Daddy

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Derecha, izquierda, derecha: a cada puerta abierta y cerrada de nuevo, Thomas vuelve a la espina dorsal del pasillo, cuyo entarimado cruje. «Detesto esta casa, detesto esta casa, detesto esta casa». Llega a la vista del gran salón. La puerta está entornada. Recorta un estrecho rectángulo de luz. Olor a pipa. Thomas tuerce hacia un lado, de manera que roza la pared opuesta, a la vez para pasar holgadamente y para hacer crujir lo menos posible esas malditas maderas del suelo. Atraviesa el rayo de luz, pero la voz llega hasta él.

—¿Thomas?

Thomas se inmoviliza.

—Me alegra ver que al fin te has decidido a salir de tu habitación, Thomas.

Thomas espera. La voz del hombre que le habla es suave, benévola, entristecida; pero son precisamente esa suavidad, esa benevolencia y esa solicitud las que irritan a Thomas. No quiere ser consolado. Por nadie.

—¿No quieres entrar, Thomas? Parece ser que juegas muy bien al ajedrez.

«Va a desafiarme para que juegue con él —piensa Thomas al instante—; ¡sólo para atraerme hacia él!». Nuevo acceso de rabia. Se pone de nuevo en marcha, sin preocuparse ya del ruido que puede hacer, y dentro de la estancia que acaba de pasar, la voz del coronel, que es su nuevo abuelo, dice:

—Si me das un peón, creo que podría hacerte frente. O intentarlo, al menos.

«De todas formas, ¡no me ha propuesto darme una ventaja y no habla de vencerme!», se dice Thomas, asaltado por un instante de un leve remordimiento. Pero continúa andando, y una decena de metros más allá, después de que el pasillo vuelva abiertamente hacia la izquierda, desemboca ante la gran puerta que había visto la noche anterior, pero que no abrió entonces; ya había producido un ruido del diablo sólo con manosear el pestillo en la oscuridad. Esta vez, una escalera recta aparece al otro lado del batiente. Sube por ella. La puerta de arriba está provista de dos cerrojos que sólo hay que descorrer. Un instante después, Thomas está en el centro de un abrazo de estrellas, en plena noche y en pleno cielo. Tras los cuatro días de enclaustramiento que se ha impuesto, revive y respira con avidez. Tres pasos le conducen sobre un canalón de piedras sobre dos tejados. Le envuelve un aire tibio, cargado del olor de las tejas romanas recalentadas por el sol del día transcurrido. Sus ojos se acomodan en seguida a la luz de acero negro: aunque no distingue la ciudad que está bajo él, descubre en cambio la arquitectura tectónica de las azoteas imbricadas muy estrechamente entre ellas, lo cual le hace preguntarse si realmente existen unas calles debajo. Divisa la silueta humana del centinela próximo a él, pero adosado a una chimenea hasta formar cuerpo con ella. Y ve, sobre todo, el gran campanario hexagonal de la catedral Saint-Sauveur, más allá de la torre de la campana, coronada ella misma por su araña de hierro.

Está en Aix-en-Provence.

Gregor Laemmle está a menos de veinte metros de su presa, aunque él no lo sabe todavía. No lo sabe y, sin embargo, tiene como un presentimiento. Ha rehecho veinte veces su razonamiento de Bandol, y dieciocho veces de cada veinte no le ha encontrado un fallo. (Completamente idiota, ciertamente, pero irrefutable, desde el punto de vista de la lógica y de lo que él sabe de Maria Weber).

Y además, ¿acaso tiene dónde elegir? O seguir su instinto de cazador o bien fiarse de un Jurgen Hess, de los mercenarios de Henry Lafont o, lo que es más ridículo todavía, de la gendarmería francesa.

Durante las setenta y dos últimas horas, ha recorrido todas las librerías de la ciudad. Componiendo en su rostro una expresión de incomodidad y de temor, ha contado que, como está sin recursos desde que ha huido de París, trata de sacar dinero con el único bien que le queda: una colección de libros antiguos; ha dado a entender que es judío, considerando que esto puede ayudarle. A lo largo de estos paseos, ha podido establecer una lista de personas que poseen bibliotecas importantes. Ocho o diez nombres de bibliófilos. Ya ha descartado a la mitad, por razones diversas y especialmente por el hecho de que algunos sospechosos están rodeados de niños: «Si yo fuera Maria Weber, no colocaría a mi retoño, tan inteligente y tan solitario, en medio de otros críos que, además, podrían hablar».

Quedan cuatro nombres en la noche de su tercer día en Aix. Y entre esas cuatro direcciones, dos de ellas corresponden a quintas situadas en el campo, lo que no encaja en su teoría.

Ese tercer día concede audiencia a Jurgen Hess. Ha procurado que la entrevista sea discreta. No quiere ser visto en compañía de su adjunto que, aunque sabe perfectamente el francés y lo habla de maravilla, sin ningún acento, no deja de tener por ello, y furiosamente, una cabeza de teutón. Hess es, por otra parte, bastante guapo, a la manera nórdica, y dicho sea de paso, comienza a hacerse preguntas con respecto a mí; todavía no es el momento de jugar a los amotinados de la

Bounty, pero esto podría llegar. Muy divertido.

En una habitación de hotel, Hess comienza a relatar interminablemente lo que ocurre aparte del juego: la guerra, las guerras en curso, lo que sucede en el Este o en el Oriente o en países tan ridículos como la Cirenaica, lo que va a pasar al otro lado del canal de la Mancha en cuanto desembarquen en casa de los ingleses. («¡Ojalá no pulvericen a mi sastre!», piensa Gregor Laemmle, a quien, aparte de esto, le traen totalmente sin cuidado todos esos cataclismos). Gregor Laemmle no lee nunca ningún periódico —aparte de las secciones de libros y de arte—, ni escucha ningún boletín informativo.

De todos modos, llega un momento en que Hess pone término a sus comunicados. Llega a la investigación pendiente y exhala en el acto su odio: se ha encontrado a aquel hombre que seguía en moto a los españoles; le han degollado y su cuerpo ha sido enterrado a pedradas en un hueco de la roca; «esos hombres son unos salvajes». Hess dice también que ha reforzado sus contactos con el hampa de Marsella y de la Costa por mediación de Spirito: la caza a los refugiados españoles está en su apogeo y acabarán cogiéndoles…

—Muy bien —responde Gregor Laemmle, por una vez en un tono desprovisto de sarcasmo. Todavía no le ha dicho nada a Hess de sus propias investigaciones, de sus confusos cálculos, «porque me creería loco».

Pero tiene otra razón para callarse. Esto se le ha ocurrido cuando caminaba bajo la bóveda de plátanos del paseo de Mirabeau, yendo a aquella cita, en un pequeño hotel próximo a la estación. Le vino de golpe, en uno de esos vaivenes del corazón y de la cabeza a los que está sujeto a veces, y que le precipitan en un asco general de la vida y sobre todo de sí mismo. Nunca ha tenido la menor duda sobre la fabulosa estupidez de

Schädelbohrer, las sumas en juego siempre le han parecido extravagantes, desmesuradas, y le parece de una claridad cegadora que Thomas

el Viejo, en el momento de morir, lanzó esa cifra de setecientos veinticuatro millones de marcos con el único fin de burlarse de sus verdugos y de envenenarles la existencia: en cierto modo, un arranque de su honor de banquero. Hace falta ser estúpido como un nazi para no verlo. Pero

Schädelbohrer ha tenido al menos el mérito de hacerle pasar agradablemente estos tres últimos años; sobre todo desde que, tan extrañamente, se ha apasionado por ese juego, por ese duelo de inteligencia con una mujer.

Pero ahora, precisamente, todo el asunto le parece de pronto insoportable, e incluso le repugna. Responde cualquier cosa a Jurgen Hess. Por eso da su beneplácito a una estrategia que sin duda habría rechazado en tiempo normal: su acuerdo para una búsqueda sistemática del Hispano-Suiza, por todos los medios, en una acción casi concertada de la policía francesa, de la Gestapo también francesa de Lafont y de Bonny, y del hampa marsellesa. Su premio: dos millones, y prima doble si el descubrimiento del coche acarrea el del muchacho, y multiplicada por diez si conduce a los cazadores hasta la Mujer.

Deja a Jurgen Hess. Sube de nuevo hacia el paseo Mirabeau, atravesando el damero del barrio de Mazarino, cercado por las fachadas de palacetes particulares. Cena, horriblemente mal, en un restaurante de la calle de Lacépède, donde es evidente que han desconfiado de él, rechazando su dinero y tomándole sin duda por un controlador del mercado negro.

Su oscuro asco se ha acentuado. Ya ha tenido antes esta crisis, y probablemente tendrá otras en lo sucesivo. Pero en este caso concreto…

Por su intensidad y su persistencia aviva su antigua obsesión por el suicidio.

Sin embargo, es mucho menos tranquilizadora que de costumbre. «Es preciso que esté exaltado…».

Tras haber cenado, Gregor Laemmle va a tomar un sucedáneo de café en la terraza del Deux Garçons. Ésta está vacía; hay que tener en cuenta que la reapertura del curso universitario no ha tenido lugar todavía. Si es que es posible que, en este mundo loco, haya una reapertura de curso. Gregor Laemmle se va del Deux Garçons. Después de haber oído y comprendido muy bien las observaciones hechas sobre él por un camarero. El cual no se ha dejado engañar por su camuflaje helvético, y le ha considerado alemán. Por primera vez en su vida, Gregor Laemmle ha experimentado una breve pero violenta llamarada de odio. Que le traten de puerco

boche[3] aún puede pasar; en cualquier otra circunstancia más bien le habría hecho sonreír… Pero que este analfabeto de uñas sucias pueda pensar por un segundo que no lo haya comprendido le llena de furor: «¡Hablo francés mil veces mejor que él!».

Está casi a punto de llorar.

Ha preferido volver a su hotel, próximo al establecimiento termal, por el laberinto de callejuelas de la ciudad vieja. Deben de ser las diez. En el ángulo de dos calles, entra maquinalmente por la izquierda. En principio, sin saber por qué (todavía está odiando al camarero). Cincuenta pasos más allá, descubre la razón de su cambio de rumbo: tiene a la vista una plaza encantadora, semirrectangular, levantada alrededor de una fuente. Y el recuerdo vuelve a su memoria. Aquí vive uno de los dos coleccionistas de libros cuyos nombres ha seleccionado. Un tal Apprinx, coronel retirado de más de ochenta años de edad; «mañana comprobaré si, en los últimos días, por un azar milagroso, no habrá heredado algún bisnieto».

Se interesa por mañana, lo cual significa que va a sobrevivir a esta noche y a aplazar su propio exterminio. Ahora se da cuenta de que el estúpido camarero ha conseguido ponerle rabioso.

Contempla la plaza bajo la luna, y la fachada del edificio. Va a levantar la vista cuando el presentimiento le asalta. Está temblando. No

mira hada el tejado. «Si

Ella se ha ocultado aquí, los guardaespaldas españoles no deben estar muy lejos, acechando. Indudablemente, debe de haber uno en el tejado, o detrás de esas persianas cenadas, y otro en el otro lado de la calle, detrás de mí, en el edificio de enfrente, de forma que pueda vigilar las idas y venidas. En tal caso, que sería extraordinario, pero perfectamente verosímil, me están mirando en este mismo instante. ¡Sería paradójico que me matasen precisamente cuando acabo de rechazar la idea del suicidio!».

Si se descuida, sentiría hundirse bajo su omóplato izquierdo la hoja de un cuchillo.

Se da la vuelta y reanuda su marcha.

La crisis ha terminado y ha acordado consigo mismo una tregua de armas.

El acoso se inicia de nuevo.

Thomas está tendido boca abajo sobre las tejas calientes. A quince metros por debajo de él y en la calle, sigue con la mirada las evoluciones de un hombrecillo regordete, pero presumido, vestido con un traje claro, cubierto con un sombrero blanco y amarillo, y calzado con unos zapatos que hacen juego con la ropa. El hombre ha venido por la derecha, se ha detenido dos o tres segundos, ha mirado la fuente y quizá también la fachada; ahora se aleja, hacia la izquierda.

Pronto desaparecerá por las oscuras callejuelas. El ruido de sus pasos comienza a disiparse.

Thomas dice en voz baja:

—¿Miquel?

—¿Sí, Thomas?

—¿Habéis matado Javier y tú al hombre de la moto?

—No se preguntan esas cosas.

—No he oído tu fusil. No hace mucho ruido, pero de todos modos… Creo que ha sido Javier quien le ha matado. Con su cuchillo. Tanto mejor. Espero que Javier le haya hecho mucho daño.

No hay respuesta.

—No debo hablar, ¿verdad?

—No debes hablar, Thomas.

El hombrecito de la calle ha desaparecido (se ha ido por la derecha, hacia el ayuntamiento). «Me pregunto —piensa distraídamente Thomas— si no ha tenido intención de mirar hacia mí y luego, en el último momento, ha cambiado de opinión. De cualquier modo, es extraño el gesto que ha tenido». Archiva el hecho en su memoria, por si acaso. El

instinto de rata. Ahora, la calle está desierta. Thomas se desplaza algunos centímetros, colocando sus delgados y estrechos hombros entre dos alineaciones de tejas. Por encima de él, el cielo nocturno, muy hermoso. A él siempre le ha gustado subir a los tejados y contemplar el cielo por la noche. Una vez —hace ya mucho tiempo, cuatro o cinco años por lo menos— intentó imaginar el infinito. No hubo nada que hacer. Para llorar de rabia.

—Tengo ganas de hablar, Miquel.

(A decir verdad, sólo ve a Miquel como una sombra indistinta). Piensa que Miquel está de pie, con la espalda contra la piedra, el fusil en el pliegue del codo, con el cañón vertical y las manos flojas, como todos los tiradores muy rápidos y muy precisos; nadie en el mundo dispara tan veloz y tan exacto como Miquel.

Soy un hombre —dice Miquel—, soy un hombre que sabe escuchar muy bien.

—¿Volverá pronto Javier?

No sé.

—¿Sabes tú adonde ha ido?

—No.

—¿Me dirías adonde ha ido si lo supieses?

—No —responde Miquel, tal vez con tristeza en la voz.

Thomas asiente. Se mueve de nuevo y esta vez consigue encajar sus hombros y su cadera entre las tejas. Sus ojos están abiertos como platos. Susurra de nuevo:

—Tomeo dice que me equivoco al encerrarme aquí en mi habitación, desde que hemos llegado, al no querer hablar con mi nuevo abuelo.

—Opino lo mismo que Tomeo —dice la voz de Miquel

el Invisible.

—Tomeo dice que mi nuevo abuelo el coronel es un hombre muy amable.

Yo lo creo también —dice Miquel—. Yo lo creo también.

Thomas asiente otra vez. En realidad, desde hace unos segundos está llorando. Muy suavemente, sin el menor ruido, una gruesas lágrimas manan de sus ojos. Ha contenido sus lágrimas durante días y días, pero ahora, realmente, ya no puede más:

—Papé Allègre era amable, Mamé Allègre era muy amable. Y están muertos. ¿De qué sirve querer a las personas cuando sabes que van a morir precisamente porque son amables? ¿Cuando sabes que van a morir por tu causa?

Largo silencio.

—Realmente no sé lo que debo responderte, Thomas.

—Sin embargo, eres un adulto.

—Sólo tengo veintidós años. No soy muy viejo.

—Eres por lo menos dos veces más viejo que yo. Y has matado a gente.

—No soy muy viejo, veintidós años. Y no está bien matar a las personas como si fueran jabalíes; eso te pone muy enfermo. Y no soy muy inteligente; tú eres mucho más inteligente que yo,

mucho más.

«Ya está —piensa Thomas con una inmensa amargura—. Ya me hablan de nuevo de mi inteligencia… ¡Ah, sí, es realmente útil ser inteligente! Quizá se comprenden con más rapidez las cosas; sólo que, cuanto mejor y más rápido se comprenden, más complicadas parecen y más desgraciado es uno. ¡Ah, sí, es realmente útil!».

Llora con cálidas lágrimas, llora como una catarata con todas las presas rotas. Ya ni siquiera tiene el recurso, o apenas lo tiene, de verse llorar, de verse desde fuera, de ver al muchachito acostado sobre las tejas de una techumbre de Aix, de un tejado entre otros mil tejados incrustados los unos en los otros y muy estrechamente ajustados, como las piezas de una armadura. Si consigue proyectarse fuera de sí mismo en las estrellas, sólo es a ráfagas, demasiado breves para servir de algo; ni siquiera esta fórmula funciona.

Llora durante dos, tres minutos, y finalmente deja de hacerlo. Todo vuelve de nuevo a pasar por el tamiz, todo está descortezado. Advierte que Miquel no se ha movido, y le está agradecido por haber permanecido en la sombra esperándole, por haber comprendido que no quería ser consolado.

Ni siquiera por

Ella, si

Ella estuviera aquí. Por

Ella menos que por nadie; sería la peor de las cosas que

Ella le viese llorar y pudiese creer por un solo instante que no podía contar con él.

Ahora todo está claro en su cabeza, ha recobrado lo esencial de su terrible y anormal lucidez. Entonces dice, expresamente en alemán, en un tono de conversación muy trivial y contemplando el gran cielo negro:

—Sólo soy un muchacho de once años y que algunos días está muy triste, que está separado de su madre, a la que ama más que a nada en el mundo, y que incluso se ve obligado a decir que no quiere verla, cuando ya hace dos años y algunos días que espera que regrese minuto a minuto. Porque, como al parecer soy muy inteligente, he tenido que ser yo el que decidiese no verla. Y lo he hecho, y he dicho lo que se esperaba que dijese. A pesar de que tengo la pesadumbre de un niño que no tiene a su mamá. A pesar de que estoy muy triste y de que soy muy desgraciado. A causa también de Papé y Mamé Allègre, que sin duda están muertos, porque, si no, no me habrían ocultado el periódico como lo han hecho. También soy desgraciado a causa de mi amigo el de los dedos cortados, y no digo su nombre para que tú no lo reconozcas, tú que escuchas, apoyado en esa maldita chimenea; estoy triste a causa de él, que se ha ido a ver a mi madre y que no regresa, y que tal vez lo han matado ya, también a él. Como probablemente os matarán a todos, a ti, que me escuchas, y a tus amigos, que me protegen. Como matarán también a mi nuevo abuelo. Eso hace que piense cada vez más en irme, en marcharme solo; me parece la única solución, no hay otra, y además me ahogo; soy demasiado desgraciado, tal vez yéndome lo sería un poco menos y dejarían de matar a los que me quieren.

Silencio.

Los ojos grises de Thomas, abiertos de par en par, descienden y miran fijamente la sombra de la chimenea.

—Yo no sé alemán —dice la voz de Miquel—. No te he entendido.

Ni una palabra, ni una sola palabra.

—Ya lo sé —dice Thomas.

Cuando desciende del tejado, Thomas camina por el largo pasillo que sirve de columna vertebral al piso. En un extremo del mismo aparece Tomeo, surgido de la antecocina, en la cual permanece desde su llegada a Aix. Ve avanzar a Thomas y su cara redonda expresa una inquietud apesadumbrada; pronto hará cinco días que trata de sacarle de su postración. Sus brazos cortos y gruesos se balancean, pero debajo de su camisa se ve el bulto que hace la pistola metida en su cinturón.

—Todo va bien ahora —le dice Thomas en español.

Sonríe a Tomeo. A la derecha de Thomas está la puerta entreabierta del gran salón, que recorta el mismo rectángulo de luz. Llama en el batiente y luego, al oír la invitación de entrar, entra. Su nuevo abuelo tiene unos bigotes blancos, unos ojos muy azules y el rostro liso y rosado; es casi el duplicado del Hombre del Quepis Azul cuyo maldito retrato está por todas partes, como hacen los indios con sus tótems, según Louis Boussenard. A pesar del calor de la noche, el viejo ha colocado sobre sus rodillas una manta de cuadros rojos y azules. Está leyendo y, a cinco o seis metros de distancia, Thomas ve que el libro se titula

Rosas y manzanas, de alguien llamado J. Psichari.

—He venido —dice Thomas, que se mantiene muy erguido y que usa esa voz clara y tranquila que imita de

Ella—, he venido a presentarle mis excusas. No habría debido negarme a salir de mi habitación. Espero que usted tenga a bien perdonar mi actitud.

Se consideran el uno al otro, sin decir una palabra más, y después las miradas de ambos resbalan hacia el tablero de ajedrez colocado en una mesa baja que está a la izquierda del coronel.

—Le dejo las blancas —dice Thomas—. ¿Cómo debo llamarle?

El coronel finge reflexionar, inclina la cabeza.

—¿Abuelo?

—Preferiría

señor —dice Thomas—. Si eso no le contraría.

—¿Por qué no? —dice el coronel—. Yo mismo llamaba «señor» a mi padre y a mi abuelo. ¿Hace mucho tiempo que juegas al ajedrez?

—Desde que era muy pequeño —dice Thomas, adelantando también el peón de rey.

En los primeros minutos se concentra de verdad en la partida. No sabe si el coronel es muy fuerte o no lo es.

Pero no es muy fuerte, solamente fuerte. A no ser que lo finja, lo que siempre es posible. ¿Acaso quiere dejarme ganar porque cree que así puede consolarme? ¡Eso me irrita enormemente!

Ese pensamiento le ocupa durante tres o cuatro minutos, mientras sigue jugando. Hasta que adquiere la convicción de que no; decididamente, el coronel no es

realmente fuerte.

Da mate al coronel en veintitrés jugadas.

—¿Contra quién juegas habitualmente?

—Solo —responde Thomas—. Habitualmente juego solo.

Durante la segunda partida, su atención se aleja cada vez más de las piezas de marfil. Ha echado una ojeada a la serie de dobles ventanas, que seguramente dan a la plaza de la fuente y cuyas cortinas están echadas. En principio, Joan Llull ha debido apostarse al otro lado de la calle, en el segundo piso del edificio de enfrente, y vigila la fachada. Tomeo está en la antecocina y Miquel está en el tejado (según Tomeo, Miquel duerme en una habitación de la casa vecina, pero desde su ventana puede pasar a los tejados cuando quiere). Todo está en orden.

Inmediatamente después, la atención de Thomas se dirige al coronel mismo. Es cierto que es amable; «demasiado viejo y torpe e incluso un poco tímido conmigo, pero amable; tengo tiempo de quererle un poco, no será muy difícil; puedo quererle durante cuatro o cinco días, y eso no será demasiado peligroso para él, puesto que voy a irme…».

Porque su decisión ya está tomada: esperará cuatro o cinco días todavía, pero está decidido. Si Javier no ha regresado aún en esos cuatro o cinco días, él se irá. Es un miércoles por la tarde. Se irá en la noche del domingo al lunes.

Ni siquiera Miquel, con sus penetrantes ojos, le verá marcharse.

Él sabe lo que debe hacer para escapar sin ser visto por nadie.

Lo mismo que sabe adonde ir, y con qué objeto.

Gana la segunda partida con más facilidad aún que la primera. Mate en dieciocho jugadas. A pesar de que no ha estado demasiado atento, ocupado como está en reflexionar de verdad.

En el transcurso de los tres días siguientes, Gregor Laemmle se asegura de que su presentimiento está bien fundado. Toma las más minuciosas precauciones para verificar una por una sus hipótesis; se reprocha a sí mismo el haber pasado estúpidamente por delante de la fachada del inmueble donde vive el coronel Apprinx. Ni siquiera de noche. O sobre todo de noche. Era la última imprudencia: habría podido ser observado, y quizá tal vez lo ha sido.

Dicho esto, está maravillado, estupefacto, regocijado por los descubrimientos que ha hecho (como filósofo, los presentimientos y otras intuiciones le inquietan enormemente; esas certidumbres irrazonadas deberían ser proscritas). Hasta el menor de sus cálculos, a pesar de parecer extravagante, se ha revelado exacto. ¿No había imaginado que un vigía debía estar apostado normalmente en alguno de los pisos de enfrente? Pues bien, ése es el caso: he aquí que hace cinco días, unas treinta y seis horas después del cerco de la villa roja, un tal Jean Llop, nacido en Colliure, representante de comercio, se ha instalado en un alojamiento de tres habitaciones del segundo piso; sus ventanas ofrecen una vista perfecta sobre la puerta de entrada del coronel retirado Apprinx. Y ese presunto Llop es originario de la Cataluña francesa, lo mismo que el llamado Xavier Giménez. Aún hay más: el mismo día que Llop, un tal Michel Boyer, procedente de Toulouse, ha alquilado una habitación de criada que, en principio, no tiene ninguna relación con el piso de Apprinx…; pero estudiando el terreno con los prismáticos, desde la plataforma de la Torre del Reloj (como Gregor Laemmle ha hecho), se comprueba en seguida que la ventana de esa habitación permite fácilmente llegar a los tejados próximos.

Y aún hay más: el coronel Apprinx, que hasta ahora vivía solo con una gobernanta-cocinera casi de la misma edad que él, ha cambiado radicalmente, en veinticuatro horas, su modo de vida: ha recogido a uno de sus bisnietos, procedente de Dijon, y, para ayudar a la vieja, ha contratado a un muchacho de unos veinte años. Éste sería un sobrino lejano de la criada, se llamaría Thomas Vidal y habla el francés con un fuerte acento catalán.

Hasta el sábado, Gregor Laemmle no convoca a Hess; entonces le anticipa su descubrimiento. Con la satisfacción que esperaba: mientras los policías, los gendarmes, los hampones y los SS de paisano corren en todos los sentidos, él, Gregor Laemmle, sentado sobre su trasero rosa y utilizando únicamente su cabeza, ha resuelto solo el problema.

Una satisfacción de amor propio, ciertamente, pero también con pena, y casi con remordimiento: Gregor Laemmle ve claramente que está llegando al final del juego. Una vez capturado el Niño, obligar a la Mujer a rendirse sólo sería una rutina. Ineluctablemente, habrá puesto el punto final a

Schädelbohrer.

«

Ella tendrá que venir a mí. Si es necesario, para convencerla, un Soëft se dará el gusto de cortar en rodajas a su querido hijo.

Ella vendrá y yo se la entregaré a Gortz, a Heydrich, a Himmler o a cualquiera que me lo pida por vía jerárquica, poco importa. Lo que cuenta es que la veré y que, necesariamente, me sentiré decepcionado: ¿cómo iba a estar

Ella a la altura de los sueños que yo he concebido?».

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