Daddy

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Loup Durand

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ePub r1.0

Titivillus 21.10.2019

Título original: Daddy

Loup Durand, 1987

Traducción: Enrique Sordo

Retoque de cubierta: Titivillus

 

Editor digital: Titivillus

ePub base r2.1

A mi hijo, Jean-François

Thomas

el Joven, 18 de septiembre de 1942, día exacto de sus once años, abre los ojos. A lo sumo son las cinco de la mañana. Thomas mira por la ventana. Recorren el cielo unas llamas de luz que caen sobre el mar; el calor es ya intenso, el silencio gravita, pesa…

Este silencio no es normal.

La mirada de Thomas pasea por el paisaje inmóvil, pero no descubre nada ni nadie, porque se ha despertado de pronto, porque la mecánica de su cabeza ha dado la alarma y porque en tres pasos se ha trasladado a la ventana. Esto no es lógico; debería estar durmiendo todavía. La víspera por la noche, hasta muy tarde, ha releído por completo

El hombre del pie torcido, de Valentín Williams, que le gusta por lo menos tanto como

El lobo solitario, de L.-J. Vance, de la misma colección «La máscara»; no se ha dormido hasta cerca de la una de la madrugada.

Nada a la vista.

Thomas trepa al antepecho y se sienta en el alféizar, con las piernas colgando en el vacío. «Hoy tengo once años, soy terriblemente viejo, y todavía no he hecho gran cosa…».

De acuerdo, se burla de sí mismo; a los once años no se es tan viejo. Examina lo que hay en su cabeza y no hay problema, la mecánica sigue girando, lo pasa todo por el tamiz, escruta el paisaje milímetro a milímetro, al acecho del más pequeño detalle que no esté en orden, seguro que no olvidará nada; puede tener confianza en ella. Se concede un momento de reposo, sueña un poquito, vuelve luego al interior de su habitación, se pone el pantalón y se calza. Con unas alpargatas. Tiene ciento veinte pares que

Ella le trajo de España, dos años antes, en ocasión de una de sus visitas secretas; ciento veinte porque

Ella ignoraba su número exacto y también porque había previsto que crecería, de modo que compró doce pares de cada número, del treinta y tres al cuarenta y dos.

Thomas sabe perfectamente lo que va a hacer ahora, suponiendo que todo esté en orden allí afuera. No se tienen once años todos los días.

Irá a contemplar en su escondite el Hispano-Suiza, que es inseparable de

Ella, hasta el punto de ser casi

Ella; oh Dios mío, todavía hueles Su perfume cuando te acercas, lo hueles cada vez.

Hace ya dos años que no ha visto el Hispano. Ha respetado las órdenes formales que

Ella ha dado. Pero hoy es un día especial, es cierto; seguramente que

Ella diría que sí, porque sabe que tú sabes desde hace cuatro días que

Ella no vendrá para tu cumpleaños.

Ella le falta, es verdaderamente horrible. Casi vomitaría de pena.

Ya está bien, detente.

Thomas

el Viejo, Hans Thomas von Gall, muere el 11 de julio de 1934. Se arroja por la ventana de un inmueble, en Munich, desde un quinto piso. La única foto que subsiste hoy de él había sido tomada, sin él saberlo, por la Gestapo: es un hombre bastante alto, de una evidente distinción, que no parece tener sus setenta y siete años; detrás de él aparece la fachada de un establecimiento bancario de Zurich, en la Paradeplatz; él se dispone a subir al asiento posterior de un Mercedes-Benz, cuyo uniformado chófer, con la gorra en la mano, le abre respetuosamente la portezuela.

El cliché fue tomado seis días antes de su muerte.

Le secuestraron el 5 de julio, en territorio suizo, y le condujeron a Alemania para ser interrogado. Con una glacial cortesía al principio, durante las primeras horas: banquero de la octava generación, es amigo personal de personajes tan importantes como Krupp von Bohlen, Fritz Thyssen, Albert Voegler, Georg von Schnitzler, Otto Wolf y el barón Kurt von Schroeder, este último también banquero en Colonia. El tono del interrogatorio cambia con la entrada en escena, el día 6, de un tal Reinhard Heydrich, recientemente promovido a jefe del servicio de seguridad SS. Las amenazas son puestas en ejecución. Sin embargo, Thomas

el Viejo no modifica por ello sus respuestas: si ha podido proceder a unas transferencias de capitales hacia el extranjero, lo ha hecho de acuerdo con la legislación alemana de la época, y a petición expresa de sus clientes; naturalmente, es indiscutible que no reveló nada sobre su identidad, ni sobre el destino de los fondos…, aunque, dicho sea de paso, la cifra de cien millones de marcos adelantada, o más bien «vociferada», por

Herr Heydrich, es ridículamente falsa.

Y no, no hay nadie, entre todos los empleados de su banco de Colonia, que arroje la más mínima luz sobre esas operaciones de transferencia, que él ha llevado totalmente solo.

Thomas dice también que él ha previsto hace más de seis años que podría encontrarse un día en una situación como ésta; que, en consecuencia, ha tomado todas sus disposiciones, en aplicación de un plan largo tiempo madurado; que ya no vive en Alemania ningún miembro de la poca familia que le queda y con el cual podrían hacerle chantaje; que le pueden quitar su propia fortuna, su banco, e incluso su vida, pero que, a su edad, esas cosas ya no tienen apenas impor…

Se desmorona. Después de ciento diez horas de interrogatorio ininterrumpido. Durante las cuales le han obligado a permanecer de pie, desnudo. Le han golpeado en el bajo vientre y en los riñones sobre todo, con diversos tubos de goma. Por una razón oscura, Heydrich se ha empeñado absolutamente en saber si esos golpes van a ocasionar algunos derrames de sangre en la orina; de ahí que, después de cada sesión, le hayan presentado al anciano un cubo de metal. Como él pretende que no puede orinar, incluso le han administrado cada cuatro horas alrededor de dos litros de agua hirviente.

Se desmorona y, finalmente, se aviene a escribir, puesto que no puede hablar. Le dan papel y es autorizado a sentarse. Escribe durante cerca de dos horas, alinea unas columnas de nombres, de cifras y de códigos, y después se desvanece, al cabo de sus fuerzas. Le llevan a Heydrich las treinta y tres hojas que ha llenado y, entonces, cuando le creen inanimado, casi agonizante y absolutamente incapaz de moverse, se levanta, corre y se arroja a través de la ventana, para estrellarse cinco pisos más abajo, en un impresionante silencio que sigue a lo largo de la interminable caída…

Heydrich no necesita mucho tiempo para descubrir que ha sido burlado: ninguno de los nombres de la lista corresponde a individuos reales. El viejo banquero ha forjado los patronímicos más fantásticos con ayuda de las letras de las palabras

dummkopf (imbécil) y

blödsinnig (cretino), incansablemente repetidas según el principio del acróstico. Peor aún: justo antes de parecer derrumbarse, Hans Thomas von Gall ha añadido unos nombres muy auténticos, salidos de una apreciación personal. Los de Paul Joseph Goebbels (escritor fracasado), Gregor Strasser (alquimista), Ernst Rochm (homosexual alcohólico), Horst Wessel (chulo), Hermann Goering (gordinflón drogado), Adolf Hitler (pintor de oficio, histérico), Heinrich Himmler (criador de gallinas) y Reinhard Heydrich (pianista de alcoba).

Las últimas palabras trazadas antes del suicidio son: «La cifra exacta es de 724 millones de marcos».[1]

La idea es de Heydrich en persona. En el transcurso de enero de 1935, una conferencia ha reunido a su alrededor a Goering, al doctor Robert Ley,

gauleiter de Colonia, y al joven brillante jefe de la sección jurídica del partido, Hans Frank. Se ha decidido allí la creación de un Sonderkommando encargado de recuperar por todos los medios la enorme suma. Necesitan un código y piensan primero en

Sésamo, pero Heydrich prefiere

Schädelbohrer, literalmente «taladro de cráneo», y dicho de otro modo el trépano con el cual se fracturan las cajas craneanas para poner al descubierto el cerebro.

Los cuatro años siguientes son perdidos por la estupidez de los investigadores ordinarios de la Gestapo, que no tienen talla para afrontar la astucia infernal del difunto Thomas

el Viejo. Se han intensificado mucho las investigaciones en Suiza, con un resultado lamentablemente negativo: la Asociación de banqueros helvéticos ha hecho añadir un cuadragésimoséptimo artículo a la ley federal sobre los bancos, que tiene por objeto garantizar el secreto total, precisamente para oponerse a las investigaciones nazis. En el otoño de 1938, Reinhard Heydrich, superado, reorganiza enteramente

Schädelbohrer, confía la dirección a dos hombres, según él complementarios. Uno de ellos es Joachim Gortz, jurista especializado en los movimientos financieros internacionales. El otro es Gregor Laemmle.

Himmler no está absolutamente de acuerdo con que se utilice a Gregor Laemmle: ¡qué idea tan extraña y casi decadente la de recurrir a este catedrático de filosofía, que ni siquiera es miembro del partido nacionalsocialista, que no tiene ninguna experiencia policial, que no ha sido aceptado nunca en el ejército en razón de una presunta malformación cardiaca, que ya ha publicado algunos poemas y una novela, y que, sobre todo, él, Himmler, ha detestado desde la primera ojeada a causa de la insolencia que expresaban sus ojos amarillos!

Heydrich ha insistido, empeñando su responsabilidad personal. No importa quién sea Gregor Laemmle: para vencer a un viejo gato astuto como Thomas von Gall, es preciso otro gato francamente diabólico; y él considera a Gregor Laemmle como el hombre más inteligente de la Alemania de este tiempo, «exceptuados, naturalmente, nuestro bien amado Führer y nosotros mismos». Heydrich piensa lo que dice, aunque no dice todo lo que sabe: ya ha salvado en dos ocasiones a Gregor Laemmle. La primera vez, de las consecuencias que habrían podido tener esas clases escandalosas que ha dado a sus estudiantes de Fribourg-en-Brisgau, a propósito de Nietzsche; y la otra, sobre todo, cuando ha hecho maquillar su estado civil para borrar el hecho de que Gregor Laemmle tuvo una abuela judía.

Esas cosas atan mucho. No hay nada como hacer un gran favor a alguien para sentirse ligado para siempre a éste y en cierto modo responsable de él.

Reinhard Heydrich ha ganado la causa. En noviembre de 1938, Gregor Laemmle toma la dirección de

Schädelbohrer.

La verdadera batida se inicia entonces.

Thomas

el Joven desciende por la escalera y atraviesa el vestíbulo, alineando sus pasos (se imagina que marcha sobre un alambre tendido entre las dos orillas de las cataratas del Niágara). Redobla las precauciones en el momento de pasar ante la cocina, desde la cual llega un olor de café: Papé Allègre está ya en pie. Pero Thomas sale sin ser visto ni oído, ya está fuera, en el aire tibio y aceitoso de la noche que se rezaga y que el sol va a desecar. Camina a lo largo del alto seto de zarzas ardientes nevadas de flores blancas y rodea la villa. Avanza por la terraza y luego da tal vez veinte pasos por el camino bordeado de palmeras. Al otro lado de la entrada, en la carretera, no distingue nada; sin embargo, inexplicablemente, tiene la sensación de

alguna cosa. Vacila.

Para acabar, se cala su boina y se da la vuelta. Ha llegado a convencerse de que es decididamente

El hombre del pie torcido quien le acosa. Vuelve de nuevo a la parte trasera de la casa, donde un huerto ha reemplazado al parterre de rosas, a causa de las restricciones; lo mismo que se ha convertido en un gallinero la pista de tenis.

—¡Acuéstate,

Adolf!

Habla al perro encargado de vigilar las gallinas. Entre el perro y él no hay un gran amor, sólo se toleran, «¡y por lo menos ese estúpido no ladra!». El perro

Adolf le mira pasar, con el hocico aplastado entre sus patas estiradas, le sigue con unos ojos móviles (el resto del cuerpo no se mueve), móviles pero fríos, mientras que él, Thomas, se desliza a través de los laureles de España; es un cruzamiento de pastor de los Pirineos y de malinés, que anda por los cincuenta kilos y execra a la tierra entera, con la única excepción de Mamé Allègre, a quien profesa una veneración imbécil.

Detrás de los laureles, un primer muro, un camino pedregoso, y después otra pared de piedras secas. Thomas entra bajo el abrigo de los pinos. Después de cien o de doscientos pasos, se vuelve por primera vez: está ya más alto que el tejado de la villa, y a esta altitud la vista es despejada. Descubre la ensenada de Port-Issol, la punta del Ban Rouge, una parte de la carretera que viene de Sanary y el mar, hasta el archipiélago de las Embiez.

Nada anormal, tampoco.

Se vuelve a poner en marcha y sube todavía, esperando que, de un segundo a otro, le azote la espalda el sol surgido del mar. Y en lugar de esto, en el segundo mismo en que alcanza la cresta con sus peñascos blancos, Thomas

siente la presencia humana. Gracias a lo que

Ella llamó un día, riendo, su

instinto de rata. Su mirada se dirige a un pino un poco más grueso que los otros, a veinte metros de él, a su derecha. Está seguro de que alguien se oculta allí detrás. Da tres pasos más. El hombre aparece, apoyado en el tronco, con una falsa indolencia; un diablo alto, de pelo negro, gran nariz aguileña, rostro fúnebre y unas manos de gigante, muy nudosas; una de ellas, la izquierda, tiene amputados el dedo meñique y el anular. El hombre lleva una gorra, una cazadora de cuero negro y un fusil.

Reinhard Heydrich había tenido vista: en algunos meses, Gregor Laemmle y Gortz han desbrozado la pista. Gortz ha conseguido reconstruir la maniobra completa del viejo banquero de Colonia. Thomas

el Viejo no se ha conformado simplemente con depositar en Suiza los enormes capitales que le han confiado; ha previsto que, en caso de guerra en Europa, la neutralidad helvética podría no ser respetada; por consiguiente, con o sin tránsito por Suiza, ha expedido el dinero al otro lado del Atlántico, a los Estados Unidos principalmente; y no contento con eso, el viejo zorro ha previsto también la eventualidad de que las autoridades de Washington, en el caso de un conflicto generalizado, recurran a las cláusulas de la

Enemy Act y bloqueen todos los haberes extranjeros. Los ejemplos de tal previsión no faltan. Gortz piensa especialmente en la sociedad neerlandesa Philips. Incluso está convencido de que Von Gall ha imitado a los holandeses… si no los ha precedido; Von Gall lo transferirá todo a América, y no a cuentas ordinarias, sino a sociedades de derecho americano, verosímilmente al muy acogedor Estado de Delaware; unas sociedades cuya estructura les permitiría escapar de la

Enemy Act si ésta llegaba a ser aplicada, administradas oficialmente por unos americanos, pero cuya propiedad real está establecida mediante unas actas de trust secretas.

Gortz considera más que probable que Von Gall ha detentado antes de su muerte estas actas de trust, que él era el

trustee general de este extraordinario conjunto. ¿El reembolso a los poderdantes? Gortz espera obtener la respuesta a esa pregunta: un Müller o un Berstein que ha confiado, por ejemplo, quinientos mil marcos al banquero, sin duda ha recibido de éste unas instrucciones: una vez salido de Alemania, Müller o Berstein deberá ir, por ejemplo, a Montreal, a Méjico o a Panamá… o a no importa dónde, en realidad; a su petición, formulada en un determinado código, conseguirá que le entreguen un falso pasaporte de un país no beligerante; después, en un banco cuya dirección se le habrá facilitado, recibirá todo su dinero, en dólares o en la moneda que prefiera, y en el lugar del planeta que le convenga.

Un mecanismo de alta precisión. Gortz lo admira como el gran profesional que es él mismo.

Y obtiene la prueba de que sus hipótesis son fundadas: Gregor Laemmle (el antiguo profesor de filosofía de Friburgo se revela como un formidable cazador de hombres) ha emprendido una búsqueda en todo el Tercer Reich y ha desenmascarado a seis de los misteriosos poderdantes de Thomas von Gall; sólo dos de ellos son judíos. Cuatro de los inculpados hablan, revelan los mecanismos del dinero transferido. En marzo y abril, Gortz viaja por América, se presenta en Montreal, Toronto, Filadelfia y Méjico, portador de identidades falsas (las de los detenidos) y de unos códigos arrancados mediante torturas, haciéndose pasar cada vez por el beneficiario de tal o cual transferencia. Cada vez el mismo procedimiento: un abogado o un banquero igualmente impenetrables le piden cuarenta y ocho horas de plazo, después le dan una respuesta idéntica y glacial: no comprenden de qué se les habla. ¿Qué dinero? ¿Quién es ese señor Von Gall, o ese Müller, o ese Berstein en cuyo nombre detentarían tal o cual suma? ¿Y qué significan esos códigos secretos de los que nunca han oído hablar?

Gortz no es engañado por esas denegaciones, sobre todo después de esos dos días de espera a los que se ha visto obligado cada vez. Comprende que, aunque ha conseguido hacer saltar casi todos los cerrojos del dispositivo de seguridad, subsiste el último, cuya naturaleza desconoce y contra el cual se encuentra de momento sin recursos.

Regresa a Alemania a principios de mayo. A bordo del trasatlántico

Hamburgo, de la Hapag, hace la cuenta de sus triunfos, y comprueba que sólo le falta uno, capital pero de los más difíciles de conseguir: Thomas

el Viejo, que lo ha previsto todo, sin duda ha tenido en cuenta su propia muerte (natural o no), y por lo tanto su sustitución como

trustee; probablemente ha designado a uno, incluso a varios sucesores, lo que se llama

protectors trustees.

Los cuales pueden ser cualquiera y pueden encontrarse en cualquier parte.

Identificarlos lo resolvería todo, pero parece algo absolutamente impracticable.

Sin embargo, Gortz se entera de la noticia cuando desembarca. El extraño Gregor Laemmle ha conseguido lo imposible.

Sabe quién ha sucedido a Thomas

el Viejo.

Buenos días,[2] Javier —dice Thomas.

Hola, ¿qué tal? —dice el hombre de la cazadora y el fusil.

Buenos días, Miquel —dice Thomas a un segundo hombre oculto a su izquierda y del cual sólo se ve la punta de un zapato y el extremo del fusil.

Hola, buenos días —responde Miquel

el Invisible.

Ninguno de los dos centinelas se ha movido. Thomas pasa entre ellos, a igual distancia de uno y de otro, y franquea la cresta. El sol aparece entonces y, de golpe, dispersa una luz muy blanca, pero sin brillo. Thomas va a iniciar el descenso de la pendiente, pero antes se vuelve por última vez: la villa, de un ocre rojizo, está ahora en la parte baja y la vista se ha ensanchado aún más sobre la punta de la Cride, la isla de Bandol y las Embiez. Durante dos o tres segundos, Thomas reflexiona y se pregunta si va a participar o no a Javier esa extraña sensación que experimenta desde su despertar. Decide no hacerlo. Puedes tener confianza en Javier Coll para observarlo todo; nunca se le escapa nada. La prueba: Miquel

el Invisible y él están ya al acecho, fusil en mano, y seguramente los otros dos, Tomeo y Joan, no están lejos.

Desde hace un momento, Thomas camina por la cima de las ondulaciones del terreno, con el sol subiendo siempre a su espalda, y el calor, la sequedad, aumentan a cada paso; lo que queda de tierra entre las rocas blancas está calcinado, hecho ceniza, después de tantos días de verano sin lluvia. Bajo los pies de Thomas, la menor ramita cruje con un delicado ruido de vértebras, en un asfixiante silencio. Desemboca en la linde de una parcela sembrada de cardos con reflejos metálicos. La casita está enfrente, pero él no le concede ningún interés y se dirige hacia la pared rocosa de la izquierda. Allí hay una gran puerta de dos batientes de tablas mal ajustadas, grises y veteadas de negro, cerrada por un candado que podría saltar con el puntapié de una libélula. Ahora, Thomas toma unas infinitas precauciones. Escruta por todos lados y, después, entreabre apenas una hoja de la puerta. Se desliza en el interior de la gruta que sirve de cobertizo, evitando poner los dedos en cualquier parte, sobre todo en las damajuanas enfundadas en mimbre y cubiertas de polvo. Avanza hasta el fondo, entre las bombonas y las telas de araña, reflexiona calmosamente y aprieta con seguridad sobre la piedra, en el hueco de determinado lugar. Se oye un pequeño clic, y la roca se mueve y se desplaza de izquierda a derecha.

Entonces aparece el coche, engastado en este escondite especialmente excavado para él durante semanas. La bombilla eléctrica que Thomas enciende desvela su increíble esplendor. Es un cupé Hispano-Suiza J-12, carrozado por Franay, de tipo 68 bis, con una larga distancia entre los ejes: cuatro metros. Es gris plata y negro; la maravillosa cigüeña estilizada que corona el tapón de su radiador es de plata pura. Centellea. A pesar de la semipenumbra, parece viva.

Gregor Laemmle sigue su pista. Ha adquirido la certeza mediante el razonamiento y también gracias a ese instinto de cazador que se despierta y suscita en él una verdadera pasión por este acoso.

Está convencido, y apostaría su cabeza, de que el

protector trustee —ya que Gortz le llama así en su jerga— es una mujer llamada Maria Weber.

Gregor Laemmle es pelirrojo y de baja estatura. En medio de los altos efebos rubios de los que está rodeado, siempre hace el efecto de un caniche saltarín en compañía de unos lebreles. No cree estrictamente en nada, y sólo se interesa por las religiones y las ideologías en su condición de idiosincrasias de la especie humana, como otros estudian la vida de las abejas. Su homosexualidad no es ferviente, sino que resulta de una afición muy simple, como la de las chocolatinas, de la que podría privarse durante veinte años si lo juzgase necesario. Él tiene cuarenta y seis y sabe ya (en la medida en que el acontecimiento puede depender de él) cuándo y cómo va a morir: se suicidará serenamente. Ante la vida y la muerte de los demás, su indiferencia es mayor todavía. Ha solicitado y obtenido de Heydrich la autorización para visitar algunos de los cincuenta campos de concentración creados a partir de 1933, como los de Dachau, Oranienburg y, después, Sachsenhausen, Buchenwald y Ravensbrück; ha recorrido una media docena, muy interesado, pero sin conmoverse realmente.

El ofrecimiento de empleo de Heydrich al proponerle la dirección de

Schädelbohrer ha llegado en el momento justo: de todas maneras, estaba a punto de abandonar la universidad. No en razón de la exclusión de Husserl, del que tal vez fue el mejor discípulo (Husserl es de origen judío), ni tampoco a causa del juramento de fidelidad a Hitler exigido a todos los universitarios (y que un Heidegger ya ha prestado), sino porque la política de enseñanza del Tercer Reich ya sólo le enviaba cretinos como alumnos y, sobre todo, porque quería escribir, libre de toda preocupación financiera gracias a la fortuna de su difunta madre. Ha dicho que sí a Heydrich como se dice que sí a un pelmazo, para librarse de él, y después, por primera vez en su vida, se sorprende él mismo:

Schädelbohrer le enfebrece, a él que no se siente afectado por nada y que no está vinculado a nadie.

Maria Weber. Gregor Laemmle ha reanudado la investigación sobre ella donde los agentes de la SD la habían dejado: es nieta de Thomas

el Viejo, nació en 1909 del matrimonio de la única hija del banquero de Colonia con un industrial francés de origen alsaciano. Ha hecho sus estudios en París, donde vivía en el número 23 de la calle Raynouard, en un piso de ocho habitaciones para ella sola, una estudiante con grandes medios. Luego ha desaparecido, no ha vuelto a dar señales de vida ni en Alemania ni en Francia; si ha muerto, ha sido con un nombre distinto del suyo: todas las comprobaciones posibles han sido hechas. Gregor Laemmle no cree que haya muerto. Ve en esa desaparición de 1931 el efecto de una connivencia entre Thomas von Gall y su única descendiente. Comienza el juego aferrándose exclusivamente a esta única pista. Se presenta en París (habla admirablemente el francés) y visita a todos aquellos que han conocido a la muchacha en la época de sus estudios de derecho. Un perfil se dibuja, muy claro, sorprendente: Maria Weber es sumamente misteriosa, nadie ha sabido nunca su vida privada. Se ausenta a menudo con destinos desconocidos. Habla, además del francés, el alemán, el inglés y el español; juega (muy bien) al tenis; tiene afición a las cosas bellas y mucho dinero; le gustan los trajes sastre de Coco Chanel, la delicadeza de las rosas de té, los mejores restaurantes y la música negra; conduce un Bugatti a una velocidad demencial. Una sola vez ha dejado escapar algunas palabras: fue en el Dome de Montparnasse, en una mesa donde más de quince personas estaban invitadas a comer, entre ellas Cocteau, Hemingway y Gertrude Stein. Alguien empezó a hablar de Suzanne Lenglen y ella sonrió, «con su sonrisa tan secreta», y dijo: «Yo he jugado contra ella en la pista de tenis de mis padres, y le he ganado cuatro juegos…».

Los padres de Maria Weber han muerto: él, Pierre Weber, en 1916, delante de Verdún, al frente de su batallón de infantería francesa; ella, Mina von Gall de soltera, en 1926. Nunca había habido en su casa pistas de tenis, como tampoco las había en las propiedades de Thomas

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