Daddy

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Silencio. Thomas piensa: «Concéntrate bien, dile cosas que le convenzan. Ésas y nada más. Sobre todo, no cometas el error de creer que es tonto. No lo es. No razona como tú, eso es todo».

—No seguiremos corriendo delante de Hess, Miquel. No iremos delante de él, que ha matado a Javier, a Joan y a Tomeo. Y a Papé y a Mamé Allègre…

(No tienes necesidad de fingir que estás emocionado, Thomas; lo estás de verdad. Dios mío, lo estás tanto que casi lloras, lleno de rabia y de dolor…).

—No vamos a dejar que viva ese hombre que hizo lo que hizo en el Var, Miquel, que le hizo aquello a

Ella…

Entonces se produce un extraño y largo silencio. Porque Thomas ya no consigue decir una palabra. «Ya no puedo hablar; eso acaba de subir dentro de mí de golpe. Es un odio terrible, como la lava de un volcán. Sé que tengo razón y que debo matar a Jurgen Hess para estar tranquilo, de acuerdo, pero sobre todo porque le detesto, le odio…

»Casi tanto como al Hombre de los Ojos Amarillos».

Thomas se agacha. Tiene ganas de vomitar. El odio le hace temblar y, durante un momento, un breve momento, hasta el mecanismo patina y ya no controla nada en absoluto.

Esto se pasa.

«Ahora se acabó; ya no quiero la calma. Voy a llegar hasta el final».

Y se pone en camino y, en lugar de ir directo hacia el peñasco de la Demoiselle, gira a la izquierda, escrutando la noche con sus ojos de búho. Tulle está a tres horas de camino.

«Sería demasiado hermoso que el americano estuviese vivo. Es imposible. Tú lo has sacrificado y está muerto.

»Sería demasiado hermoso. No pienses más en ello. Piensa en Jurgen Hess y en cómo vas a matarle.

»De acuerdo, ya sabes cómo. Pero reflexiona más. Concéntrate».

Recorre dos kilómetros, llega ante una carretera y, antes de entrar en ella, deja pasar un convoy de seis camiones llenos de soldados, precedidos y seguidos por dos autoametralladores. Tendido en la cuneta, espera un poco más, bastante después del paso… Algunas veces viene otro destacamento detrás y, como al otro lado de la carretera hay un gran campo descubierto, prefiere no correr el riesgo.

Ha tenido razón en esperar; pasan un tercer autoametrallador y dos motocicletas con

sidecar.

El silencio.

Thomas no ha oído nada en ningún momento, pero siente la presencia a su derecha.

Hola, Miquel.

Hola, Thomas.

Thomas sale de la cuneta, cruza la carretera. Y después el gran campo. Camina a buen paso, pero sin correr. Se siente invadido por una fuerza enorme.

«Ya no es necesario que juegues a ser Pistol Peter, o Guy l’Éclair, o Tarzán.

»Yo soy Thomas, y nada más. Y eso basta».

Tulle ya sólo está a dos horas de camino. Estarán allí antes de medianoche.

El furgón del Reichbank se ha detenido bruscamente a la orilla de la carretera. Un coche le esperaba a la entrada de un camino de tierra. El hombre corpulento con ojos de gerifalte ha abierto las puertas de atrás. «Descienda, por favor; se lo ruego, señor». Quattermain salta a tierra y pasa esta pequeña acrobacia con un fulgurante dolor en la cadera.

—Suba, por favor.

La voz es de una extraordinaria tranquilidad. Quattermain obedece y ocupa su sitio, junto a Ojos de Gerifalte, en el asiento trasero del coche, pilotado por un hombre con chaqueta de terciopelo.

Salen del camino de tierra y siguen por la carretera asfaltada. Transcurren unos treinta minutos. A Quattermain le parece que se dirigen hacia el norte. «Lo cual querría decir que están atravesando Liechtenstein…». Él estuvo una vez en Vaduz, pero eso fue siete u ocho años antes y sus recuerdos son vagos. Por otra parte, ¿Liechtenstein está ocupado o no por Hitler?

Tercera disminución de marcha. Acaban de seguir una serie de pequeñas carreteras. Ruedan casi al paso, con todas las luces apagadas, durante quince minutos más, y los nervios de Quattermain están tensos…

Se detienen. El chófer de chaqueta de terciopelo abandona el volante y se aleja del vehículo.

—Ocupe su sitio, señor, por favor.

La Lüger de Ojos de Gerifalte apunta.

Quattermain obedece y se sienta en el lugar del conductor.

—Arranque, por favor, se lo ruego. Hay una aglomeración a unos centenares de metros delante de nosotros. Lo mejor sería cruzarla evitando la calle principal; yo le guiaré. La frontera está próxima…

Quattermain desenrolla entonces el alambre, ensancha el nudo corredizo (en el interior del coche apenas se ve), deposita el alambre sobre sus muslos. Pisa lo más ligeramente que puede el acelerador. Tres curvas más adelante, unas casas se perfilan en la noche.

Un cuchicheo detrás de él:

—El camino de tierra, a la izquierda.

Él sigue un seto, a lo largo de una serie de edificios.

—A la derecha, por favor.

Están en una calle muy estrecha, y cuarenta metros más allá aparece algo así como un callejón sin salida. Pero sólo es un pasaje abovedado, un

Ourchhaüser, como hay tantos en el viejo Salzburgo. «No podré pasar nunca…».

Cuchicheo:

—Pasará. Hemos tomado las medidas de este coche. Trate de no tocar las paredes; hay más de dos centímetros de espacio a cada lado.

Emplea veinte minutos para recorrer treinta metros, y sólo una vez roza la piedra. Se encuentra en una nueva calle a cielo abierto.

—A la izquierda, y luego a la derecha.

Está chorreando sudor a causa de la tensión que le produce esta delicada presión del acelerador. Se ve obligado a accionar constantemente el embrague para que el motor ronronee lo más débilmente posible.

—Todo derecho, y luego a la derecha.

Las últimas casas desaparecen a su izquierda y a su derecha. Un camino de tierra entre las cercas. Desemboca en una carretera.

—A la izquierda. El puesto de policía está a trescientos metros detrás de nosotros. Puede usted encender los faros. No acelere todavía.

Tres minutos.

La voz, casi normal ya, del Hombre de los Ojos de Gerifalte:

—Puede comenzar a acelerar aho…

La aceleración es fulminante. Quattermain, con un verdadero frenesí, pisa el acelerador hasta el fondo. Ojos de Gerifalte es empujado hacia atrás, pero se incorpora y levanta su arma. Quattermain hace girar las ruedas y frena al mismo tiempo. Suelta la mano derecha del volante, coge con la izquierda el nudo corredizo, engancha el cuello de Ojos de Gerifalte y tira violentamente hasta que el cuerpo viene hacia él. Coge la muñeca que sostiene la Lüger y aparta el cañón, mientras que el coche parte resbalando a través del campo después de haber roto una valla. Los segundos siguientes son enloquecedores, en una lucha confusa. La portezuela izquierda se abre. Quattermain se encuentra en una postura increíble, con la espalda en el suelo y las piernas todavía dentro del coche, mientras tira con ambas manos del alambre. Su adversario se desploma sobre él, le sujeta a su vez por la garganta: «He fracasado, he desperdiciado la oportunidad. ¡Soy hombre muerto!».

Sin embargo, con toda la fuerza de la desesperación, el americano continúa tirando, y de pronto se afloja la presión de los dedos fantásticamente duros alrededor de su propio cuello. Ojos de Gerifalte ya no se mueve.

Horrorizado, Quattermain se incorpora. Rodea el capó titubeando, y se adentra en una pequeña carretera bordeada por unos setos que se alternan con vallas de madera. «Debería haber cogido el coche; ¿por qué he salido a pie?». Pasa ante una primera granja, totalmente sumergida en la oscuridad. «Debería haber cogido el coche». Las palabras vuelven sin cesar a su mente y, cuando el haz luminoso le azota en pleno rostro, por espacio de un segundo cree ver el faro de una moto. Es una potente linterna eléctrica, y detrás de ella hay dos hombres.

—¿Quién es usted y adonde va?

Le hablan en alemán.

—He tenido un accidente de automóvil —dice en un alemán que no puede engañar a nadie.

—Sus papeles, por favor.

Quattermain advierte el débil brillo de un fusil que le apunta. Cegado por la luz, distingue dos siluetas de hombres con uniforme, sin casco, pero tocados con gorros cuarteleros.

Y todo va muy rápido: busca las palabras para explicar que ha dejado su cartera en el coche, no muy lejos de allí, cuando una forma surge a la derecha, golpea una primera vez y luego una segunda. Un grito muy débil apenas rompe el silencio. E, inmediatamente después, el ruido blando de dos cuerpos que se desploman. Quattermain se inclina para recoger el fusil caído ante él y se encuentra con el cañón de una Lüger a dos centímetros de su nariz.

—No he querido disparar hace un momento —dice Ojos de Gerifalte—. Si no, estaría usted muerto. Retroceda, por favor.

Quattermain se aparta.

—Habría jurado que le había matado.

—No se mata tan fácilmente.

El haz de la linterna eléctrica barre sucesivamente los cadáveres, ambos con la garganta cortada.

—Decididamente, usted deja detrás un rastro sangriento, señor. Ayúdeme a empujarlos hasta la cuneta, tenga la bondad.

Ojos de Gerifalte arrastra a uno; Quattermain transporta al otro por los hombros.

—Tomaremos el camino que hay a la derecha, a doscientos metros de aquí. La frontera no está muy lejos. La próxima vez no dudaré en disparar, señor. ¿Está claro?

—Muy claro —dice Quattermain.

—Camine delante, por favor.

—¿Quién le paga? ¿Gortz?

—Mis órdenes son llevarlo vivo a Suiza. Vivo, pero no necesariamente intacto; eso sólo dependerá de usted. Vamos a pasar cerca de unas granjas, y hay muchos guardias fronterizos por aquí.

Después sigue un calvario para Quattermain: Ojos de Gerifalte le ordena que salga del camino y le hace andar a través de los campos empapados. Está al cabo de sus fuerzas. Los esfuerzos de las dos últimas noches han llevado hasta el punto de ruptura un cuerpo mal repuesto de una treintena de intervenciones quirúrgicas y que, las dos últimas semanas de clínica, podía recorrer a lo sumo una milla entre ida y vuelta. Se ha caído ya varias veces y sólo avanza por un prodigio de la voluntad.

Una fuerte pendiente se presenta.

Reúne todas las fuerzas para ascender diez o quince metros y luego se desploma, teniendo el tiempo justo para proteger su rostro con el codo. No ha perdido el conocimiento. El haz de la linterna cae sobre él.

—Levántese, señor.

—Voy a reventar.

Una mano absolutamente terrorífica le coge por la nuca, le levanta del suelo y le pone en pie.

—Haga el favor de caminar.

Quattermain intenta golpear con el puño al hombre corpulento, que ni siquiera se molesta en evitar el golpe. El simple impulso de su brazo basta para desequilibrar a Quattermain: se precipita por la pendiente que le ha costado tanto trabajo ascender, se sumerge en el vacío y unos metros más allá tropieza con la barbilla en algo que parece una piedra o un peñasco.

Pierde el conocimiento.

Gregor Laemmle está sentado en el último escalón del tercer piso, en un inmueble de la calle de Lisbonne, en París. Para evitar que se manchen los fondillos del pantalón, ha colocado bajo él un bonito pañuelo que normalmente lleva en el bolsillo superior de la chaqueta. «¡Soy un

snob! ¡Heme aquí perfumando con lavanda mi trasero!».

Espera desde hace más de una hora. Soëft ha hecho algo muy hábil: ha encontrado un teléfono en casa de un industrial retirado que ocupa el departamento de arriba, de modo que puede, al mismo tiempo, montar la guardia y hacer sus llamadas. De Tulle, en un número indicado por Henri Lafont, acaba precisamente de recibir unas informaciones sobre el lugar en que se oculta el Niño, en casa de un tal doctor Nadal… Aparte de esto, no ocurre nada. Los hombres de Lafont continúan vigilando a distancia la casa del médico; no han notado nada en particular, no han visto salir al niño después de su regreso a casa un poco antes de la caída de la noche (no, no han visto al guardaespaldas español, al hombre del fusil; en el fondo, a fuerza de no verle y sin tener la más mínima identificación, no están seguros de su existencia; «le habríamos visto»).

Gregor Laemmle piensa en el Niño. Evidentemente. Por primera vez desde hace quince meses, se entrega al gozo de esa evocación; lo mismo que un opiómano, después de haberse liberado voluntariamente, recae en su servidumbre. «Sin duda debe haber crecido, quizás está un poco cambiado, pero su voz no ha podido mudar todavía, y es probable que tenga más seguridad, más confianza en sí mismo, más firmeza en la opinión; pero, a Dios gracias, sigue estando en la edad de las maravillas, en esa edad en que ya no se es un niño y todavía no se ha llegado a adulto, y sin duda alguna sigue siendo el pequeño monstruo, la quintaesencia…».

—¿Señor?

(Es la voz murmurante de Soëft, que desciende del piso superior).

—¿Sí, Soëft?

»Me sorprendería que el pequeño monstruo no haya advertido a los espías de Lafont alrededor de la casa del doctor Nadal. Sobre todo después de recibir mi mensaje, que evidentemente ha identificado. Por lo tanto, sabe que ha sido descubierto. Partamos del supuesto de que ha divisado a los espías. Los ha visto y ha notado que no atacaban (cuando los hombres de Lafont son, al parecer, lo bastante numerosos para tomar al asalto la casa del doctor Nadal). Y ha llegado a la conclusión de que, si el ataque no se producía, es porque esperan a alguien para iniciarlo. ¿Esperan a quién? Al imbécil rubio, no hace falta decirlo. Por consiguiente, el Niño sabe que el buen Jurgen irá a Tulle para dirigir la ofensiva, y sabe también (como yo mismo, dicho sea de paso) que, en todo el ejército alemán, en los tiempos que corren, sólo el buen Jurgen se interesa realmente en su captura; los ejércitos de Adolf tienen otros problemas más urgentes que resolver. Partiendo de ahí, ¿qué jugada va a inventar?

»La primera consiste en largarse cuanto antes, en deslizarse diestramente entre las mallas de la red tendida por los hombres de Lafont, y en encontrar en alguna parte un nuevo refugio.

»Eso es tal vez lo que está haciendo en este mismo momento. Y entonces habrá dejado tras él a esas personas que le han albergado, sacrificándolas lo mismo que sacrificó al americano. Porque no ignora que el buen Jurgen descargará su cólera sobre ellos, y les reducirá a carne de salchicha.

»En esta hipótesis, podemos admitir que en la hora en que lo pienso, sentado incómodamente en el peldaño de una escalera, el pequeño monstruo está recorriendo a toda prisa el monte bajo de Corrèze con la única idea de poner la mayor distancia posible entre Jurgen y él.

»Pero es extraño: yo no lo creo. Conozco demasiado a mi pequeño monstruo. Habrá encontrado otra cosa más finamente jugada y sobre todo más decisiva (porque, dicho sea entre nosotros, correr a pierna suelta no es precisamente un truco de los más sutiles).

»Sí, otra cosa, pero ¿qué?».

Pausa. Gregor Laemmle reflexiona. Y la idea le asalta, apremiantemente.

«Maldita sea, ¡sería capaz de hacerlo!».

La conclusión en que desemboca Gregor Laemmle es realmente sorprendente: ¡imagina de repente que el Niño, en lugar de huir, va a dirigirse directamente hacia el enemigo, es decir, hacia Jurgen Hess!

—¿Soëft?

—¿Sí, señor?

—¿Adónde debe dirigirse Hess, después de su llegada a Tulle?

—A la sede de la Gestapo local, es decir, al Hôtel Moderne.

—Gracias, Soëft.

»Reflexiona, Gregor Laemmle. El Niño es muy capaz de tener esa idea asombrosa. ¿Por qué no? Seguro que va con él ese tirador de primera clase, dispuesto a meter una bala en el ojo derecho (o en el izquierdo, según se lo exijan) a tres o cuatrocientos metros de distancia. Esto puede parecer una locura, pero no lo es, sobre todo cuando se conoce al pequeño monstruo…

»Qué extraño es: creo profundamente que tengo razón. Mi convicción ya está hecha. Dicho de otro modo, sé dónde está el Niño, y dónde estará lógicamente en las próximas horas —necesita un tiempo para ir, tal vez a pie, desde la casa del doctor Nadal a la caída de la noche (para evitar ser visto por los espías) y llegará a Tulle en, digamos, dos o tres horas.

»Y, forzosamente, tomará posiciones en el único lugar posible: en algún tejado, frente a la entrada del Hôtel Moderne. Teniendo a su lado al español del fusil de visor telescópico, a quien le designará el blanco.

»Tú sabes, Gregor, dónde está, o al menos dónde va a estar. La decisión es tuya. Tienes dos horas para decidirlo».

Ensancha sus ojos amarillos, invadido por una fiebre deliciosamente angustiada. Hasta el punto que la voz susurrante de Soëft debe repetir dos veces su llamada:

—¿Señor?

—¿Sí, Soëft?

—Ya llega. Helo ahí.

La luz se enciende en el hueco de la escalera. Gregor Laemmle se queda casi deslumbrado al salir de esa larga espera en la oscuridad. Hay alguien en la escalera; su paso rápido, el paso de un hombre en plena forma física: ¡a fe que sube los escalones de dos en dos!

Jurgen Hess se inmoviliza al descubrir a Gregor Laemmle.

—¿Qué hace usted aquí?

—Le esperaba, mi buen Jurgen.

Hess va vestido con el uniforme negro de la SS, y lleva algo que aparece, ante los ojos muy poco experimentados de Gregor Laemmle, como la Cruz de Hierro, ¡o algún cachivache de ese género! ¡El buen Jurgen es un héroe, Dios me perdone!

—Quería hablarle, Jurgen.

—Le creía en Italia —dice Hess.

—Estoy en París sólo de paso. ¿Puedo entrar?

Hess acaba de abrir la puerta del apartamento (que le ha prestado, según los informes recogidos por Soëft, otro hombre que combate fogosamente con los cosacos). Gregor Laemmle entra detrás de él.

—Tengo poco tiempo —dice Hess—. Me marcho dentro de unos minutos. Y no veo de qué podemos hablar.

Está quitándose ya la guerrera y se dispone a cambiarse.

—Del Niño —dice Gregor Laemmle—. Podríamos hablar del Niño.

La mirada azul de Hess le observa, mientras se despoja de su camisa y luego de su camiseta reglamentaria. «¿Va a quedarse desnudo delante de mí?».

—¿De qué niño?

—Siempre del mismo, mi buen Jurgen. El que usted estuvo a punto de atrapar en noviembre de hace dos años, pero que se escapó cubriéndole de ridículo. El que usted ha sabido esta noche que se encontraba en Corrèze, en casa de un tal doctor Nadal. El que usted va a intentar capturar de nuevo, tomando dentro de una hora y cuarenta minutos, aproximadamente, un avión militar que le llevará a Limoges. Lo que le situará a usted en los alrededores de Tulle a las dos o las tres de la madrugada.

El rostro (bastante bello, a fe mía) de Hess no se mueve en absoluto. «Ha adquirido consistencia en estos últimos tiempos, sin duda porque ha estado de soldado en las estepas. Ha cambiado; es más duro, más maduro… y probablemente tan idiota como antes, si no más».

—¿Cómo sabe usted todo eso? —responde inevitablemente Jurgen Hess.

—Escucho en las puertas.

«¡De verdad que se queda desnudo delante de mí! ¡Voy a ver a Jurgen totalmente desnudo! Sería como pasmarme ante el cuerpo de un hombre —lo que no es el caso—, y como si me sintiese muy excitado». Pisando los talones de Hess desnudo, Gregor Laemmle entra en el cuarto de baño.

—Déjeme en paz, Laemmle.

—¿Puedo recordarle que tengo un grado superior al suyo? Le autorizo a llamarme

mein führer, pero sin excesiva familiaridad, por favor.

El cuarto de baño es de lo más vulgar. Pintado con un mísero color verde Nilo (la pintura, además, está desconchada), contiene una bañera de dudosa limpieza, uno de esos horribles

bidets franceses y un asiento de tapadera. Además, colgado de la pared, todo un juego de halteras y de ridículas cosas de goma que hay que estirar en todos los sentidos para engordar los músculos.

—¿Hace usted deporte, Jurgen? Lo ignoraba. Qué idea más extraña.

—Déjeme en paz o le echo fuera yo mismo —dice Jurgen Hess, manipulando los grifos de la bañera. (Es evidente que se dispone a tomar un baño de agua fría… ¡De agua fría, imagínense! ¡Este hombre está loco!).

—No creo que atrape usted al Niño —dice Gregor Laemmle—. No sin mi ayuda, en todo caso. El descenso que va usted a hacer a casa del doctor Nadal… ¿es realmente lo que se dice un

descenso?…, ese descenso no servirá de nada. Degollará usted a ocho o diez personas, pero el Niño hace horas que ya no está allí.

Silencio. Y al mismo tiempo que el agua corre a gruesos borbotones en la bañera, el musculoso cuerpo del hombre que Gregor Laemmle tiene ante sus ojos experimenta una crispación muy leve…

«Le he enganchado».

—Reflexione, pues, mi buen Jurgen. ¿Ha encontrado usted alguna vez al Niño sin mi ayuda? Nunca. Siempre he tenido que ayudarle.

—Yo sé muy bien donde está esa pequeña basura.

Hess se vuelve, y un gran malestar invade a Gregor Laemmle. «Podría pasar que le viese desnudo de espaldas, ¡pero de frente! Estoy desconcertado; siempre he sido un puritano, es el verdadero fondo de mi naturaleza».

Sonríe a Hess.

—Usted sabe dónde estaba, pero ignora dónde está ahora.

—¿Y usted lo sabe?

—Absolutamente. Sé dónde estará dentro de dos horas. Jurgen, debería entrar usted en su baño, antes de que el agua se caliente.

«Esta promiscuidad me molesta horriblemente; casi estoy enrojeciendo. ¡De veras que soy extraño!».

—Reflexione, Jurgen. ¿Qué hará usted después de haber despachurrado al doctor Nadal y a todos los suyos? ¿Asaltar todo Corrèze a sangre y fuego haciendo acudir desde Burdeos a su división

Das Reich? Ni siquiera con una división atrapará usted al Niño. Hace quince meses le cercó con doscientos hombres y, sin embargo, se le escapó. Se le escapará una vez más.

Hess se decide a entrar en su baño, se sienta en el agua fría (Gregor Laemmle se estremece) y pregunta:

—Según usted, ¿dónde estaría?

—Creo —dice Gregor Laemmle, dejando caer la haltera sobre la cabeza rubia—, creo que le espera en Tulle, frente al Hôtel Moderne, con un español provisto de un fusil con visor telescópico. Y luego, después de haberle matado, vendrá a matarme a mí, en el Schwarzwald de mi infancia, bajo los bellos abetos de Baden-Wurtemberg.

Golpea por segunda vez (con una torpeza de la que es absolutamente consciente) y el agua de la bañera enrojece un poco más. Pero la pesa se le escapa en el segundo mismo en que Jurgen Hess, que aparentemente no ha muerto todavía, vuelve hacia él un rostro estupefacto. «Me sirvo de esta cosa como lo haría una mujer, pero la verdad es que no he dado ni el menor puñetazo en mi vida; tengo excusas…».

Arranca de la pared otra haltera, más pesada ahora, y los resultados del tercer golpe son visiblemente superiores: la pared craneana se hunde y el agua del baño se vuelve roja.

Golpea cinco o seis veces seguidas y reduce al estado de pulpa el cráneo de Jurgen Hess. «Creía que tenía la cabeza más dura». Examinando la haltera, comprueba que pesa cinco kilos: «Todo se explica».

La cabeza le da vueltas, se siente extraño.

Adivina una presencia detrás de él. Se vuelve y descubre a Soëft, que permanece en el umbral del cuarto de baño, sosteniendo en la mano su arma provista de un silenciador.

—Habría debido dejar que lo hiciese yo —dice Soëft.

—Hay cosas en la vida que necesita hacerlas uno mismo —responde Gregor Laemmle.

Soëft se acerca a él, le quita la haltera de las manos y la deposita sobre las baldosas.

—Ahora tenemos que irnos, señor.

Gregor Laemmle se esfuerza en mirar por última vez la bañera.

—¿Está usted seguro de que ha muerto?

—Seguro —dice Soëft.

Que le lleva consigo y le hace franquear la puerta del descansillo. Y que cierra ésta con llave. Luego hace que Gregor Laemmle descienda los tres pisos.

Están en la calle de Lisbonne y caminan sin prisa. Soëft le sujeta del brazo como si estuviera ciego o afectado de delicuescencia mental, «lo cual en cierta manera es cierto; me siento realmente muy raro…».

—Es la primera vez que mato a alguien, Soëft. Quiero decir con mis propias manos.

—Valdría más que esperase un poco para hablar —advierte Soëft.

—Es verdad. Perdóneme, Soëft.

Llegan ambos al Rolls-Royce, que está estacionado bajo un porche, y suben a él. Soëft se coloca al volante, y Laemmle detrás.

—Debería beber usted alguna cosa, señor. Hay chartreuse en el bar de enfrente.

El coche arranca y se va.

—Es la primera vez que mato a alguien yo mismo, Soëft. La impresión es extraña. No agradable, pero tampoco desagradable. Siento una especie de estupefacción. ¿Ocurre siempre así? ¿Qué siente usted mismo cuando mata a alguien?

—Indiferencia, señor.

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