Daddy

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Daddy

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Tal vez, incluso, el hombre va a percibir dinero dos veces: el dinero de la pareja y el niño, más el dinero que los alemanes van a darle.

Seguro que es eso.

Continúa observando la barrera de alambradas. Descubre el agujero en los alambres.

Y los soldados alemanes pasan justamente delante de él sin verlo, o —¡eso es!— fingen que no lo ven…

En un instante, Thomas resiste a un impulso tremendamente intenso: levantarse, correr, ir a prevenir a la pareja del niño, decirles que se trata de una trampa…

Pero no se mueve.

Porque no serviría de nada (y además le atraparían) y porque va a aprovechar la situación… «¡Tanto peor! Yo no les he pedido nada…».

La patrulla se aleja. El hombre que guía a la familia la apremia para que le sigan, les conduce hasta el agujero de la alambrada… Cuando están al otro lado, el hombre les hace grandes gestos: ¡adelante, continúen!

Pero el hombre se ha quedado con la maleta y finge no comprender que se la reclaman.

Y la patrulla vuelve de repente atrás y todo se produce muy de prisa: atrapa a la pareja que huía con el niño, les hace retroceder y la mujer llora, suplica que dejen pasar a Suiza al menos a su hijo, por lo menos a él; pero no hay nada que hacer: los guardias fronterizos les empujan, a él y a ella, con el cañón de sus fusiles…

El hombre que les guió se ha largado (con la maleta, el muy cerdo). Thomas le ve a su derecha, pero deja de preocuparse por él. «Tú no eres Pistol Peter, que castiga a todos los malvados; lo único que tienes que hacer es pasar esa maldita frontera. Y, además, Miquel ha tenido que verle también…». Thomas utiliza de nuevo sus prismáticos. Uno de los guardias fronterizos está tapando de nuevo el agujero de la alambrada y dice que ya está, que ya han cogido otros tres. Bromea.

Y se va.

Tres minutos más tarde, Thomas se desliza a través de la barrera. Deja el agujero abierto para Miquel, que evidentemente lo volverá a cerrar, no hay problema. Cincuenta metros más allá, al otro lado de un pequeño arroyo, encuentra la segunda barrera de alambre de espino, pero ésta es fácil de franquear: sólo son unos alambres tensados. Pasa por debajo, después de haber descubierto con sus prismáticos la presencia de otra patrulla, suiza ésta, a doscientos metros a su derecha.

Durante la hora siguiente camina, «¡qué cansado estoy!», cuidando de avanzar solamente a través de las viñas, sin tomar nunca ningún camino. «No porque estás en Suiza debes desconcentrarte. ¡No pienses en tu fatiga, olvídala!». Pero es más fuerte que él, por mucho que su mente le ordene que permanezca tranquilo, por mucho que el mecanismo le prevenga de que todavía no es el momento: la Letanía comienza a salir de su memoria, como un río que ha roto su presa y ya no hay nada que lo detenga…

«¡Ahora no! ¡No!

»¿Para qué hablas? Como decía Papé Allègre cuando se lamentaba de que no le escuchaba nadie (es decir, Mamé Allègre): “¡Es como si mease en el mar para hacerlo subir!”; la Letanía continúa.

»Entonces, como siempre que no estás

muy alerta, naturalmente, las catástrofes llegan». De pronto, oye una fuerte voz que le interpela con acento de Ginebra; un hombre obeso se yergue delante de él, le pregunta qué hace allí, le dice que avance… o disparo…, ven a la luz… con las manos en alto…

«¿Y crees que la maldita Letanía va a detenerse por eso? En absoluto». Aquello continúa como si nada hubiese ocurrido, y después la memoria de Thomas lo vomita. Thomas se acuclilla; realmente, ya no tiene fuerzas para correr y escapar; apenas consigue abrir un ojo y ver que el hombre, un gendarme suizo, ya sólo está a un metro de él.

Pero el gendarme se desploma, su linterna eléctrica rueda por el suelo, se inmoviliza y el haz de luz ilumina las rodillas desnudas de Thomas. Éste se sienta, o más bien se cae hacia atrás, incapaz de mantener más tiempo el ojo abierto.

Alguien le toca y le levanta.

¿Estás bien, Thomas?

Estoy muy cansado, Miquel, estoy muy cansado.

Miquel le pone sobre sus espaldas, como unos meses antes; dice que vale más no quedarse al lado del gendarme muerto derribado; a estas gentes no les gusta demasiado que les derriben.

—¿Te ha visto, Thomas?

La Letanía continúa todavía. Thomas está adormecido. Miquel le sacude.

—No te duermas, Thomas, todavía no. ¿Te ha visto?

—No ha tenido tiempo de verme.

Avanzan. Thomas se aferra a los hombros de Miquel, pega la mejilla a la cazadora de cuero.

—No te duermas, Thomas. ¿Cuál es el número de teléfono del mallorquín de Ginebra?

¡Ya está! La Letanía se ha detenido al fin. En la memoria de Thomas un cajón se cierra y otro se abre.

Son tres, Miquel, son tres.

Recita los tres números e indica el código:

Puerto de Sóller.

—Debe responderte que no está en Sóller, sino en Montuiri. Si no te responde eso, no digas nada.

Muy bien —dice Miquel.

—¿Miquel?

Estoy aquí —dice Miquel, riendo.

—Estaba seguro de que me seguías, estaba seguro.

—Naturalmente —dice Miquel.

La Letanía se reanuda, pero lentamente, muy lentamente, y Thomas se duerme.

—Perdóneme, señor —le dice a Quattermain el empleado del telégrafo del Hôtel Baur-au-Lac de Zurich—. ¿Debo, realmente, transmitir este mensaje?

—Demandaré a este establecimiento si se cambia la más mínima palabra —responde Quattermain—. Léamelo, haga el favor. No la dirección, sino el texto mismo.

Queridos tío Peter, primos Larry, Emerson, Michael, Winthrop, Rodman, y todos vosotros, idos a la mierda. Firmado, David —lee el empleado.

—Perfecto. Expídalo así —dice Quattermain, entregándole un billete de mil francos suizos.

Espera a que el empleado haya dejado su apartamento y luego se inclina de nuevo sobre el mapa de la Selva Negra alemana. Un círculo trazado con lápiz indica el emplazamiento de la casa…, «extremadamente aislada». Extiende las fotografías aéreas proporcionadas especialmente por el Club Alpino y por los servicios de estado mayor de la Confederación, así como las ampliaciones que ha pedido y que le han preparado durante la noche.

Incluso con lupa, la casa aparece solamente como una mancha blanca; sin embargo, parece tener tres pisos, y es muy vasta: veinte o treinta habitaciones.

El teléfono. Sin dejar de estudiar las ampliaciones, Quattermain descuelga… y cuelga de nuevo, sin decir una palabra, en cuanto reconoce la voz de Joe Sowinski.

Rehace por enésima vez sus cálculos: la casa está apenas a veinte kilómetros de la frontera suiza: «Yo diría que incluso a quince a vuelo de pájaro, ¡y tal vez menos!».

El teléfono de nuevo. Pero esta vez es la recepción, que le anuncia que ha llegado el visitante que espera.

—Que haga el favor de subir.

Un minuto después llaman a la puerta de la antesala. Alguien entra. Es un hombre de unos veintiocho años; se llama Karl Zaugg y es suizo.

—Se trata de un vuelo algo especial —explica Quattermain—. Me han asegurado que usted es capaz de aterrizar con el avión en la cima de una montaña.

—Todo depende de la montaña, señor.

—Me han hablado de una misión realizada por usted para ir en busca de unas personas a Yugoslavia.

—¿Qué montaña?

—No tengo límite en el precio —dice Quattermain—. Y tengo el avión, lo compré ayer. Es un Fieseler-Storch. ¿Conoce ese aparato?

—Sí. ¿Qué montaña?

Quattermain mira de hito en hito a su interlocutor. Ya no tiene ninguna duda en cuanto a la decisión que hay que tomar. Alarga la mano y vuelve los mapas y las ampliaciones fotográficas.

Zaugg se inclina y se produce un largo, muy largo silencio.

«Va a aceptar».

—Quiero cincuenta mil dólares —dice Zaugg.

—Cien mil. La mitad a la salida y la mitad al regreso.

—Si hay un regreso.

—Si hay un regreso. Pero usted volverá. En el peor de los casos, le internarán hasta el final de la guerra.

—En el peor de los casos, me matarán —dice Zaugg, examinando las fotos aéreas—. Perdóneme el haberle interrumpido, señor…

—Será usted —dice Quattermain— un piloto suizo que efectúa un vuelo de pruebas por cuenta de una sociedad cuya sede social está en Basilea. La sociedad existe y ha comprado realmente el avión. Durante el vuelo, usted se ha sentido indispuesto. No es la primera vez. Un médico de Zurich atestiguará que ya le ha atendido, cuando fue a verle hace unos dos años. A causa de ese malestar, se ha desviado de su rumbo y ha cruzado sin darse cuenta la frontera alemana. Ha aterrizado donde ha podido. Entonces le internarán, pero diversos organismos, tales como el Banco de Asuntos Internacionales de Basilea u otros establecimientos bancarios suizos —elíjalos usted mismo—, intercederán en su favor. Su buena fe quedará a salvo.

—¿Estará usted a bordo?

—Sí. Pero, naturalmente, después del aterrizaje desapareceré y no tiene usted que preocuparse por lo que me suceda. Yo afirmaré haber entrado en Alemania por mis propios medios.

—¿Y sólo debo depositarlo allí?

—Espero que me vuelva a traer —dice Quattermain, sonriendo—. Necesitaré el tiempo de ir desde el lugar en que usted se haya posado hasta la casa señalada en el mapa y en la foto, más el tiempo de permanecer una hora en esa casa y el tiempo de volver. Todo depende del lugar en que usted aterrice.

—¿De noche?

—Sí, si ello es posible.

—¿Y tendré que esperar, tal vez durante horas, bajo la amenaza de los policías alemanes?

—Pensándolo bien —dice Quattermain—, serán doscientos mil dólares. ¿Quiere beber algo?

—Sólo un café —dice Zaugg mientras observa con la lupa las ampliaciones, en las que las manchas más pálidas indican unos claros entre el negro mar de los abetos.

Quattermain pide dos cafés al servicio de pisos. Vienen a servírselos. El silencio se restablece. Zaugg es de estatura media, pero muy atlético; lleva polainas de cuero y una gorra.

Acaba preguntando:

—¿Y cuándo debo darle mi respuesta?

—Nada nos apremia. Dispone usted de cinco minutos largos. Quisiera salir mañana por la tarde.

¡La Letanía, oh, Dios mío, la Letanía! Surge como un vómito que ya no puede ser retenido. Thomas cree que se va a desencadenar, a producirse solo… Pero no, todavía no, felizmente. Es increíble, después de tanto tiempo de guardarlo en su cabeza, sin pensar nunca en ello. Bueno, comprende lo que pasa. Ayer noche, después del paso de la frontera, estaba muy fatigado: la larga carrera había terminado, estaba ya en Suiza. Forzosamente, aquello tenía que empezar.

«Y lo mismo ocurre esta mañana. Incluso es diez veces más fuerte. Esta mañana estás en Ginebra. Has encontrado al mallorquín que tanto necesitabas; ya está contigo. Tiene tus nuevos papeles a nombre de Thomas Darder, suizo; eres suizo nacido en Ginebra. Él es Jean Darder, tu tío, uno más si no el último; vive en la plaza de Jargonnant; es joyero y relojero en el número 37 de la calle del Rhône, desde hace treinta años; te habla francés como un ginebrino, ha olvidado mucho de su castellano y totalmente su mallorquín… Pero

Ella y Javier Coll le habían elegido bien. Por otra parte, nunca se habían equivocado; no se equivocaron con Papé y Mamé Allègre, ni tampoco con el coronel de Aix-en-Provence, ni con el Barthélemy de la Plaza de Sainte-Claire de Grenoble, ni con el doctor Nadal de Tulle. Miras atrás, y es un maldito y largo camino el que has recorrido…

»Pero se acabó. El camino se interrumpe; estás en el final.

»Por eso sientes ese gran velo negro a tu alrededor; por eso la Letanía se ha desencadenado en tu cabeza y ya no cesa de correr, se desborda. Estás temblando y tienes fiebre».

Thomas y Jean Darder descienden a pie por la calle de la Corraterie. Los puentes del Ródano están a la vista, justo delante de ellos, allá abajo. Realmente ha llegado, esta vez no hay duda, y Thomas no podía esperar un hombre más dulce y más tranquilo, más apacible que este Jean Darder, su nuevo tío, para recibirle.

Nadie, a no ser el americano.

«Pero no pienses en el americano. Termina primero lo que tienes que hacer. Después, sí. Después, piensa todo lo que quieras».

Y para luchar contra la Letanía, para contenerla algunos minutos más, piensa en

Ella; es el único recurso. Está con

Ella en Sevilla, en Mallorca, en la finca de Valldemosa, en el hotel de las montañas suizas, en Menorca, en la casa blanca de Javier Coll, en Austria, en Köggen, donde ha pasado todo un invierno, y en la villa roja de Sanary, y en Port-Issol también. Está con

Ella en todas partes sin acabar nunca, en cada circunstancia.

Ella le enseña la Letanía, se la hace recitar, llorando porque tiene que hacerlo, pero él sacude la cabeza; sobre todo no quiere que

Ella llore. Dice que no tiene importancia, que se acuerda de todo, es fácil, la sabe de memoria, nunca la olvidará, puede recitarla en un sentido o en otro…

¡Oh! ¡Mamá, mamá! ¡Ya he llegado! No he olvidado nada, he hecho todo lo que tú querías que hiciese, todo.

Entran en el banco. Jean Darder habla con un primer empleado y, en seguida, alguien sale de un despacho, se adelanta, mira a Jean Darder y a Thomas, les dice que sí, que les esperan y que hagan el favor de seguirle. Suben por la escalera de mármol blanco. En el piso, otro hombre, vestido de negro y con una cadena de plata sobre el pecho, les recibe, les abre unas puertas, y después otra, que es doble y guarnecida con cuero rojo oscuro en sus cuatro tableros.

—Pasa delante, Thomas —dice Jean Darder—. Yo no puedo hacerlo ahora. Mi misión ha terminado. Que Dios te bendiga.

Jean Darder se va y le deja solo.

Solo frente a unos hombres. Thomas examina la pieza en que está: es grande y larga y tiene unas ventanas con cortinas, una mesa enormemente larga con sillones alrededor; nada de lo que puedas decir saldrá jamás de este salón.

Reina un gran silencio. Todos los hombres se han levantado al entrar él. Por un instante, un breve instante, se siente invadido por el orgullo: después de todo, es un niño con pantalones cortos y todos se han levantado por él, aun siendo tan importantes y tan viejos.

Son ocho. Algunos han tenido que venir de Lausanne, de Zurich y Basilea, para asistir a la cita.

Ella le dijo que bastaría con seis.

Avanza un paso. Sólo tiene en su mente la voz de

Ella, repitiéndole hasta el infinito lo que debe decir ahora y cómo y a quién.

—Soy el mensajero —dice Thomas con su clara vocecita—. Les ruego que me perdonen, pero antes de comenzar debo comprobar quiénes son ustedes.

Se adelanta otros tres pasos y pide al primer hombre que le dé su código, y la respuesta es buena. Pasa al segundo, y luego al siguiente, y a todos los demás. Todas las respuestas son buenas.

«

Ahora, Thomas».

Está muy tranquilo. Dice que es el mensajero de su madre, Maria Weber, y de Thomas

el Viejo, Hans Thomas Gall, su bisabuelo.

Repite su frase en alemán y en inglés, exactamente como

Ella le dijo que lo hiciera.

Está muy claro que a partir de aquí, él ya no es Thomas, sino

Ella, que

Ella ya no está muerta, puesto que habla por su boca. Les ruega que se sienten y se sienta él también, en el extremo de la larga mesa. Sus ojos se velan, el velo negro desciende a su alrededor; «es como cuando estás bajo el agua y tus oídos resuenan». Ya no oye nada, siente el olor de las aguas de Port-Issol, el perfume de las cebollas silvestres de la finca de Valldemosa.

Ella está junto a él y le escucha llorando, para ver si no olvida nada.

No olvida nada.

Recita la Letanía en alta voz, cada apellido y después los nombres de pila de los herederos de cada uno, las direcciones y los números de código, las palabras clave de acceso, el importe de las sumas, la fecha de los depósitos, el nombre y la dirección de los bancos.

Setecientas veinticuatro veces seguidas.

Porque la lista por la que Thomas

el Viejo había muerto, esa lista que él se negó a dar, constaba de setecientos veinticuatro nombres de clientes, «y ni siquiera él habría podido conservarla en su cabeza, mi amor,

mein Schatz; sólo tú puedes hacerlo, con tu asombrosa memoria; sólo tú, Thomas, y que Dios me perdone lo que estoy haciendo de ti…».

Ha terminado y se calla. Y uno de los hombres, en medio del silencio que ha sobrevenido, le pregunta si puede repetir las coordenadas de Dreyer Wilhelm Hains, de Darmstadt… Sí, ha dicho las

coordenadas. Entonces es como si Thomas ascendiese de una inmersión profunda; oye la voz del hombre que ha hecho la pregunta: al principio muy lejana, viene de fuera.

Vuelve lentamente la cabeza y contempla de nuevo a los hombres que le rodean. Mira cada vez más intensamente al que acaba de hacer la pregunta. La rabia le asalta poco a poco. Sabe muy bien lo que ese individuo de cabellos blancos trata de hacer, y es precisamente eso lo que le hace montar en cólera: «Quiere comprobar y ver si yo soy capaz, si puedo recordarlo todo, y ha cometido expresamente un error en el segundo nombre…».

—Dreyer Wilhelm Hans… y no Hains —dice Thomas—. Dreyer Wilhelm Hans, Bahnhofstrasse 62, Darmstadt, Hesse; Dreyer August Karl, Dreyer Alicia Beatrix, Hausser Edwina Margret; direcciones: 607, Harrison Avenue, Harrison Nueva York 10528, Estados Unidos de América, código 00050416113 KB, Acceso Venecia 11-117.886, 6 de agosto de 1931…

—Gracias muchacho —dice el hombre, interrumpiéndole.

Silencio.

El hombre mueve la cabeza.

—¡Oh, Dios mío! —dice—. ¡Oh, Dios mío!

La rabia de Thomas desaparece. «Es normal…, es normal que quiera comprobarlo. Seguro que todos tenían ganas de hacerlo. Es normal…».

Es normal…, es normal, las palabras se repiten sin cesar. El mecanismo se desequilibra un poco, ya no sabe dónde está; había puesto las manos sobre la mesa, y ahora las retira y las posa en sus rodillas desnudas, bajo la mesa; se agacha y siente ganas de apoyar su frente sobre la madera oscura que tiene ante él, de cerrar los ojos…

«Estoy vacío».

Siente sobre él las miradas de los ocho hombres; seguro que no consiguen comprender que un niño haya podido guardar en su memoria tantas cosas; no acaban de creer en lo que han visto…

A él no le importa.

La Letanía ha muerto.

Y, por lo tanto,

Ella ha muerto. Esta vez para siempre.

«¡Oh, mamá!».

La palabra

mamá rueda por su cabeza y por su lengua; es una palabra muy dulce, «la emplea por primera vez.

Ella le había dicho que no lo hiciese nunca, porque eso podría ser peligroso (de hecho, era peligroso). Pero ahora todo ha terminado, has hecho todo lo que

Ella te había pedido, y lo has hecho bien, la misión ha concluido.

»Por eso te sientes vacío».

Baja de su sillón del extremo de la mesa y sale de la habitación. Detrás de él dos o tres hombres le llaman muy amablemente y le dicen: «No te vayas tan pronto, muchacho; quédate con nosotros. Realmente, eres un chico nada vulgar». Pero él se va, y piensa: «Sé muy bien que no soy un chico vulgar; ¿y creen ustedes que eso me hace feliz? Eso me hace terriblemente desgraciado, sí, eso es lo cierto».

Jean Darder le espera en otra pieza, tres puertas más allá. Le coloca simplemente una mano en el hombro. Y dice:

—Ven, Thomas, vámonos. Esto se acabó.

Sólo estas palabras, y ya está bien; no hace falta decir nada más. Pero Jean Darder comprende.

Porque la conoció a

Ella. Y seguramente la ha amado también. Como la amaban Javier y Joan y Tomeo, y Papé y Mamé Allègre, y el coronel de Aix, y Barthélemy y sus hijos, y el doctor Nadal. Y otros, ciertamente. Todos sentían amor por

Ella; eso se veía en sus ojos. Ninguno ha dicho nunca nada, ni tampoco Jean Darder; del verdadero amor nunca se habla. Si hablas de él, lo rompes un poco con cada palabra que pronuncias.

—¿Tienes hambre, Thomas?

—Ahora no. Perdóneme.

—¿Te gustaría, quizá, caminar un poco?

Thomas dice que sí con la cabeza (aunque no sea muy cortés responder con la cabeza como un caballo, pero por una vez…).

Thomas y Jean Darder llegan al Ródano, caminan por la orilla, sin razón, porque sí, y Thomas entra en la pasarela. No es lo bastante alto para poner los brazos en la barandilla y entonces se conforma con mirar el agua a través de la reja. El agua corre con enorme rapidez.

«Has acabado con todo, Thomas. Ya no vales nada para nadie».

—¿De veras hemos terminado, tío Jean?

—Sí. De veras —dice Jean Darder, que le sujeta todavía por los hombros.

Los minutos transcurren.

«

Muy bien. Ahora puedes pensar en el americano. Ahora puedes amar a quien quieras, no hay problema».

El mecanismo está completamente parado, parece que está muerto. Pero no. Funciona. No demasiado rápido al principio, pero funciona.

Muy bien, la cosa es clara. Pregunta a Jean Darder si ha oído hablar del banco del americano. Y Jean Darder dice que sí, naturalmente; es uno de los bancos más grandes del mundo. Todo el mundo lo conoce, al menos de nombre.

—¿Acaso tiene una sucursal en Ginebra?

—Creo que sí —dice Jean Darder—. Pienso que podemos encontrarlo.

(«Y adviertes que no hace preguntas, que no trata de saber lo que Thomas quiere hacer en ese nuevo banco. Jean Darder se comporta muy bien»). Thomas reflexiona y entonces descubre de golpe que, por primera vez desde hace años, quizá desde siempre, puede hablar libremente… Ya no hay secretos, porque acaba de comunicárselos a los ocho hombres; realmente todo esto es muy divertido.

De acuerdo.

—Quisiera encontrar a alguien —le dice a Jean Darder—. A un americano que se llama David John Quattermain. Un día me dijo que si quería volver a verle, sólo tendría que ir a cualquier sucursal de su banco y preguntar… En fin, decir que quería verle… y eso bastaría.

—Trabaja en ese banco, ¿no es eso?

—Creo que es el propietario del banco —dice Thomas—. No sólo él; también lo son su tío y sus primos, otras personas. Pero él es el propietario de una parte. En todo caso, eso me ha dicho.

Thomas aparta por fin su mirada del agua que corre y, levantando la cabeza, escruta los ojos de Jean Darder. Lee la pregunta y comprende que Jean Darder duda.

Dice:

—Ahora que esto se ha acabado, puede usted hacerme todas las preguntas que quiera. Sobre todo usted.

—¿Has visto a ese hombre recientemente, Thomas?

—Recientemente, no. Hace casi dos años.

—¿Te ayudó?

—Me ayudó, pero no es solamente eso.

Durante un buen rato todavía debe luchar contra su propia y extraordinaria desconfianza, que le ha acostumbrado a no decir ni una palabra más de lo necesario. Bueno, olvidemos todo eso. Relata toda la historia de David Quattermain; la dice entera, con la mirada perdida en los remolinos del Ródano. Las gentes pasan sin cesar por la pasarela de las Bergues, detrás de Jean Darder y de él, pero Thomas no se inquieta ya por que le oigan, por el espionaje; ya terminó todo.

—Quizás ese hombre ha vuelto a América —dice al fin Jean Darder—. Quizá hasta haya muerto.

—No lo creo —dice Thomas—. No está muerto.

(«No lo crees solamente por el mensaje del Hombre de los Ojos Amarillos. No es posible que esté muerto, eso es todo…»).

—Tú sabes, Thomas, que tienes dinero, quiero decir un dinero que te pertenece. Ignoro cuánto. Mi única misión es conducirte hasta las personas que pueden decírtelo. Pero tienes dinero. Y mucho.

—Por el momento, eso no es importante.

—También sabes que mi mujer y yo, y toda mi familia, estamos dispuestos (y más que dispuestos, nos sentiríamos muy felices) a albergarte todo el tiempo que quieras quedarte con nosotros.

—Lo sé.

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