Daddy

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Monsieur Henri llega a la cima de un pequeño cerro, e inmediatamente después aparece una ensenada rocosa, provista, no obstante, de una playa de arena.

—Port-Issol —dice

Monsieur Henri con su extraña voz de falsete—. La villa está un poco más allá, a la derecha. Sólo son las seis; duermen todavía. Ha sido esta noche, mientras usted llegaba en el tren, cuando nos hemos convencido de que era la buena. De todas maneras, o es ésta o es la otra, la de Anthéor. En las dos hay un chiquillo de unos diez años y las dos tienen una pista de tenis.

El Bentley toma a la derecha una carretera que corre a lo largo de la orilla del mar.

—Pero en Anthéor el chiquillo tiene una madre y un padre; los dos son judíos. Les hemos agregado a nuestras listas; no hay que desperdiciar ninguna ocasión. El crío de esta villa se llama Thomas, y, según ellos dicen, es nieto de los guardianes. Los guardianes se llaman Allègre, Joseph y Alphonsine. Han contado en Sanary que era el hijo de su hija Marthe, que lo tuvo antes de su matrimonio. El niño, según ellos, nació el 14 de diciembre de 1931 en Courthézon, en el Vaucluse. Lo hemos comprobado: todo está en orden, registro civil y partida de bautismo. Impecable. Hemos estado a punto de abandonar…

Gregor Laemmle va en el asiento trasero del Bentley, a la derecha de Henri Lafont (el cual despide un fuerte aroma de hombre, huele a colonia de calidad). Un tal Soëft, adjunto de Jurgen Hess, va sentado al lado de Eddy Pagnon, el chófer de

Monsieur Henri. Soëft ha ido también a esperar a Gregor Laemmle a la llegada del tren de París, en la estación de Tolón. El Bentley comienza a aminorar la marcha y, a través de su parabrisas, aparece un Citroën de tracción delantera; está aparcado a la orilla de la carretera.

—… Hemos estado a punto de abandonar, pero yo, de todos modos, he insistido. No hemos podido encontrar a Marthe: hace años que se fue a vivir a África con su marido. Entonces hemos buscado a la que era comadrona en Courthézon en diciembre de 1931. Le hemos echado el guante en Niza, donde, después de una herencia que le dejaron, se compró un apartamento y vive tranquilamente de sus rentas. Esta noche, mi sobrino Paul y dos de mis hombres le han hecho una visita; la han calentado un poco y ha acabado por hablar: es cierto que, en 1931, Marthe tuvo un hijo, pero nació muerto y fue a otro crío, que tenía ya dos meses de edad, al que Joseph Allègre declaró en su lugar. Esto por un lado. Pero hay más: parece ser que unos españoles viven no muy lejos de esa villa. Detrás, en la colina. Son tres o cuatro, nada charlatanes; uno de ellos tiene una mano algo mutilada. Bueno, ya estamos.

Un pequeño grupo de hombres charla al lado del Citroën. Gregor Laemmle conoce ya o va a conocer a cada uno de los doce hombres que van a tomar parte en el asunto de Sanary. Además de Paul Clavié, sobrino de

Monsieur Henri, están allí Louis Haré, Jean-Michel Chavez, llamado

Nez-de-Braise, Menigault, Charles Cazauba, Abel Danos,

el Mamut, a su vez flanqueado por Mohamed Begdanc, alias

Jean el Manco, y Bernard Bonange, alias

la Doncella, y finalmente Alex Villaplana, antiguo jugador de fútbol, y Dominique Carbotti, Adrien Estebeteguy y Georges Kaidjian,

el Armenio. El Bentley se ha detenido. Paul Clavié informa. Es el primero que ha llegado al lugar, viniendo directamente de Niza, y ha visto, hace treinta o cuarenta minutos, a un niño que salía de la villa roja, ha pasado por la terraza e incluso por el sendero que conduce a la puerta de la verja, pero luego ha dado la vuelta y ha entrado de nuevo: «Hay que preguntarse qué diablos hacía fuera a una hora como aquélla. Se le veía a través de las hojas y sólo faltaba saltarle encima. Pero yo estaba solo con Adrien y había que saltar la verja, y era fácil errar el golpe. No sabemos cuánta gente hay en la villa…».

Dice también que un fuerte equipo de cinco hombres, conducido por

el Mamut, ha tomado posición hace veinte minutos detrás de la villa, en la carretera nacional.

—Seguramente están ahora allí.

Gregor Laemmle desciende del Bentley, sin cerrar la portezuela. Contempla la villa roja, que discierne bastante mal en razón del muro del cercado y de un espeso seto de alheñas que duplica el cinturón. Se sorprende de su propia placidez y casi de su indiferencia. Está seguro de que toda la operación se saldará con un fracaso. Prácticamente está esperando ese fracaso. A su izquierda, Soëft, alto y rubio, con sus ojos claros, ha desenfundado estúpidamente su Lüger y camina, detrás de la primera línea de los chulos, de los ladrones, de los matones franceses que están a punto de cercar la villa. ¿Y esa pandilla de granujas repugnantes iba a ser la que pusiera las manos sobre

Ella?

Maquinalmente, Gregor Laemmle consulta su reloj y ve que son las cinco y cincuenta y tres de la mañana del 18 de septiembre de 1942.

Hace ya cuatro minutos que no se mueve. Y tres desde que Miquel Enseñat ha partido en reconocimiento, a su manera, silenciosa y furtiva: el tiempo de volver la cabeza y ya no estaba allí. Thomas cree firmemente que Miquel

el Invisible sería capaz de atravesar la cortina de perlas de una tienda sin mover una sola.

Esperan. Thomas trata de leer en el rostro de Javier la decisión que va a tomar, pero, como de costumbre, ese rostro no expresa nada. Muchas personas tienen miedo ante Javier Coll. Papé Allègre, por ejemplo, que dice: «¡Ese hombre me da escalofríos en la espalda!». Javier Coll habla poco, en todo caso no muy a menudo, y no sonríe apenas; sus ojos negros son un poco rasgados, se siente el peso de su mirada cuando se posa sobre ti; es ya mayor, tiene por lo menos cuarenta años; es muy alto y parece muy delgado, pero atención: levanta un saco de cincuenta kilos con una sola mano como tú lo harías con una bolsita de canicas de goma, y parte una nuez apretándola entre el pulgar y el índice. Siempre lleva encima dos cuchillos: uno de ellos tiene una hoja que entra en el mango y se abre con un disparador; el otro, más pequeño, está atado en el interior de su antebrazo izquierdo, y apenas has visto moverse su mano cuando el cuchillo ya ha silbado en el aire y se ha clavado en el tronco de un pino, a una distancia increíble. Thomas no tiene ningún miedo de Javier y, por otra parte,

Ella le ha advertido: «Es la única persona en el mundo en la que podrás tener confianza… hasta ese punto que tú sabes, a buen seguro…».

¡Cuidado! —susurra Joan Llull. Se produce un movimiento en la carretera. Primero sólo es el ruido de un motor, pero en seguida aparece un coche. Avanza muy lentamente; es un Citroën de tracción delantera, negro, y lleva a bordo dos hombres cuyas miradas escrutan los arcenes. Ahora se detiene. Los dos hombres descienden, con un aspecto bastante tranquilo, pero no obstante alerta. Cada uno lleva una metralleta, con un aire un tanto negligente. A pesar de la gruesa manaza de Javier, que le aplasta la nariz contra el suelo, Thomas continúa mirando y viendo, a través del follaje de la maleza, y su memoria registra: uno de los hombres sólo tiene un brazo, el otro es un verdadero gigante, con un pecho muy poderoso y muy ancho. Thomas escruta atentamente sus rostros y hasta su manera de caminar, de comportarse: ya nunca les olvidará, y de ahora en adelante los reconocerá aunque estén de espaldas.

Abel. Hay uno que se llama Abel; el manco acaba de llamarle así. Y es precisamente ese Abel quien franquea la cuneta, quien avanza directamente hacia ellos. Ahora está a sesenta metros, y cada paso que da revela un poco mejor lo monumental de su estatura. Es entonces cuando una idea domina inmediatamente a Thomas: espera, y a decir verdad desea, que Javier Coll y Abel se peleen como dos perros y, cuando tú tienes un perro más fuerte que todos los demás y éste se encuentra con otro del mismo tamaño, aunque sientes miedo de que te salten a la garganta, al mismo tiempo tienes ganas de que lo hagan, porque tú sabes en el fondo de ti mismo que tu perro pegará una gran paliza al otro, y quizás hasta lo matará. Thomas se avergüenza un poco de comparar a Javier Coll con un perro, «aunque le quiero mucho», pero es así, esas cosas le pasan por la cabeza y es forzoso constatarlas.

Por lo demás, no sucede nada. Porque en el instante en que Abel el coloso inicia el ascenso de la loma, cuando ya sólo está a cuarenta metros, un primer disparo parte de la izquierda, a lo lejos, en la dirección de Bandol. E inmediatamente después se oye un segundo, y otro más, hasta convertirse todo en una crepitación. Miquel

el Invisible, o Tomeo, o los dos, han debido de disparar y unas metralletas les han respondido. Al oír el segundo, Abel y el otro, el manco, corren hacia su coche, suben a él, dan media vuelta y arrancan en seguida; desaparecen. Entonces, a una señal de Javier, Joan Llull se levanta y desciende hacia la carretera, la cruza e indica que el camino está libre. Thomas y Javier se reúnen con él. En seguida están en el otro lado. Veinte minutos después, todavía caminan, a muy buen paso, tras haber franqueado la vía férrea. Contrariamente a lo que esperaba Thomas, esta vez no van directos al aprisco, sino hacia el noroeste; y mientras corre, repitiendo exactamente cada zigzag de Joan Llull, siente la certeza, a la vez dolorosa y excitante, de que se va para siempre, de que no volverá a ver nunca más a Papé y a Mamé Allègre —ni al maldito perro, pero éste no es realmente una pérdida—, de que su breve vida está a punto de cambiar enormemente, de un solo golpe.

Gregor Laemmle está de pie en el centro de la habitación que ha ocupado el muchacho. Él, Gregor Laemmle, no ha tocado nada; ha dejado que lo haga Soëft, cuyo registro ha revelado la presencia, en los armarios, de dieciséis cajas de Meccano totalmente intactas, de puzzles (algunos de tres y cuatro mil piezas, y Gregor Laemmle, gran aficionado él mismo, ha advertido inmediatamente que se trata de fabricaciones especiales, hechas por encargo, de la casa Symington y Travis, de Manchester), así como toda clase de otros juegos, capaces de satisfacer a toda una colonia de vacaciones.

En otro armario, sorprendentemente, no menos de diez docenas de pares de alpargatas de todos los números.

Y por todas partes, libros. Una avalancha de libros. Colecciones completas de la «Máscara» (novelas policíacas de cubierta amarilla en cartoné, novelas de aventura de la serie «Esmeralda»), unos Julio Verne de Hetzel, obras completas de Louis Boussenard, de Karl May, de Curwood, de Wells, de Dumas, y además las de Kipling y Paul Féval, Gustave Aimard, las aventuras de Pistol Peter, de Arsène Lupin, y de Rouletabille, y de Chéri-Bibi, y de Fantômas. Y otros más inesperados:

La Dama de Malaca, de Francis de Croisset;

La condición humana, de Malraux («¿A los diez años?», se asombra Gregor Laemmle); el

Adiós a las armas, de Hemingway.

Y varios atlas, franceses, británicos y alemanes, una docena por lo menos, todos ellos espléndidos…

Un grito salvaje de una mujer, abajo, en el entresuelo de la villa roja.

… Todos ellos espléndidos y cuyos mapas están rayados con trazos de lápiz, para figurar imaginarios viajes. Soëft toca esos libros uno a uno y los hojea; luego los tira al suelo sin miramientos; cuando sus cubiertas son de cartoné, las rasga con una navaja por si acaso contuvieran algo.

—Para nada, absolutamente para nada —comenta Gregor Laemmle con amargura y pesar.

Quiere decir que, a su juicio, no se hallará en ninguna parte ni el menor documento que revista algún interés, ni siquiera la foto de Maria Weber. Incómodo, se vuelve de espaldas; no soporta el ver esos libros así desgarrados; pasa a la habitación inmediata: es una sala de estudio y de juegos. Unas gramáticas francesa, española, alemana e inglesa están juntas en un estante, mezcladas con diccionarios y otras obras de consulta. Ningún texto manuscrito; se lo esperaba; ha advertido la presencia de un gran caldero en el que, es evidente, el muchacho debe quemar todo lo que podría constituir un indicio.

Sobre un vasto tablero colocado sobre unos caballetes hay un puzzle de cinco mil piezas reconstruido a medias. Representa un paisaje de casa de campo inglesa, sobreabundantemente florido. Casi la mitad de las piezas, evidentemente los bordes, ha sido ya colocada en su lugar; el resto está cuidadosamente escogido y distribuido por colores en unas cajas de zapatos. Orden y método. A Gregor Laemmle le falta poco para inclinarse y absorberse en la búsqueda de esos carmines, por ejemplo, que forman parte de un macizo de flores, justo debajo de un entramado y que están alineados con tanta habilidad como memoria visual.

De igual manera se siente tentado de sentarse ante el tablero de ajedrez donde está iniciada una partida, con ventaja para las blancas, que deberían ganar en cinco…, no, en seis movimientos…, a menos que… «¡Maldita sea! He estado a punto de no fijarme en ese caballo negro del rey. ¡Qué hermosa trampa!».

Gregor Laemmle sale al pasillo, donde puede escuchar otro grito que sube desde el entresuelo, expresando, si ello es posible, más espanto y dolor aún que el primero. Gregor Laemmle entra en una habitación donde el perfume de Maria Weber parece flotar todavía. Es una vasta estancia, muy delicadamente amueblada en torno a un lecho con cubrecama de encaje blanco, y que se abre a la plena luz del alba por cuatro ventanas que dan al mar. En el mobiliario de ébano, Gregor Laemmle cree reconocer el estilo de Paul Iribe y con mayor seguridad el de Jacques-Émile Ruhlmann (él ha frecuentado a los dos decoradores). Después de dar tres o cuatro pasos se detiene, casi oprimido a fuerza de sentir aquí una presencia, «nunca había estado tan cerca de

Ella…». Esa

Ella, a la que nunca ha visto, y a la que ahora ve yendo y viniendo por esta habitación, tal vez llegando del tenis, donde se ha enfrentado con Lenglen, o bien velando hasta muy tarde por la noche, rehaciendo incansablemente sus cuentas de

protector trustee.

Ya no gritan abajo. Gimen y jadean, como una mujer de parto. Repugnante.

Gregor Laemmle vuelve a ponerse en movimiento. Se sienta donde seguramente

Ella se ha sentado, en esa maravillosa mesa de despacho Mazarino. Ni siquiera se toma la molestia de abrir los cajones, convencido de que no encontraría allí nada que mereciese la pena, desde el punto de vista de la persecución. Ensancha sus ojos amarillos e intenta escapar un poco de la poderosa emoción que experimenta. ¿Hasta ese punto ha llegado? Unos instantes después, Soëft, que acaba de saquear la sala de juegos y de estudio, entra a su vez en la habitación y le encuentra en el mismo lugar.

—No toque nada —le dice Laemmle sin tomarse el trabajo de volver la cabeza.

—Podría… —comienza a decir Soëft.

—Lárguese de aquí —ordena Gregor Laemmle con auténtico furor, casi con odio.

Sale al fin, pero después que el alto SS rubio se ha ido. Desciende por la escalera y comprueba que se ha hecho el silencio:

aquello ya no gime en absoluto,

aquello ha acabado callándose. Penetrando en la parte de la villa donde se alojan los guardianes, descubre las razones de aquel silencio: han degollado al perro y al matrimonio, y aquel de los hombres de Lafont que se llama Adrien

la Mano Derecha, Estebeteguy de nombre completo, ha decapitado a los tres cuerpos y ha intercambiado las cabezas: la del hombre sobre el cuerpo del perro, la del perro sobre la mujer. Indiferente, Gregor Laemmle pasa por encima de los cadáveres y pregunta si se han podido obtener algunos informes.

Parece ser que sí.

Joan Llull entra solo en la granja, mientras que Thomas y Javier Coll permanecen apartados al borde de una pequeña carretera, ocultos detrás de un cortaviento hecho de cipreses y de tejos. Hay que esperar todavía. Thomas se sienta directamente en la tierra reseca. Un poco fatigado por esta larga marcha.

—¿Es que Papé y Mamé Allègre van a tener problemas?

—Tal vez un poco —dice Javier.

—Les van a hacer preguntas sobre mí, ¿verdad?

—Eso es.

—¿Sobre mí y sobre otros?

(No ha conseguido decir mamá, y tampoco ha querido decir

Ella).

—Es probable —dice Javier.

—¿Y también preguntas sobre ti y Miquel y Joan y Tomeo?

—Papé y Mamé Allègre me conocen, pero no conocen a Miquel, a Joan y a Tomeo.

—Es verdad —reconoce Thomas.

Y reflexiona. Ahora todo le parece claro. Y también muy penoso.

Van a matarlos —dice en español; en esta lengua, las palabras tienen para él menos fuerza que en francés o en alemán.

—¿Quién va a matar a quién?

—Lo sabes muy bien,

lo sabes muy bien —dice Thomas. Y vuelve la cabeza, recorre el horizonte con la mirada, sin más objeto que el de ocultar que está al borde de las lágrimas; sigue la línea de crestas de las colinas; es en ese momento cuando registra el detalle y lo inscribe maquinalmente en su memoria, sin sopesar de momento su importancia.

Silencio. Roto por el ruido de un motor. Una camioneta con gasógeno sale de la granja y pasa por delante de ellos sin detenerse, pero lentamente. Lo bastante lentamente para que Javier pueda izar a Thomas hasta la caja y subir él mismo. Después de lo cual se tienden los dos, al abrigo de las miradas gracias a los adrales y a un amontonamiento de canastas que contienen tomates. Thomas se acuesta de costado, en el acero brillante y cálido de la caja. Sigue teniendo sus pupilas dilatadas.

Lo sabes muy bien —dice—. Habríamos debido traerlos con nosotros.

—No habrían venido con nosotros —responde Javier muy suavemente.

Demasiado suavemente: está bien claro que ha comprendido toda la congoja de Thomas y que hace todo lo que puede por consolarle. Felizmente, sin llegar a tomarle en sus brazos. Thomas no soportaría ser tocado ni consolado. Por nadie. Se encoge un poco más sobre sí mismo.

—De todas maneras, no habrían podido venir con nosotros, no estaba previsto —dice Javier.

—Dejemos de hablar —dice Thomas.

Vale —dice Javier—. Come un tomate.

Thomas come varios. Tiene hambre, ésas son cosas que no se discuten. Hambre y sed, a pesar de su congoja. Unos treinta minutos después, la camioneta sale de las gargantas de Ollioule, marcha hacia el norte, pero poco tiempo después de haber atra…

—¿Y el Hispano?

—No lo encontrarán, Thomas.

… Después de haber atravesado Sainte-Anne de Evenos, abandona la carretera nacional y se adentra en un camino sin alquitranar, muy pendiente. «Puedes levantarte ahora», dice Javier. Y él mismo se incorpora. Thomas le imita, y en la pista en que están descubre, a dos o trescientos metros detrás de ellos, una segunda camioneta que les sigue, con dos hombres a bordo. Reconoce a Tomeo, que lleva el volante. Y, sentado en la caja, a Miquel, del cual sólo se distingue la parte alta de la nuca.

Avanzan todavía algún tiempo. Después, Javier golpea con la palma de la mano el techo de la cabina y Joan se detiene en seguida. Están en una especie de desfiladero rocoso, y no hay a la vista ni una sola casa.

—¿Estás seguro en lo del Hispano?

—Desde luego —dice Javier.

Los cuatro españoles bajan de los vehículos. Ahora están poniéndose de acuerdo, en ese dialecto sibilante e incomprensible que ellos llaman

mallorquín. Thomas, excluido, va a sentarse en un bloque de peñascos. En ningún momento se ha preocupado por saber de qué manera

Ella iba a encontrarle, ahora que ha abandonado la villa roja. Seguro que Javier ha hecho lo necesario. No, en realidad, tras haber conseguido apartar de su pensamiento a Papé y a Mamé Allègre, ya sólo piensa en el Hispano. Y, bien mirado todo, opina lo mismo que Javier Coll: «Ellos no podrán encontrarlo».

Eso ya está.

Tiene unas ganas locas de volverla a ver, de estar junto a

Ella. No se dirían nada, tal vez ni siquiera se mirarían, estarían uno al lado de la otra.

Hace dos años que no la ha visto. Realmente es algo muy duro.

—Los propietarios oficiales de la villa son unos suizos que…

—Eso no me interesa en absoluto —dice Gregor Laemmle.

Lafont ríe:

—De acuerdo. Entonces, vamos a la mujer. Los Allègre sólo la conocían por el nombre de Sophie Lamiel. Joseph Allègre trabajaba en los astilleros. Una tarde de octubre de 1931, ella llegó a su casa conduciendo un Bugatti. Estaba al corriente de que Marthe estaba encinta sin haberse casado todavía; propuso que Marthe dijera que había dado a luz unos gemelos, y que ella lo arreglaría todo; dejó doscientos mil francos sobre la mesa.

—Detalles sin interés. Prescindamos de ellos.

—Prescindamos. Hasta 1933, ella vivió con ellos y su hijo. Por lo demás, nunca dijo que era su hijo: los Allègre sólo lo han supuesto. En 1933 se fue, llevándose al niño consigo. Estuvo cuatro años sin regresar, pero cada año pagaba el viaje a los guardianes para que pudiesen visitar a su supuesto nieto. De este modo, los Allègre viajaron a Suiza, a Italia, a España.

—¿A qué parte de España?

—A Palma de Mallorca. A un hotel. Los Allègre sólo la vieron en hoteles, en grandes «palaces» cada vez. Nunca supieron en dónde vivían realmente. Ella volvió con el niño en el 37, lo dejó y comenzó a ausentarse cada vez más a menudo; en ocasiones estaba meses sin aparecer. Telefoneaba al niño, en alemán. El niño habla el alemán, el español, el inglés y bastante bien el italiano. Es inteligente como treinta y tres diablos. Los Allègre trataron de meterle en la escuela de Sanary. Pero la cosa no funcionó. El niño se negaba a abrir la boca. Finalmente, le hicieron seguir unos cursos por correspondencia. Tres años adelantados al programa. Por lo menos. En el 39, llegó el español…

—El que tiene dos dedos de menos.

—Ése. El dedo meñique y el anular izquierdos. Es más alto que yo, alrededor de un metro noventa centímetros…

—¿Una foto?

—¿De él? Nada. Ni de ella tampoco. Ninguna. En cierta ocasión, el tío Allègre utilizó una pequeña Kodak y tomó una de la mujer Lamiel y del muchacho. Entonces apareció un individuo y sacó la película de la cámara. El individuo se llamaba Miquel o Michel.

—¿No era el español?

—Era otro. Los Allègre sólo le vieron una vez, pero siempre tuvieron la impresión de que estaba permanentemente a su alrededor, rondando sin ser visto.

—¿Quién presentó el español a los Allègre?

—Ella, la mujer Lamiel.

—No la llame la mujer Lamiel, por favor —dice suavemente Gregor Laemmle—. Llámela

Ella.

—Fue

Ella quien se lo presentó a los Allègre, diciendo que Xavier Giménez la representaría y que ellos, los Allègre, debían obedecer a Giménez.

—¿Cuándo fue eso?

—A finales del 39. Hace casi tres años.

—¿Unas relaciones amorosas entre Giménez y

Ella?

—Según los Allègre, seguramente no.

—¿Conocían los guardianes a los otros españoles?

—No les vieron nunca.

—¿Y el Hispano-Suiza?

—Ni siquiera conocen su existencia.

—Dejadme aquí —dice Gregor Laemmle.

El Bentley se detiene en el cruce de un camino no asfaltado y la carretera. Bandol está a la izquierda, a la vista. Gregor Laemmle desciende del coche y rectifica la colocación de su panamá. Hoy va vestido con un traje de tussor color crema, cortado a medida en Londres veintiséis meses antes y con el cual se fue de veraneo a Venecia, tal vez para releer a Thomas Mann, aunque

Schädelbohrer no se le había quitado de la cabeza.

—De acuerdo —dice Lafont—, reconozco que más bien hemos fracasado en este golpe. Pero por lo menos hemos descubierto la casa, el nombre del español y el del muchacho, que se llama Thomas…

—Pero no el Hispano.

Gregor Laemmle sonríe amablemente a Lafont, a quien encuentra muy seductor: «tiene unos muslos soberbios».

—No hemos encontrado al Hispano —concede Lafont—. Todavía no. Pero le pondremos la mano encima. Sobre ese maldito coche, sobre

Ella, sobre los españoles y sobre el crío. Tengo muchos amigos que pueden ayudarme.

—¿En el hampa?

—Son auténticos hombres que están deseando servirme. Hago lo que quiero con esos tipos. Soy el jefe.

—Voy a reflexionar sobre eso —dice Gregor Laemmle con benevolencia.

Él sabe que Lafont, para constituir su extraño ejército personal, se ha presentado en persona en la prisión de Fresnes, en París, y ha hecho liberar de golpe a veinticinco o treinta detenidos de derecho común, sin más ley que la suya.

—Otra cosa: estamos a 18 de septiembre y hoy es el cumpleaños del pequeño. Salvo el año pasado, ella, la muj…, la señora Lamiel, siempre ha venido para dar un beso al crío.

Ella no vendrá —dice Gregor Laemmle sin dejar de sonreír—. No serviría de nada colocar una ratonera. Estoy seguro de que

Ella no vendrá. Y mi respuesta a su proposición es también que no.

Lafont se echa a reír.

—¿Acaso le he propuesto algo?

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