Daddy

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Comienzan a circular algunos vehículos, en su mayor parte militares, y a cada uno que pasa se deja resbalar hasta el fondo de su coche. Pero esta precaución no le parece suficiente; tanto es así, que hace que su Mercedes ruede algunos metros y, en marcha atrás, se adentre en un camino. «He vuelto al Ardèche…».

Desciende y, a través de una pantalla de ramajes, continúa su acecho. Unos minutos más y, por fin, Laemmle reaparece, charlando con un oficial. A cuyo saludo responde con una insolente y muy indolente rotación de su mano estirada. «Qué extraño personaje…».

Y una especie de milagro se produce, justo en el momento en que Quattermain se disponía a arrancar para precipitarse a la mayor velocidad posible contra el control.

Soëft vuelve atrás. ¡Ha dado media vuelta y vuelve atrás! Franquea de nuevo la barrera y, un minuto después, pasa sin la menor prisa por delante de la entrada del camino en que está escondido Quattermain.

Una hora después, alrededor de las siete, cuando ya es de día, los dos coches van esta vez rumbo hacia el sur, y el Mercedes pilotado por Soëft: se estaciona en otra ciudad. Los dos alemanes se apean. Hay entre ellos una especie de discusión: Soëft mueve la cabeza como si rechazase una evidencia…

Después cede, con un significativo movimiento de hombros.

Laemmle se aleja solo.

Quattermain está a trescientos metros. Desciende a su vez y camina detrás del Hombre de los Ojos Amarillos, se aproxima a él. Un camión le permite pasar junto a Soëft, sentado ante el volante, sin ser visto por éste.

La distancia entre Laemmle y él disminuye, tanto más fácilmente cuanto que Laemmle camina sin prisa e incluso se toma el tiempo de comprobar, ante un escaparate, el buen orden de sus cabellos pelirrojos.

Laemmle gira a la derecha, y por la acera opuesta, y a una treintena de metros, Quattermain hace lo mismo.

Lo que descubre entonces casi le petrifica durante un segundo: está en la prolongación exacta del puente de Rheinfelden, a algunos kilómetros del lugar en el que despegó la víspera. Y Laemmle se dirige hacia la entrada de ese puente.

Hacia el puesto fronterizo.

Thomas está en Basilea desde la víspera por la tarde. Ha llegado en tren y, durante el trayecto, ha abierto en su cabeza el tercer cajón (el primero era la Letanía; el segundo, el americano).

El tercer cajón es el Hombre de los Ojos Amarillos.

Thomas no ha viajado solo. Ha venido acompañado por François, el hijo de Jean Darder, que para los efectos es ahora su primo. François es mayor, anda por los treinta y un años, está casado y tiene dos hijos, dos varones, uno de los cuales estuvo muy enfermo cuando era un bebé y fue

Ella quien le atendió, incluso hizo venir de Francia un médico para que ayudase a los doctores suizos; por esa razón, François está dispuesto a hacer todo lo que pueda para ayudarle a él, a Thomas, todo lo que pueda y algo más, dice; «todos queríamos mucho a tu madre, Thomas, mucho». Además de esto, entre los hombres que escucharon y anotaron en el banco la Letanía, hay varios que han afirmado que si Thomas necesitaba algo, que lo dijese.

Bien, lo ha hecho y ellos han respondido que de acuerdo, no hay problema. Se han ocupado de enviar el telegrama a la Sachwarzwald, y también de conseguir que pueda telefonear al otro lado del Rhin cuando haya llegado a Basilea.

Casi ha llorado al verlos a todos tan complacientes; se ha sentido profundamente conmovido. Hasta el momento en que ha comprendido que toda esa amabilidad se la debía a

Ella: Ella le había abierto el camino y lo había preparado todo para él.

«¿Crees realmente que esas personas tan importantes se interesarían por un chiquillo como tú si no fueras hijo de

Ella? Naturalmente que se han quedado asombrados cuando han escuchado la Letanía, pero también es

Ella quien te ha dado tu memoria».

En efecto. Aquella emoción se ha desvanecido a medida que el tren rodaba hacia Basilea, mientras pasaba por unos lagos tremendamente bellos, por unas montañas y todo eso. Durante un momento ha escuchado a François, que le contaba unas historias (François trabaja en un banco y su patrón es uno de los Ocho Hombres); pero, poco a poco, la burbuja se ha vuelto a cerrar. Se ha reconcentrado en lo referente al Hombre de los Ojos Amarillos y en la forma de darle jaque y mate.

Vencerle de verdad.

Ahora está claro; tiene una idea extraordinariamente buena, seguramente la mejor jugada posible.

Anoche, cuando llegaron a Basilea, todo ocurrió como era preciso; las piezas se desplazaron por el tablero de la mejor manera: las habitaciones del hotel, la llamada telefónica por encima del Rhin a la hora pedida, François dejándole concentrarse, la concentración que vino y le absorbió por completo, el tintineo en los oídos que quiere decir que la cosa marcha, que ya está dispuesto.

Extrañamente tranquilo y realmente frío. «Como en el ajedrez, cuando haces las siete últimas jugadas que ponen al otro en jaque y mate contra toda defensa».

Esta mañana marcha con la bicicleta que François se ha preocupado de buscarle. Sale de Basilea a las seis y cuarto. François le ve partir sin abrir la boca, aunque se ve que está lleno de angustia, evidentemente; pero no dice nada: él no está acostumbrado al Juego.

«Seis y cuarto, eso basta; no emplearás tres días para hacer diecisiete kilómetros». No hace muy buen tiempo. Las nubes están en el cielo, muy bajo, y cuando el día nace cambian de color: del gris pasan al violeta, seguramente lloverá, y eso puede ocurrir de repente, en cualquier momento. Thomas atraviesa Birsfelden y, después, el bosque del Hard.

«Todo va bien, todo va bien —dice Thomas al mecanismo de su cabeza—, ¡no vale la pena que me repitas que esté tranquilo y que deje de pensar en el Hombre de los Ojos Amarillos! ¿Cómo quieres que esté más concentrado que ahora?

Calmo-frío-y-feroz, decía

Ella siempre. Yo soy calmo, frío y feroz…, tremendamente feroz incluso».

Es verdad, no es verdad, ni siquiera tiene necesidad de buscar la malignidad en él, hacerla nacer; «tengo toda la malignidad que hace falta, no hay problema».

Sólo que es una malignidad muy tranquila, eso es todo.

Llega a Rheinfelden.

Siete horas y tres minutos: «me quedan veintisiete minutos, todo va bien». Trepa, sobre sus pedales, hasta el parque, donde encuentra el lugar que necesita; desde allí se ve todo: el puente con su isla de rocas, y el Rheinfelden alemán, y los dos puestos fronterizos, alemán el uno, suizo el otro. Regula sus prismáticos y examina sucesivamente los apacibles rostros de los soldados suizos y alemanes.

Y le cruza una idea por la mente mientras examina la ciudad que está detrás de ellos, y el campo, y el bosque, y las montañas bajo las nubes violeta. En principio rechaza la idea, pero luego vuelve… No hay peligro de que le desconcentre, y menos ahora. Así es que examina: «En el fondo, yo soy alemán, al menos tanto como francés. Porque

Ella era alemana. Al otro lado del Rhin es también mi país. Y es muy bello.

»¡Cuidado! Comienzas a desconcentrarte.

»Muy bien. Me detengo. Ya veremos después».

Dirige sus prismáticos hacia el reloj de una iglesia. Son las siete y veintiún minutos. «Nueve minutos; tengo tiempo». Vuelve a observar el puesto fronterizo.

Nada todavía.

Comienza a examinar una por una las calles que desembocan en el puente; una calle tras otra, y luego una más…

Cierra los ojos, los vuelve a abrir.

Él está allí.

Lleva un impermeable beige, la cabeza descubierta, y avanza tranquilamente, muy lentamente incluso, hacia el puesto fronterizo; los soldados, con sus cascos, se vuelven cuando le ven llegar; un suboficial va a su encuentro y le saluda: «Seguramente habrá prevenido al jefe de los soldados para que le dejen pasar.

»Y tal vez ha hecho algo más. Cuidado, Thomas, ese hombre es realmente listo, ya lo sabes. Es muy posible que haya hecho una jugada que tú no has previsto.

»Pero ¿cuál?

»No lo sé, realmente no lo sé».

Sube de nuevo a la bicicleta y toma la dirección del puente de Rheinfelden.

Es fácil, porque el camino desciende.

—Ya hemos sido prevenidos, en efecto,

herr Doctor —dice el ayudante del puesto fronterizo, y devuelve a Gregor Laemmle su título universitario de doctor en filosofía… «Ya no soy

Obermachinführer, estoy degradado; ya era hora de que cesase esa payasada».

Sonríe al ayudante, que ha pasado ampliamente la cincuentena y que tiene el aspecto de un viejo perro fatigado.

—¿Tendrían ustedes en el puesto un poco de café? Mi cita en medio del puente será dentro de ocho minutos.

—Un

ersatz solamente,

herr Doctor.

—Eso me basta.

Bebe su falso café, sosteniendo la taza con las dos manos y los ojos fijos en esa línea que señala la mitad del puente y, por consiguiente, la frontera. Ya ha olvidado a Soëft y esa última discusión a propósito de lo que Soëft quería hacer. Ya nada cuenta. Ha llegado el momento, y una gran paz le invade suavemente. Ni siquiera la espera le inquieta: «Estoy extraordinariamente sereno; el buen Sócrates estaría bastante orgulloso de mí…».

La aparición del Niño en la otra orilla ni siquiera hace latir su corazón. Está dentro del orden normal de las cosas, como esas peripecias largo tiempo esperadas y que no pueden sorprenderte; «desde ahora me encuentro en una extraña transparencia, que probablemente precede al gran sueño».

Devuelve la taza medio vacía al ayudante de los guardias fronterizos, y le da las gracias con una voz muy suave. Espera que se abra la barrera y avanza luego por el tablero del puente. Extrañamente, su mente capta con una excepcional acuidad el ruido del Rhin que transcurre bajo él, el reloj de una iglesia que da las siete y media, las brumas que ascienden del río, bajo el techo de las nubes violáceas.

Pero, naturalmente, sólo tiene ojos para el Niño, que ha franqueado a su vez una barrera, la del lado helvético, y viene a su encuentro.

Están frente a frente, a un lado y al otro de la línea del medio, a un metro de distancia como máximo.

—Buenos días, Thomas.

—Buenos días, señor.

—Has crecido.

—No mucho todavía, pero ahora creceré.

—¿Has encontrado al americano?

—Sí.

Los grandes ojos son impenetrables, y de una frialdad alucinante. Gregor Laemmle sonríe.

—¿Supongo que recibiste en Tulle mi mensaje?

—Jaque al rey. Lo recibí.

Un breve instante. La mirada de Gregor Laemmle se aparta del pequeño y lívido rostro y recorre las alturas que dominan el puente de Rheinfelden desde la ribera suiza.

—¿Cómo se llama ese hombre, Thomas?

—¿Quién?

—El Tirador Invisible. Creo que ahora ya puedes decirme su nombre.

—No sé de quién me está usted hablando, señor. Perdóneme.

—¿Qué querías decirme?

—Que he ganado, señor. Cuando usted la buscaba a

Ella y me tenía prisionero, yo tenía todos los códigos en la cabeza. Y al llegar a Suiza he dado esos códigos, tal como

Ella me dijo que lo hiciese. Y he encontrado al americano. Usted ha perdido.

—Lo reconozco, Thomas: he perdido.

—Está usted en jaque y mate.

—Estoy en jaque y mate.

El Niño mueve la cabeza, en agradecimiento a esa derrota aceptada, y Gregor Laemmle teme de pronto que dé la vuelta y se vaya.

—No te vayas todavía, Thomas. Yo también tengo algo que decirte. Dos cosas. La primera es que sé lo atraído que te has sentido por mí, porque tú y yo tenemos la misma inteligencia, somos muy parecidos…

«Y él permanece impasible —piensa Gregor Laemmle—. ¡No reacciona! Es verdad que acaso ha comprendido lo que yo voy a hacer, es decir, sacarle de sus casillas. Es muy capaz de ello».

—La segunda concierne a tu madre, Thomas. Creo que

Ella merecía quemarse viva por haber hecho lo que hizo contigo.

Ella estaba loca, Thomas.

El Niño baja la cabeza y, después, inicia un giro sobre sí mismo.

—Completamente loca, Thomas. En realidad, no te quería.

El giro ha terminado, y el Niño se ha puesto en marcha. Regresa hacia el puesto fronterizo suizo. Sólo se advierte un leve encorvamiento de sus espaldas, algo casi imperceptible, que traiciona la extraordinaria violencia de su furor y su odio. «Realmente, le he dicho todo lo que podía decirle; si no se decide ahora, ¿qué más podrás hacer, Gregor?».

Diez metros ya, y esta vez el corazón de Gregor Laemmle parece dejar de latir y un indecible gozo le invade: el Niño acaba de detenerse, muy lentamente, y se vuelve; sus ojos grises expresan una ferocidad extremada.

—Está bien, señor —dice Thomas.

Que se pone de nuevo en marcha hacia la frontera suiza. Gregor Laemmle se mueve.

Espera.

«¡A pesar de todo, lo he conseguido!».

Quattermain se inmoviliza en cuanto está a la vista del puente. Mira alejarse a Laemmle y sus dedos sueltan la culata del Colt: «Esto no tiene sentido. A esta distancia fallarías».

Acaba batiéndose en retirada. Se aposta en la esquina que acaba de doblar, sin perder de vista a Laemmle. El hombrecito rubio de impermeable crema, con las manos en los bolsillos, habla con un suboficial de cabellos grises. Van a buscarle una taza, y él comienza a beber su contenido, y continúa sonriendo a cada sorbo.

Pero la mirada de Quattermain permanece fija sobre el otro extremo del puente, como si esperase algo o a alguien…

«Alguien.

Oh my God!».

Thomas acaba de aparecer. Quattermain reconocería su silueta entre diez mil. El Niño se encuentra al lado de los guardias fronterizos suizos, que hablan con él y parecen hacerle algunas observaciones; y él asiente, con una gran economía de gestos.

«¡Van a encontrarse en medio del puente!».

En el instante siguiente, Quattermain comienza a sacar sus prismáticos, ocultos bajo su abrigo. Pero se interrumpe de repente: en pleno centro de esta ciudad alemana esto sería una auténtica locura; las miradas intrigadas ya se están fijando en él y en sus ropas de Saville Row. Vuelve un poco sobre sus pasos, en busca de un techo desde el cual pueda observar el puente y las dos orillas.

Y asegurarse de que el guardaespaldas español de Thomas está bien apostado en cualquier parte, de lo cual casi tiene la certidumbre.

De repente, la asociación de ideas se produce casi a pesar suyo, y un estremecimiento helado le recorre la espalda: ¡SOËFT!

¡Maldita sea! ¡Soëft! Echa a correr. Cien metros más allá encuentra el Mercedes que conducía el hombre con rostro de mujer. Vacío. De pronto pierde la cabeza; escruta los bordes de los tejados: «¡Puede estar en cualquiera de esos tejados! ¡En cualquiera!». Se detiene, esforzándose en pensar más de prisa. «¿Qué harías tú en el lugar de Soëft?». Gira sobre sí mismo, bajo la mirada atónita de varias mujeres que llevan unos cestos. Un conjunto de casas le parece la única respuesta posible. «Quattermain, si llegas demasiado tarde porque te has equivocado, ¡no te lo perdonaré nunca!». Comienza a correr y se adentra en un pasillo, sube un tramo de escalones, y después otro que parece marcar el final de la ascensión. «¡Ah, mierda!». Entonces descubre una puerta ligeramente entreabierta. Detrás encuentra otra escalera, y la sube. Llega a un pasillo en el que se abren algunas habitaciones. Invadido por el pánico, continúa, sin embargo, razonando: «El puente se encontraba a mi derecha cuando entré en esta casa. Por consiguiente, ahora está a mi izquierda». Manipula una manilla y luego otra. «No estaría encerrado, no ha tenido tiempo». La tercera puerta cede, revela una habitación vacía… por cuya ventana se ve perfectamente el puente.

E incluso a Gregor Laemmle, que ahora, solo por el momento, avanza por el tablero. Quattermain sale de allí. La cuarta puerta se resiste como las dos primeras; va a alejarse de ella cuando un detalle llama su atención: esta puerta es diferente de las otras; está provista de una cerradura, de un pasador

por el exterior. «Vamos allá». Toma impulso y la golpea con el hombro; el delgado panel de madera se hiende, y el aire frío llega inmediatamente a su rostro. Se afana, fuera de sí, y logra hacer en el tablero un agujero suficiente para poder meter la mano y mover el minúsculo cerrojo. Se precipita… y está a punto de estrellarse en la calle, tres pisos más abajo: se encuentra en un tejado de fuerte inclinación, cubierto de tejas. Aferrándose al marco de la ventana, saca con su mano el 45: «¿Dónde está ese hijo de puta?».

A unos treinta metros de él, Soëft está tendido boca abajo. Carga tranquilamente un fusil cuyo cañón está coronado por un visor telescópico.

El Colt 45 que Quattermain, para mayor seguridad, sujeta ahora con las dos manos, apunta directamente a la rubia nuca.

Dos segundos.

Quattermain baja el arma: «Un solo disparo y te verás rodeado como una rata a la que se quiere matar a golpes. Mátale sin ruido». Mantiene el 45 en la mano derecha, con la segunda falange del índice en el gatillo, y con la otra mano se descalza. Avanza, teja tras teja; una chimenea se interpone durante algunos segundos y, cuando la rodea, ve de nuevo a Soëft, con la culata en el hombro, buscando el mejor punto de apoyo posible.

Y en la prolongación exacta de su fusil apuntado está Thomas, que camina por el puente de Rheinfelden al encuentro de Gregor Laemmle.

El índice del tirador no está todavía en el gatillo, sino en el guardamontes semicircular, que el dedo roza y acaricia en un lento vaivén. Quattermain mira ese dedo: «Si toca el gatillo, disparo…».

Cinco, y después cuatro metros. El hombre ya sólo está a cincuenta centímetros de Quattermain cuando el cuerpo tendido se mueve de repente, con una presteza inconcebible.

—Le conozco —dice Soëft en francés.

—Eso espero —dice Quattermain.

Los labios rojos de Soëft sonríen…

—No podrá usted utilizar su arma —dice, mirando ahora el cañón del Colt 45 a un metro de su cara—. A la menor detonación, le acosarían. La ciudad está llena de soldados.

—No se me ha escapado ese detalle —responde Quattermain, que al mismo tiempo hunde hasta la empuñadura, en la garganta de Soëft, el puñal de trinchera que lleva en la mano izquierda.

El fusil con visor telescópico se escapa de las manos de lo que ya es un cadáver, resbala a lo largo del tejado, se queda un momento en equilibrio en el borde de éste y luego cae a la calle.

Quattermain ha caído de rodillas, arrastrado por su propio impulso. Deja el puñal en donde está. Aspira muy hondo, buscando desesperadamente su aliento.

«¡Lárgate de aquí!».

A pesar de la orden que le lanza su cerebro, necesita un tiempo loco sólo para incorporarse, «

my God!».

«¡Lárgate! ¡El fusil va a alertar a todo el mundo, vendrán en seguida!».

Embobado, dirige su mirada hacia el puente. Laemmle y Thomas, que estaban hasta ahora frente a frente, acaban de separarse. Thomas se aleja.

«Va a volverse…».

Thomas se vuelve, pronuncia dos o tres palabras, gira de nuevo sobre sí mismo y echa a andar otra vez, con su silueta extrañamente rígida.

«¡

Quattermain, lárgate, en nombre de Dios!».

Retrocede treinta metros hacia atrás, hasta la puerta que está en lo alto de la pequeña escalera de madera; pero en el momento en que va a entrar en ésta, se deja llevar por algo que es más fuerte que él: echa una última mirada en dirección al puente, sirviéndose esta vez de sus prismáticos. Thomas ha vuelto a pasar la barrera de los guardias suizos. El aumento de las lentes da perfecta cuenta de su mirada gris, formidablemente acerada. Y Thomas levanta el brazo derecho, como si saludase por última vez a Gregor Laemmle, que continúa inmóvil en la mitad exacta del puente sobre el Rhin.

Quattermain ya no ve más. Acaba de captar un ruido de pasos en la escalera. Con todos sus reflejos recobrados, sale, se aparta de la puerta, corre por los tejados, teniendo el tiempo justo de recoger sus zapatos. Detrás de él gritan. Salta por encima de una primera callejuela —sin demasiado esfuerzo; tiene una anchura de dos metros a lo sumo—, sube una pendiente, desciende por otra y esta vez falla su objetivo, agarrándose en última instancia a un canalón. Está suspendido en el aire y uno de los zapatos, que sujetaba por los cordones entre los dientes, cae al vacío y a los pies de un hombre que levanta en seguida la cabeza y le ve. Quattermain desplaza las manos y se desplaza él mismo, hasta que llega a la vertical de un balcón de madera adosado a una fachada. Suelta los dedos y se deja caer hasta dos metros más abajo. En los alrededores gritan cada vez más, pero, extrañamente, bastante lejos de él. Derriba una puerta vidriera, atraviesa una habitación, después otra, sale a un pasillo y se precipita por la primera escalera que encuentra.

Una calle. Un hombre le interpela e incluso intenta agarrarle por una manga. Él se desprende violentamente y comienza a correr.

Thomas, entre las siluetas macizas de los guardias de frontera suizos, más bien detrás de ellos, levanta el brazo y luego lo baja.

Un segundo, no más, y su índice apunta en dirección a Gregor Laemmle, que le está mirando.

Miquel comprenderá.

Da media vuelta, camina hacia su bicicleta y monta en ella.

«Él quiere que le mates…».

Ha recorrido al menos trescientos metros cuando estalla el disparo.

Un tiro. No dos.

Sale de la carretera y se mete entre los árboles. Deja caer al suelo su bicicleta y orienta los prismáticos que ha sacado de su mochila. Los guardias fronterizos de los dos países se han precipitado hacia el Hombre de los Ojos Amarillos, cuyo rostro ve Thomas distintamente. Es un rostro muy tranquilo, pero lleno de sangre. Tiene un agujero entre los ojos.

«Quería que lo matase…».

Se pone de nuevo en camino y llega a la ciudad suiza de Rheinfelden. Pasan unos niños que van a la escuela y él marcha entre ellos. Una chiquilla le pregunta si es nuevo, y él quiere responder que sí, que viene de Zurich y que su padre y su madre vivirán aquí de ahora en adelante…

Pero no llega a pronunciar una palabra, no hay nada que hacer, y la chiquilla, y después otras, le contemplan con asombro. Él piensa que debería vigilar sus ojos: «Seguramente tengo el aspecto de alguien que ha visto al diablo; debo tener cuidado. ¡Oh, mamá! Lo he hecho a causa de lo que ha dicho de ti; después de eso no era posible que viviese, ¿qué otra cosa podía hacer? Él quería que yo le matase, mamá, y le he matado. Soy terriblemente desgraciado; tengo ganas de tirarme al suelo y de llorar; esto es demasiado duro». Prosigue por las calles de Rheinfelden y se esconde un rato largo, muy largo, en una esquina, detrás de un lavadero. Apoya la cabeza contra la pared, pero no llega a cerrar los ojos, ni tampoco a llorar; «y además no es cierto que me parezca a él, no es verdad, eso es todo. Ha dicho eso para ponerme más furioso, lo ha dicho expresamente, y yo lo sabía y, sin embargo, me ha puesto furioso de todos modos; habría querido matarle yo mismo y ahora siento vergüenza».

Se deja resbalar al suelo, con su mejilla contra las piedras, y no consigue mandar a sus ojos que se cierren ni tampoco que lloren; «hablas, pero no hay nada que hacer».

Eso ya ha pasado.

Sólo es difícil durante un momento, nada más.

Eso ya pasó.

«

Nunca más volveré a matar a nadie; es demasiado horrible».

Eso pasa durante un breve rato. Se levanta de nuevo, manteniendo la cabeza baja para que no se vean sus ojos. Avanza a lo largo de una calle que desemboca en una carretera, y allí está François Darder, de pie al lado de un coche. François le estrecha contra él, le acaricia la cabeza, no dice nada. Sólo le hace subir al coche y pone su motor en marcha y ambos regresan a Ginebra.

«Qué duro es esto…».

—Ya no tienes necesidad de esconderte, Miquel.

No estoy seguro. Tal vez me ha visto alguien en la orilla del Rhin.

—No lo creo.

—Ven a sentarte a mi lado.

—Es mejor que no lo haga, Thomas.

Silencio. Thomas contempla el lago de Ginebra por encima del césped del parque. No ha oído llegar a Miquel. Tal vez Miquel está sentado en un banco al otro lado del seto, o tal vez está de pie.

«… Va a irse. Miquel va a irse, a regresar a su país, a Mallorca; eso es lo que tiene ganas de decirme y no se atreve. Ya no estará detrás de mí, con su fusil, invisible; ya nunca lo estará… Muy bien, deberías estar contento: por una vez, alguien a quien quieres no ha muerto. Va a volver a Mallorca y volverá a ver a su

novia, se casarán y tendrán hijos y no carecerán de nada.

Ella había hecho lo que tenía que hacer, en lo del dinero. De acuerdo… Pero te duele mucho que él se vaya, es algo que te desgarra el corazón».

Con su vocecita clara y aparentemente serena, dice:

—Creo que ha llegado el momento de que regreses a Mallorca, Miquel.

—Quizá me necesites todavía, Thomas.

—No. Se acabó.

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