Daddy

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Jurgen Hess es partidario de un ataque inmediato. Se compromete, en algunas horas y gracias a sus contactos con los grandes hampones de Marsella, a constituir un grupo de asalto mucho más eficaz que el que ha operado en Sanary. Reclutará a veinte o treinta hombres, cuarenta si es necesario. Repartidos en tres grupos: uno que abatirá al español en el edificio de enfrente, otro para ejecutar al centinela del tejado y un tercero (conducido por el mismo Jurgen Hess) para cercar el piso y para apoderarse del chiquillo. Hess asegura que podrá estar preparado desde esa misma tarde, en la noche del sábado al domingo. Estima que sería arriesgado esperar demasiado; el cuarto español falta a la cita, no ha sido localizado y probablemente es el jefe de los guardaespaldas, el Hombre de la Mano Cortada, cuyo regreso significaría sin duda un nuevo desplazamiento del Niño, esta vez con vistas a salir de Francia.

Gregor Laemmle piensa lo mismo. Ésa es, en realidad, la razón (atacar aprovechando la ausencia del llamado Giménez) de que se haya decidido a hablar con Hess, superando sus propias reticencias. Pero de eso a precipitarse…

Decididamente, no; una ofensiva demasiado apresurada no le conviene. Veinticuatro horas más o menos no cambiarán gran cosa: será en la noche del domingo al lunes.

Se levanta el mistral el sábado por la mañana, cortante y casi frío; abrillanta el cielo por encima de los plátanos, le restituye su verdadero color, de un sorprendente azul de Prusia. Después de haber concluido con Hess su conferencia de estado mayor, Gregor Laemmle se esfuerza en dar un paseo; él, que detesta todo ejercicio físico. Pero es una manera de reprimir su deseo feroz de sacar provecho del asunto del piso del coronel. Lugar en donde, por otra parte, ha prohibido a Hess que efectúe reconocimientos, porque «esos diablos de españoles tienen la vista aguda y les localizarían al segundo, sobre todo a usted, que tiene un excesivo aspecto ario». Todo lo más, ha autorizado una vigilancia desde lejos, y solamente por los hombres de Spirito.

Sale de Aix por la carretera del Tholonet y, por el solo hecho de que acaba de hacer a pie tres kilómetros de un tirón (distancia considerable para él), puede medir de repente lo poco en paz que está consigo mismo. Evidentemente, no es la carnicería futura lo que le turba: no ha vacilado en ordenar que no quede ningún superviviente…, excepto el Niño, por supuesto; está de acuerdo en que se ejecute no solamente a los tres españoles, sino también al coronel retirado y a su gobernanta. Nada de testigos. De este modo, en el caso extraordinario de que el muchacho no fuese capturado, los que tuvieran la tentación de albergarle sabrían lo que les espera.

Además, hay otra pregunta que, para Gregor Laemmle, es bastante más perentoria: la matanza haría que

Ella reflexionase, si los dos muertos de Sanary no le han convencido ya.

Ella estará psicológicamente debilitada.

La indiferencia habitual de Gregor Laemmle ante la muerte de los demás hace el resto. Hasta tal punto que él mismo ha pensado por un instante aprovechar la matanza para hacer asesinar al camarero del Deux Garçons que tanto le ha irritado. Habría bastado con contarle cualquier cosa a Jurgen Hess, por ejemplo que el hombre es un agente secreto de los españoles. Qué sensación tan embriagadora la de detentar el poder de vida o de muerte, por muy filósofo que se sea. Sonríe a una mujer que pasa, mucho mayor que él, con rostro cansado, no demasiado limpia y que no le devuelve su sonrisa. Gregor Laemmle piensa: «También a ésta podría hacerla matar, si me dejase llevar por la fantasía; incluso sería hacerle un favor».

El mistral le destoca, y ya se habría llevado su panamá si no hubiese tenido la precaución de sujetarlo con la mano. Continúa caminando, continúa pensando en

Ella. Pronto la tendrá frente a él. Pronto sentirá esa decepción que

Ella va a darle y que, por lo tanto, destruirá su sueño.

«Decididamente soy un hombre bastante complicado. Pero sólo los imbéciles son sencillos. ¡Y aun así, no puede uno fiarse!».

Thomas es ahora Rouletabille en

El castillo negro, tratando de escapar de las garras de Kara Selim. Ha tardado cuarenta minutos en salir de su habitación, en seguir el interminable pasillo sin hacer crujir una sola tabla del parquet, en accionar el pestillo de la puerta, subir los primeros peldaños de la escalera que conduce al tejado, detenerse a media altura y volver a la derecha, entrar en el desván, bajo de techo, y trepar con extremadas precauciones hasta llegar al final, al tragaluz. Éste es tan estrecho que ningún adulto, ni hombre ni mujer, podría deslizarse por él. Thomas, sí. Pero muy justamente: sus caderas pasan al milímetro e incluso lo rozan.

E inmediatamente después, el vacío. Tanto más angosto cuanto que es negro, sin fondo; da la sensación de una tumba muy estrecha, llena de telarañas probablemente viscosas y de una gran cantidad de animales que se arrastran. «¡Qué miedo tengo!», piensa Thomas con toda la sinceridad del mundo. Ahora tiene todo su cuerpo en el exterior, excepto las piernas hasta las rodillas. Se encuentra en el espacio de sesenta centímetros de anchura que separa dos edificios de por lo menos diez metros de altura. Se mantiene en el aire, porque ha apoyado sus hombros en el muro de enfrente y empuja con toda la fuerza de sus riñones, como si quisiera separar los dos edificios el uno del otro.

«Realmente tengo miedo».

Saca un pie, lo aplica en seguida sobre la pared que le da frente, y eso funciona: no se cae. Retira su segunda pierna y la coloca al lado de la primera. No hay duda: se sostiene.

E incluso progresa, haciendo resbalar centímetro tras centímetro la suela de sus alpargatas. En principio, está verdaderamente encantado de la facilidad de la cosa; ¡qué extraño es ser como una mosca! Aquello viene en seguida, cuando se acerca a una pared que se ha propuesto franquear y detrás de la cual hay un canalón por el que deberá bajar para llegar a otro tejado, después a otro y aún a uno más y a otro tragaluz que le permitirá…

Aquello ocurre y todo sucede al mismo tiempo: en primer lugar, un jadeo terrible que ya no consigue controlar y que Miquel seguramente oirá; después, los primeros temblores de sus piernas, de sus muslos sobre todo, que se tetanizan, y luego el paso furtivo y ligero de Miquel en alarma, seguido de otros pasos, de un rumor de carrera muy silenciosa y de un ruido de lucha.

Y el primer disparo.

Seguido de otros disparos.

Gregor Laemmle está sentado en el asiento de atrás de un 15 CV Citroën. Soëft está al volante. También ha tomado asiento en él otro SS llamado Greifer. Ya sólo esperan a Jurgen Hess y al Niño para tomar al instante la carretera del norte, hacia la línea de demarcación que cruzarán con el fin de encontrar refugio en la zona ocupada, en la primera Kommandantur que aparezca.

Hasta el último momento, Gregor Laemmle le ha dado vueltas al cerebro para encontrar una buena razón, una sola, para aplazar el asalto hasta las calendas griegas. No ha encontrado ninguna. Por lo que sabe, el Hombre de la Mano Cortada no se ha unido todavía a sus compatriotas españoles; no hay duda que ha ido a dar su informe, tal vez la ha visto a

Ella; habrá escuchado sus órdenes y, a su regreso, actuará, pondrá al Niño en sitio seguro, le hará salir del juego. Tergiversar no tendría ningún sentido. Lástima.

Un disparo, y luego otros tres.

—Exactamente a las dos de la mañana —dice Soëft.

El 15 CV de tracción delantera está aparcado bajo un porche, en una de las calles paralelas al paseo de Mirabeau. El coche está, a vuelo de pájaro, a ciento cincuenta metros del campo de batalla. Gregor Laemmle ha visto a las tropas ponerse en línea, ha asistido al cerco de este barrio tan tranquilo: una treintena de hombres como mínimo, todos furtivos pero seguros de sí mismos, fingiendo la mayor naturalidad, surgen, en grupos muy pequeños, para una Noche de los Cuchillos Largos al modo provenzal.

Otros disparos, más ahogados que los primeros, sin duda por la razón de que han sido hechos en el interior de las casas. Se oyen más disparos. Y de pronto se escuchan unos ruidos de carreras e incluso, con el sonido tan claro y tan tajante de un trozo de gruesa tela rasgada con un solo movimiento, el grito de un hombre precipitado en el vacío desde lo alto de un tejado. Aquí y allá, en las ventanas cercanas, se encienden unas luces. Gregor Laemmle echa pie a tierra.

—Ya no tardarán mucho —comenta Soëft.

Se refiere a Jurgen Hess y al Niño.

También quiere decir que no está muy lejos el momento de alejarse, que dentro de muy poco tiempo habrá que escapar, a toda velocidad, suceda lo que suceda. Gregor Laemmle no le responde. Da algunos pasos fuera del porche. Un extraño silencio se abate sobre el lugar de la batalla. Todo ha sucedido en un minuto, entre las primeras detonaciones y las últimas; es como el fin del mundo. Y, en teoría, esto ha debido de ser suficiente; ahora debería de haber cinco cadáveres: los de los tres españoles y los del coronel retirado y su gobernanta, más algunos cuerpos excedentarios si los españoles han tenido tiempo de responder antes de ser aplastados por el número.

Gregor Laemmle se aleja un poco del Citroën. Está ahora en la alineación de una calle, en cuyo final se divisa el paseo de Mirabeau. «Al parecer —se dice a sí mismo—, algo no ha funcionado tal como esperábamos…». Y una alegría bastante extraña se apodera de él, en realidad hecha de alivio. Ruido de pasos. No a su izquierda, por donde Jurgen Hess debería surgir, sino por el lado opuesto. Aparece un rubicundo policía francés, vestido de uniforme, sin aliento, que aminora su carrera cuando le ve.

—Parece que eran disparos.

—Sí, eso parece, en efecto —responde Gregor Laemmle sin comprometerse.

Sonríe al policía con benevolencia, mientras piensa: «Si aparece Jurgen Hess en este momento, serás muerto, amigo mío… Y quizá debería ordenar a Soëft que te matase, por la única razón de que me has visto». Pero el hombre ya ha reanudado su carrera y, mientras galopa con sus cortas piernas, intenta torpemente desenfundar la ridícula pistola que le sirve de arma. Por su parte, Gregor Laemmle también se pone de nuevo en marcha. Desciende hacia el paseo de Mirabeau. Sin razón precisa, incluso sin ninguna razón. Sólo con la sensación de que todo el asunto tiene mal cariz, por una causa que se le escapa. En realidad, está tomando sus distancias, tanto más cuanto que, al echar una ojeada detrás de él, ve que Soëft ha bajado también del coche y, de pie en la salida del porche, está acechando, sin conseguir ver nada, con cara sombría, la tan esperada llegada de su jefe Jurgen Hess con un niño en los brazos.

«Je, je, je», piensa Gregor Laemmle, sin saber muy bien por qué bromea, o prefiriendo no saberlo.

Se comienzan a oír, en la ciudad bruscamente sacada de su sueño, unos encadenados silbatos. Unos policías acuden. Ya hay cuatro en el paseo Mirabeau: pedalean valientemente en sus bicicletas. A causa de ellos, Gregor Laemmle da un sesgo a su marcha y se adentra en la primera callejuela que se presenta. Se sumerge de pronto en un mundo de silencio y de noche: el estrépito de la batalla no ha llegado hasta aquí; la única luz es dispensada por una ventana baja, apenas mayor que un tragaluz, que airea el horno de un panadero. A través de un cristal muy sucio, se puede ver al hombre y a su aprendiz retirar del homo sus barras de pan. Gregor Laemmle se detiene. El mistral del pleno día se ha adormecido, hay languideces entre dos borrascas que dan vueltas y, en esas calmas súbitas, la tranquilidad es total. Entonces se oye, o más bien se capta, el respirar, a diez o quince metros de distancia, el jadeo de alguien sin aliento que va corriendo. A Gregor Laemmle se le presenta de inmediato la imagen de un fugitivo, de un escapado de la batalla, que muy bien podría ser español. Tiene el tiempo justo de deslizarse en una rinconada, felizmente muy oscura y muy profunda. «La coincidencia sería un poco fuerte —se dice a sí mismo—. He abandonado el teatro de la lucha, me he alejado tranquilamente, como Baptiste, ¡y voy a toparme con un asesino que mis propios asesinos no han asesinado! Es absolutamente estúpido».

Desde el rincón en que está agazapado, gracias al rayo de luz emitido por el homo, tiene la mejor vista posible sobre la callejuela que acaba de abandonar. No debe esperar mucho: una silueta se adentra en ella; durante unos segundos se queda inmóvil y vacila. Es alguien muy pequeño, muy frágil, lleva pantalones cortos y una boina; lanza en todas direcciones una turbadora mirada gris que no demuestra temor, sino todo lo contrario: más bien es fría, de una perspicacia asombrosa. La impresión que recibe Gregor Laemmle es extraordinariamente fuerte; no la olvidará nunca. Pero esa impresión no es debida al milagro que ha hecho que se crucen el camino del cazador y el de la presa en el momento en que la caza parecía definitivamente fracasada; tampoco es debida a su propio aislamiento, el aislamiento de alguien que acaba de alinear a treinta o cuarenta hombres de choque y que podría movilizar diez veces más; ni siquiera es debida al áspero regocijo del acoso concluido al fin.

Está fascinado, simplemente. Más adelante, divertido y seducido —ha releído cinco o seis veces el libro de Thomas Mann—, deslindará los rasgos comunes que tiene con el personaje central de

La muerte en Venecia. Por el momento, todo es instintivo y casi nada ha sido meditado. La fragilidad de la silueta infantil, y también una cierta manera de mover la cabeza, de sacarla de los hombros, y esa lentitud en el giro del cuerpo y sobre todo la mirada, que sin duda es igual a la de

Ella

Cuando el niño echa a andar de nuevo, Gregor Laemmle le sigue, a prudente distancia. En ningún momento ha tenido la idea de avisar a Jurgen Hess y a sus perros corredores. Y si hubiese tenido esa idea, la habría descartado en seguida.

Ha ido de tejado en tejado, de un edificio a otro; ha pasado por varios tragaluces en los que nadie, salvo él, se habría deslizado. Y para no desgarrar su pantalón y su camisa, se los ha quitado resueltamente. En dos o tres ocasiones, unos hombres han corrido sobre las tejas a un metro de él. Una vez, incluso, ha pasado por una alcoba cuyos ocupantes no le han visto porque están entretenidos mirando por la ventana, preguntándose qué es ese estrépito. Ha efectuado tres intentonas para llegar a nivel de la calle, ayudándose con canalones, y las tres veces ha tenido que subir de nuevo: abajo había centinelas y automóviles. De todos modos, ha concluido por pisar el suelo. Se ha vestido otra vez y se ha visto obligado a caminar únicamente por unas oscuras callejuelas; sólo una de ellas está un poco iluminada, a causa de un panadero en plena tarea, y en ésta ha dudado, sintiéndose observado; pero no ha descubierto nada, ni siquiera bajo esa bóveda sombría, donde muy bien podría haberse escondido alguien; por lo demás, si hubiese sido un patrullero enemigo habría saltado sobre él.

Así que ha echado a andar de nuevo, y en Aix, que sólo conoce por las descripciones del coronel y de la gobernanta, ha tenido que zigzaguear no poco para llegar a su primer objetivo: el claustro de Saint-Sauveur. Ha entrado en él. Ha ido hasta el rincón opuesto a la puerta, el más oscuro, y ha esperado allí, acuclillado y procurando no ensuciarse, hasta que las primeras luces del alba iluminan los bárbaros relieves de la estatua de San Pedro, con unas manos y unos pies desproporcionados. Sale entonces del claustro, después de haber contado una vez más su dinero: tres monedas de veinte francos en el bolsillo derecho de su pantalón, otros mil francos en el lado izquierdo, más veinte mil francos en billetes de cien que lleva bajo su cinturón, pegados a la piel, en una bolsita de goma sujeta con un cordoncillo. Luego ha descendido hasta la estación con el fin de tomar el primer tren para Marsella.

De allí sale, con destino a Lyon, el tren de las diez y cincuenta y tres. Pasar los controles e incluso sacar el billete sólo le ha costado un poco de imaginación y de desparpajo, y, por supuesto, algún dinero. Ha elegido cuidadosamente a una mujer vieja entre la enorme multitud que bate como una resaca la estación de Saint-Charles; la ha señalado desde lejos como si fuese su abuela, que camina dificultosamente y está muy triste desde que ha sabido el doble fallecimiento de su hijo y su nuera, «es decir, mi papá y mi mamá, y si yo no me ocupo de ella, ¿quién se ocupará?».

Ayuda a la anciana señora a subir con él al vagón de primera clase, después de haberle hecho derramar algunas lágrimas contándole cómo acababa de perder a su pobre papá, a quien estaba destinado el segundo billete. La señora se dirige hacia Tarare y, cuando llegan a Lyon, mientras espera su enlace con otro tren, obsequia a Thomas con una suculenta merienda con auténticos panecillos blancos y chocolate, en una panadería que pertenece a su sobrino. «Pobre pequeño, no te irás sin nada; toma, pues, este chocolate y este pan, y también un poco de bizcocho, que ya no se encuentra mucho en los tiempos que corren; hay que saber arreglárselas. ¿Y dónde vives en Lyon? De acuerdo, vas a los lavabos y mi sobrino te llevará luego a casa de tu tío en su gasógeno…».

Thomas se evade por la ventana de los lavabos y vuelve a Perrache, donde repite su táctica marsellesa, pero esta vez con un cura y con destino a Grenoble.

Pero ahora la cosa no funciona, «no habría debido sacar dos billetes de primera esta vez». El cura le desmiente cobardemente y Thomas, por su parte, mira fijamente, tranquilamente, a los gendarmes con su mirada gris y replica:

—¿Viajar solo? ¿Quién viaja solo? ¡Yo no viajo solo!

Los gendarmes miran alrededor de él y no ven concretamente a nadie (el cura, que tiene tanta caridad cristiana como los indios con que se enfrenta Pistol Peter, ha escapado para subir a su vagón de tercera clase). Los gendarmes le hacen esta observación.

—¿Y mi tío? —dice entonces Thomas—. ¿Dónde dejan ustedes a mi tío? Está en el compartimiento del extremo de este vagón. Es pequeño y grueso, tiene los ojos amarillos y los cabellos rubios, lleva un traje color crema y unos zapatos blancos y negros. Tenía también un sombrero que hacía juego, pero en Aix lo tiró a una alcantarilla. Está loco. Pero es mi tío, no se puede elegir a la familia.

—Pues naturalmente que soy su tío —dice Gregor Laemmle a los gendarmes—. Me parece que esto se ve; el parecido salta a la vista. Los ojos no, por supuesto, ni la cara, ni los cabellos, ni la silueta general, pero no cabe duda de que tenemos un aire de familia. Mi sobrino Aloysius…

—Nunca me he llamado Aloysius —dice Thomas con sadismo.

—En realidad, mi sobrino se llama Otto, pero siempre ha detestado…

—Tampoco me llamo Otto —dice Thomas—. Todavía menos que Aloysius, si eso es posible.

—Es el hijo de mi hermana —explica Gregor Laemmle a los gendarmes—. Ha heredado de su madre el espíritu de contradicción. Mi hermana tiene tal espíritu de contradicción, que si se ahogase en el Ródano a la altura de Arles, remontaría la corriente hasta las fuentes del San Gotardo.

Gregor Laemmle sonríe a los gendarmes, a los que ha hablado con un asombroso acento suizo.

—¿Puedo hacer algo más por ustedes?

—No —responden los gendarmes con alguna vacilación. Han escrutado largo tiempo los documentos de identidad que les ha presentado su interlocutor y que establecen su nacionalidad suiza y su pertenencia a la Cruz Roja Internacional. Los gendarmes acaban por dejar el compartimiento. Sin embargo, antes de alejarse por el pasillo, hay uno que se vuelve y pregunta:

—¿Es cierto que ha tirado usted su sombrero en una alcantarilla de Aix-en-Provence?

Gregor Laemmle no se inmuta.

—Absolutamente cierto —dice—. Siempre procedo así cuando una cosa ha dejado de gustarme. Una vez, en Lausanne, fue mi pantalón. Nosotros los suizos tenemos más fantasía de la que se podría esperar.

Esta vez los gendarmes se van definitivamente; salen del vagón y del tren. Treinta segundos después, el tren de Grenoble arranca.

—¿De modo que te he seguido desde Aix?

—No se atrevió usted a entrar en el claustro detrás de mí, eso es cierto. Pero permaneció ante la puerta todo el tiempo que yo estuve allí.

El tren rueda.

—¿Me has visto?

—Le he visto antes de entrar y todavía estaba allí cuando salí.

Thomas elige y pesa cuidadosamente sus palabras. Ha determinado su estrategia: debe parecer inteligente, pero no demasiado, ni demasiado inocente tampoco.

A pesar de ello, este hombre de ojos amarillos le desconcierta enormemente. Le intriga incluso, y tal vez le atrae. Al obligarle a intervenir cuando los malditos gendarmes han venido a importunarles, Thomas no ha obrado en absoluto bajo el impulso del momento; ha sido un desplazamiento de pieza enormemente calculado. Estaba esperando una ocasión así para poner a prueba al que le sigue desde hace ahora diecisiete o dieciocho horas. Porque también esta vez piensa en el ajedrez: adelantas una pieza (normalmente, para este examen probatorio, Thomas utiliza con preferencia un caballo, que progresa dando saltos por el tablero, de una manera casi errática), adelantas, pues, una pieza sin razón, justo para saber si tu adversario se sorprenderá o no, si descubrirá que sólo se trata de una añagaza; en resumen: para saber cómo va a reaccionar…

Pues bien, frente a los gendarmes, el adversario ha reaccionado pronto y bien, no cabe la menor duda. De una manera errática también: «

Es realmente fuerte…».

—Me siguió usted también —dice Thomas— cuando me dirigía a la estación de Aix. Fue en ese momento cuando usted tiró su sombrero.

—¿Y por qué hice eso?

—Porque un sombrero como aquél se veía a quinientos kilómetros.

—Era un bonito panamá. Me he separado de él con gran disgusto.

—Y para nada, porque yo ya le había visto.

—Tal vez no era de ti de quien yo me escondía —comenta tranquilamente el Hombre de los Ojos Amarillos.

Thomas reflexiona. Acaba asintiendo.

—Es verdad —dice—. Pero también se escondía de mí.

—Tal vez no me escondía en absoluto de ti, sino de los otros, de los que nos seguían a los dos. Tal vez era simplemente que no quería que esos otros nos viesen a ti y a mí juntos.

Nueva reflexión, con gran calma.

—Eso se tiene en pie —dice Thomas.

El tren se detiene, arranca de nuevo.

—¿Oíste disparos en Aix?

—Oí ruidos.

—Han disparado unas personas que luchaban. Por ti.

Silencio. «Ahora, la partida ha comenzado de verdad —piensa Thomas—. No debo cometer ningún error».

—Yo podría formar parte —dice el Hombre de los Ojos Amarillos— de los que te quieren mal.

—Es muy posible —dice Thomas.

Clava otra vez sus ojos grises en los ojos amarillos; después aparta la vista y finge interesarse por el paisaje que desfila por la ventanilla.

—Yo podría formar parte de las personas que te quieren mal, a buen seguro. Pero en ese caso, cuando esperé unas horas a que salieras del claustro, me pregunto por qué no fui en busca de refuerzos. Habría podido hacerlo fácilmente.

—Quizá tuvo miedo de que yo me fuese mientras usted iba en busca de refuerzos.

—En varias horas, habría tenido tiempo de buscar otras soluciones. Pasaron por allí varias personas: habría podido pedirles que transmitieran un mensaje.

Silencio.

—Pues bien, no hice nada. Solamente esperé a que salieras. Ésa es la prueba de que no te quiero mal.

—No necesariamente —dice Thomas.

E inmediatamente después, en el segundo siguiente, se arrepiente mortalmente de haber respondido «no necesariamente».

El tren se detiene otra vez, parte de nuevo.

Porque, en buena lógica, desde el momento en que ha respondido «no necesariamente», el Hombre de los Ojos Amarillos va a preguntarle qué otra razón tenía de no hacer nada en absoluto mientras que él, Thomas, se encontraba en el claustro, esperando la venida del día y la salida del primer tren para Marsella.

—Y según tú —pregunta en efecto el Hombre de los Ojos Amarillos—, ¿por qué no intenté cogerte?

—Quizá trataba de cogerme usted solo, para tener una medalla —responde Thomas.

El Hombre de los Ojos Amarillos suelta una risa.

—Creo que tienes mucha imaginación, Thomas.

«¡Sabe mi nombre! —observa en seguida Thomas—. Sabe mi nombre y no lo ha pronunciado por azar, por distracción. Lo ha hecho expresamente. Es terriblemente fuerte». Y durante algunos segundos, Thomas está realmente al borde del pánico; es la primera vez que se encuentra enfrentado con alguien tan fuerte, ¡quizá más fuerte que él!

En definitiva, sólo le salva un antiguo recuerdo que tiene de

Ella, perdido en los limbos de la propia memoria. Él tenía cuatro años, tal vez menos, cuando

Ella le enseñó a mover las piezas sobre el tablero. Disputaron cincuenta o cien partidas. Jugando con su boquilla plateada y negra,

Ella le miraba fijamente con los ojos iluminados por una sonrisa; le vencía, le aplastaba cada vez, absolutamente despiadada, acosándole de casilla en casilla, hasta que él se derrumbaba y lloraba de rabia ante su propia debilidad, mientras

Ella le decía que eso era justamente la vida, que nadie le haría nunca un favor, que debía aprender a conservar la calma, a permanecer lúcido y frío, sobre todo cuando se sintiese arrinconado, caído en la trampa, triturado, porque era en esos momentos cuando cada uno demostraba su verdadera medida. «Oh, cariño, mi amor,

mein Schatz —le decía

Ella tomándole en sus brazos y llorando con él—, ¿por qué otro medio podría armarte para esa vida que tendrás por mi culpa?». Poco a poco comenzó a resistirla, luego a vencerla, al principio de cuando en cuando, después una vez de cada dos, después dos veces de cada tres, después, sistemáticamente, cada vez, tan implacable como lo había sido

Ella, y entonces

Ella lloraba, pero ahora de alegría. Cuando él se avergonzaba de haberla derrotado así, era

Ella quien le consolaba y acababa por arrastrarle en una de sus maravillosas risas locas que tan bien sabía provocar.

—Todavía no has contestado a mi pregunta, Thomas. No has contestado de verdad, sino con esa réplica, por otra parte bastante divertida, sobre la medalla que podía recibir. Pero eso no es una respuesta, es una esquiva. Tú estabas en el claustro, yo sabía que sólo podías salir de allí por la misma puerta que te había servido para entrar. Has estado allí horas y, sin embargo, yo no he intentado nada, ni siquiera saltarte encima para hacerte prisionero. ¿Por qué, Thomas?

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