Daddy

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Gregor Laemmle no ha creído nunca en una carrera hacia el este por Nîmes, o hacia España por no importa dónde. En todo caso, no directamente. O habría que admitir que el americano es tan estúpido como Hess y, además, que el pequeño monstruo está todavía demasiado traumatizado por los acontecimientos del Var para formar parte en la estrategia del tándem. «Y no creo en ello en absoluto, Soëft: nuestro joven amigo tiene unos increíbles recursos, y yo juraría que, a estas horas, su precoz cerebro ha comenzado a zumbar otra vez como una turbina».

Ha descartado la hipótesis de un retroceso hacia el oeste, a costa de un nuevo paso del Ródano: la maniobra sería, ciertamente, inesperada, pero no por ello menos peligrosa.

¿La huida por el mar? Una de dos: o bien estaba prevista desde el principio, y en ese caso sería demasiado tarde para hacer algo, o bien era imposible, porque hasta Hess hizo vigilar el único punto posible de embarque: las Saintes-Maries.

NO, ya sólo quedaba la carretera del norte.

—¿Desde cuándo están sus hombres en su puesto, Soëft?

Soëft dice que los ha enviado allí el día 9 a las once y treinta de la mañana. Según él, los vigilantes de la primera línea han tomado posición antes de la puesta del sol. Y la segunda línea ha sido establecida más al norte, en el Ardèche, hacia las veintiuna horas.

—El pequeño Citroën fue robado entre las diecinueve y las veintidós horas de la noche del mismo día. La llamada telefónica del presunto sueco se produjo a las veintiuna horas y veintitrés minutos, y procedía de los alrededores inmediatos de Nîmes.

¿No es así, Soëft?

—Sí.

—Ellos abandonaron el Ford y fingieron robar un Citroën. Por consiguiente, disponen de otro vehículo. ¿Se ha denunciado algún robo de coche o de moto?

—No.

—Una de dos, Soëft: o bien han conseguido encontrar un chófer benévolo, cómplice o no, o bien han conseguido otro coche cuyo robo no ha sido todavía denunciado. Es muy sencillo. Cállese, Soëft, no le pido su opinión; usted es mi coro antiguo, y nada más. Ellos han pasado a través de su primera línea, Soëft, no me diga lo contrario. ¡La prueba está en que usted no les ha visto!

Soëft dice que sus vigilantes de primera línea han tomado los números de todos los vehículos pasados del sur al norte, a partir del día 9 a las dieciocho horas, y continúan haciéndolo cuarenta horas después.

Gregor Laemmle ha llamado a Krug von Nidda, el cónsul de Alemania en Vichy, y ha conseguido (es un viejo amigo) que intervenga ante Pétain y Laval para que se le proporcionen los nombres y las direcciones de los propietarios de los vehículos. «Lea la lista, Soëft».

Nada durante toda la jornada del 10.

Nada el 11.

Nada en las primeras horas del 12.

«¡Los he perdido!».

Estupor al principio, una verdadera desesperación después. Su convicción de que está a punto de perder al Niño le resulta insoportable, después de la trágica muerte de la madre; «corro de derrota en derrota, con una regularidad digna de la antigüedad».

Reúne las fotos de Quattermain que posee: «¿Y es este cow-boy —bien vestido, es verdad, y bastante guapo, hay que reconocerlo— el que me lo ha quitado?». Y se siente invadido de pronto por una rabia que le desconcierta; ¿acaso soy capaz de odiar a alguien?

En la noche del 10 telefonea a Henri Lafont a París.

Y es el 11 por la mañana cuando llegan las primeras informaciones:

Hace unas diez horas se ha descubierto, en la lista de los vehículos registrados por la primera línea de los vigilantes de Soëft, un Chenard-Walker cuyo dueño es un alto funcionario de Vichy. No ha denunciado el robo porque lo ignora: se llama Maurel y posee una casa de campo cerca de Nîmes.

En la noche del 10 al 11 se ha localizado el mismo Chenard, cuya aleta derecha está abollada, rodando por la zona oeste de las Cévennes: ha pasado a una velocidad demencial ante las narices de un vigilante de la segunda línea.

Y la apoteosis que va a desencadenar la arrebatiña: el americano es formalmente identificado en la mañana del 12.

En el momento en que, dirigiéndose hacia el oeste, franqueaban el Ródano por el puente de Valence.

Quattermain sueña que llueve sobre su rostro. Abre los ojos y comprueba que una lluvia muy abundante y fría penetra en el Chenard-Walker por el cristal abierto.

—¿Tiene usted hambre?

Algunos segundos de embotamiento, pero los recuerdos vuelven en seguida a su mente: está en un coche robado (ha robado incluso dos; ¡tío Peter se caería muerto del susto!), está en Ardèche, acosado por la policía francesa y por los agentes secretos alemanes.

Y reconoce a Thomas, cuyo pasaporte falso pretende que es hijo suyo.

—¿Tiene usted hambre?

El niño come un gran bocadillo de pan y jamón crudo; tiene una boina hundida casi hasta las orejas, y todo el resto de su cuerpo está envuelto en una esclavina azul oscuro. Lleva colgado en su hombro un gigantesco paraguas negro cuyo mango figura una cabeza de pato o de oca.

Quattermain recobra totalmente la conciencia:

—¿Dónde has encontrado todas esas cosas?

—He cogido el paraguas para usted.

—¿Dónde?

Gesto indolente (pero la mirada llena de acuidad desmiente totalmente esa indolencia):

—Hay una granja ahí al lado. Su jamón es extraordinariamente bueno.

Un nuevo bocado es engullido por su boca:

—Y la mantequilla también. Y tiene café con leche.

«Estoy dormido todavía», piensa Quattermain. Se sienta ante el volante (su cadera envía unas punzadas a toda la pierna y el costado derecho, y todo su cuerpo está lleno de agujetas). Se restriega los párpados:

—¡No me digas que has ido hasta esa granja! ¿Te han visto?

—Eran once a la mesa. Si no me han visto, es porque son extraordinariamente miopes. ¿Viene usted?

Quattermain lleva su mano hacia la puesta en marcha:

—Sube. Nos largamos.

El muchacho mueve la cabeza, compadecido ante tanta inocencia:

—Esa gente oculta a tres aviadores ingleses en una de las granjas. Y además esconden una metralleta y unos fusiles. Yo lo he visto todo y sé dónde han puesto todo eso. Me sorprendería que fuesen a avisar a los gendarmes; incluso estoy totalmente seguro de que no lo van a hacer. Y además, si usted se va ahora, los otros, los de una granja del otro lado de la carretera, verían el coche y ellos sí que avisarían a los gendarmes: son unos petainistas. ¿Tiene usted hambre, sí o no?

Un minuto después, Quattermain está caminando por un bosque de castaños y bajo la lluvia, que es más intensa. A veces aplasta con sus pies unos erizos de castañas; por un momento, casi ha creído que se trataba de animales desconocidos. Cojea ligeramente. Consulta su reloj y ve que son las nueve bien pasadas; «por lo tanto, he dormido casi cinco horas, lo cual es mucho, considerando lo incómodo que estaba». Aunque el amodorramiento de su despertar casi se ha disipado, ha ganado en intensidad su sensación de irrealidad, incluso de fantasmagoría, en este bosque anegado de lluvia en el que ascienden brumas por todas partes: «Yo estaba en Vermont y de pronto…».

—¿Desde cuándo estás levantado, Thomas?

—No tengo reloj. Tal vez desde hace una hora.

A Quattermain le cuesta imaginar a los habitantes de una granja tomando en coro su desayuno después de habérseles pegado las sábanas. El niño ha debido de eclipsarse en la aurora, si no antes.

—Desde hace una hora, o dos, o tres —prosigue Thomas con indiferencia.

—¿Has visto realmente unos aviadores ingleses?

—Sí.

—¿Acaso tienen su avión consigo?

—Llevan ropas francesas que les sientan como un delantal a una vaca. Tienen bigote y hablan inglés.

—¿Les has hablado?

—No.

El niño dice que sólo les ha mirado; estaba a dos metros de ellos y ellos no le han visto. Tal vez sean buenos aviadores para tirar bombas, ¡pero qué tontos son! Conseguirán que los cojan, con el ruido que hacen y con sus bigotes.

—Yo no tengo bigote —dice Quattermain a la defensiva.

—Afortunadamente.

El niño conduce la marcha, que cubre setecientos u ochocientos metros. Se insinúa con una seguridad increíble entre los troncos ennegrecidos por la lluvia, encontrando a cada paso unos senderos que no parecen ir a ninguna parte y que desembocan, sin embargo, en algún sitio. Pronto aparece un lindero, y más allá se alargan las líneas geométricas de unas edificaciones de piedra cubiertas de pizarras relucientes (que una granja pueda estar hecha de piedra es una de las sorpresas que ha tenido Quattermain al descubrir Europa).

El niño se detiene.

—Los Cazes me han recomendado que tuviese cuidado a partir de aquí, para que los petainistas no nos vean, y para que esos cretinos de aviadores ingleses no nos vean tampoco. Son tan estúpidos, que lanzarían grandes gritos al ver a un americano. Hay que esperar.

—¿Esperar, qué?

—Esperar a Émilie. Tiene la rubéola, y por eso no está en la escuela. Pero yo la he tenido ya y no puedo contagiarme. Y por otra parte, ella ya está curada, pero mañana son las vacaciones y no le gusta la aritmética.

«Cualquiera diría que emplea un lenguaje cifrado», piensa Quattermain, que deduce que la rubéola, palabra cuya traducción inglesa desconoce, debe de ser una enfermedad infantil. Con lo de los petainistas, en cambio, las cosas son más oscuras: está dispuesto a creer que se trata de alguna tribu local.

—Y otra cosa —prosigue el niño, fijando en él su mirada impasible—: les he dicho a los Cazes que usted es mi padre.

Un movimiento en la esquina de una de las construcciones; una pequeña silueta acaba de aparecer y les hace señas de que avancen.

—¿Tu padre?

—Tenía que decir algo, y por qué vamos juntos. Siga los palitos clavados en el suelo, sin apartarse de ellos. Es el único pasillo en el que no pueden vernos los de la granja de enfrente.

Thomas deja al americano comiendo en la cocina, bajo la vigilancia de la señora Cazes, y se desliza afuera.

Les gusta la lluvia, sobre todo con esta esclavina sobre los hombros. Huele bien, huele a campo y a tierra mojada.

Se reúne con Émilie en el lugar convenido.

—Vamos.

Uno tras otro, se escurren de construcción en construcción. «Tu padre es muy alto», dice Émilie.

Ahora caminan por el bosque. La granja ha quedado a centenares de metros detrás de ellos. Van trepando. «Muy alto —dice Émilie—. ¿Por qué es americano?». «Porque no es español», dice Thomas. «Yo creía que había una razón más complicada», dice Émilie. Continúan subiendo, aunque esto se hace cada vez más difícil a causa de la pendiente y de las hojas secas, podridas todas, que hacen resbalar, mojadas como están. Y además, los zuecos de madera son pesados; seguramente están muy bien para andar por el barro, pero no para ascender por las montañas. Émilie trepa como una cabra, lo cual pone nervioso a Thomas; la niña parece sentirse muy cómoda y no se cae nunca, mientras que él se ha aplastado dos veces, con las manos y hasta la nariz, sobre las hojas podridas. «—¿Tú has ido a América, Thomas? —Muchas veces. —¿Cuántas veces? —Diecisiete. —¿En barco? —No iba a ir a nado. —¿Es bonita América? —No está mal —dice Thomas». Está todo sofocado, mientras ella brinca y se vuelve constantemente para esperarle.

Llegan a la cima de la primera montaña y Thomas saca los prismáticos de su esclavina. Pero desde allí no se ve gran cosa, a causa de los árboles.

—Y desde el sitio que me has dicho, ¿se podrá ver?

—Se verá todo.

Siguen una cresta que comienza descendiendo un poco para volver a subir. Thomas calcula que han salido de la granja hace más de una hora, y al fin llegan a unas rocas. Émilie es la primera que se sube a ellas, mostrándole por dónde hay que pasar, y apenas él ha asomado la cabeza puede comprobar que la niña tenía razón: desde allí se ve realmente bien, y hasta muy lejos. Un río transcurre por abajo, quizás a doscientos metros, pero eso no es lo que cuenta. Orienta sus prismáticos y aparece el pequeño pueblo: veinte, treinta casas nada más; cuatro carreteras se reúnen allí. Comprueba en el mapa del americano: todas aquellas carreteras figuran en blanco o en amarillo.

Hay que encontrar al espía del Hombre de los Ojos Amarillos, que debe estar allí, que sólo puede estar allí, puesto que es una encrucijada de cuatro pequeñas carreteras. Seguramente el Hombre de los Ojos Amarillos ha previsto lo que el americano iba a hacer, y lo que ha hecho desde que salieron de Nîmes: ir hacia el norte únicamente por las pequeñas carreteras. «Y, por lo tanto, ha colocado espías en los cruces de esas carreteras. Esto no es difícil; no hacen falta diez mil hombres. Hay ocho o diez encrucijadas realmente importantes; eso es todo. Con ocho o diez hombres se pueden vigilar todos los cruces».

—¿Has visto indios en América?

—Está llena.

—¿Con plumas?

—Con muchas plumas.

—¿Qué edad tienes?

Thomas ha estado a punto de responder doce años, para parecer mayor, pero once y medio tampoco están mal.

—Yo soy más vieja que tú: tendré doce años en abril.

—Realmente eres vieja. Ya deberías estar casada.

A mil quinientos metros de distancia, Thomas examina con sus prismáticos cada casa y los huertos que hay detrás de ellas.

—Te burlas de mí, ¿verdad?

—Sí —dice Thomas.

¡Él está allí!

Sí, el espía está allí. «¡Yo le buscaba oculto en alguna parte y resulta que está en la primera encrucijada! ¡Ni siquiera se esconde! ¡Qué idiota!». El hombre está sentado en un coche; se distingue mal su cara, pero se ve que está solo y que parece esperar desde hace mucho tiempo.

—No eres muy alto para tener once años y medio. Yo soy más alta que tú.

—Es porque no quiero crecer.

—¿Pero por qué?

—No me gusta. No tengo ganas de crecer. El día que tenga ganas, creceré.

Pero tal vez no sea un espía del Hombre de los Ojos Amarillos. Tal vez es un cualquiera. No se puede hacer una jugada como ésta sin estar seguro. Si al menos pasase un coche…

Orienta sus prismáticos hacia las dos carreteras de la derecha. Si el americano, la pasada noche, no se hubiera detenido para dormir, habrían topado directamente con el espía.

El Hombre de los Ojos Amarillos ha debido de situar una primera línea de vigilantes más al sur. La habremos pasado esta noche, mientras yo dormía en el coche, y ellos habrán tomado nuestro número de matrícula…, sobre todo cuando nuestro coche es tan fácil de reconocer, con su aleta abollada. Han tomado nuestro número y ahora estarán buscado al propietario. Quizá ya sepan que el coche ha sido robado.

Bueno.

De acuerdo, ya lo saben. Pero no saben dónde está. Y si ese tipo de allá abajo es realmente un espía, pertenecerá a la segunda línea.

—Puedes besarme, si quieres —dice Émilie.

Y éste también tomará nuestro número y telefoneará dando ese número, y el Hombre de los Ojos Amarillos sabrá en qué dirección vamos, y nos esperará en el este y también en el oeste, como si estuviese seguro de capturamos, lo mismo si voy a Suiza como si no voy.

Seguramente es eso lo que Laemmle ha hecho.

Thomas vigila las carreteras de la derecha.

—No pareces tener mucha prisa en besarme.

Thomas abandona por un segundo o dos su vigilancia, justo el tiempo de mirar a Émilie. Y le invade una rabia extrañamente intensa, casi un deseo de empujarla y hacer que caiga allá abajo, al río. ¡Besarla!

¡Después de Ella!

Se acuclilla y aprieta fuertemente los prismáticos. «No pienses en otra cosa que no sea el Hombre de los Ojos Amarillos, sólo en él, y en la manera en que vas a vencerle y en cómo vas a matarle, y después de él, a Soëft y a Hess, matarles a todos. ¡NO PIENSES MÁS QUE EN ESO!».

—¿Estás enfermo?

Thomas levanta la cabeza y descubre que los prismáticos ya no están allí, que los tiene Émilie, que los ha cogido sin que él se dé cuenta siquiera y que mira hacia el pueblo.

—Me duele la cabeza —dice Thomas—. Me encuentro muy mal.

—Te he hablado y tú no me escuchabas; mirabas allá lejos.

—Me duele mucho la cabeza.

—¿Qué es lo que mirabas hace un momento?

—Nada en especial. Me gusta mirar las cosas.

Le quita suavemente los prismáticos y, justo en ese momento, por una de las carreteras de la derecha se aproxima un autocar.

«Ahora veremos si realmente es un espía».

Observa al hombre sentado en el coche, en la entrada del pueblo. Le ve descender y hacer como si esperase el autocar. Y el autocar se detiene, el hombre sube a él, llega hasta los asientos del coche.

Pero se apea en seguida, fingiendo haber cambiado de opinión.

«Es un espía, no cabe la menor duda».

El hombre se sienta de nuevo en el coche y anota algo.

—Tengo que volver a casa —dice Émilie—. Sobre todo porque tengo la rubéola. Y, además, es la hora de comer.

Thomas baja los prismáticos, pero los vuelve a enfocar en seguida. Esta vez es un coche el que desemboca en la carretera de la derecha. Inmediatamente después, vuelve al espía. Éste se levanta en el acto, en cuanto ve el coche a su vez.

—¿Vienes, Thomas? Mamá va a zurrarnos. Incluso a ti.

—Ve delante.

El espía también tiene unos prismáticos. Los utiliza y luego anota algo: el número del coche que se acerca. Y en éste va un hombre, con una mujer y dos niñas. Pasa por delante del espía y desaparece por la derecha. Thomas sigue observando al espía. Le ve descender.

Cruzar la carretera.

Entrar en el café.

«Va a telefonear. Pero, desde donde está, ve la carretera. No podrá pasar nadie sin ser visto.

»De acuerdo».

Está muy contento. Esto funcionará.

—Bajo yo el primero —le dice a Émilie.

Esta vez es ella quien se rompe la cara. Se ha hecho bastante daño y llora. En ese momento él llevaba, por lo menos, cuatro metros de ventaja. Thomas se detiene y la espera, calzándose de nuevo los zuecos que se había quitado para correr mejor. «De todas maneras, habría ganado», se dice.

No le gusta perder. En absoluto.

La señora Cazes andará por los cincuenta años. Es una mujer seca, bajita, muy blanca de piel y tiene un antojo con tres pelos negros en la mejilla izquierda. Si alguna vez ha sido bonita, el recuerdo de ello se ha perdido hace tiempo, incluso para ella. A la llegada de Quattermain está sola en la casa, con una de sus hijas. La mujer le hace subir a una de las habitaciones del piso: «No se mueva de aquí y no se asome a la ventana. Los petainistas podrían verle. Nos están espiando todo el día. Le traeré de comer». Dicho y hecho: vuelve en seguida, trayendo unos huevos, jamón y café. «Y sobre todo no vaya a hablar con los ingleses. Tendrían que haberse ido ayer, pero parece que los trenes están muy vigilados. Nos veremos obligados a seguir escondiéndoles, lo cual no es ninguna ganga. Juegan al ruguebi en la granja y gritan como condenados; ninguno sabe una palabra de francés. Unos salvajes. Usted al menos tiene calma. ¿Le duele la pierna? Su hijo nos lo ha contado. Fue mala suerte caer en paracaídas encima de un tren. Esos cretinos de ingleses tuvieron más suerte. Cuando cayó su avión, se posaron como flores. Algunas personas se partieron el pecho para hacerles pasar la línea y traerles hasta aquí. Y ahora gruñen porque no están ya en España. Yo les he dicho que la próxima vez tomen el Tren Azul. Pero no me han entendido. Su hijo les dijo que estuvieran tranquilos, y eso, afortunadamente, les calmó un poco. Pero es mejor que no le vean. Su hijo, bueno, porque puede pasar por un suizo. Pero usted no. Si acaban siendo capturados, podrían hablar de usted. Le he traído unos libros; es todo lo que tenemos en casa. Su hijo ha vuelto por fin; había ido con Émilie a dar un paseo. Ya ve usted: ¡con esta lluvia y cuando ella acaba de tener la rubéola! Émilie es la más joven de mis hijas. Es bonita; me pregunto a quién sale. El pequeño vendrá a verle en cuanto haya comido; come con nosotros, él lo ha querido así. Puede usted estar orgulloso de él: es astuto como un diablo… ¿Quiere usted sopa? Le diré a su hijo que se la suba en cuanto los demás se hayan ido al trabajo».

Quattermain contempla al niño.

—¿Está buena la sopa?

—Muy buena. Debería comerla antes de que se enfríe.

—¿Dónde estabas?

Los ojos grises son insondables.

—Le he traído sus prismáticos. Funcionan magníficamente.

Deja los prismáticos sobre la cama, al lado de Quattermain. Después saca del bolsillo una hoja de papel y un lápiz, dibuja unos cuadraditos agrupados y, saliendo radialmente de ellos, cuatro líneas dobles:

—Esto son las carreteras. Si hubiéramos continuado esta noche, habríamos llegado por esta carretera. Y habríamos topado con el espía. Está aquí. Está solo, pero quizá se relevan y el otro estará durmiendo en alguna parte. Cuando pasa un coche…

Thomas explica los manejos del que él llama el espía; describe lo que cree ser el dispositivo adoptado por Gregor Laemmle para capturarles: un espía en cada encrucijada en una amplitud de ciento cincuenta kilómetros.

—Esto parece mucho, pero no hay tantas encrucijadas, después de todo. Mírelo usted mismo. Laemmle ha debido poner un espía aquí, otro aquí y otro aquí.

Traza unas cruces en el mapa de carreteras.

What’s your idea?

Silencio.

—Me has entendido perfectamente, Thomas —dice Quattermain en inglés—. ¿Por qué no me has dicho que hablabas inglés?

—No me lo ha preguntado usted.

—Has leído la carta, ¿no es verdad?

—¿Qué carta?

Quattermain se limita a mirar fijamente al niño, que echa un poco hacia atrás la cabeza.

—La ha dejado usted expresamente en el bolsillo del abrigo, ¿verdad? Y ha dejado con ella los demás papeles para que no pareciese extraño que la carta estuviera sola.

Silencio.

—Sí, la he leído —dice el niño.

—¿Lo has comprendido todo?

—Sí.

Es imposible descifrar nada en ese pequeño rostro perforado por esas pupilas impenetrables.

—¿Puedo preguntarte lo que piensas de ello?

—Nada.

—Eso no es una respuesta, Thomas.

—No tengo ganas de hablar de ello.

—Yo sí tengo ganas. Muchas ganas. Figúrate que he venido corriendo de América únicamente a causa de esa carta y de lo que tu madre me decía en ella.

—Yo no creo que sea usted mi padre.

La réplica es tan abrupta que, durante unos segundos, deja a Quattermain sin respuesta.

—¿No lo crees o no tienes ganas de creerlo?

—No tengo ganas de hablar de ello.

—¿Tienes alguna razón para no creerlo? No me mientas.

—No.

—¿No qué?

—Que no tengo ninguna razón.

—En resumen: ¿crees que Ella me habría mentido en su carta?

—No quiero que diga usted Ella.

—Responde a mi pregunta.

—Sí.

Ella… ¿Tu madre me habría mentido? ¿Crees realmente que no soy tu padre?

—Son dos preguntas las que usted me hace.

—Te las hago las dos.

—Creo que no decía la verdad en la carta, y creo que usted no es mi padre.

—¿Pero no tienes ninguna razón para creer esas dos cosas?

—No quiero que sea usted mi padre, eso es todo.

«Tú te lo has buscado, Quattermain».

—Y, según tú, ¿por qué tu madre me mintió?

—Porque tenía miedo de lo que a mí podría ocurrirme. Porque usted es americano, y muy rico, y porque conoce gente en Alemania.

—¿Entonces, tú no tienes necesidad de nadie?

—No.

—¿Podrías impedir solo que te capturase el Hombre… ese Laemmle?

Silencio.

—Puedo vencerle —dice el niño.

—¿Sabes que eres de una presunción increíble?

—Me tiene sin cuidado. Su sopa ya se ha enfriado.

«Tienes que habértelas con un muchacho que está en un estado de nervios espantoso. No le trates como a un niño normal. No lo es ni lo ha sido nunca, ni siquiera antes de que viese a su madre quemarse ante él. Eso sin hablar de todo lo que vivió antes. Cálmate». Quattermain se levanta y deja el libro —Los miserables—, entre cuyas páginas tenía metido hasta ahora su dedo índice. Recuerda a tiempo que no puede asomarse a la ventana.

—¿Pero yo puedo serte útil, de todos modos, para pasar esas líneas de espías que tú crees que existen?

—Existen.

—Admitámoslo. ¿Puedo ayudarte a pasarlas?

—Si usted quiere, sí.

—Estoy encantado de servir para algo —dice Quattermain, reprochándose las palabras a medida que las pronuncia. Estaba dando la espalda al niño, se la sigue dando todavía, y espera que su irritación se apacigüe. «Realmente tengo un aire inteligente, contemplando esas fotos amarillentas en las paredes de una habitación, en una vieja granja de lo más recóndito de Ardèche, y quizás acosado al mismo tiempo por la Gestapo de paisano y por los gendarmes franceses de uniforme…».

Quattermain gira sobre sí mismo, hace frente al muchacho y se ve sorprendido: el niño está sentado en su cama; pero no sentado a su gusto, como alguien que acaba de decir la última palabra en un enfrentamiento, ni siquiera de acuerdo con su curiosa costumbre (muy erguido, con la cabeza levantada y las manos colocadas a ambos lados de su cuerpo). No; más bien parece desinteresarse, casi abandonado sobre el colchón. Apoya su hombro en el montante de cobre, agacha un poco la cabeza y contempla sus manos con una fijeza extraña, con las pupilas dilatadas y sus manos, precisamente, entrelazándose y separándose con un lento nerviosismo.

Y la irritación de Quattermain desaparece en un segundo. Experimenta un gran impulso de ternura, de pesar y de piedad:

—¿Te encuentras mal, Thomas?

La barbilla del niño se hunde un poco más en su pecho, mientras que sus labios se contraen y un estremecimiento apenas perceptible recorre el pálido rostro. «¡Creo que va a llorar! ¡Qué extraordinario hombrecito!».

—Thomas —dice Quattermain—. Thomas: me gustaría conocer el plan que has encontrado para franquear lo que tú llamas la segunda línea de los espías sin que éstos te capturen. ¿Quieres hablarme de ello?

Silencio. Pero el estremecimiento del rostro se propaga aún más.

Finalmente, el niño asiente.

Thomas piensa: «Hace un momento he estado a punto de llorar. Es incomprensible; no sé lo que me ha ocurrido. No he llorado desde que Ella murió; lo he intentado, pero no he podido. No hay nada que hacer; es como un río que no quiere correr, y todo está seco, muy seco, o bien es la Cosa que me invade y entonces me vuelvo loco, ya no sé ni dónde estoy ni lo que hago; o bien el mecanismo se pone en marcha, y hace que la Cosa se vaya, y yo no siento nada, salvo unas ideas de cómo vencer al Hombre de los Ojos Amarillos.

»Pero no sólo hay eso; hay otra cosa entre los dos. Está el americano. El americano está entre los dos, y eso no es ni la Cosa ni el mecanismo. No debería preocuparme de lo que él piensa, pero no puedo evitarlo. ¡Naturalmente que es amable! Pero precisamente por eso. Es una pieza sacrificada; voy a perderla y necesito perderla para ganar. Hay que ser terriblemente idiota para comenzar a querer a una pieza que está sobre el tablero.

»Es amable y enormemente inteligente. Yo creía que era bastante menos fuerte que el Hombre de los Ojos Amarillos, pero no es verdad: no es menos fuerte, en absoluto. Es diferente, que no es lo mismo. Por ejemplo, cuando me ha pedido que le hable de mi plan para atravesar la segunda línea; pues bien, lo ha hecho únicamente porque ha visto que yo estaba enormemente triste, y él lo ha comprendido al instante, y ha hecho lo que debía hacer para que yo dejase de estar triste, o para que estuviera menos triste…

»Causa una gran impresión tener a alguien que te mira a los ojos y que comprende que estás triste y por qué lo estás. Ni siquiera Javier podía hacerlo. Él, el americano, te mira y ya no sirve de nada hablar. Y eso hace que yo me encuentre solo. Hemos hablado del plan y él ha tenido razón al corregir algunas cosas. Ahora, el plan que hemos hecho entre los dos es extraordinariamente bueno.

»Y después me ha hablado de él cuando era pequeño (y también esto lo ha hecho expresamente: contarme historias porque quería calmarme y hacerme pensar en otras cosas) y de cómo reflexionaba cuando tenía diez u once años como yo. Es extraño que él también haya podido tener unas ideas parecidas a las mías. No todas, pero sí muchas. Por ejemplo, cuando detestas al mundo entero, o cuando miras al cielo por la noche y tienes ganas de gritar porque aquello es el infinito y te vuelves loco al no poder imaginar lo que es el infinito. Él también ha sentido eso; es extraño…

»Es una lástima que le haya conocido ahora, justamente cuando tiene que morir; una verdadera lástima. Ésa es la razón de que le haya dicho que no quiero que sea mi padre. Y es verdad que no lo quiero. De ningún modo.

»Es una pieza sacrificada, nada más. De otro modo, sería horrible».

El señor Cazes aparece a media tarde, mientras sigue lloviendo todavía.

—Cuando las montañas tienen esa cara, es que va a llover durante días y días. Puedes preparar tu arca, como decimos en este país.

El señor Cazes va enfundado en una gruesa zamarra canadiense con cuello de conejo; cuando se la quita queda reducido a la mitad. Es un hombre vivaz y muy decidido; cada uno de sus movimientos confirma esa primera impresión. Apenas es más alto que su esposa; es sólido y camina con los brazos un poco oscilantes y con unas manos siempre dispuestas a aferrarse como unas tenazas. Al ver su gran bigote caído, se le podría creer un mongol, si no fuese por sus ojos azules. No habla, sino que crepita (sus conversaciones con la señora Cazes deben de parecer un duelo de ametralladoras, piensa Quattermain).

—Tengo que hablarle; traigo noticias.

El señor Cazes ha traído una botella de vino y dos vasos; los llena; bebe un trago más que generoso y hace chasquear su lengua:

—Escuche —acaba diciendo—: aguantar a los aviadores ingleses es una cosa. Aunque sean tan brutos como los tres que tenemos en la granja, que son el colmo haciendo la puñeta. Pero usted y su hijo son harina de otro costal.

—Nos iremos esta noche —dice Quattermain, que encuentra a Cazes muy simpático.

—Beba su vino; es del bueno, lo hacemos nosotros mismos. En la ciudad está el marido de mi hermana, que es el jefe de la estafeta de correos y de teléfonos. Y mi hermana hace de operadora. Y en la otra ciudad, por la parte del Ródano, un primo de la señora Cazes dirige la compañía de autocares. He ido a verles, a ellos y a otros, sólo para comprobar que su hijo no nos había mentido esta mañana…

—A propósito de mi hijo… —dice Quattermain.

—Porque es un caradura de cuidado —prosigue el señor Cazes como si no hubiese sido interrumpido—. No sé cómo le ha educado usted en América, pero si todos son como él, compadezco a los indios. Vigiló mi casa, la registró mientras dormíamos y vino a decimos luego, al saltar de la cama, que había encontrado a los aviadores y hasta las armas, y que valdría más para mi familia que no les encontrasen a ustedes, a usted y a él, porque, si no, se lo diría todo a los gendarmes… Eso es lo que yo llamo ser un caradura.

—Realmente, no sé qué decirle —dice Quattermain.

—Sin contar que, cuando encontró nuestra casa, la señora Cazos y yo estábamos comiendo nuestra sopa y él también estaba allí, mirándonos como un fantasma salido de la pared. Y nos oyó hablar de esos de ahí enfrente, de esos malditos petainistas, y nos dijo tranquilamente que eso le venía muy bien.

El señor Cazes llena de nuevo su vaso. Un sonoro ruido de pasos vacilantes se deja oír entonces en la escalera y el niño aparece, con su boina, su esclavina y sus zuecos de madera, que explican por sí solos el estrépito.

—Hablando del rey de Roma… —dice el señor Cazes—. Si tuvieras tres años más te daría unos puntapiés en el culo, pequeño. Por tu desvergüenza y para que te apartes un poco de mi Émilie. Y quítate esos zuecos llenos de barro antes de entrar en la casa.

—Sí, señor. Le ruego que me perdone.

—Así, pues, he ido en busca de informaciones —prosigue el señor Cazes—. Y este mocoso ha dicho la verdad: es cierto que les buscan a los dos, y por partida doble. En el oeste, incluso han hecho venir a la guardia móvil. Investigan en todos los garajes por si un individuo alto ha comprado o alquilado un coche… Un individuo alto que no habla o que habla con acento americano, que tiene los ojos azules, que cojea un poco de la pierna derecha y que va acompañado de un chiquillo de pelo negro y ojos grises. Les buscan por todas partes, en una batida que viene del sur y va hacia el nornoroeste, y que estará aquí mañana, si no es antes. Esto no es oficial, sino un rumor que corre: se habla de quinientos mil francos de recompensa, como ustedes dirían.

—Tus zuecos —dice Quattermain al niño.

El muchacho se descalza, pero se queda con los zuecos en la mano.

—Otra cosa —prosigue todavía el señor Cazes—. Según mi hermana, que, como siempre, escucha todas las conversaciones, unos extranjeros que hablan francés, pero algunas veces con un ligero acento alemán, llaman a otro individuo que está en el hotel Noailles de Marsella y que se llama Golaz.

La mirada azul del señor Cazes contempla el vino al trasluz. Levanta un poco los ojos y busca la mirada de Quattermain:

—No me vaya a hablar de dinero, me enfadaría, y no poco. Y además, no sea usted estúpido. Puedo esconderles algunos días; no les encontrarán. Tengo ya a los ingleses, pero tanto peor: nos arreglaremos.

—Nos iremos esta noche —repite Quattermain, con sus ojos clavados en los del niño y asaltado de nuevo por esa ternura tan desconocida, casi punzante, que experimenta.

—Nos iremos esta noche. Mi hijo y yo tenemos una idea que quizá nos permita proseguir nuestro viaje.

—Tendrán que cambiar de coche. Su Chenard no llegará muy lejos.

El señor Cazes toma al fin la decisión que sopesaba visiblemente desde hace algún tiempo: llena su vaso por tercera vez.

—Dos de mis hijos han venido conmigo. Están abajo y nos ayudarán. Esta cochina tormenta no estará de más. ¿Me habla usted de su idea o no? Y dígame si podemos servirle de algo.

—Claro que pueden —dice Quattermain.

—Entonces, está hecho. ¿Cómo encuentra usted este vino?

—Muy bueno, realmente bueno —dice Quattermain.

—La verdad es que está asqueroso —dice el señor Cazes—. Se ve que usted no entiende nada de esto.

El americano ha despertado a Thomas; es la una y media de la madrugada, el momento de irse. Han descendido de la habitación y, abajo, la señora Cazes, alumbrada solamente por una vela (para que los petainistas de enfrente no vean luz en plena noche), les ha hecho tomar café y ha insistido para que se lleven una bolsa llena de bocadillos, a pesar de las provisiones que han quedado en el Chenard; la señora Cazes ha dicho que nunca se tiene demasiado, con los tiempos que corren; que ésta no será una noche como las demás, y quizá los días siguientes tampoco, y que de todas maneras a ella no le gusta que la contradigan, porque eso podría ponerla de mal humor; «que Dios les guarde…, y ahora lárguense». Uno de los hijos de los Cazes espera bajo la copiosa lluvia; han caminado por el bosque, en plena tormenta; «tendría que haberme despedido de Émilie, ¿y por qué no besarla, puesto que eso le habría gustado? A pesar de las espinillas de su cara, es muy bonita y muy simpática». Han sacado el coche de su escondite sin hacer funcionar el motor —la tormenta hace mucho ruido pero, de cualquier modo, nunca se sabe, mientras espíen esos otros, auténticos malhechores—, y luego lo han empujado todavía en la carretera, hasta el momento en que el americano, al fin, pone en marcha el motor. Arranca; ya está.

Los dos coches de los hermanos Cazes se colocan en cabeza del convoy; hay doscientos o trescientos metros entre cada uno de ellos, y unos doscientos o trescientos metros más entre el segundo coche y el que conduce el americano, aunque esto depende de la carretera: si hay en ella demasiadas curvas, la distancia disminuye. Y en caso de peligro —de los gendarmes, por ejemplo— el segundo coche de los Cazes encenderá tres veces sus faros y sus luces traseras; entonces deberán esconderse rápidamente. Es muy sencillo.

El americano está extrañamente tranquilo.

Pregunta:

—¿Por qué les has contado que yo había llegado en paracaídas? ¿Y caído sobre un tren, además?

—Ha sido así —dice Thomas—. No hay ninguna razón.

—¿No será que tú, en el fondo, querrías que hubiese llegado en paracaídas?

Thomas reflexiona y, de pronto, se siente sorprendido: «¡Muy bien podría ser eso, es verdad! Es realmente extraño».

—No lo sé —dice.

—Lo acostumbrado —dice el americano— es que el héroe llegue en un caballo blanco. Yo, en cambio, debería haber llegado en paracaídas.

—Es realmente estúpido —dice Thomas, furioso.

Avanzan hacia el norte. En algunos momentos, la lluvia parece amainar; pero en seguida arrecia de nuevo. Hace viento y hay unos relámpagos que iluminan la carretera, así como el río, transformado en un enorme torrente, e incluso las montañas, como en pleno día. Thomas se siente totalmente invadido por la cólera: ¡Ahora el americano se considera un héroe! ¡Qué se habrá creído!

—¿Estás furioso, Thomas?

—En absoluto.

—Yo no soy ningún héroe.

—No necesita decírmelo.

—No quiero serlo. Sólo soy alguien que quiere salir con bien de esta historia. He hecho mal en hacerte esa observación sobre el caballo blanco y el paracaídas. No hablemos más de ello, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

«Pero de todos modos sigo irritado. Me pregunto por qué monto en cólera cuando él me dice algo. Si fuese otro, me traería sin cuidado».

Avanzan muy lentamente. Giran a la derecha hacia el oeste. «Por consiguiente, nos acercamos al pueblo donde está el espía…».

—Me gusta mucho la familia Cazes —dice el americano—. Es decir, los que yo conozco: el señor y la señora Cazes. No conozco a Émilie. Que al parecer es muy bonita.

—Hablemos de otra cosa —dice Thomas.

—Bien, no hablemos más de ello. Pero si esto continúa así, acabaremos sin nada de qué hablar.

—No estamos obligados a hablar.

—A no ser porque viajamos juntos y porque nos persiguen a los dos.

—Me persiguen a mí, no a usted.

—No estoy obligado a seguir contigo, ¿verdad?

Thomas vacila. «Me pone nervioso».

Está buscando todavía una respuesta cuando el coche se detiene de golpe. Justo a tiempo para ver a través de la cortina de lluvia, y al final de una recta, unas luces rojas que guiñan sin cesar. El americano da en seguida marcha atrás y retrocede rápidamente por un camino.

Quattermain se adentra todo lo que puede bajo los árboles y los matorrales que arañan la carrocería del Chenard. Acaba de efectuar, a una velocidad loca, una marcha atrás de ciento cincuenta metros, sin otra luz que la de las luces de posición y teniendo a la izquierda un río que corre produciendo grandes remolinos. «¡Por nada del mundo haría esta clase de ejercicio todos los días! ¡Sobre todo de noche!».

Para el motor.

Se vuelve en su asiento.

Hasta ese instante no descubre que se ha olvidado de apagar los faros, cuyo haz de luz corta en dos las carretera que ha dejado. Se precipita.

«¡Cretino!».

—Es realmente idiota haberse olvidado de apagar los faros —dice el chiquillo.

—La granja.

Transcurre un minuto sin otro ruido que no sea el de la crepitación de la lluvia sobre el techo del coche. Después, uno tras otro, pasan dos vehículos, al menos uno de ellos parece ser un furgón de la gendarmería francesa.

—La próxima vez haga también señales con los faros —dice el niño.

Unas pequeñas ganas de reír se apoderan de Quattermain, que, naturalmente, las reprime. Sin embargo, le sorprende haberlas sentido. «¡Ese mocoso sería capaz de hacer frente al tío Peter en persona!».

Enciende un cigarrillo.

—El humo me hace toser —dice el niño.

—Me tiene totalmente sin cuidado —dice Quattermain.

«Lo que experimentas no es realmente alegría. Hay diez o quince mil millones de lugares y de circunstancias que convendrían mejor a ese sentimiento». No; lo que siente es una embriaguez casi feroz: se sentiría capaz de derribar montañas, sin contar con algunas divisiones blindadas que al parecer ahora se llaman panzers. «Todo esto a causa de la presencia de un chiquillo al que sólo conoces desde hace cuarenta horas. Pero que ha heredado la mirada de Ella, bajo la cual sientes que te vuelves completamente idiota».

Apaga su cigarrillo y lo arroja afuera, aunque sólo ha fumado la mitad o menos. «¿Es posible sentirse enamorado, con un amor paternal, lo mismo que se experimenta un flechazo con respecto a una desconocida? No te hagas esa pregunta: me parece que ya conoces la respuesta».

Transcurre un tiempo anormalmente largo, en medio del silencio. El niño permanece inmóvil a su lado, tal vez afectado también por esa nueva connivencia.

«A no ser que esté aún haciendo funcionar ese mecanismo infernal de su cabeza para urdir algún plan maquiavélico».

Ha transcurrido media hora cuando finalmente se perfila, en la entrada del camino arrugado por las oleadas de lluvia, la silueta de un hijo del señor Cazes. Se acerca a la portezuela, cuyo cristal baja en seguida Quattermain, y explica que hay que esperar todavía; han conseguido alejar a los dos coches de gendarmes que montaban la guardia en la encrucijada del espía, pero aún queda uno:

—Mi padre intenta hacer que se vaya.

Mueve la cabeza y, al mismo tiempo su sombrero, del cual chorrea el agua:

—No cabe duda de que están empeñados en cogerles.

Se va de nuevo, chapoteando.

—¿Por qué tanto encarnizamiento, Thomas?

—No comprendo su pregunta.

»No es posible que Ella haya hecho eso —piensa Quattermain— confiar a un niño esos famosos secretos bancarios. Y, sin embargo…, Ella ha debido de ser capaz de hacerlo; si no, ¿por qué le habría entrenado de ese modo? Además, debe haber una explicación para esa batida monumental. No se movilizan cientos, tal vez miles de hombres, para capturar a un niño que no tiene otra característica que la de haber sido hijo de Maria Weber.

»O mío. Laemmle debe de saber que Ella me ha escrito, puesto que Catherine Lamiel lo sabía. ¿Entonces? Si buscan a Thomas porque tal vez es mi hijo, detenerme a mí ya no tendría valor. Suponiendo que yo tenga algún valor, sería el primer sorprendido. Eso no se tiene en pie».

El hijo de Cazes reaparece:

—No hay nada que hacer: los gendarmes se niegan a irse. Pero ustedes pueden rodear la barrera.

—¿Y pasar por delante del espía?

—Sí. Tendrá que conducir sin luces, por un camino lleno de agua en el que corre el riesgo de encenagarse. Marchará muy despacio y yo iré delante a pie.

Vuelven a la carretera y Quattermain no distingue apenas los trescientos metros siguientes, recorridos en una oscuridad completa y junto a un río en crecida. La silueta del joven Cazes surge de pronto junto a su coche:

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