciudad.

—En efecto, acabarán sabiéndolo.

—Y ahora se preguntarán por qué no hemos llegado todavía a Nîmes, cuando ya deberíamos estar allí desde hace mucho tiempo.

El americano sonríe:

—Es cierto. Deben estar empezando a hacerse esa pregunta.

—Y por eso nos buscan entre Nîmes y el Ródano.

Thomas se concentra. Es un problema bastante fácil. Hay cinco soluciones, ni una más: o bien te quedas en la Camargue esperando la interrupción de las búsquedas, o bien llegas a España directamente (franqueando la barrera y atravesando o evitando luego Nîmes, aunque sea más fácil esconderse en una ciudad que en el campo), o bien vuelves al este, hacia Marsella o Tolón, o bien encuentras un barco y le dices al marino que te lleve a África.

O bien vas hacia el norte.

—Creo que deberíamos ir al norte —dice—. Subir entre la barrera que ellos han puesto en el este y el Ródano. ¿Puedo bajar, señor?

—Nada te lo impide —dice el americano.

—No voy a escaparme.

—No tienes necesidad de escaparte porque eres libre para dejarme cuando quieras. Yo sólo corro detrás de ti cuando tengo miedo de que te hagas daño.

—Sólo quiero hacer pipí —dice Thomas.

Desciende y va a hacer pipí. Eso le da tiempo para reflexionar. Está muy claro que el americano también ha reflexionado, y que está de acuerdo en ir hacia el norte. Pero que eso es precisamente la cosa que el Hombre de los Ojos Amarillos esperará menos.

Thomas vuelve a sentarse en el coche. El americano sigue estudiando su mapa. No es ni rubio ni moreno…, está entre las dos cosas. Tiene unas manos delgadas y unos dedos muy largos, y se parece a esos artistas de cine que él ha visto una vez en una película de cowboys; no es Gary Cooper, naturalmente (el americano es menos delgado), pero seguro que se le parece.

—¿Qué vamos a hacer, señor?

—Todavía no lo sé, Thomas. Estoy pensando en ello. Y también pienso en aquel hombre con cazadora de cuero y fusil que me ayudó en el Var. ¿Sabes tú dónde está?

—No.

—¿Sabes quién es?

—Tampoco.

Silencio. El americano mueve la cabeza. «Sabe que le estoy mintiendo».

—¿Pero sabes dónde encontrarle?

—No, señor. Porque no sé quién es.

Las manos de Thomas están colocadas una a cada lado de su cuerpo. Como deben estar cuando se es un muchacho bien educado.

Pero no hay nada que hacer: las manos se mueven a pesar suyo, se juntan entre las rodillas, se crispan.

Está de nuevo en trance de luchar con la Cosa que se arrastra en su cabeza.

No ocurre nada.

Sólo tiene ganas de llorar, eso es todo.

La noche ha caído, es muy oscuro, ya no se ven las cañas, que están a un metro. El americano pone en marcha el coche, avanza lentamente sin encender los faros. Finalmente desemboca en una verdadera carretera de asfalto, y el motor funciona muy suavemente, casi sin ruido.

Quattermain comienza a hablar de nuevo. Explica a Thomas lo que va a hacer; si él está de acuerdo, naturalmente.

—¿Puedo contar contigo, Thomas?

—Voy a tener mucho cuidado; eso ya no volverá a ocurrir.

—Cuento contigo.

—De acuerdo.

Un momento después el americano enciende los faros y gira a la derecha por la carretera alquitranada. Rueda algún tiempo y, después, aparece un indicador que anuncia que Nîmes está a siete kilómetros.

Gregor Laemmle ha llegado a Marsella a primera hora de la tarde del 9 de noviembre de 1942. Repuesto de su postración, ha abandonado la idea de refugiarse en Italia, en su villa de Fiesole. Se ha hospedado en el hotel Noailles y sólo el azar ha hecho que Quattermain se hospedase allí antes que él. Los acontecimientos deciden lo que sigue: los hombres del equipo de Soëft han comenzado a llamarle para darle cuenta de su persecución. A lo largo de horas, sus incesantes informes no han dejado de llegar, por los demás todos ellos negativos; sin embargo, han revelado que Jurgen Hess y su horda se dedican a un acoso parecido al suyo, pero con medios más importantes.

Las primeras informaciones reales han sido transmitidas a media tarde: ha sido localizado el Ford de Quattermain durante su paso por el Ródano, prueba evidente de que se dirige a Nîmes.

Gregor Laemmle hace que le comuniquen el informe Quattermain, con las fotos tomadas en Marsella al lado de Catherine Lamiel y la breve nota establecida gracias a las indicaciones de esta última. En una de las fotos ha estructurado el rostro del americano para tratar de hallar en él algún parecido con el Niño; no ha visto ninguno, «pero tal vez tengo muy mala fe».

Soëft vuelve al fin, a la hora de cenar. Es portador de otras noticias: la de la presencia de Jurgen Hess en Nîmes, la del aviso dado a la policía gracias al testimonio del policía de Tolón que pretende, al término de su investigación, que cierto americano organizó la carnicería de Saint-Pons-les-Mûres, con ayuda de una banda de mercenarios. «Soëft: recuérdeme que reclame una medalla al Führer para el bueno de Jurgen; no creía que tuviese una imaginación tan maligna».

Gregor Laemmle se va a acostar, convencido de que no podrá dormir; no duerme y el teléfono suena con una regularidad capaz de volver loco a cualquiera.

En la mañana del 10, a pesar de su insomnio, va saliendo poco a poco de su abatimiento. ¿No había presentido siempre que el asunto acabaría mal? ¿Dónde está, pues, la sorpresa?

Y un razonamiento inducido casi ha acabado de devolverle su repugnancia sarcástica: si deja solo a Jurgen Hess al frente de la persecución, es seguro que no volverá a ver al Niño.

En esta mañana del 10, toma un largo baño. Ha recibido la confirmación de que el americano y el Niño siguen sin ser aprehendidos: Quattermain no se ha presentado en Nîmes, no se le ha visto ponerse en contacto con sus compatriotas de la misión diplomática a punto de replegarse a España, y todos los vigías dispuestos en el eje Aigues-Mortes-Alés afirman al unísono que ningún coche Ford correspondiente a la información ha sido visto; los controles de la gendarmería también han fracasado.

Entonces Gregor Laemmle juega al ajedrez. Al menos coloca las piezas sobre el tablero, las blancas delante de él, las negras delante de la silla vacía, al otro lado de la mesa, en la habitación-salón del Noailles. «Yo empecé poniendo el peón en d4, él puso su caballo en b6; después en c4 y en e6; después el caballo blanco en f3, y su peón en b6; yo jugué seguidamente en g3… y fue entonces cuando me sorprendió por primera vez, desplazando su alfil, no en b7 como yo me esperaba, y como suele ser costumbre, sino en a6. ¿Por qué?».

—La misión americana acaba de salir de Nîmes con dirección a Le Boulou —anuncia Soëft pegado al teléfono.

«Supongamos que hubiese puesto su alfil en b7, cosa que no hizo; en ese caso yo habría… ¡Ya está! Todo se explica: por un gambito a la séptima jugada, las blancas obtendrían, efectivamente, una ventaja; ¡ligera, ciertamente, pero real! ¡Y ese pequeño monstruo lo vio muy bien!».

—El Ford que han encontrado pertenecía a un tal Callaghan, que es cónsul americano en Marsella —dice Soëft, hablando con un interlocutor nuevo en el teléfono.

—Cállese, Soëft —dice Gregor Laemmle.

«¿Y si hubiese colocado mi reina en a4? (Reflexiona, se levanta y va a sentarse ante las negras). No, cualquier cosa que hubiera hecho se habría encontrado de pronto en el centro de ese erizo triple que él organizó tan diestramente. La cosa está bien clara, Gregor Laemmle: él fue más fuerte que tú, cosa que no le ocurre a todo el mundo. ¡El pequeño monstruo!».

Un poco más y se sentiría orgulloso.

Otra vez el teléfono.

—Es el señor Gortz. Está llegando.

—¡Dile que acabo de irme a la Patagonia!

Joachim Gortz se presenta una hora después. Relata que viene directamente de Basilea y que ha tenido que sustituir a su chófer en el volante de su nuevo Mercedes: un 540 K.

—Por otra parte, no estoy nada contento… Hablo del coche, no del chófer. Prefería el roadster de hace cinco años, o incluso el 500. El aumento de la cilindrada no ha aportado nada extraordinario, ni tampoco la quinta marcha. ¿Por qué diablos han modificado la carrocería?

Gregor Laemmle cuelga el teléfono —es su vigésima llamada de la mañana— y después comienza un solitario.

—Déjenos, Soëft, por favor.

La puerta se cierra tras Soëft.

—Me horroriza su bigote —prosigue Laemmle—. Voy a ordenar que se lo corte, por una orden con el encabezamiento del gran cuartel general de Hitler. No imagino nada, querido Joachim, que me interese menos que la cilindrada de un Mercedes.

—Aparte de las deambulaciones del ejército de Adolf.

—Exactamente: las deambulaciones del ejército de Adolf me interesan aún menos que la cilindrada de los Mercedes. ¿Café?

—Me serviré yo mismo.

Silencio.

—¿Qué ocurrió en el Var, Gregor?

—Supongo que Jurgen Hess habrá hecho un informe.

—Lo ha hecho. Pero lo que yo quiero oír es la versión de usted.

—¿Le han encargado que me interrogue, querido Joachim?

—No recuerdo haberle visto nunca de mal humor. Hasta ahora.

—La palabra es floja. En el Var, el buen Jurgen sabía de antemano el lugar del encuentro y no me avisó de ello, Maria Weber acudió a la cita que tenía conmigo, y los matones del buen Jurgen también: Ella ha muerto y, con Ella, ese español alto al que le faltaban dos dedos de una mano.

Gregor Laemmle baraja sus cartas y las dispone en columnas irregulares, algunas descubiertas, otras no.

—Según Hess —dice Gortz—, parece ser que le comunicó las informaciones que él poseía, pero usted se negó a utilizarlas, y sólo quiso hacer lo que se le había metido en la cabeza, obsesionado por no se sabe qué esteticismo…

—El buen Jurgen ignora hasta la palabra esteticismo.

—Y usted dejó escapar voluntariamente al Niño.

—Muy bien —dice Gregor Laemmle, sacando el as de trébol.

—¿Sabe usted de dónde procedían esas informaciones de Hess?

—La Gestapo de París capturó a una tal Catherine Lamiel que practicaba un deporte llamado resistencia. La Gestapo encerró a esa muchacha en la calle de las Saussaies, en un sótano, y quemó con ácido algunas partes de su cuerpo. El padre, la madre y el hermano de la señora Lamiel, de casada Pagnan, todos adeptos al mismo deporte, también fueron detenidos. Les han fusilado esta mañana, contrariamente a las promesas que el buen Jurgen había hecho para convencer a la encantadora muchacha de que le ayudase un poco. Parece ser que ella quedó ligeramente desconcertada desde entonces. ¿Qué ha venido a decirme exactamente, Joachim?

—¿Sabe usted dónde está el Niño?

—Yo no dirijo la búsqueda; lo hace el buen Jurgen.

—¿Hay alguna posibilidad de encontrar al Niño?

Gregor Laemmle sonríe mientras recupera la dama de corazones con el rey de picas:

—Ni la más mínima.

—Le ayuda la policía y la gendarmería francesa.

—Divertido —dice Gregor Laemmle.

—Repito mi pregunta: ¿sabe usted dónde está el Niño?

—¿Para que repetirla? Ya la he oído la primera vez.

—Desde la muerte de Reinhard Heydrich —dice Gortz— está usted en una situación poco común. En cierto modo, existe usted sin existir. Es cierto que hay un Gregor Franz Laemmle, ascendido a Oberführer SS en marzo de este año, pero no ha recibido hasta el momento ningún destino. Y lo que es más sorprendente, no ha percibido ningún sueldo. ¿Le han pagado alguna vez, Gregor?

—En octubre de 1940. Después, unos meses más tarde, han puesto a mi disposición unas sumas fabulosas.

—En francos franceses. Se trata de una pequeña parte de las indemnizaciones que Vichy nos paga como alquiler desde que ocupamos Francia. En su caso, era un margen de maniobra. ¿Le queda algo?

—Hasta no saber qué hacer con ello.

—Sin hablar de su fortuna personal, que siempre ha sido considerable. Pero nunca ha recibido usted ni un solo marco del Estado alemán, ni de su ejército. En estas últimas semanas, Gregor, Hess ha hecho todo lo posible para apartarle del asunto Von Gall. No lo ha conseguido por la sencilla razón de que no puede quitarle una misión que oficialmente nunca le ha sido confiada.

—La segunda razón es que usted vela desde las murallas para defenderme, mi querido Joachim. ¿Acaso van a enviarme al frente ruso?

(El tono de Gregor Laemmle sigue teniendo un aire totalmente divertido).

—Hess se emplea a fondo en ello e intenta convencer a Himmler y a Bloemelburg en París. Bloemelburg es el jefe de la Gestapo en Francia. A propósito, sé que usted no fuma, así que le he traído unas chocolatinas de Suiza.

—Lloro de agradecimiento. ¿Para qué ha venido usted?

—Usted quizá lo sabe.

—Sabe usted que el buen Jurgen es un asno y cuenta conmigo para atrapar, o reatrapar, al Niño. Me lo pide usted sin pedírmelo, pero pidiéndomelo de todos modos. ¿No es posible enviar a Hess al frente ruso?

—Me temo que no. Al menos de momento.

—Yo soy un pequeño perro de caza muy astuto y muy limpio a quien se le exige que forme equipo con un dobermann perfectamente estúpido, baboso y sucio que no sabe otra cosa que dar grandes mordiscos a todo lo que se mueve… Y el Niño se burlará del dobermann. Pero trataré…

Gregor Laemmle saca sucesivamente el as de diamante y todos los diamantes hasta la dama.

—Dése cuenta, querido Joachim: ni siquiera conseguí ver su rostro, mientras Ella ardía en el Hispano…

Silencio.

—Pero trataré de que el dobermann no me moleste demasiado. ¿Por qué otro motivo deseaba usted verme?

—Quattermain.

—No comprendo.

—Usted comprende siempre. Quattermain vale más que el chiquillo.

—Por su familia. Y por las relaciones que ustedes tienen con esa familia.

—No lo maten, por favor.

—Estas chocolatinas son magníficas.

—No lo maten. Vale mil veces más que el Niño, que, por otra parte, ya no vale apenas nada, una vez muerta su madre.

Gregor Laemmle sonríe, mientras mastica las chocolatinas helvéticas. Llega a la conclusión de que odia un poco a Joachim Gortz. (Aunque el término odiar es sin duda excesivo, «sería preciso que yo fuese capaz de odiar a alguien aparte de a mí mismo, lo que no es el caso»). «Yo no tengo ninguna animadversión al querido Joachim…, lo cual es muy normal. El buen Jurgen, al menos, presenta todas las características que me divierten: es estúpido, fanático, es previsible, concilia naturalmente el amor de la patria y el de la familia por una parte, y por la otra tiene afición a los exterminios en masa y a las degollaciones; en resumen: es un hombre vulgar. El amigo Joachim es de otro temple. En primer lugar, me sobrevivirá. Es de los que siempre sobreviven y en la noche de las batallas recorren pensativamente los campos cubiertos de muertos, calculando cuánto valdrá en lo sucesivo la hectárea así fertilizada.

»Y, además, no me gusta demasiado su modo de hablar del Niño. Al oírle, le diría que yo soy un amante engañado y mis investigaciones no tendrían otra finalidad que la de recuperar el objeto de mi pasión, acabando salvajemente con el vil seductor, quiero decir con Quattermain. Es divertido. Y tanto más irritante cuanto que es bastante justo: yo acaricio, en efecto, la esperanza de hacer pedazos a ese americano, sobre todo si él comienza a creer que es el padre de Thomas, con derechos sobre él. Sin estas chocolatinas que estoy comiendo, quizás estaría rechinando los dientes».

—¿Ha terminado Schädelbohrer, querido Joachim?

—Ha perdido su prioridad. ¿Quattermain está con el Niño?

—Sí.

—¿Sabe usted dónde?

—La pregunta es delicada.

—Según Hess, ya habrían conseguido salir de Francia. Habrían franqueado la barrera a pie. ¿Sabe usted que se ha encontrado el Ford?

Gregor Laemmle ha logrado hacer su solitario. Vuelve a barajar las cartas e inicia el difícil solitario de María Antonieta…, aunque a la pobre dama le trajera tantas desventuras el haberlo hecho; pero él no es supersticioso.

—Lo sabía usted, evidentemente —prosigue Gortz—. El coche estaba oculto cerca de Nîmes, a menos de dos kilómetros de la entrada de la ciudad. Y además hay esa llamada del teléfono… Usted sabe todo esto. Gregor: quiero al americano vivo, y hay que capturarlo en territorio francés. ¿Qué quiere usted a cambio?

Transcurre el tiempo.

—El Niño, de acuerdo —dice Gortz—. Pero necesito una buena razón para convencer a la Gestapo. Y a Hess.

»Aquella María Antonieta debía de tener la inteligencia de una tendera —piensa Gregor Laemmle—; su solitario es idiota: haría las delicias de un chimpancé, a no ser que éste fuese un retrasado mental. ¿Voy a jugar esta carta? ¿Y ahora mismo? Al jugarla, condeno al Niño a muerte, o por lo menos a la tortura, que le destrozará por completo. La cremación de su madre ya ha debido ponerle en un estado espantoso, y él mismo va a continuar ardiendo hasta el último día de su vida, y tal vez no se reponga nunca. Por lo menos será durante algún tiempo como una bomba viviente, tanto más cuanto que ha sido alcanzado en esa edad crítica en que las regulaciones de la sociedad no han extinguido o alejado todavía la crueldad de la juventud; y que además, con el entrenamiento a que Ella le ha sometido, ha decuplicado una inteligencia que ya era fuera de lo común.

»Pero si no juegas esa carta, el buen Jurgen tendrá el placer de matarle. Por cretinismo o porque sabe lo que tú te interesas por él».

—Tengo una razón perentoria —dice Gregor Laemmle.

—Nunca he dudado que usted encontraría alguna —Joachim Gortz sonríe—. ¿Cuál?

—El Niño sabe lo que su madre sabía. Para Schädelbohrer, el hijo vale lo que la madre. Todos esos cifrados y otros divertidos secretos bancarios que le interesaban tanto antes de que Quattermain le fascinase, el Niño los conoce.

Silencio.

—¿Por casualidad no intentará usted engañarme, Gregor?

—Vaya usted a saber —dice Gregor Laemmle, muy suave.

—Pero usted lo sabe. ¿Y desde cuándo está usted al corriente?

—Creo que lo he sabido siempre. Era pura lógica; si no fuera así, la madre no habría preparado de ese modo al hijo. Más concretamente, tengo la convicción desde que viajamos juntos en un tren, el Niño y yo. Y tuve definitivamente la certeza de ello cuando jugamos al ajedrez el uno contra el otro. Me derrotó por completo, dicho sea de paso.

El teléfono otra vez.

—Tendrá usted a su americano, esté tranquilo —dice Gregor Laemmle—. Hasta la vista, querido Joachim.

En la noche del 9 al 10, Quattermain llega al fin a Nîmes. A pie. Ha dejado al muchacho y al Ford ocultos en las inmediaciones de un puesto de caza. En las primeras casas obtiene la confirmación esperada: un furgón de la gendarmería y unas barreras filtran la circulación, que es muy poco densa; hay otros vehículos y unas motos que esperan. Es un primer indicio, pero no le satisface: tendido boca abajo, enfoca sus prismáticos. Descubre otros coches, menos oficiales éstos, dispuestos en una cadena que parece ininterrumpida. «Es una movilización general».

Encontrar un teléfono le lleva algún tiempo. Camina paralelamente a la barrera policial, impresionado por su extensión; descubre en ella ciertas debilidades, pero desconfía de ellas: tal vez se trata de trampas. «Estoy adquiriendo una sutileza terrible».

Finalmente descubre la línea telefónica. Es evidente que sale de la ciudad y parte directamente a través de los campos. Quattermain camina siguiendo el tendido.

«Veinticinco o treinta años más de entrenamiento y sería un espía perfecto».

Atraviesa tierras sin cultivar, escala taludes, salta arroyos encauzados con cemento, rodea un estanque probablemente artificial, que parece ser un depósito para el riego, y entonces se le ocurre una nueva idea.

Continúa a lo largo de la línea y encuentra una granja muy grande. De lejos, por una ventana, descubre una mesa llena de comensales que celebran algo, e incluso una novia.

Al final de una marcha de dos kilómetros, llega a la vista de otra granja. En ésta, todo está apagado. «Sin duda sus habitantes han sido invitados a la boda. Has tenido suerte». Prueba con la puerta principal, que tiene dos batientes y que al parecer da a un ancho corral interior. Pero está cerrada con llave. Una vuelta completa a las edificaciones le hace maldecir esa manía tan francesa de considerar cualquier casa como una fortaleza en peligro: en los Estados Unidos o en la Gran Bretaña, romper un cristal le hubiese bastado para entrar. Sin embargo, acaba descubriendo una ventana que, milagrosamente, no está provista de barrotes y cuya cortina cuelga de través.

Poniendo en pie la vara de una carreta, trepa por ella. En seguida se encuentra en un granero.

Y de allí, a la planta baja. Con la llama de su encendedor, ve unas velas y las enciende. Lo que hay en el interior le sorprende: la casa no está amueblada como una granja, sino más bien como una casa de campo, en la que las horcas para el heno y otras herramientas sólo sirven de decoración. Encuentra allí libros, bibelots y una reserva asombrosa de productos alimentarios: la bodega excavada en la roca está más que repleta, se alinean las conservas a lo largo de los pasillos, bajo la mesa de la cocina y hasta encima de los armarios.

Hay un despacho. Quattermain lo registra y deduce de sus investigaciones que el propietario de la casa ocupa un cargo importante en el Ministerio de Abastecimientos. El señor está casado, tiene cinco niños y un hijo mayor que es teniente del ejército y está destinado en Orán, a no ser que haya cambiado después; pero su última carta está fechada el 6 de octubre último.

Acaba su inspección en la planta baja y sale al corral interior. Los antiguos pajares han sido acondicionados como habitaciones, a excepción de un hangar y de un garaje. Allí descubre un coche. Es un Chenard-Walker muy bien conservado, cubierto por un toldo, y cuya batería ha sido sacada y colocada sobre un banco, cerca de una toma de corriente en la que está enchufada.

Instala la batería en su lugar y la pone en funcionamiento. El motor arranca en seguida. El depósito está lleno en sus tres cuartas partes.

«No pierdas el tiempo. No olvides que le has dejado solo en el Ford».

Efectúa varios viajes y llena a medias el maletero con todas las provisiones que puede: conservas y cajas de galletas, más un jamón, más media docena de mantas. Se lleva también un abrelatas, un cuchillo y, por si acaso, un rollo de cuerda. Y algunas ropas. Y todo un paquete de cupones de racionamiento.

Y dos linternas eléctricas.

Duda ante los fusiles de caza, pero finalmente los abandona. Corre.

Vuelve al despacho y se mete en el bolsillo el juego de llaves de repuesto que ha encontrado.

«Vamos allá».

Descuelga el teléfono y la operadora tarda un tiempo increíble en responderle.

—Yo no hablar bien el francés —dice él—. Soy sueco. Pido que me perdone. Quiero hablar con la policía. Pronto.

Esto tarda todavía un minuto largo. Al fin escucha una voz de hombre. Que dice que sí, que es la gendarmería, sí. Quattermain inicia de nuevo su espantosa jerga, en la que mezcla palabras supuestamente suecas («quizá no sea así, si bien se mira, pero en todo caso se parece a los borborigmos que eructaba aquella actriz con la que pasé un delicioso fin de semana en Palm Springs…»). Explica que se llama Svenson, que es de Suecia y que ha sido atacado por un hombre que ha intentado robarle su coche. Describe a su agresor y, entonces, el gendarme del otro lado del teléfono comienza a interesarse enormemente por su historia: ¿el agresor llevaba consigo un niño de ojos grises? Ya, ya —dice Quattermain—, el muchacho ser en un pequeño coche. ¿Que si puedo describir ese coche? Ya, ya, en un Tréfle Citroën, incluso ha tomado el número.

Da el número de matrícula de uno de los pequeños coches que han llevado a la boda a los invitados. Y dice que él mismo, Svenson, de Estocolmo, estará en Nîmes mañana por la mañana, a primera hora, y que se presentará en la gendarmería.

Cuelga y, a partir de entonces, actúa rápidamente. Hace salir el Chenard del corral interior y cierra con llave la puerta de doble batiente. Cuatro minutos más tarde está delante de la primera granja, en donde ahora están cantando. Desciende, se dirige hacia el minúsculo Tréfle Citroën, le empuja unos cien metros y a continuación pone en marcha el motor. Le hace rodar hasta el estanque-alberca. A veinte metros de la orilla, apaga los faros, encuentra una piedra, bloquea el acelerador, pone la primera marcha y se aparta.

En el haz de luz de la linterna eléctrica, el Citroën, casi demasiado ligero, tarda dos interminables minutos en hundirse y en desaparecer bajo las aguas.

Sube otra vez al Chenard y, cuando llega a la proximidad del refugio de caza, cree en principio que se ha equivocado: el Ford ya no está allí, en el lugar en donde le había dejado. Desciende y barre los alrededores con el pincel de la linterna. El refugio de caza está vacío. «¿Se habrá ido con el coche?». Después, el haz de luz produce un brillo de cromo. El Ford está a veinte metros.

—¿Thomas?

«¡No habría debido dejarle solo!».

—Thomas, soy yo, Quattermain.

—Estoy aquí.

El muchacho sale literalmente del suelo, levantando la especie de pequeña trampa que se ha confeccionado con unas cañas y unas hojas. «Habría podido pasar a un metro de él sin verle, incluso en pleno día».

Thomas se acerca y contempla el Chenard:

—¿Dónde lo ha cogido?

—Lo he robado.

—Ésa será una razón más para que los gendarmes corran detrás de usted.

El tono es plácido, si no es sarcástico.

Quattermain vacía el Ford y coge los bidones de gasolina. Vierte su contenido en el depósito del gran Chenard. El niño le contempla sin moverse.

—¿Habrá gendarmes esperándonos en Nîmes?

—Sí.

—¿Y los otros también?

—Sí.

—¿Ha telefoneado?

Quattermain da su informe; «no hay otra palabra; estoy dando un informe a este chiquillo».

—Sube, Thomas.

—Ha sido bastante astuto —dice el chiquillo—. Me refiero a telefonear y decir esa mentira. No muy astuto, sólo bastante. Eso no engañará al Hombre de los Ojos Amarillos, pero a los otros, sí.

—¿Cuáles otros? Yo creía que era Laemmle el que dirigía la persecución.

—No es lo bastante tonto para utilizar a los gendarmes y sobre todo para dejar que su barrera se vea a varios kilómetros. Eso debe de ser cosa de Jurgen Hess, que ése sí que es un auténtico cretino.

—En el coche me explicarás quién es ese Jurgen Hess. Sube.

En lugar de obedecer, el muchacho retrocede tres o cuatro pasos.

—Eso depende de adonde vayamos.

—Sé muy bien adonde voy —dice Quattermain—. No me hagas perder más tiempo.

—Si echo a correr, esta vez no conseguirá atraparme.

—Hoy ya te he atrapado una vez.

—No lo recuerdo. Pero si me cogió, fue porque estaba trastornado. Ahora ya no lo estoy.

«¡Dios mío!», piensa Quattermain, a quien las dos últimas horas, sumadas a las precedentes, han fatigado considerablemente.

—Tengo que discutir contigo sobre nuestro destino, ¿no es eso?

—Sería mejor.

—Nos esperan en Nîmes y probablemente en decenas de kilómetros a un lado y a otro de esa ciudad. Deben de vigilar todos los barcos de la costa, y también deben de vigilar los puentes del Ródano. Vayamos al norte, dejando el Ródano a nuestra derecha. Pasaremos por las Cévennes y sólo después volveremos a bajar hacia España.

—Exactamente lo que el Hombre de los Ojos Amarillos pensará que vamos a hacer. Ha dejado a Hess que se ocupe de Nîmes, y tal vez de los puentes del Ródano y de los barcos, con ayuda de los gendarmes, y él nos irá a esperar al norte. Es terriblemente listo.

—Más listo que yo, ¿verdad?

—Le vencerá cuando quiera —dice el chiquillo.

Pero da un paso y luego otro, se acerca al Chenard y finalmente sube a él.

—Vamos al norte, de acuerdo —dice.

—Muy bien, jefe —dice Quattermain—. ¿Y por qué ir al norte si Laemmle nos espera allí?

—Porque es preferible caer en sus manos que en las de Hess. Hess es un loco.

Quattermain acciona la puesta en marcha.

—Casi tan loco como Laemmle —añade el chiquillo.

—¿También Laemmle está loco?

—Todo el mundo está loco. Todo depende de cómo y cuánto, nada más.

—¿También yo?

«Ya conoces la respuesta, Quattermain».

Los ojos grises giran lentamente y se clavan en él. Silencio. El muchacho tira de la portezuela y la cierra.

—Le ruego que me perdone —dice—. No he sido muy amable con usted. Nos vamos cuando usted quiera.

Thomas se despierta y comprueba que el nuevo coche avanza por una carretera tan estrecha que, a veces, las hojas de los verdes robles que la bordean rozan la carrocería.

Él no se mueve. La Cosa está a punto de volver y es horrible luchar contra ella.

La Cosa insiste.

Entonces hace como si se agitase en su sueño y deja que su frente choque con la portezuela. Así puede abrir los ojos y todo es un poco menos difícil. Y después, el otro Thomas (el que hace funcionar el mecanismo y el que juega al ajedrez) le repite que eso va a pasar.

De acuerdo, eso pasa.

Es terriblemente duro, pero pasa. Lo peor es cuando tienes los ojos cerrados y el otro Thomas se duerme y deja de funcionar el mecanismo.

Eso ha pasado.

Se incorpora y mira al americano. Que también le mira a él y le sonríe. Pero que no dice nada. Tiene un aspecto realmente fatigado. Es amable, en el fondo. A no ser que finja ser amable. Y fingiría ser amable para hacerle hablar a él, a Thomas, para hacerle decir cosas que quiere saber, esas cosas que Ella le dijo a escondidas, explicándole detenidamente lo que tenía que hacer, y cómo y dónde.

Pero no está seguro. Ella le dijo que eso podría suceder alguna vez.

Desconfía, de todos modos.

Durante el tiempo que estuvo lejos, viendo lo que ocurría por la parte de Nîmes, él leyó y miró todos los papeles que éste había dejado en su abrigo: la carta, el pasaporte del americano y el pasaporte con su propia foto; y también unas tarjetas, unos papeles sin interés, unas fotos de personas desconocidas. Leyó todo lo que el americano había dejado en su abrigo. Naturalmente, lo que ha quedado en su memoria es la carta. No lo ha comprendido todo, pero sí lo esencial. Ha reconocido la letra de Ella: «David, no me habría dirigido a usted si no mediasen unas circunstancias excepcionales. Escribiendo esta carta, yo… (una palabra no comprendida) con todas las reglas…».

Y después esa frase, con la palabra encinta, que él tampoco conoce, pero cuyo sentido no es difícil de comprender, puesto que Ella dice en seguida: «No se engañe: yo había deseado ese hijo».

Seguramente es eso lo que quiere decir encinta.

«Y el hijo soy yo.

»Dicho de otro modo, él sería mi padre.

»A no ser que sea una carta falsa, que hayan imitado su letra.

»Tal vez».

Se concentra y reflexiona.

«Hay otra explicación posible: quizás Ella escribió esa carta, pero diciéndole mentiras expresamente para que viniese a Europa y se ocupase de mí».

Por otra parte, eso no tiene importancia.

«El Hombre de los Ojos Amarillos le matará, dirá a Soëft que lo mate y será muerto. Realmente no sirve para nada interesarse por las personas que van a morir. Comienzas a quererlos un poco y mueren. Eso no sirve de nada.

»Sobre todo si utilizas al americano como a un caballo o a una torre, para tender una trampa al Hombre de los Ojos Amarillos, sacrificando la pieza. Cuando es ésa la única manera de ganar, no hay que dudarlo».

—¿Estás bien, Thomas? —pregunta el americano.

—Sí, señor.

—Has podido dormir un poco, ¿verdad?

—Sí, señor. Conduce usted muy bien.

—Gracias, Thomas. Pero no estás obligado a llamarme siempre «señor», ¿sabes?

—Lo sé —dice Thomas.

Hacia las cuatro de la madrugada, Quattermain se decide a hacer un alto. Ya no puede más, y sus pesados párpados se han cerrado en dos ocasiones. Sólo el ruido de la gravilla la primera vez, y un violento choque sobre el guardabarros delantero de la derecha, le han arrancado del sueño. La aleta derecha quedó tan hundida que rozaba con el neumático y han tenido que utilizar el gato para enderezarla un poco.

Ha seguido innumerables carreteras de tercer orden, casi siempre señaladas en blanco en su mapa. Según éste, debe de encontrarse en Ardèche, lugar que él conoce un poco. Para mantenerse despierto, rememora el viaje que hizo, quince años antes, con el primo Larry y también, al principio, con la prima Babe. Ésta, pretextando que los brutos de sus primos la habían llevado en realidad a los Alpes, en lugar de al centro de Francia, «porque esto sube todo el tiempo», no había cesado de gruñir. Para terminar, sus primos la habían metido en el Rolls-Royce que les seguía con el equipaje y con Watson, el chófer guardaespaldas impuesto por el tío Peter. Entonces, el primo Larry había sentido de pronto, por una vez en su vida, un frenesí de libertad: se avino a descender por una pradera, luego a pasar por un puente de madera y después a pedalear como un loco por estrechos senderos. Durante cuatro días habían emprendido una especie de fuga, durmiendo en algunas granjas y comiendo en los albergues. Una tarde habían tomado parte en el baile de un pueblo, el colmo de la aventura para el primo Larry, que no había cesado de reír como un colegial. Él, Quattermain, había descubierto dos muchachas y se las llevó a un henil. No paró hasta que el primo Larry jugó con una de ellas, y había velado personalmente para que éste oficiase dentro de las normas y completamente… Y todo acabó entre los gendarmes, porque, desde Nueva York, el tío Peter había avisado al Departamento de Estado, al ejército de los Estados Unidos, a la embajada norteamericana en París, al presidente de la República Francesa y al ministro del Interior, de tal modo que organizó una batida para hallar a los fugitivos, a los que todo Nueva York creía ya secuestrados por los Comedores de Ranas.

«Yo tenía entonces dieciocho años, el primo Larry cerca de veinte, y desde entonces no pasa un trimestre sin que Larry le dé un codazo en las costillas, riéndose estúpidamente. Y cada año arregla un poco mejor la historia, porque ahora está convencido de haber casi violado a la muchacha, cuando tuve que ser yo mismo quien le arrancase el calzoncillo, al que él se aferraba como a una tabla de salvación.

»Las Cévennes quedan a la izquierda. Por el momento estoy en Ardèche, y, si no me detengo para dormir un poco, voy a acabar enroscando el Chenard alrededor de un árbol».

Introduce el Chenard en un camino encajonado. Sus faros iluminan una bóveda de árboles, quizás unos castaños, «porque desde luego no son cocoteros». Sigue el camino unos cuarenta metros. La luna está oculta, no ve ni gota y el cristal subido a medias no disimula que hace un frío de lobos. El chiquillo duerme, profundamente esta vez, y no con el sueño agitado que tuvo desde que partieron de los alrededores de Nîmes; se ha despertado hace tres horas, por un breve instante, tras una larga sucesión de gemidos y de agudos grititos, de palabras indistintas, que podían ser francesas o alemanas. Quattermain le ha sonreído, le ha hablado un poco, obteniendo únicamente breves respuestas, con esa mirada asombrosa de los grandes ojos grises que parecen brillar con una especie de fosforescencia.

Quattermain se desliza fuera del coche y, a pesar del dolor de su cadera, se dedica a inspeccionar los alrededores, porque de ningún modo quiere hacer un alto bajo las ventanas de alguna casa cuyos habitantes vendrían a sorprenderles al amanecer. No hay ninguna luz a la vista, ni el menor olor a humo. Y la bruma aumenta. Quattermain experimenta el sentimiento de una soledad terrible, casi trágica.

«Es, por lo menos, excesiva».

No descubre ni la más leve huella de una carretera cualquiera: la tierra empapada sólo muestra el dibujo de los neumáticos del Chenard-Walker. Quattermain borra la marca, ayudándose con una gran rama; amontona primero la tierra blanda con sus pies, luego con las manos, y vuelve a dar un buen escobazo, a la luz de su linterna eléctrica. Titubea de fatiga, pero no vuelve al coche hasta después de haber borrado también sus propias huellas. «Decididamente, me estoy volviendo paranoico».

Pero todavía le queda algo que hacer: levanta al chiquillo dormido y le traslada al asiento posterior, envolviéndole en tres de las cuatro mantas. Los ojos grises se abren al primer contacto y le miran fijamente. La mirada de un pulpo sería menos helada.

—Estarás mejor atrás, kid. Podrás estirar las piernas. Sigue durmiendo. Todo va bien.

Quattermain se instala delante, acomodándose lo mejor que puede, a pesar del volante y de los dos asientos separados, y de la longitud de sus piernas. Su cadera le hace sufrir. Se envuelve en la manta restante y levanta el cuello de su abrigo. En el extraordinario silencio, escucha un momento acechando la respiración del niño, que se ha vuelto a dormir.

«… Yo deseaba ese hijo más que a nada en el mundo. Rompí con usted precisamente por eso, porque usted me lo había dado. Ignoro qué recuerdo conservará usted de mí después de doce años. Tal vez recordará que nunca le mentí».

Quattermain se duerme a su vez.

Creyendo, equivocadamente, que es vigilado por unos ojos de búho.

Para Gregor Laemmle, la jornada del 10, la del 11 y una parte de la del 12 parecen arrastrarse.

En la primera hora de la tarde del 10 llega la noticia de que ha sido hallado el Citroën, presuntamente robado y denunciado por un pretendido sueco que dijo haber sido atacado. Gregor Laemmle no ha creído, evidentemente, ni por un momento, en ese escandinavo, en quien ha identificado a Quattermain (y, de pronto, la imagen bastante difusa que tenía de este último ha comenzado a tomar forma: el hombre tiene fantasía, quizás incluso humor y la suficiente imaginación para crear una añagaza que, por otra parte, ya ha engañado a Hess y a sus amigos gendarmes durante toda la noche del 9 al 10).

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