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el Viejo. «Maria, por consiguiente, habría tenido, en alguna parte, una casa de la que nunca ha hablado a nadie», es la conclusión a que llega Gregor Laemmle. El cual, ocho años más tarde, y durante cuatro meses, se esfuerza en seguir las huellas de la desaparecida. Ha confeccionado una lista de ciento sesenta y cuatro personas que, más o menos, han conocido a Maria Weber: conserjes, camareros de restaurantes, porteros de hoteles, compañeros de tenis o condiscípulos en la facultad de derecho. Una comprobación: no existe ninguna foto de ella, y hay varios que recuerdan que siempre se negó a ser captada por un objetivo. «Ya se escondía entonces», piensa Gregor Laemmle.

Y el milagro se produce. En la casa de Coco Chanel, donde él mismo tiene entrada gracias al decorador Christian Bérard, una mujer ha encargado ocho o diez modelos que se ha hecho entregar en un apartamento del hotel Ritz; ha pagado al contado y en metálico, y luego ha desaparecido. La recepción del hotel la tiene registrada como S. Lamiel, nacida en Grenoble en 1908. La memoria de Gregor Laemmle da la alarma: hay una Sophie Lamiel en la lista de los ciento sesenta y cuatro nombres, una Sophie Lamiel considerada por varios testigos como «la mejor amiga» de Maria Weber, pero a la que Gregor Laemmle no ha interrogado por la razón perentoria de que ha muerto oficialmente en julio de 1931, en un accidente de automóvil.

La Sophie Lamiel del Ritz es morena como la muerta, pero es más alta, y sobre todo más bella; tiene unos ojos grises, «tan inolvidables como su sonrisa, una mujer de las que no se ven dos en un año», ha dicho el barman del Ritz. Y después de su partida de la plaza Vendôme se ha volatilizado con el mismo virtuosismo que Maria Weber en agosto de 1931. Las señas personales corresponden, el estilo es idéntico, y los gustos también: la desconocida ha pedido que, cada mañana, le adornen su

suite con rosas de té.

Gregor Laemmle parte para Grenoble. No hay ningún contacto, lleva muy discretamente su investigación: seguro de estar próximo a su objetivo, no quiere hacer nada que pueda alertar a esa adversaria que ahora le obsesiona. Es cierto que en Grenoble existe una familia Lamiel, que tiene casa propia, una casa de campo (pero sin ninguna pista de tenis en sus cercanías). Una familia compuesta de un médico, su mujer y sus dos hijos (tenía tres hijos, pero la hija mayor, Sophie, se mató en agosto de 1931 conduciendo su Bugatti). Y durante unos segundos, al exprofesor de filosofía convertido en cazador de hombres le late apresuradamente el corazón al ver a una muchacha morena, con un vestido claro, que camina delante de él por la calle Condillac. Por un instante cree que ha encontrado a Maria Weber.

Pero se trata de Catherine Lamiel, hermana de la difunta Sophie. Sus ojos son azules y no grises, sólo tiene veinte años y sin duda no ha puesto nunca los pies en el Ritz, aunque habría podido hacer allí un buen papel.

Llevando más adelante su investigación sobre ella, Gregor Laemmle se arriesga a descubrir su caza. Entonces se decide a jugar su carta española: ¿no le han afirmado que Maria Weber sabía español? Sale para España, llevando en la mente los versos de Gautier en

Esmaltes y camafeos: «La más delicada de las rosas / es, a buen seguro, la rosa de té. / Su capullo tiene las hojas medio cerradas. / Está apenas teñido de carmín…». La red madrileña de la Gestapo se pone a su servicio. Es inútil. Pasa junio, y luego julio. Gregor Laemmle, con pasaporte suizo, recorre indolentemente la Costa Azul francesa, en busca de todas las propiedades equipadas con un terreno de tenis. Se ha dedicado a escribir una novela, y se exaspera al encontrar a Maria Weber en cada línea: «¡Una mujer, qué horror!». La señal de alarma resuena el 17 de agosto: una Sophie Lamiel ha sido localizada en un gran hotel de Lisboa, donde ha estado tres días: llegaba de Nueva York, pero hace una semana que ha desaparecido de nuevo.

Gregor Laemmle ha encontrado él mismo la pista, con la idea de que

Ella había podido pasar a Francia y hospedarse en un gran hotel. Sube al primer tren, pero lo deja por doce horas en Biarritz. La mujer, efectivamente, se ha hospedado en el Hôtel d’Anglaterre y ha tenido unas enigmáticas citas por la mañana, por la tarde y por la noche del 26 de agosto; luego ha hecho subir a su habitación una máquina de escribir, una gran cantidad de papel de cartas y doscientos sobres, que ella misma ha echado al buzón durante la mañana del 27. Con ocasión de esta salida, uno de los porteros ha advertido al primero de los guardaespaldas: el primero porque, según el testigo, eran por lo menos dos, si no eran más, visiblemente españoles, cuyo jefe era «un hombre muy alto y muy delgado, con un rostro de piedra, unos ojos que helaban la sangre y una cazadora de piel negra. Un hombre al que le faltan dos dedos de la mano izquierda».

Ella ha dejado el hotel, y probablemente Biarritz, en la mañana del 28. En unas circunstancias que van a proporcionar a la búsqueda dos elementos esenciales. En primer lugar, esas compras que ha hecho, guiada por un botones del Hôtel d’Anglaterre: una enorme caja de bombones de la casa Dominique y, sobre todo, un juego completo de Meccano; la mujer, sonriendo, ha precisado a la vendedora de Biarritz-Bonheur: «Es para un muchacho de ocho años que parece tener una edad mental de catorce o quince, y que seguramente gritará de rabia ante este regalo para niño pequeño».

Después está el coche en que sube para desaparecer de nuevo, y que es conducido por el hombre de la mano mutilada. Se trata de un modelo del que no existen tres en el mundo: un cupé Hispano-Suiza de doce cilindros y once litros tres de cilindrada.

Uno o varios guardaespaldas españoles. Pero, sobre todo —¡unas informaciones capitales!—, un coche y un niño. Un niño que habría nacido en 1931, el mismo año en que Maria Weber se volatiliza abandonando su piso de la calle Raynouard, que por consiguiente podía ser su hijo, que quizá tendría oculto en Francia —¿por qué no en aquella propiedad que contaba con una pista de tenis?— y que constituiría el más eficaz de los medios de persuasión, siempre que se le pudiese capturar.

Y un coche admirable, a cuyo paso es fatal que la gente se vuelva, hasta el punto de que se debía poder seguir fácilmente su rastro, como si fuera luminoso. «Ya la tengo —piensa Gregor Laemmle, temblando con una fiebre sorprendente—; ya la tengo. Es cuestión de algunas horas, de algunos días a lo sumo…».

La guerra estalla.

En ese instante, Gregor Laemmle sólo ve en esa guerra una peripecia imbécil que le obliga a suspender su búsqueda e incluso la arruina. Pasan los meses y, aunque piafa de impaciencia, acaba comprendiendo que, de ahora en adelante, tendrá tras él, como apoyo, a todos los ejércitos del Tercer Reich. Físicamente presentes, y todopoderosos en una gran parte del territorio de caza. Habría preferido continuar operando solo, por la belleza de la cosa, pero ¿qué podía hacer?

Y por otra parte, Heydrich se pone nervioso.

En septiembre de 1940, Gregor Laemmle entra en París, pisando los talones de la Wehrmacht De paisano, aunque Reinhard ha insistido para conferirle el grado de

Obersturmbannführer de la SS (teniente coronel).

El acoso se reanuda en seguida.

Un coche y un niño.

Al principio, Thomas se instala en la parte trasera del Hispano-Suiza. Vuelve a sentir lo mullido de los asientos de piel negra. Comprueba que sigue sin poder poner los pies sobre la barra de apoyo que hay junto al suelo; a pesar de los veinticuatro meses transcurridos, le faltan todavía algunos centímetros. Abre el bar de nogal. Los frascos de cristal tallado de Lalique están en su sitio, así como los vasos. Thomas la ve de nuevo, sirviéndole bebida —limonada— mientras el coche avanza majestuosamente por la Promenade des Anglais, entre el soplido casi imperceptible de sus doce cilindros.

Ella tenía la costumbre de hablarle en voz baja, confiándose a él como a un adulto o, mejor todavía, como si fuese su cómplice y compañero único: «Tú siempre has sido, y lo seguirás siendo, el único hombre de mi vida, Thomas». Él se estremece y cierra los ojos. Los abre de nuevo y tiene la sensación de una presencia, aunque ningún ruido la ha señalado: Javier, que ha entrado a su vez en el escondrijo rocoso, está muy cerca de él y le observa, desde el otro lado de la portezuela. Sus miradas se cruzan y se inmovilizan. Luego, Thomas hace un signo y Javier le abre la portezuela, quitándose la gorra, con los gestos de un chófer de lujo, aunque sigue teniendo su fusil en la mano.

Está muy limpio —comenta Thomas.

—Lo lavamos una vez al mes —responde Javier Coll en francés.

Thomas se sienta ante el volante, alarga las piernas y esta vez consigue accionar los pedales. Juega con los mandos, el que regula amortiguadores y los dos que permiten retrasar el encendido y el ralentí. Roza con los dedos el maravilloso tablero de mandos donde todos los cuadrantes (el contador de velocidad está graduado hasta 200) están incrustados en el nogal. Las llaves están puestas; bastaría con accionar la puesta en marcha… —Ahora podría conducirlo. —Seguramente, dice Javier. —Hoy es mi cumpleaños; tenía que venir. —Ya lo sé. Buen cumpleaños, Thomas. —Gracias, dice Thomas, acariciando el volante con sus palmas.

Nuevo intercambio de miradas, nuevo silencio. Javier Coll, con su voz sorda, observa que no es un buen momento para venir al escondite. Thomas asiente con sus ojos grises un poco desorbitados en la semipenumbra. Podría hablar y preguntar si hay, como ha creído presentirlo esta mañana, un peligro alrededor de la villa roja. Pero eso alarmaría todavía un poco más a Javier, que ya está alerta, y los dos tendrían que abandonar el Hispano en un segundo. Se calla. Recuerda, y sus ojos se ensanchan aún más. Revive la escena capital de la Gran Comisa. Aquel día, hace dos años, Javier, por orden de

Ella, detuvo el Hispano justo al borde de un gran precipicio. Javier salió del coche y se alejó. Detrás, retirado y casi invisible, el Citroën que sirve de escolta, con Miquel Enseñat al volante, se ha inmovilizado. Cuando está segura de que se encuentran realmente solos,

Ella le ha preguntado qué es lo que más placer puede causarle entre todas las cosas. Según su costumbre, él se ha tomado tiempo para reflexionar, pero acaba en seguida. Aparte, claro está, de vivir con

Ella cada día de su vida —pero sabe que esto es imposible—, desea, por una vez al menos, conducir el Hispano-Suiza.

Ella le ha mirado fijamente, largo rato, y ha meneado la cabeza, con un aire repentinamente triste.

Ella dice: «Lo del coche podemos arreglarlo ahora mismo». Se han apeado y han ido a sentarse en el asiento delantero, situado en el exterior de la cabina y que está protegido de la lluvia por una capota, plegada ahora, en este final de verano de 1939.

Ella dice: «Coge el volante, Thomas». Él se ha esforzado todo lo que ha podido, pero no ha conseguido accionar los pedales: sus piernas son demasiado cortas.

Ella no se ha reído ni se ha burlado en absoluto de él. Continúa mirándole fijamente, con una ternura y una tristeza que daban ganas de gritar y morder.

Ella ha dicho que algún día podría hacer las dos cosas que deseaba, que sólo es una cuestión de tiempo. Luego,

Ella ha mirado hacia adelante y hacia atrás, para asegurarse una vez más de que nadie puede oírlos, y le pregunta si recuerda lo que le dijo la víspera, cuando caminaban solos los dos, uno al lado del otro, por la playa y las rocas de Port-Issol. Él se ha concentrado como tan bien sabe hacerlo; en cierto modo ha dado la vuelta a una llave en su cabeza y se lo ha repetido todo, palabra por palabra, los nombres, las contraseñas y las cifras. Al final, le ha sonreído, bastante orgulloso de sí mismo. Entonces sucede algo realmente extraordinario: en lugar de devolverle la sonrisa,

Ella, de pronto, se ha echado a llorar. Muy suavemente. En silencio, sin hacer ningún gesto. Presa de un pesar del cual él ha medido en un segundo hasta qué punto es dramático y sin recursos. Porque, ciertamente, no es su costumbre llorar; en realidad, nunca habría creído que eso fuera posible. Los primeros segundos, petrificado, ha pensado que es por culpa suya, que se ha equivocado en alguna parte de su enumeración… Pero no. No es por culpa de él. Y entonces ha experimentado una cólera formidable contra ese cochino mundo que le causa esa pena. Durante los años que van a seguir, como un volcán nunca extinguido, va a revivir incansablemente esa escena de la Gran Comisa, analizará una y otra vez, con una minuciosidad quirúrgica, la menor palabra, la menor inflexión de voz, los silencios y los más ínfimos estremecimientos del rostro de

Ella, de su madre.

Y cada vez le asaltarán de nuevo el mismo dolor, los mismos horribles remordimientos (aunque entonces sólo era un muchachito de ocho años) por no haber sabido decirle que él comprendía y aprobaba todo lo que

Ella hubiese podido hacer; que se conformaba con verla muy breves momentos, al final de unas largas ausencias, y en secreto; que él no la consideraba en absoluto responsable de aquella misión que había asumido y que le obligaba a vivir acosada, en dondequiera que estuviese, y que también la constreñía a ocultar hasta la existencia de su propio hijo, con el fin de que nadie pudiese servirse de él contra

Ella.

Y tantas otras cosas que él hubiera deseado decirle: su connivencia inaudita, instaurada desde que él había llegado a la edad de hablar, porque

Ella nunca le había tratado como a un niño, sino que siempre le había pedido su opinión en todas las cosas, probablemente a falta de un marido que

Ella no había tenido nunca. «Sólo conocí a tu padre durante muy poco tiempo; él nunca ha contado para mí, y ni siquiera sabe que tú existes. Si algún día quieres conocerle, serás tú mismo quien tome solo esa decisión…»; su connivencia y el amor próximo a la veneración que él Le profesaba; unos decenios después, su implacable memoria le restituirá sin falta tal movimiento de Sus cabellos, de Sus manos, de Sus labios, y el sonido de Su voz y Su fabulosa sonrisa, y hasta Su perfume, todas esas cosas que le daban un vuelco en el corazón…

Javier Coll habla.

Habla, y la película desarrollada por la memoria de Thomas se interrumpe en seco.

—Sería mejor que no nos quedásemos más tiempo aquí —repite Javier.

Vámonos —dice Thomas.

Dócilmente, desciende del Hispano; llega a la primera gruta después de atravesar la segunda, donde están almacenadas las damajuanas, y sale a la plena luz. El sol se ha elevado, el calor zumba y la calcinación recomienza, mientras estallan los primeros rechinamientos de las cigarras. Thomas siente todavía en sus huesos el frío y la humedad de la caverna, está cegado, pero esta brusca transición no ha alterado su

instinto de rata. La inexplicable sensación de una amenaza se hace más fuerte inmediatamente, mucho mayor que cuando despertó. Thomas gira sobre su eje, con el fin de buscar la mirada de Javier y la confirmación del peligro que presiente. No tiene tiempo de acabar su movimiento. La gran mano le ha aferrado y le arrastra:

¡Pronto, Tomás! ¡Date prisa!

Ambos comienzan a correr.

Gregor Laemmle está en París en septiembre de 1940 y pierde allí su tiempo. Al menos, en sus informes a Reinhard Heydrich se lamenta de ser frenado por la rivalidad entre la Wehrmacht y la Gestapo: la primera se apoya en el arbitraje realizado por el Führer y pretende administrar sola los territorios ocupados; la segunda ha hecho una entrada casi clandestina en la capital francesa.

La respuesta de Berlín es vaga. Gregor Laemmle comprende:

Schädelbohrer tiene ya seis años de existencia y no ha sido un éxito. Se preferiría que se mostrase discreta, e incluso que se hiciese olvidar. Sin embargo, él dispondrá de un despacho en el número 11 de la calle de las Saussaies, de diez hombres y —sobre todo— de todo el dinero francés que desee, o casi…, porque el ocupante percibe, hasta no saber qué hacer con ellas, unas sumas fenomenales abonadas cada mes por el gobierno de Vichy.

Gregor Laemmle no va nunca a la calle de las Saussaies; a decir verdad, nunca pondrá los pies en ella. Ni allí, ni en el Lutetia, ni en el Majestic, ni en ningún lugar oficial que albergue a la Gestapo. Para su uso personal, ha alquilado un apartamento en la calle de la Abbaye, en Saint-Germain-des-Prés (de estudiante, vivió tres años en la calle de Saint-Benoît, en la época en que hacía su licenciatura de filosofía en la Sorbona y su licenciatura de letras clásicas para completar sus doctorados alemanes). Alquila también, para sus oficinas, todo un piso de la calle de Babylone. Si hay un momento en que se orienta hacia una semiclandestinidad, regresando a sus antiguas costumbres y poniéndose a jugar a los centinelas olvidados, seguro que es éste. Siempre ha amado profundamente a París, y su ambición de escribir directamente en francés no le ha abandonado nunca; las circunstancias en que acaban de situarle tienen algo de milagrosas; podría aprovecharse de ellas y, por consiguiente, renunciar a su caza.

Pero no lo hace. No por patriotismo, del que está totalmente desprovisto, sino por necesidad intelectual: eso sería como interrumpir una partida de ajedrez antes de su término, o un puzzle antes de acabarlo. Quizá también cede a una obsesión: «La más delicada de las rosas…». Hay que excluir que Gregor Laemmle esté enamorado de Maria Weber. Sin embargo, es cierto que la ve en todas partes, que la imagina: a

Ella, cuyo rostro no conoce, pero cuya inteligencia presiente, así como su espíritu de decisión, su frío método y la fuerza llamada viril. Decididamente, no cejará en su empeño hasta que la tenga frente a él.

A su merced, en suma.

Gortz se reúne con él en noviembre. Regresa por la vía de Suecia de un viaje al Canadá, a los Estados Unidos y al Brasil, donde ha puesto en marcha los mecanismos de compra de materias primas con destino al Tercer Reich, llamados a funcionar incluso en caso de conflicto generalizado («¿Por qué quiere hacerme creer —le ha dicho Gregor Laemmle— que los intercambios comerciales continuarán entre países beligerantes? ¿Que Nosotros, los Terribles Nazis, seguiremos negociando con esos mismos países a los que combatimos? ¿Y que combaten contra nosotros?». «Desde luego. Los negocios son los negocios», ha respondido Joachim Gortz, imperturbable).

Gortz se muestra muy escéptico en lo que respecta a

Schädelbohrer. Para él, el asunto está muerto: «Suponiendo que su Maria Weber sea realmente nuestro

protector trustee, se habrá refugiado hace mucho tiempo en América, bien tranquila, y, si realmente tiene un hijo, lo habrá puesto al abrigo de igual modo. O bien, si lo ha dejado en Francia, sorprendida por el avance de nuestro ejército, el niño estará seguramente en zona no ocupada, donde no acabo de ver cómo podría usted buscarle. Ha podido, por ejemplo, camuflarle, desde hace años, en una familia amiga. ¡Cuántas hipótesis!».

Los diez hombres asignados a Gregor Laemmle proceden todos ellos de la escuela de espionaje de Altenburg, en Turingia. Sólo dos o tres hablan un francés capaz de dar el pego sobre su origen; los demás lo chapurrean. Gregor Laemmle les hace registrar París y la zona ocupada. El menos mediocre de esos agentes —se llama Hess, no Rudolph, sino Jurgen— es destinado a Grenoble desde septiembre: la familia Lamiel ya no está allí; pronto hará seis meses que se trasladó a Marruecos, salida precipitada: Catherine Lamiel (es la muchacha de veintidós años a quien Gregor Laemmle tomó por Maria Weber en la calle Condillac de Grenoble, en 1939) ha interrumpido sus estudios de medicina justo antes de empezar su quinto y último año. En ese desplazamiento tan brusco, Gregor Laemmle ve la consecuencia de un gesto táctico de Maria Weber: «Ésta ha obtenido la complicidad de los Lamiel para endosarles la identidad de Sophie y luego, a tiempo, les ha retirado a todos del juego para que no podamos utilizarlos contra ella. Buen movimiento de la pieza en el tablero».

Hess ha traído de Grenoble unas fichas muy completas, acompañadas de fotos, sobre cada uno de los cuatro Lamiel: padre, madre, hijo e hija; sobre todo de estos dos últimos, porque, según ciertos rumores, habían vuelto de Marruecos y se encontraban de nuevo en Francia. Otro detalle del informe: Frédéric, hermano mayor de Catherine, presenta la particularidad de haber combatido en España en las Brigadas Internacionales. ¿Cómo no establecer una relación con esos guardaespaldas españoles que acompañaban a Maria Weber en Biarritz?

A fines de febrero de 1942, es Jurgen Hess quien orienta la batida en busca de la pista del Hispano. A fuerza de investigaciones, ha adquirido de hecho la certeza de que el suntuoso coche, al salir de Biarritz en la mañana del 28 de agosto de 1939, no se dirigió hacia el norte y no franqueó tampoco la frontera española. Por consiguiente, se dirigió hacia el este, hacia lo que ahora se ha convertido en la zona no ocupada. Donde tal vez está todavía. Ahora bien, este coche consume, a plena velocidad, cincuenta litros de gasolina por cada cien kilómetros. A no ser que se agazapase en los alrededores de la costa vasca, forzosamente tuvo que abastecerse en alguna parte. ¿Y qué empleado de gasolinera habría olvidado el paso de aquel monstruo negro y plateado de dos mil seiscientos kilos?

El equipo Hess toma sus posiciones iniciales sobre una línea que va desde Libourne, al nordeste de Burdeos, hasta Saint-Jean-Pied-de-Port. A cada uno de sus hombres le ha sido asignado un pasillo de diez a quince kilómetros de anchura, trazado hasta la frontera italiana; cada cual en su sector deberá controlar uno por uno todos los surtidores de gasolina, sistemáticamente, aunque esos surtidores hayan dejado de estar en servicio desde agosto de 1939.

El 2 de marzo, el comando franquea la línea de demarcación.

A Gregor Laemmle le encanta la maniobra, por su implacable limpieza.

… Salvo en que no aclara nada. Nada en absoluto. O bien se ha engañado al creer que el Hispano, después de su salida de Biarritz, se ha dirigido hacia el este, o bien (y ésta es la explicación que retiene de mejor grado, en su deseo e incluso su necesidad de concebir una adversaria por lo menos tan maquiavélica y astuta como él mismo) que Maria Weber, haciendo fracasar ese cálculo, haya contado con puntos secretos de abastecimiento.

Así pues, a principios de mayo, la batida ha alcanzado la vertical Marsella-Saint Étienne sin averiguar absolutamente nada.

Entonces, Gregor Laemmle cambia de táctica. Recluta algunos refuerzos. Contar con los efectivos de la Gestapo le proporcionaría otro Hess, personaje que no le gusta nada, justamente porque Jurgen Hess no es idiota y se permite juzgarle; su propia independencia resultaría afectada. Hace ya meses que no ha cursado el más mínimo informe a Berlín y todo transcurre como si Heydrich y Himmler hubiesen olvidado hasta su existencia, y él no tiene ningún interés en recordársela: serían capaces de acabar con

Schädelbohrer «y, en suma, me privarían de mi juguete». Después de todo, continúa percibiendo esos millones y millones de francos franceses y nadie se preocupa de conocer el uso que hace de ellos. En caso de urgencia, siempre tendría el recurso de alegar su grado de

Obersturmbannführer de la SS, su orden de misión firmada por Hitler en persona y obtener el concurso de una división entera, con un poco de persuasión.

Acepta una proposición que Gortz le ha hecho en el mes de febrero precedente. En una villa de la plazoleta parisiense del Bois-de-Boulogne encuentra al responsable de las oficinas de compra alemanas en Francia, creadas por Goering. El hombre se llama Otto Brandl. Éste le ofrece los servicios de uno de sus protegidos: «un hombre realmente excepcional», dice Brandl.

Es un francés al que se le ha concedido hace poco la nacionalidad alemana y el grado de capitán en la Wehrmacht, por los servicios prestados y especialmente por el desmantelamiento de una red belga de resistencia. Es alto, macizo, viril a pesar de una extraña voz de falsete; la confianza que tiene en sí mismo es total; responde personalmente de todos los hombres de acción que proporcionará, cincuenta o cien, e incluso más; y mejor que todo eso: tiene por adjunto a Pierre Bonny, que ha sido bautizado «el mejor policía de Francia».

Discute los precios con una sencillez encantadora: cien mil francos por encontrar el coche, dos millones por el Niño y diez millones por la Mujer.

Su verdadero nombre es Henri Chamberlain. Alias

Normand. Alias

Lafont. Hoy, una vez llegada la gloria, es

Monsieur Henri. Tenía sus oficinas en la avenida Pierre-Ier-de-Serbie, y acaba de inaugurar su nuevo cuartel general en la calle Lauriston, número 93.

Thomas y Javier Coll corren bajo la cobertura de los pinos, sin abandonar nunca el fondo de las cañadas. El escondite del Hispano está ya a quinientos o seiscientos metros detrás de ellos; la villa roja está más lejos todavía. Han dejado atrás a Miquel Enseñat, que está tendido boca abajo, de tal modo que sólo sus ojos y el cañón de su arma son visibles entre los huecos de una pequeña acumulación de rocas. E inmediatamente después de su paso, Miquel se ha descolgado. Él también comienza a correr, pero volviéndose muy a menudo, para cubrir la retirada. Con el dedo sobre el gatillo: puedes buscar lo que quieras, pero no hay nadie, nadie en el mundo, que tire tan rápido y tan exacto como Miquel.

Un poco más adelante, Joan Llull actúa también. Cubre el flanco derecho. Acaba de incorporarse y corretea, con la mirada alerta. Ningún guardia de corps, ningún

guardaespaldas ha pronunciado todavía una palabra. Cruzan las miradas, agitan un dedo y eso basta: se comprenden. La precisión y la seguridad con que operan maravillan a Thomas y le llenan de orgullo.

Desembocan en un pequeño sendero encajado entre los robles verdes, los madroños y otros arbustos de monte bajo con olor aceitoso. En algunos lugares se diría que el camino se acaba, pero no, todo está previsto, levantan tal bosquecillo de golpe, cosa de nada, y pasan. Thomas lo sabe, para él no es nueva la escena: desde hace meses y meses la han interpretado, en dos o tres ocasiones; una vez, incluso, Javier Coll ha sacado a Thomas de la cama, en plena noche, hacia las tres, le ha hostigado terriblemente y han seguido el mismo itinerario y en las mismas circunstancias. Con los otros tres españoles armados protegiendo la huida, han caminado hacia el oeste y luego hacia el norte, han cruzado la carretera nacional y luego la vía férrea, tras de lo cual han permanecido una jornada entera ocultos en una especie de aprisco, en la ladera de Gros Cerveau, no volviendo hasta la noche siguiente, después de haberse asegurado que sólo era una falsa alarma.

El sendero se interrumpe. La carretera está a la vista. Un gesto de Javier inmoviliza a todo el pequeño destacamento. Las otras veces Tomeo Oliver se encontraba apostado como explorador, precisamente para vigilar la carretera y permitir que los otros la franqueasen.

Esta vez no está allí.

El Bentley blanco de

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