Daddy

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Thomas sonríe a Jean Darder todo lo amablemente que le es posible. Pero al mismo tiempo, no hay nada que hacer, el mecanismo funciona. Sabe la pregunta que Jean Darder va a hacerle en seguida.

—Quisiera hacerte una pregunta bastante delicada —dice Jean Darder.

—Puede usted hacerme todas las preguntas que quiera.

—¿Crees que ese David Quattermain es tu padre, Thomas?

Tarda en responder, aunque conoce la respuesta.

No hay problema. Y dice:

—Quisiera que fuéramos ahora al banco, por favor. Si no le molesta, naturalmente.

—De acuerdo, Thomas —dice finalmente Jean Darder, después de un silencio bastante largo.

Y van, en efecto, al banco americano, que está muy cerca de allí. Thomas es demasiado pequeño; su frente apenas sobresale del alto mostrador… Ni siquiera ve al empleado que está detrás. «¡Es verdaderamente urgente que yo crezca, sea como sea! Me pondré a ello, sobre todo la semana próxima, cuando ya no tenga nada que hacer, salvo ir a esas malditas escuelas suizas. Llegaré hasta un metro ochenta. O tal vez más, ya veremos».

Mientras tanto, se sube a una silla que Jean Darder ha ido a buscar antes de alejarse discretamente. El empleado contempla a Thomas lleno de sorpresa. Después baja su mirada hasta el papel que le enseñan, con todos los nombres, los de David Quattermain, su tío y su primo Larry.

—Quiero que le diga al señor Quattermain —dice Thomas— que Thomas Darder, plaza de Jargonnant, en Ginebra, desea verle dentro de una semana. He puesto mi dirección al dorso. Adiós, señor.

Darder y él salen de allí.

—¿Por qué una semana? —pregunta Darder.

—Porque, si está en América, necesitará tiempo para venir. Y porque todavía tengo algo que hacer.

Con el Hombre de los Ojos Amarillos, está claro.

Quattermain abandona por la tarde el Hôtel Baur-au-Lac y Zurich. Ha tomado todas las precauciones para que ni Joe Sowinski ni nadie pueda tener la menor idea de su paradero. Deja el Baur-au-Lac a pie, como si fuese a pasear una hora o dos. Hasta más allá de la Münsterhof y de la ciudad no ha encontrado el coche comprado al contado. En el maletero, Zaugg ha depositado unas ropas de recambio, unas botas de marcha, unos rollos de cuerda, un cuchillo de trinchera, unos prismáticos y un Colt 45 con cuatro cargadores de repuesto.

Toma la carretera de Basilea, por Baden, Brugg y Rheinfelden. En su bolsillo hay una carta —que luego leerá Joe Sowinski— en la que estipula que, en caso de fallecimiento o de desaparición, lega todos sus bienes a su hijo Thomas David Lamiel, nacido en Lausanne el 18 de septiembre de 1931. Está decidido a enviarla. En realidad, no la pondrá en el correo hasta el día siguiente, en el mismo Rheinfelden, menos de una hora antes del despegue del Storch.

Quattermain no tiene la menor duda en cuanto a la extravagancia —o la locura— de su empresa. Todavía está arrastrado por el impulso que le sacó de la clínica cercana a Berchtesgaden; sabe que no vacilará en matar fríamente a Gregor Laemmle en cuanto le haya dicho dónde está Thomas. Él, Quattermain, dispuesto a matar a alguien, incluso a torturarle; la cosa es nueva, pero ya no le sorprende.

Hace una parada en su camino, en Rheinfelden precisamente. Zaugg no está todavía allí. Según su plan, el piloto suizo no posará su aparato hasta el día siguiente, hacia las cuatro y media, en una pequeña carretera, en medio de las salinas. (Zaugg ha afirmado que conoce bien esos lugares). En el caso de que le hagan preguntas, dirá que está en camino hacia Berna y que un incidente sin importancia le ha obligado a aterrizar, pero que se irá en seguida. Y se irá, en efecto, con Quattermain a bordo, directo hacia la Selva Negra.

Rheinfelden. El mismo nombre sirve para dos ciudades: la suiza y la alemana de la otra orilla del Rhin. Hay un puente al que se llega, desde el Rheinfelden helvético, por un pequeño tramo de carretera. Quattermain, por si acaso, examina cuidadosamente el lugar con sus prismáticos. Distingue los dos puestos fronterizos: el del lado suizo, bastante descuidado; el otro, en la mitad alemana del puente, más severamente vigilado (lo cual es muy lógico: en los tiempos que corren es difícil imaginar que alguien desee con todas sus fuerzas abandonar el territorio de la Confederación para precipitarse en la Alemania del señor Hitler; una tentativa en sentido contrario no sería tan sorprendente).

«En todo caso, una cosa es segura: incluso con un carro de asalto lanzado a ciento cincuenta kilómetros por hora, yo tendría algunas dificultades para regresar a Suiza por este puente».

Quattermain está en Basilea menos de treinta minutos más tarde. No conoce en absoluto la ciudad y pierde casi una hora hasta que halla al fin la pequeña Sulzerstrasse y la casa indicada por Zaugg. Una muchacha le abre la puerta y le hace entrar. Es la hermana de la novia de Karl Zaugg.

«Karl me ha telefoneado. Su habitación está en el piso de arriba. La cena estará lista dentro de una hora, señor Wynn». Es una rubia de unos treinta años, no extraordinariamente bonita, pero con una mirada inteligente. Ignora todo lo referente a la expedición del día siguiente.

Quattermain (ha elegido ese seudónimo de Wynn porque es el nombre de uno de sus amigos, un abogado de San Francisco que tiene el velero más bonito de California) propone a la muchacha que cenen en la calle. A decir verdad, él querría hablar alemán, oír hablar alemán y, en las escasas horas que le quedan, familiarizar más su oído con las sonoridades germánicas.

«Tienes algo de miedo, confiésalo…».

Van a cenar a los muelles, donde un asombroso cúmulo de circunstancias le hace estar próximo (sigue la conversación de la mesa cercana) a unos representantes del Banco de Asuntos Internacionales. Evidentemente no se da a conocer y se abstiene de pronunciar una palabra en inglés; habla alemán, consternado por sus insuficiencias en esta lengua… «Si me atrapan en la Selva Negra, un interrogatorio de veinte minutos bastará para desenmascararme; tengo a mi favor todas las posibilidades».

Contempla cómo transcurre el Rhin a algunos metros de él. En lugar de un avión, habría valido más embarcar en una de esas barcazas que ve pasar y que, evidentemente, van a franquear la frontera por el agua. Vuelve a él un recuerdo, nacido de la lectura del gigantesco

dossier que le ha procurado Joachim Gortz, y busca al menos una de esas barcas petroleras alquiladas por la Benner a los servicios nazis y de la cual es, en suma, copropietario. No ve ninguna. Sin embargo, deben de transitar por Basilea; ¿dónde cargarían, si no?

Finalmente, mirando bien las cosas, estoy a punto de infiltrarme en un país que se ha vuelto loco, en donde estoy decidido a cortar a alguien en rodajas antes de matarle…, y, al mismo tiempo, me enriquezco gracias al comercio que mantengo con el gobierno de ese país. ¿Cómo diablos he llegado a eso?

La pregunta rueda demasiado en su cabeza durante las horas que siguen. Han vuelto a la Sulzerstrasse. Quattermain no se duerme hasta rayar el alba, después de haber tratado de leer alemán durante una parte de la noche; cuando se despierta a la mañana siguiente, la casa está desierta. Desayuna con un apetito que le sorprende a él mismo y, una hora y media después, tras haberle dado a la vecina las llaves de la casa, así como dejado una nota en la mesa de la cocina, se pone al volante y toma la carretera de Rheinfelden.

Sin embargo, antes de salir de Basilea, compra cuatro rollos de esparadrapo lo más ancho posible y luego un ovillo de fino cordel. Para el caso de que tuviese que amordazar a alguien.

Vacila delante de una armería: ¿un fusil o no?

No. Nada de fusil. Me estorbaría.

Atraviesa Rheinfelden y luego llega a las salinas, diecisiete kilómetros más allá. Bajo el efecto de un presentimiento extraño, echa una ojeada sobre el puente que franquea el Rhin. El islote rocoso en medio del río, que guarda los vestigios de una antigua fortificación, está envuelto en la bruma. «¿Y si Zaugg no acudiese a la cita? La suerte habría decidido por mí.

»Te mueres de canguelo, eso es todo, como diría Thomas».

Zaugg ha acudido a la cita. Un casco y unas gafas le hacen casi irreconocible. Se atarea en su motor, impasible, bajo la mirada de dos o tres obreros de las salinas. Son las tres de la tarde. Quattermain no se acerca al avión, del que le separan casi seiscientos metros. Continúa, como han convenido, hasta el albergue; aparca el coche, entra y se instala ante un gran puchero de café, descifrando con la máxima dificultad el texto original de Musil,

Der Mann ohne Eigenschaften (El hombre sin atributos), que tanto le ha gustado en su traducción inglesa.

La amarga y dolorosa ironía de Robert Musil es muy de circunstancias. Quattermain siente poco a poco una sorprendente tristeza, y después recobra su fría determinación. Su convicción de que va a morir en las próximas horas es cada vez más nítida.

Un poco antes de las cuatro y media, Zaugg entra en el albergue y bebe una cerveza. Ninguna mirada se cambia entre ellos. Zaugg vacía su jarra azul y blanca y después se va, tras una decena de minutos.

Quattermain sale detrás de él y le alcanza cerca del coche.

La noche cae; la selva del otro lado del Rhin está cada vez más oscura.

—El techo es un poco bajo, pero servirá —dice Zaugg con su voz tranquila, en su inglés un poco ronco.

Vacían el maletero.

—¿El fusil no, señor?

—No.

—Yo, en su lugar, llevaría uno.

—Soy el peor tirador de este hemisferio —responde Quattermain.

Los obreros siguen todavía cerca del avión. Hacen algunas observaciones burlonas en un alemán fuertemente teñido de acento italiano. «Después de todo, ¿qué importa que me vean subir al avión?».

—Vamos allá —dice Zaugg, poniendo en marcha el motor.

El despegue es asombrosamente corto. Apenas en el aire, el Storch vira hacia la izquierda y efectúa una ancha curva.

—No puedo ir directamente a Alemania; eso parecería sospechoso.

Zaugg rompe rumbo al norte.

—Pasamos el Rhin.

«¿Cómo diablos puede ver algo?», piensa Quattermain, escrutando la oscuridad… Todo lo más, descubre algunas luces, sin duda las del Rheinfelden alemán. Y de pronto, casi escalofriantes, unas cimas deshilachadas por los abetos surgen por la derecha.

—Ya casi estamos. Esto, más que un vuelo, es un salto de pulga.

«¡Salvo que raras veces se ha visto a una pulga matarse en el aterrizaje!». (Quattermain se guarda para sí la reflexión).

—No se inquiete —dice apaciblemente Zaugg—. Voy a parar el motor, pero ya estaba previsto. Nosotros llamamos a esto un aterrizaje en hoja muerta.

Y de pronto, en efecto, se hace el silencio…, excepto un silbido muy leve.

Dos minutos como mínimo.

—Ahora —dice Zaugg.

El Storch se inclina, un poco más claramente. Unos acantilados cubiertos de abetos desfilan, negros sobre el azul nocturno, a izquierda y a derecha. Un primer choque; el aparato salta.

Segundo contacto, poco más logrado que el primero, y seguido de otro salto.

El Storch rueda, traqueteando en extremo y tocando algo con lo que sin duda es la punta del ala.

Se inmoviliza. Inclinado extrañamente, hasta tal punto que Quattermain debe sujetarse a la manilla de la portezuela para no caer sobre su piloto.

—Es más llano de lo que yo creía —dice Zaugg.

Descienden ambos y Quattermain se encuentra en una pradera de hierba corta. La pendiente es de más del diez por ciento. «¿Cómo ha podido posarse este hombre?». Saca del aparato la mochila que contiene su equipo.

—Antes de irse, señor, quisiera que me ayudase. Hay que dar vuelta al avión para poner el morro en la otra dirección. Y también para hacerle retroceder.

Eso les lleva casi dos horas y, en varias ocasiones, el Storch empieza a resbalar. Pero cada vez es detenido por la amarra que Zaugg desplaza a medida que la avioneta se acerca al muro de abetos que tienen detrás de ellos.

—Ya está. Creo que esto bastará, señor. Voy a cortar algunas ramas para ocultarlo lo mejor posible. Es muy probable que los policías nos hayan oído y estén ya buscándonos.

Quattermain se cambia de calzado, pero al final conserva su traje, en lugar de ponerse el pantalón y el grueso chandal oscuros que ha traído. El frío es vivo, pero soportable.

Ya está listo.

—¿Dónde diablos estamos?

Se inclinan juntos sobre el mapa, iluminado por el haz de una minúscula linterna eléctrica. Según Zaugg, la «casa marcada por un círculo» debe estar situada al sur-sureste, a ocho o nueve kilómetros.

—A vuelo de pájaro, señor. Temo que usted tendrá que caminar más. Yo, en su lugar, intentaría llegar a esta pista forestal, aquí, y la seguiría. Aunque se arriesgue a pasar al lado de la casa sin verla. ¿Tiene usted una brújula?

«¡He pensado en todo, salvo en eso!».

—No —dice Quattermain.

Zaugg le da una.

—Coja también la linterna. Yo tengo otras dos, señor.

Quattermain respira profundamente, adivinando lo que va a seguir.

—Le esperaré —dice Zaugg— todo el tiempo posible. A decir verdad, no estoy seguro de poder despegar de nuevo. En principio, no creo conseguirlo. Pero probaré, de todas maneras. Y debo advertirle: ya no responderé de nada a partir de una hora antes de amanecer.

—Eso ya es mucho —dice Quattermain—. Gracias.

—No hay de qué —dice el suizo, comenzando a manipular el hacha y las cizallas que saca del Storch, con la evidente intención de esconder el aparato.

—¿Sabe usted utilizar una brújula, señor?

«¿Por quién me toma? ¿Por Davy Crockett? La verdad es que nunca he tenido uno de estos artefactos en las manos. ¡Hasta en Vermont tienen carteles indicadores!».

—Evidentemente —dice Quattermain, recogiendo su mochila y metiendo su brazo por la correa.

—Buena caza, señor —dice Zaugg.

Quattermain busca vagamente una frase histórica y, al no encontrar ninguna, se adentra bajo los árboles. Cien pasos más allá, se vuelve: el Storch y su piloto son ahora totalmente invisibles y el silencio es absoluto.

«Tengo casi quince horas ante mí, y una buena treintena de kilómetros que recorrer. Esto suponiendo que no vague hasta el fin de mis días, o que no sea abatido como espía en el intervalo. A no ser que sea Gregor Laemmle quien me mate primero».

Trescientos pasos más y tiene que detenerse, totalmente perdido bajo la bóveda de los abetos. Consulta por primera vez su brújula y decide que, verosímilmente, el sur-sureste se encuentra a su izquierda.

Extrañamente —y él se asombra de ello—, sus dudas en cuanto a lo bien fundado de su expedición, sus vacilaciones, sus aprensiones e incluso su miedo, han desaparecido en el segundo en que el Storch se inmovilizó.

A decir verdad, piensa en Thomas. Con una extraordinaria ternura.

Que se acomoda muy bien con el odio que siente ante la proximidad de Gregor Laemmle.

Soëft está inmóvil en el umbral de la biblioteca, con sus ojos verdes perdidos en la penumbra, como una mirada de ciego.

Sus brazos cuelgan blandamente a lo largo de su cuerpo, y ese cuerpo expresa toda la temible flexibilidad felina de este asesino nato, «a la manera en que se nace para la música o para el cultivo de los rododendros, nunca podrías evitar el burlarte de ti mismo, Gregor. Sobre todo en momentos tan decisivos como éste…».

Gregor Laemmle vuelve su mirada hacia el libro que está leyendo:

Die Verwirrungen des Zöglings Törless (Las tribulaciones del estudiante Törless).

Se acuerda de Robert Musil, muerto hace casi dos años en Ginebra; le conoció en Viena, en el tiempo en que Musil era allí bibliotecario; después se volvieron a ver en Berlín. «Teníamos algunas semejanzas, él y yo; pero él poseía ese talento que yo nunca he tenido…».

El telegrama está sobre una mesa. Lo ha entregado tres horas antes un repartidor en bicicleta. Incluso antes de abrirlo, Gregor Laemmle ha adivinado, si no su contenido, sí al menos la identidad de su remitente. Ha hecho dar cinco mil marcos al estupefacto empleado de telégrafos, pero, sin embargo, no ha rasgado el pliego. Ha vuelto a la biblioteca, y allí ha esperado todavía, extrayendo un goce extremado de su incertidumbre angustiada.

Vuelve a pensar en Robert Musil, que, al menos, dejará algo en sus libros, y la amistad que le dispensarán, quizá durante mucho tiempo, los que los lean. «Pero ¿y yo? Realmente es una profunda injusticia que se pueda estar dotado por la naturaleza de una inteligencia tal como la mía y que, al mismo tiempo, no se pueda determinar para qué puede servir, a pesar de cuarenta y ocho años de búsqueda asidua. Yo no estoy dotado para nada; he aquí algo que parece un milagro. Si realmente Dios no existe, hay que inventarlo con urgencia, aunque sólo sea para tener a alguien a quien dirigir mis reproches. ¿De qué me sirve mi inteligencia? Para examinarme a mí mismo, con una lucidez realmente infernal. Me veo permanentemente en un espejo, y el espectáculo se hace insoportable a la larga. No consigo ocultar nada. Estoy desnudo ante el espejo. Y, naturalmente, me acatarro, cojo todas las enfermedades del alma».

Mientras tanto, acaba por abrir el telegrama. «Le he jurado que iría…».

Y dos horas más tarde, una llamada por teléfono. También de Suiza. «Así que el pequeño monstruo ha hecho una vez más una jugada que yo no había adivinado». En el teléfono, la vocecita clara y helada ha fijado la hora y las circunstancias de la cita.

—Soëft, haga que me vuelvan a traer la

mousse de chocolate. Y, de paso, sírvame chartreuse.

«Le he jurado que iría. Ya voy». El Niño es lacónico. Él, Gregor Laemmle, le imagina en una estafeta ginebrina, subiéndose a una silla para estar a la altura del empleado y expedir ese texto sobre el cual se estarán inclinando los descifradores de espionaje y contraespionaje, sin duda alguna.

El desencadenamiento del amor es tal que le hace cerrar los ojos. Le traen su

mousse.

El disco se acaba en el gramófono.

—Póngame más música, Soëft. De Grieg, por favor.

Peer Gynt. «¿Por qué no?».

Las horas pasan.

Al fin dice, con los párpados todavía cerrados:

—Voy a ir allí, Soëft. Y usted vendrá conmigo. Pero en las condiciones que yo he fijado.

Quattermain ha perdido tres horas largas a causa de una montaña. Habría debido rodearla por la base. Pero ha preferido escalarla en línea recta, iluminando su camino con furtivas proyecciones de su linterna.

«Sur-sureste, de acuerdo, ya lo sé». La fatiga ha caído sobre él, o más exactamente unos insoportables sufrimientos, como si su cuerpo se empeñase en recordarle sus múltiples fracturas.

«Sur-sureste. Llámeme David Crockett».

Una luz entre los árboles le ha inmovilizado. Ha creído haber llegado a su destino. Por temor a los perros, se ha esforzado en aproximarse a favor del viento antes de comprobar que el aire está absolutamente inmóvil. «¿Cómo podría ser de otro modo en medio de esos millares de árboles?». Por lo demás, no hay perros. Ni una casa tampoco; es una simple cabaña. Pero iluminada. La examina con los prismáticos y, detrás de la ventana única, no ve a nadie. «Un guarda forestal tal vez. Pasemos de largo».

Nuevo rodeo. Según su reloj, hace ya más de cinco horas que ha dejado a Zaugg y al Storch. «Me pregunto cómo voy a encontrarlos a la vuelta, si es que hay vuelta, como dice el propio Zaugg».

Un río, por fortuna muy estrecho; pero es el quinto que cruza, a no ser que sea siempre el mismo, en la hipótesis muy plausible de que esté dando vueltas en redondo.

Sur-sureste.

La pista forestal le salta literalmente a la cara: se adentra en ella, enganchándose el pie en una pequeña cuneta que no había advertido. Se sienta en el suelo, jadeando por vez primera desde el comienzo de la marcha. Sí, sur-sureste, ya lo sabe, pero la pista está exactamente orientada hacia el este-oeste y, por lo que se ve a su derecha y a su izquierda, está formada por curvas muy cerradas. «¿Por qué soy tan estúpido para estas cosas?».

Marcha hacia la izquierda y, un minuto después, descubre —a cien metros a lo sumo— un edificio, y no se atreve a creerlo: ¿será el pequeño albergue que figura en el mapa?

Lo es. Está apagado y una carretera asfaltada lo bordea. «¡Maldita sea, ya he llegado!». Sigue por la derecha. Teóricamente, sólo hay dos kilómetros hasta la casa de Gregor Laemmle. Consulta su reloj: ha caminado durante seis horas.

«Nunca volveré a tiempo. Zaugg no me esperará y tendrá razón. En su lugar, yo ni siquiera hubiese venido. Ese hombre tiene los nervios de acero».

Ahora está en una carretera, y esta vez no tiene ninguna necesidad de consultar el mapa; sus recuerdos le bastan: deberá subir hasta una bifurcación y tomar allí el camino que hay a la derecha…

Hasta la casa, encaramada en un gran cerro. A su lado hay una pequeña construcción que debe de ser una capilla (las fotos aéreas dejan planear una duda sobre este punto).

Llega a la bifurcación y abandona el asfalto por un camino de tierra. Las luces se revelan de repente, a la salida de la primera curva; están infinitamente más próximas y son más brillantes de lo que él esperaba. Toda la planta baja está iluminada, y en el jardín están encendidos una especie de faroles. Es evidente que Laemmle no se preocupa en observar las consignas de un país en guerra.

El primer ruido le llega cuando está todavía a cuatrocientos metros… Un ruido de puerta corredera. Su primer reflejo es sacar el 45 de su cinturón, pero se arrepiente en seguida de ese gesto prematuro. Continúa avanzando, obligado a ponerse bajo cubierto: el halo de uno de los faroles del jardín ilumina el camino. «¿Por qué estas luces en plena noche? ¿Me estará esperando?». Avanza un poco más y ya sólo está a cincuenta metros de la vega de hierro forjado…

La abre.

Se oye en el silencio la voz indolente de Gregor Laemmle, cuyo solo sonido provoca en Quattermain un estremecimiento de odio.

—El Rolls, no, Soëft. Coge algo más modesto, por favor.

Quattermain llega a la cerca, que no tiene más de un metro cincuenta de altura. La pasa fácilmente. El viejo de la antorcha está a treinta metros, de espaldas a él, con la antorcha en la mano derecha y una puerta de la verja sujeta con la otra mano. «¿Qué es esta mascarada en plena noche?». Quattermain mira hacia la casa y descubre lo que parece ser un granero adosado al edificio principal, que tiene tres pisos. De pronto, se encienden unos faros.

Ruido de un motor que arranca e, inmediatamente después, el de la aceleración. El Mercedes aparca y la brusca reacción de Quattermain es insuficiente: el coche pasa a quince metros; él ha levantado su arma, pero los enormes troncos de picea que ornamentan el jardín se interponen entre su blanco y él. Reconoce a Laemmle; reconoce también a Soëft, que va al volante, y apenas diez segundos después ya han desaparecido las luces. Echa a correr hacia el garaje, cuya puerta corredera ha quedado abierta. Otros tres coches se encuentran allí, entre ellos un segundo Mercedes. Se sienta ante el volante y, al primer intento, el coche arranca y el motor funciona. Sale como una tromba y, con una llamada de los faros, solicita y exige que el viejo no cierre la verja que hay delante de él.

Entra en el camino de tierra, pero el otro coche ya se ha perdido de vista.

«Cálmate. No has fallado, puesto que no querías matarle…, al menos tan pronto. Disparando y matándole, desperdiciabas tu última oportunidad de saber lo que ese hombre ha hecho con Thomas».

Disminuye la velocidad. Dos kilómetros más adelante, divisa las luces traseras del coche de Laemmle. Marcha aún más despacio. «Muy bien, seguiré a ese hijo de perra hasta el fin del mundo si es preciso».

Soëft marcha delante de él a una extremada lentitud; parece una procesión. Son las tres horas y cuarenta minutos de la madrugada. Van con rumbo hacia el norte, y apenas pasadas las cuatro entran en una ciudad llamada Kandern. Sólo es un pueblo grande. Soëft se detiene y Quattermain le imita, seiscientos metros más atrás, siguiendo la maniobra con sus prismáticos. Ve hablar a Laemmle, sin abandonar el asiento trasero, con dos hombres de uniforme.

Estos mueven la cabeza, respondiendo negativamente a la pregunta que sin duda acaban de hacerles.

Soëft arranca de nuevo, en dirección norte todavía. «Acabaremos encontrando un control y mis posibilidades de supervivencia irán disminuyendo hora tras hora». Quattermain ya ni siquiera piensa en Zaugg. «Dios sabe cómo saldré de este país, si es que salgo algún día».

Atraviesan con igual lentitud un pueblo llamado Schliensen, y avanzan ahora por una carretera más ancha.

Un control. El corazón de Quattermain da un salto. Un soldado intima a Soëft para que se detenga. Quattermain se aparta en seguida a un lado y apaga las luces. Mira con sus prismáticos. Lo bastante a tiempo para ver al que debe ser un suboficial inclinarse sobre un documento que le es mostrado, y luego ponerse inmediatamente en posición de firmes, con el brazo extendido.

Soëft se pone en marcha de nuevo, pero tan lentamente que se le creería inmóvil. Pero la distancia del control aumenta claramente.

Una ola de rabia sacude a Quattermain: «¡Maldita sea! ¡Se me escapa!».

Continúa mirando con los prismáticos, y la esperanza vuelve a él de nuevo: el Mercedes se inmoviliza otra vez, apenas a doscientos metros del control, delante de un edificio en el cual ondea la bandera de la cruz gamada. Y esta vez Gregor Laemmle se apea él mismo y entra en el edificio.

«Si se van de nuevo, arremeteré. ¡Tanto peor!».

Pero los minutos transcurren sin el menor cambio.

Un cuarto de hora.

Luego, treinta minutos.

«Pronto será de día. Zaugg probablemente ya se habrá ido. ¡Estúpido Quattermain! ¿Por qué no has llegado cinco minutos antes a esa maldita casa?».

Una hora.

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