Daddy

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—El primer pueblo está a su derecha, a tres kilómetros de este lugar en donde está usted. Se llama Sennwald. Le recomiendo el albergue que está al pie del Hoher Kasten, e incluso la ascensión hasta la cima de la montaña. Allí la vista es soberbia: se ve hasta el lago de Constanza. Cuando hace buen tiempo.

Quattermain da una veintena de pasos y, al soltarse sus músculos, sus rigideces comienzan a atenuarse.

—¿Quién le paga?

No hay respuesta. A unos centenares de metros más abajo, las brumas se desgarran lentamente y el Rhin aparece.

—Si soy un turista normal, ¿por qué me ha depositado aquí?

Silencio detrás de él. Quattermain gira sobre sí mismo: Ojos de Gerifalte está ya a sesenta metros y se aleja rápidamente, balanceando los hombros. No tarda mucho en desaparecer entre los árboles, sin haberse vuelto en ningún momento, trepando directamente por la pendiente.

Quattermain, por su parte, desciende hacia el valle. Llega a un camino, luego a una carretera y unos veinte minutos después un cartel indica «Sennwald», en efecto. Entra en la aglomeración. El albergue indicado por Ojos de Gerifalte no está todavía abierto. No se distingue nada detrás de los cristales coloreados de sus ventanas góticas. Se sienta en uno de los bancos de madera, en medio de los geranios, y poco tiempo después pasa un coche por delante de él sin detenerse.

De pronto, el coche frena bruscamente y da marcha atrás. Dos hombres bajan de él, sobriamente vestidos con trajes oscuros.

—¿El señor Quattermain? ¿El señor David Quattermain? Bienvenido a Suiza, señor. Nos alegramos de haber sido los primeros en hallarle…

Dicen que son en total más de treinta los que recorren la frontera sólo en esta región de Appenzell: «No sabíamos exactamente por qué punto iba usted a pasar, ni siquiera si iba a salir con bien de su intento. ¿Podemos felicitarle por su evasión?».

Le hacen subir al asiento trasero, y le proporcionan mantas y almohadas. Le ofrecen café,

brioches, whisky.

Quattermain bebe un whisky.

—¿Y adonde vamos?

—Primero a telefonear con la noticia, señor. Después a Zurich, donde el señor Sowinski le espera.

Joe Sowinski está apostado en la entrada del Hôtel Baur-au-Lac y da un abrazo a Quattermain.

—¡Me alegro mucho de volverte a ver, Dave! ¡Lo que has hecho es fantástico!

—¿Quiénes eran esos fotógrafos que me han acorralado y ametrallado con sus máquinas?

—Todas las agencias norteamericanas e incluso británicas estaban ahí, amigo mío. Dios mío, ¿qué es lo que crees? David Quattermain en persona acaba de conseguir la más formidable evasión de esta guerra, ¿y quieres que el público no esté informado? Esto le dará una gran alegría a tu familia, Dave. Tu tío y tus primos, sobre todo Larry, están encantados, se sienten orgullosos de ti. ¿Crees que podrás dar una conferencia de prensa mañana por la mañana?

—Joe… —dice calmosamente Quattermain, tratando de cortar este diluvio.

—He reunido al mejor equipo médico de Suiza —prosigue Sowinski—. Van a examinarte y ver lo que los nazis te han hecho, cómo te han torturado y todo eso. Larry ha insistido en ello: necesitamos un informe médico que demuestre cada una de las sevicias que has sufrido. No es para reprochártelo, Dave, pero casi tienes un buen aspecto. Un poco más delgado, eso es todo.

—Lo siento —dice Quattermain.

—¡Ah! Una cuestión importante, Dave: hemos llegado a un acuerdo con los periodistas. Les hemos dado el

scoop, pero a condición de que no lo utilicen hasta que nosotros les demos luz verde. Aunque haya que esperar al final de la guerra, en el caso de que algunas personas te hayan ayudado a huir de Alemania. Para no poner a esas personas en peligro. Ya ves que hemos pensado en todo. Ten en cuenta que la guerra terminará muy pronto, que estaremos en Berlín dentro de algunos meses, tal vez antes. Todas esas maletas son tuyas. He hecho traer desde Nueva York treinta de tus trajes. Para los médicos, ¿te parece bien dentro de tres horas?

—Joe…

—Hasta ahora, el único miembro de la familia que podía citar a la prensa era tu primo Jimmy, que se alistó en los Marines después de Pearl Harbour. Pero como hasta hoy no ha hecho otra cosa que organizar espectáculos en Honolulú, puedes suponer que no ha sido posible explotar su heroísmo. Mientras que tú…

—Joe, me gustaría que cerraras esa maldita boca —dice Quattermain con un tono uniforme.

Silencio. Joe Sowinski le contempla y luego mueve la cabeza:

—Comprendo. Los nervios, ¿verdad? Es lógico que te resistas un poco, después de haber pasado por las manos de los nazis.

—No creo haber visto un solo nazi durante los dieciséis últimos meses —dice Quattermain—. O al menos no los he advertido. Joe, quiero urgentemente, ¡urgentemente!, todos los informes sobre ese niño que tiene ahora doce años y pico, con ojos grises, cabellos negros, cuyo nombre es Thomas, y el apellido puede ser Lamiel, o Weber o cualquier otro. Quiero saber si ese muchacho está en Suiza, si ha entrado aquí después de noviembre de 1942; quiero saber si está en España. Contrata a todos los detectives posibles; yo pagaré lo que haga falta. La recompensa no tendrá límites: llegaré hasta el millón de dólares; o diez, no importa. Quiero que se pregunte en todos los bancos, en todos los puestos fronterizos. El niño va o iba acompañado por un español armado con un fusil de visor telescópico, un formidable tirador. ¿Cuáles son los países todavía representados ante el gobierno de Vichy? Quiero que sus servicios diplomáticos sean interrogados; quiero que se les pida que intervengan ante las autoridades alemanas en todo lo que respecta al muchacho. Si hay algo que pagar, que se pague, no importa el precio. Otra cosa: parece ser que tenemos las mejores relaciones del mundo con las altas finanzas alemanas, las que han sostenido a Hitler desde hace más de diez años y que ahora parecen querer desembarazarse de él. Quiero que esas gentes busquen a Thomas como si su propia vida dependiese de ello. Te lo digo y se lo diré a tío Peter y a Larry en cuanto tenga ocasión de hacerlo. Quiero a ese niño, y lo quiero vivo. Lo deseo más que nada en el mundo. Y será mejor que esté vivo. Porque, en caso contrario, daré, en efecto, una conferencia de prensa y diré que yo no me he evadido; que no he hecho otra cosa que dejarme transportar como un paquete desde la mejor clínica de Alemania hasta Suiza, y diré por qué he disfrutado de un notable trato de favor, y contaré todo lo que sé y todo lo que recuerdo del

dossier que Joachim Gortz me ha mostrado, y mi memoria es excelente. Otra cosa, Joe: quiero todos los informes posibles de un antiguo profesor de filosofía de la Universidad de Friburgo de Brisgovia. Su nombre es Gregor Laemmle. Quiero saber, incluso, dónde está en este momento. Es un homosexual que mide alrededor de un metro sesenta y cinco de estatura, bastante corpulento, de un rubio rojizo, ojos castaños tirando a amarillos, que también va acompañado de un guardaespaldas que se llama Soëft. Soëft mide un metro ochenta, es moreno, de ojos verdes, y tiene un rostro femenino. Quiero a Laemmle vivo, Joe…, por otras razones que el niño. Joe: quiero también quinientos mil dólares en metálico antes de dos horas. Inmediatamente, Joe. Y di a tus malditos médicos y a tus malditos periodistas que se vayan a hacer gárgaras.

Quattermain se sienta, estira sus manos sobre sus muslos. Casi consigue, piensa él, dominar ese furor tan negro que siente desde hace semanas, si no meses, y que en las últimas dos o tres horas ha llegado a su paroxismo. «He cometido la mayor tontería de mi vida al no comprender desde el principio cuál podía ser el peso de David Quattermain, estrella de segunda magnitud del Clan y de las altas finanzas; pero no volveré a caer en ese error».

Sowinski ha ido hacia la puerta. Con la mano en el picaporte, pregunta:

—¿Ese niño es realmente tu hijo, Dave?

—Sí —dice Quattermain—. Realmente.

Hacia las siete de la mañana, hallándose ya en Mulhouse, Gregor Laemmle establece la comunicación telefónica con Henri Lafont, que está en París. Las noticias que recibe son excelentes: todo se ha desarrollado como estaba previsto. Risa de Lafont en el auricular.

—Mis hombres no han vuelto todavía: no tienen demasiada costumbre de jugar a las nodrizas. Pero es verdad que el niño llegó a Tulle, como usted había previsto, y le hemos acorralado como estaba mandado.

—¿Está en el tren, sí o no?

—Está en el tren, con cuatro de mis hombres para abrirle camino e impedir que le causen molestias. Llegará a Mulhouse.

«He aquí algo que me sorprendería mucho», piensa Gregor Laemmle, sin hacer partícipe a Lafont de su conclusión. Le pregunta al francés si ha recibido los quince millones de francos. Lafont dice que sí. Gregor Laemmle le agradece todos los buenos servicios prestados, acordándose —un poco tarde— de que debería haberle hecho una pregunta más, concerniente al Tirador Invisible. Vacila y, durante algunos segundos, está a punto de llamar de nuevo al jefe de la Gestapo francesa; finalmente, se abstiene. Sale a la calle y sube en el Rolls-Royce.

—¿Cuánto dinero nos queda, Soëft, de todos esos cuartos que nos dio Heydrich hace cuatro años?

—Unos setenta millones de francos —dice Soëft.

«¿Tanto? ¿Qué diablos voy a hacer con ellos?».

—En primer lugar, Soëft, me buscará usted un lugar en donde podamos hacer un desayuno aceptable. Después me procurará usted una lista de todas las asociaciones, cualquiera que sea el fin a que se dediquen. ¿Dónde? ¿Cómo podría saberlo? Pruebe en el ayuntamiento; es del siglo dieciséis.

Mientras toma el chocolate, piensa: mi JAQUE AL REY ha debido producirle la más ardiente y pura de las cóleras. Desde luego, adivinará que ése era el final buscado, pero su cólera no será por eso menos considerable. Vendrá. Entre otras razones, a causa de Pistol Peter, que es como decir el americano. Yo le había comunicado la muerte de Quattermain y ahora le anuncio su supervivencia. Vendrá. Para saber.

«Y vendrá para matarme. Evidentemente, ése será el motivo esencial. Aparecerá en la gran avenida, entre los abetos negros, y levantará el brazo como hizo en Grenoble cuando se trataba de asesinar a una manzana… Esta vez, la manzana seré yo. ¿Me matará en seguida o me hará sufrir mucho antes de hacerlo? Estoy perplejo; esta incertidumbre es lacerante…».

Soëft regresa con una lista que tiene lo menos diecisiete folios. Hay de todo, desde organizaciones de caridad hasta grupos de jugadores de bolos. Laemmle elige tres —exclusivamente de pescadores de caña—, «porque aunque nunca he pescado, siempre he tenido cierta idea de cómo son los pescadores de caña. Son necesariamente personas tranquilas. Me parece poco plausible que pueda pensar en carnicerías alguien capaz de permanecer ocho o diez horas en una silla plegable, delante de un estanque, con la única intención de atrapar una perca que sería diez veces más barata en el mercado…».

—Soëft: divida los setenta millones en tres partes iguales, y haga un donativo anónimo a las tres asociaciones cuyos nombres he señalado. Vamos, le espero. Nada nos apremia.

Deambula por las calles de la ciudad, contempla cómo corre el Ill y luego va a admirar las vidrieras del templo de Saint-Étienne.

«Vendrá. Evidentemente, yo podría esperarle en Mulhouse. Aunque dudo enormemente que quiera pasar por aquí. Con su astucia de siempre, el pequeño monstruo se librará de los cuatro esbirros de Lafont y trazará solo su itinerario. En un primer momento yo había pensado facilitarle el paso de la frontera comprándole algunos cómplices o mediante unos papeles falsos (certificando, por ejemplo, que era mi sobrino) que le serían remitidos por unos medios rocambolescos. Pero él no habría querido. Pasará el Rhin por sí mismo; estoy convencido de ello. Es verdad que es monstruoso.

Ella consiguió convertirle en un monstruo con el único fin de hacerle ejecutar una misión absurda.

Ella estaba loca.

»Vendrá. Y la historia tocará a su fin, Gregor Laemmle. Cuarenta y seis años de la más implacable lucidez sólo han desembocado en esto: la espera de un niño, portador de tu propia muerte».

Gregor Laemmle, Soëft y el Rolls-Royce pasan el Rhin y, por consiguiente, la frontera alemana. Las tarjetas de identidad de la SS proporcionadas hace tiempo por Heydrich cumplen por última vez su cometido. Entran en la Selva Negra por Mülheim y Baden-Weller. Por la noche llegan a la casa-chalet de veintiséis habitaciones.

Está intacta e iluminada. Los cuatro criados, el más joven de los cuales tiene setenta años de edad, han sido prevenidos y esperan con sus antorchas, siguiendo la costumbre. Ha sido encendido el friego en las veintidós chimeneas.

La granja más próxima está a seis kilómetros. Por las seis ventanas de la biblioteca, con diecinueve mil seiscientos volúmenes, Gregor Laemmle descubrirá el panorama que le maravilló en su juventud y en su adolescencia.

Hace la visita ritual a las habitaciones de su madre, muerta en 1924, habitaciones en las cuales hasta el menor bibelot ha permanecido en su sitio. Después toma un baño, un verdadero baño del Schwarzwald, en la bañera de pórfido que le regalaron cuando cumplió los dieciocho años.

Cena solo, leyendo apaciblemente a Montaigne.

La espera comienza.

—¿Qué quieres hacer en la vida? —pregunta el oficial de la Wehrmacht sentado frente a Thomas en el departamento del tren.

—Quiero ser terrorista —responde Thomas en alemán.

Los dos oficiales ríen. Durante la media hora anterior, Thomas les ha explicado por qué está en el tren, cuál es su destino (Berlín), de quién es sobrino (Von Ribbentrop), quién es su abuelito (el embajador de Alemania en Madrid; «por eso hablo español también»), dónde está su madre (en Madrid, con su padre), por qué va a Berlín (le han matriculado en un colegio para que llegue a ser un buen alemán) y por qué hace el viaje solo (no está solo: ese hombre que hay delante de la puerta, en el pasillo, es de la Gestapo, me protege; van por lo menos quince en el tren, y mi preceptor cayó enfermo en Toulouse)…

Esos estúpidos se lo han creído todo.

Hay que decir que ha tenido suerte en el control: los dos individuos de la Gestapo han pedido sus papeles al hombre y a la mujer gorda, e incluso han revisado las tarjetas de embarque de los oficiales…, pero a él, a Thomas, nada. Han hecho como si fuera invisible. Realmente divertido.

Y el mecanismo se ha puesto en seguida en movimiento: «Esto va bien; diviértete, pero sin exceso; no te desconcentres. Y no hagas demasiado el idiota con esos oficiales. Es mejor que pienses en lo que tienes que hacer en Clermont-Ferrand y en Lyon. De acuerdo, ya lo sabes, pero no importa: vuelve a pensar en ello, por si acaso has olvidado alguna cosa».

Al llegar a la estación de Clermont-Ferrand, estrecha la mano de los dos oficiales, que dan un taconazo ante él (después de todo, es el sobrino-nieto de Von Ribbentrop), desciende del tren y sube en el de Lyon, seguido de sus cuatro guardianes. Su primera idea fue la de largarse por la ventanilla de los lavabos en cualquier parada. Era una idea estúpida y la rechazó en seguida. Era estúpida a causa de Miquel: «¿Cómo quieres que pueda seguirte si escapas así? El único medio sería una gran estación con una masa de gente, y Miquel se perdería entre la multitud, podría seguirte sin problemas. Entonces, en Lyon. No hay ninguna más grande que Lyon en todo el recorrido. Escaparé en Lyon».

Había tenido otra idea: la de ir siete veces seguidas a los lavabos, sólo para fastidiar a sus guardianes (habría dicho que tenía diarrea), y esos cretinos se habrían visto obligados a vigilar la ventanilla de los lavabos.

Esta idea la rechazó también. «Si tienes la oportunidad de sorprenderles en Lyon, debes parecer muy triste y abatido por haber sido acorralado en Tulle, hacerte el niño desgraciado… y no el

clown». Se ha hecho el niño desgraciado, abriendo sus grandes ojos grises en el vacío, extrañamente melancólicos, o bien cerrándolos como si llevase las ganas de llorar en el rostro.

Todo eso hasta Lyon.

Llegan a Lyon. No se mueve (aunque sabe muy bien que tiene que descender para cambiar una vez más de tren), y finge ser el niño-desgraciado-que-acaba-por-dormirse-a-fuerza-de-dolor-y-de-fatiga (es verdad que está un poco fatigado, pero no hasta ese punto) y, finalmente, es el individuo del pasillo quien le toca en el codo y él, Thomas, hace como si se despertase y no supiera en dónde está. Desciende tristemente del vagón, justo en el momento en que hay más gente en los andenes, un verdadero barullo, con personas que luchan para subir al tren de enfrente, que va a Marsella y a Niza.

Se escabulle.

No es posible hacerlo más rápido. Se ha fijado en la posición exacta de los cuatro guardianes, rodea incluso a uno sin ser visto, y sale de la especie de cuadrado (con él en el centro) que ellos forman; es como aquel juego del lobo y las ovejas con Papé Allègre (en el que él, Thomas, ganaba siempre), donde el lobo tenía que pasar entre las ovejas por las casillas del tablero. Vuelve a subir al tren que acaba de abandonar, que ahora está vacío; corre por los pasillos a toda prisa y reaparece en la última portezuela del último departamento del final. Allí espera pacientemente hasta que uno de los hombres le ha visto por fin, y entonces salta al andén, atraviesa la multitud que quiere subir al tren de Marsella y se escurre

bajo el tren. Se arrastra —«todo lo que he de hacer es correr bajo el tren de Marsella el mismo camino que he hecho en el tren vacío procedente de Clermont; eso está claro…»— y sale cien metros más allá, tras haber visto pasar las piernas de los cuatro guardianes, que ahora corren… Son realmente unos estúpidos.

Sale entre las piernas de los viajeros.

Nadie le mira.

Nadie, salvo Miquel, evidentemente. Está seguro de que Miquel no se ha movido y espera en alguna parte: «Sabe muy bien que no me escaparé sin darle la posibilidad de seguirme. Por lo tanto, ha esperado».

Permanece inmóvil un instante, para que Miquel le vea bien.

Luego sube de nuevo al tren de Clermont. A cuatro patas, por los sucesivos pasillos, llega al coche-cama.

Se apoya y consigue separar la colchoneta del tabique. Con uno de sus zapatos rompe los mecanismos de la cerradura para no quedar encerrado. Se desliza allí dentro y se tiende en el pequeño espacio, contra la cama sostenida por unas correas, con las que se ayuda para subir la colchoneta. Está a oscuras, pero antes de volver a poner vertical la cama, se asegura por última vez de que la maldita cerradura está bien rota. Lo está. La cosa marcha; podrá volver a abrir cuando quiera. Comienza a contar, de uno a tres mil quinientos —«¡no te duermas!»—, casi una cifra cada segundo, puesto que entre la llegada del tren de Clermont-Ferrand y la salida del tren siguiente media una hora y cuarenta y dos minutos. A las tres mil quinientas cuatro, sale.

Nadie en el pasillo, mucha gente en el andén, y esta vez es el tren de París el que la multitud toma al asalto. Cuatro minutos más —el tiempo de contar hasta doscientas cincuenta— para asegurarse de que ninguno de los guardianes está a la vista. Ya no están aquí. «Probablemente esos cuatro imbéciles están en el tren de Marsella, buscándome por todas partes».

Se mezcla con la multitud; avanza de nuevo hasta el mostrador donde se venden los billetes. En dos ventanillas diferentes compra dos veces dos billetes («viajo con mi abuela, pero ella está mal de las piernas», explica a los empleados), los dos primeros para Nevers, los otros dos para Montélimar.

Sale de la estación, echa a correr hacia la derecha, se adentra por la primera calle que se presenta y espera —cuenta hasta ciento cincuenta—, pero nadie aparece. Ni siquiera Miquel. «Pero lo de Miquel es normal; ha comprendido que yo estoy fingiendo y me sigue esperando seguramente en la estación. Miquel no es idiota».

Una pequeña duda durante unos brevísimos minutos: ¿y si Miquel le hubiese perdido?

«¡No te des miedo a ti mismo, Thomas!».

Regresa a la estación por otro camino, pero no ve nada anormal. No atraviesa por prudencia la sala de los pasos perdidos; se desliza junto a las paredes, buscando (sin embargo) a Miquel: «¡Es verdad que es invisible!».

Hay una enorme muchedumbre en el paso de control de los billetes para entrar en el andén. Pero el controlador es uno de esos tipos de mirada larga y Thomas lee en sus ojos: «Seguramente va a preguntarme por qué viajo solo…».

Muy bien.

Deja pasar a veinte o treinta personas y elige. Advierte a una mujer que le conviene y que lleva ya dos niños consigo. La cosa no fracasa: el controlador le descubre y abre la boca. Thomas levanta una mano en dirección a la mujer de los dos niños. Grita:

—¡Ya voy, mamá; estoy aquí!

Todo funciona bien; consigue pasar.

Y para mayor seguridad, como el controlador continúa vigilándole, corre hacia la mujer, la coge por el brazo y le entrega un billete de mil francos que acaba de sacar de su bolsillo.

—Ha perdido usted este dinero, señora…

La mujer mira el billete, vacila un instante y dice:

—Realmente eres muy honrado, muchacho.

—Usted también. Eso se ve en seguida —responde Thomas—. Y sus hijos son muy simpáticos. ¿Quiere que le lleve la maleta?

Camina al lado de ella durante algunas docenas de pasos y luego le pregunta adonde va.

—A Brioute —responde ella.

«Ni siquiera sé dónde está eso», piensa Thomas.

—Adiós, señora. Espero que tenga usted un buen viaje.

Entonces busca a otra. «Lo mejor sería una vieja, que pasaría por mi abuela».

Ninguna vieja. «Entonces una joven, que sería mi hermana».

Encuentra dos que esperan el mismo tren. Las examina. La una es rubia y tiene un aire bobalicón, la otra es morena y terriblemente bonita; «es como Élodie cuando sea mayor… y tenga pechos».

La morena, desde luego. Se acerca a ella.

—No quiero que crea usted que trato de seducirla —dice, con la nariz a la altura de los senos de la muchacha.

Ella se echa a reír y él sabe que ha ganado («Es como Élodie: si le haces reír es que has ganado»). Le cuenta su historia: va a reunirse con su padre, que es ingeniero. Y sus padres están divorciados y es muy molesto ir de un padre a otro. Ella podría decir que es su hermano por eso del control… En fin, su hermano, si no su cuñado o su primo, puesto que no tienen el mismo apellido. «Yo me llamo Thomas Nadal».

Le habla de Élodie; le cuenta la vez en que Élodie y él vieron ordeñar las vacas, y ella ríe cada vez con más gana. En este momento, ya están los dos en el tren.

Es totalmente de noche cuando el tren llega a Annemasse.

En Annemasse, su primer examen (a distancia y con los prismáticos) de la escuela Saint-François de Ville-le-Grand, le pone inmediatamente sobre aviso. Las ventanas iluminadas le recuerdan la presencia de soldados alemanes, incluso dentro de los edificios.

«Seguramente los religiosos han sido detenidos y los alemanes han puesto allí unos soldados para que ya no se pueda pasar a Suiza por la escuela. ¿Qué voy a hacer?».

Reflexiona un cuarto de hora largo y acaba encontrando la solución, mientras come el último bocadillo que le queda.

Muy bien.

Regresa hacia el centro de Annemasse, siguiendo la carretera. Considera una primera solución: dirigirse al cura de la parroquia, decirle que es amigo del padre Farre, de la escuela de Saint-François, y preguntarle si todavía se puede pasar por allí…

Muy arriesgado.

No le gusta demasiado. Aunque sea un cura, es un desconocido. Nunca se sabe.

Finalmente, adopta una segunda solución.

En primer lugar, completa su camuflaje. Se compra una gran bolsa de provisiones, en la cual mete sus prismáticos y, encima de todo, una gran lata de puerros (la única legumbre que tenía el tendero). El truco de los puerros le parece enormemente astuto y, por lo demás, todo funciona: un gendarme le pregunta lo que está haciendo allí (¡qué incómodo es no tener más que doce años!), y Thomas, como respuesta, señala la placa del dentista que se ve en la fachada de una casa.

—Espero a mi madre, que tiene dolor de muelas. Esta noche vamos a cenar puerros. No me gustan los puerros.

—A mí tampoco —dice el gendarme; y se va.

Las tiendas comienzan a cerrar; todo se vuelve más inquietante. Vigila un buen rato las puertas de los hoteles. De pronto, descubre una pareja con un niño; en cuanto los ve comprende que se sienten incómodos, apremiados, inquietos. Sólo llevan una maleta, pero ésta pesa. Se van, no hacia la estación, sino en dirección a ese pueblo que, en el mapa de Thomas, lleva el nombre de Machilly. Caminan un buen rato y luego se detienen, como si esperasen algo. Veinte minutos. Thomas se desliza entre dos casas, en medio de la oscuridad. Finalmente, llega un autocar. Thomas se decide y franquea la puerta, justo en el momento en que el chófer se dispone a cerrarla. Paga y va a sentarse en el fondo, con los puerros bien visibles… «Nadie desconfía de los puerros».

Thomas mira por el cristal trasero y, por un momento, cree ver una moto que les sigue.

¿Miquel? ¿Quizá Miquel ha encontrado una moto?

«Seguramente es él».

En la parada de Tholonat, Thomas desciende delante de la pareja y el niño (les había oído indicar su destino al cobrador). Finge alejarse, pero no los pierde de vista; después de un instante de vacilación, acaban decidiéndose y toman un camino. Saliendo de la sombra, un hombre viene a su encuentro. Les dice que llegan con retraso y que si tienen el dinero.

Continúan la marcha, ahora guiados por el hombre, que es sin duda uno de los que facilitan el paso de las fronteras. («Yo no me confiaría; las personas son realmente estúpidas al confiar en cualquiera…»). Caminan largo rato entre campos y huertas, y de repente, los haces de varias linternas eléctricas perforan la noche: una patrulla de guardias fronterizos alemanes pasa con sus perros, y Thomas descubre la primera línea de alambre de espino con sus prismáticos, a unos cien metros. Es enormemente ancha; nadie puede atravesarla, es imposible. ¿Cómo un hombre que se dedica a facilitar el paso de la frontera lleva a sus clientes precisamente por ahí?

Y el mecanismo le proporciona inmediatamente la respuesta: ¡Ese hombre no tiene la más mínima intención de pasar a esas personas, ésa es la razón!

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