Daddy

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Han acordado que él volverá a París en el Tren Azul, y sin ella. Maria le deja, a primera hora de la tarde, en la parte baja de la gran escalera de la estación de Marsella, y luego se va, conduciendo el Bugatti. Quattermain sube algunos escalones, se inmoviliza, se vuelve y ve entonces pasar, a bordo de un segundo coche, a dos hombres con caras de cazadores en acción. Los reconoce: en dos o tres ocasiones —una vez en París y otra en Sicilia— ya los ha visto, vigilando a distancia. Los dos guardaespaldas tienen el cabello oscuro y el más alto de los dos, cuya mirada se encuentra con la de Quattermain, le dirige lo que podría pasar por un signo amistoso de su gran mano huesuda, a la que le faltan dos dedos.

—Muy bien podrían ser españoles, como usted mismo.

Silencio. El mensajero no reacciona. Quattermain pregunta:

—¿Dónde está ella?

—No lo sé.

—¿Conoce usted el contenido de esta carta?

—Lo esencial —dice el español.

—¿Dónde está el niño?

—En Francia. En el sur. Allí se encontraba cuando yo dejé Europa.

—¿Está en peligro?

—Sí.

El español levanta la mano, con la palma extendida.

—No responderé ya a ninguna pregunta, señor Quattermain.

—¿Qué significa eso?

—Que primero ha de tomar usted su decisión.

—¿Si voy a ocuparme o no de ese niño?

—Sí.

—¿Cuándo debo decidirme?

Silencio.

—Entiendo —dice Quattermain.

Sigue con la carta desplegada en la mano. Camina. Su madre y todo el Clan, evidentemente, están acostumbrados a esas fugas, e incluso podrán transcurrir dos semanas antes de que se inquieten por él. Contempla el material de pesca y las armas de caza.

Y además está Ginny, a quien estaba a punto de olvidar. Podrá dejarle un recado (olvidará hacerlo).

—¿Cómo es? El niño, ¿cómo es?

—Excepcional —dice el español.

—Hemos eliminado a dos de los guardaespaldas españoles —dice en el auricular la voz de Jurgen Hess—. El tercero ha conseguido escapar. Quizá le hemos herido.

—¿Pero está usted seguro de lo de los otros dos?

Jurgen Hess dice que lo está. Sí, sabe que las órdenes eran de coger vivo a uno por lo menos de los guardaespaldas, pero no ha podido elegir: el que estaba en el piso se defendió con una vitalidad inconcebible, con los brazos y las piernas destrozados; después de haber abatido a tres de los asaltantes, continuó disparando y avanzando.

—Tuve que rematarlo; no tenía otra elección.

—La desaparición de usted no habría sido una pérdida, mi buen Jurgen. No ha cumplido mis órdenes. Por otra parte, ¿de qué es usted capaz? Si el Tercer Reich se hunde algún día, usted tendrá algo que ver en ello.

En la cabina telefónica del vestíbulo del hotel de los Trois Dauphins, Gregor Laemmle se divierte enormemente, bajo la mirada de un grupo de oficiales superiores italianos sentados no muy lejos de allí y que le miran sorprendidos. Gregor Laemmle pregunta:

—¿Y los ocupantes de la casa?

Se refiere, evidentemente, al coronel y a su gobernanta, pero no está tan loco como para pronunciar los nombres en un hotel. Hess responde que el coronel está vivo, y su gobernanta también; los ha hecho trasladar a una villa tranquila, para interrogarles… sin grandes resultados; no parecen saber gran cosa. Pero el coronel hablará, tarde o temprano.

—¿Y el Hombre de la Mano Cortada?

No le han visto en ninguna parte, responde Hess, que inicia una explicación de cómo le han buscado y, de repente, comienza a recriminarle: la desaparición de Aix de Gregor Laemmle le ha sorprendido, no tiene noticias de él desde hace veinticuatro horas. Encuentra anormal el que se haya mantenido alejado; por otra parte, se ha puesto en contacto con la Gestapo de París y…

Gregor Laemmle cuelga, sale de la cabina y, cogiendo una copa de chartreuse, la levanta a la altura de su rostro, saluda a los italianos, dos o tres de los cuales continúan lanzándole miradas intrigadas. Gregor Laemmle piensa: «Heme aquí con una sublevación entre las manos. El buen Jurgen ya casi está pensando por su cuenta. Decididamente, el nazismo ya no es lo que era». Camina por el vestíbulo y piensa por un instante en sentarse al lado de los transalpinos, aunque sólo sea para refrescar sus conocimientos de italiano. Pero en lugar de hacerlo, va hacia la puerta giratoria, transportando su copa de chartreuse como si contuviera nitroglicerina. A través de los cristales contempla la plaza Grenette. Sin verla realmente. Se siente extraño y casi a punto de caer en una de esas crisis que le precipitan en un inmenso asco de sí mismo y de la vida.

Está bebiendo un nuevo trago de licor cuando descubre al alto, rubio, encantador Soëft al volante de un coche parado, de guardia con dos de sus hombres, a la espera de una señal que le pondrá en movimiento. Y eso no es todo, naturalmente: otras piezas se han dispuesto también en los alrededores del hotel y en todo Grenoble. Unas

piezas. La comparación con el juego de ajedrez se impone: «La reina blanca y la reina negra están en Grenoble y, claro está, yo soy la reina negra, protegida en todas partes por sus alfiles, sus torres, sus caballos y sus peones. ¿Pero quién protege a esa reina blanca de pantalones cortos?».

Un timbre de teléfono. Es para él. Voz de Joachim Gortz. Que se encuentra en París y acepta efectuar el desplazamiento, así como toda la maniobra que le pide Gregor Laemmle. Aunque no acaba de comprender su sentido.

—Probablemente es porque yo también lo ignoro —replica Gregor Laemmle. (Mientras habla, ha dirigido maquinalmente su mirada, no ya sobre los italianos, sino hacia la escalera que conduce a los pisos. No ha visto a nadie, ni el menor movimiento furtivo de un muchachito con pantalones cortos. Pero ha sentido algo. ¿O acaso su retina ha captado una sombra? Gregor Laemmle sonríe: «¿Me habrá interpretado, durante tres cuartos de hora, la comedia del sueño? ¡Ese pequeño monstruo!»).

—¿Pero por qué diablos ese chiquillo, que parece ser tan inteligente, no ha intentado huir de usted? —pregunta Gortz—. ¿Quién le protege?

—Excelente pregunta. Buenas noches, querido Joachim.

Una vez más cuelga y lame lo que le queda de chartreuse, lamentando no tener la lengua bastante larga para llegar al fondo de la copa.

Va a acostarse.

Al subir la escalera, en cada piso, espera, con una angustia leve, pero deliciosa, ver surgir al Hombre de la Mano Cortada. Que le cortaría en el acto la garganta.

Pero no.

El Niño duerme o parece dormir profundamente.

Quattermain se vuelve en su asiento y, por el cristal trasero del Chevrolet, lanza una última ojeada sobre su casa, delante de la cual continúa aparcado el Packard doce cilindros.

—Ni siquiera he tenido tiempo de sacar mis maletas. ¡Oh, Dios santo, he olvidado a Ginny!

—Podemos volver —dice Hobson.

—No tiene importancia. Continúe.

«Compraré en el camino las cosas que pueda necesitar. Después de todo, estaré de regreso dentro de ocho días…».

Se arrincona en el ángulo del asiento trasero. El emisario español está sentado a su izquierda. Ha mostrado un pasaporte extendido a nombre de Juan Vidal, nacido en Palma de Mallorca en 1905: tiene, por lo tanto, treinta y cinco años. Profesión: director de banco.

Muy poco tiempo después, el coche cruza la frontera canadiense y llega a Montreal una hora y media más tarde. Hobson se ocupa de los billetes, se los entrega y se va.

—¿Cómo llegaremos a Francia?

—Zurich está en Suiza.

—Hasta ahí, todavía llego —responde Quattermain riendo. («Este tipo es alegre como un banquero…»)—. ¿Cómo iremos a Suiza?

—De Montreal a Shannon, en Irlanda; desde Irlanda hasta Portugal, de Portugal a España, de Madrid a Zurich. Es cosa de tres días todo lo más. ¿Conoce usted España?

Quattermain ha estado una vez en Madrid y otra en Pamplona, en compañía de ese idiota de Ernest Hemingway, que estaba absolutamente empeñado en hacerle compartir su pasión por las corridas de toros.

—Debería ir algún día a Mallorca.

Ahora que está libre de la presencia de Hobson, el español se muestra un poco más prolijo. Revela que ya ha tratado con el Clan, al menos con los representantes de éste en España.

—En Barcelona asistí a una cena que estaba organizada en honor del señor Joseph Sowinski…

—Si existe alguna cosa que me interese menos que las actividades de los hombres de negocios de mi familia, me gustaría conocerla —comenta Quattermain.

El banquero español sonríe por primera vez. El avión cuatrimotor acaba de despegar y vuela hacia su primera escala: Gander, en Terranova. La noche cae. Seis horas antes, Quattermain se disponía a pasar tres apacibles jornadas de pesca, seguidas de una semana mano a mano con un metro setenta de carne rosada. «¿Qué estoy haciendo en este aeroplano?». Pero, a decir verdad, siente una excitación casi infantil.

El español habla del generalísimo Franco (él le encuentra mucho mérito), y luego de Francia.

Quattermain le mira estupefacto.

—¿Qué línea de demarcación?

En el transcurso de la segunda noche, la lluvia ha comenzado a caer sobre Grenoble y desde entonces no ha cesado. Gregor Laemmle camina bajo un gigantesco paraguas negro, igual que los que tienen los pastores y los curas de pueblo. Él odia positivamente este utensilio, casi tanto como las horribles ropas que lleva, compradas en Grenoble porque todavía no ha recibido sus maletas de Aix-en-Provence; «sólo por esta negligencia, Jurgen Hess merecería ser fusilado»; pero lo que abomina por encima de todo es ese ejercicio al que está dedicado por segundo día consecutivo: deambular por las calles de Grenoble siguiendo los pasos del Niño, que va delante de él, muy satisfecho.

Todo ha comenzado la víspera, cuando eran alrededor de las seis de la mañana: un ruido seco y repetido sacó a Gregor Laemmle de su dulce sueño, y cuanto más trataba de ignorar ese ruido, más insistente se hacía éste. Una vez levantado y envuelto en un cubrecama, salió de su habitación y recibió en pleno rostro la tranquila mirada de los ojos grises; ya vestido y todavía con los cabellos húmedos de la ducha, el Niño estaba sentado a la mesa del salón y, con el mango de un tenedor, golpeaba el borde de un plato:

—Si le he despertado, le ruego que me perdone.

—Me has despertado y ni siquiera son las seis de la mañana.

—De veras que lo siento mucho.

—Estoy seguro de ello —dijo Gregor Laemmle, que ha dormido unas tres horas en total (la víspera, husmeando en la biblioteca del hotel de los Trois Dauphins, cayó en sus manos el

Henri Brulard de Stendhal, del cual ha leído casi trescientas páginas antes de que le viniera el sueño).

—Gracias por perdonarme —dijo Thomas con toda la cortesía del mundo.

Después de lo cual, añadió:

—Normalmente, tomo café con leche.

Con tostadas.

Y mantequilla.

Y mermelada de albaricoque (la de fresa no le gusta. A causa de las pepitas que se quedan entre los dientes).

Gregor Laemmle tuvo que salir al pasillo, llamar al camarero de piso, bajar hasta las cocinas, hacer su pedido y obtener, a cambio de veinte francos, la palabra de honor del cocinero de que el servicio tendría lugar en los cinco minutos siguientes. Todo esto dignamente envuelto en su cubrecama, casi sonámbulo pero emergiendo poco a poco de su torpor y extrañamente turbado por el placer experimentado al sufrir así las exigencias del Niño; y sin duda también por esa familiaridad naciente entre el Niño y él. Una vez vuelto a su habitación, se apresura a asearse; es una de las pocas veces en su vida en que renuncia a su baño muy caliente e interminable y se contenta con una ducha. Y algo peor todavía: la falta de ropas de recambio, sobre todo de ropa interior, que le obliga a ponerse de nuevo las del día anterior, lleno de repugnancia.

En el intervalo, han traído los desayunos.

—Tengo mucha hambre, señor Hubert Golaz.

—Golaz-Hueber. Si tienes hambre, come.

—No sé untar las tostadas con mantequilla.

Una impavidez total en la mirada gris: «Se burla de ti y tú sientes placer». Gregor Laemmle se dedicó a la confección de las tostadas: «—¿Quieres otra, Thomas? —Sí, por favor. Pero no me gustaría ser descortés, señor. —Dime, Thomas. —Usted no es bueno haciendo tostadas. Hay agujeros. —Lo hago lo mejor que puedo, te lo aseguro. Además, exageras: no hay agujeros en este pan. Incluso me pregunto si es pan. —Yo no hablaba del pan, sino de la manera en que usted pone la mantequilla y la mermelada de albaricoques. Hay agujeros. Aquí. Y ahí. Mírelo usted mismo. —Tendré más cuidado, Thomas. Ésta no está tan mal, ¿verdad? —No está tan mal, es cierto. Está mal, pero no tan mal. —¿Quieres otra, de todos modos? —Es que todavía tengo hambre. —¡Ya has comido siete! —Estoy realmente desolado, señor». Gregor Laemmle se dedicó a hacer una obra maestra de la octava tostada; contempló al Niño, que hincaba en ella sus dientes. «—¿Qué, Thomas? —Ésta está bien. Realmente bien. —Gracias, Thomas. Estoy muy contento por haberlo conseguido. Sólo tenía siete tostadas para entrenarme. —Pero, ahora, mi café está frío. ¿Podría pedir que me lo cambien, por favor?».

Gregor Laemmle camina por las calles de Grenoble bajo su gran paraguas negro. Esta segunda jornada ha empezado como la primera: el mismo levantarse con el alba, la misma ceremonia de las tostadas, la misma salida del hotel a eso de las siete y cuarto…

Y la misma deambulación absurda.

El Niño conduce la marcha. Después de tres o cuatrocientos metros, entra en una tienda, una especie de panadería; se ha colocado en la cola formada por las amas de casa (y Gregor Laemmle detrás de él). Las amas de casa han escrutado sin una atención especial a ese tándem, extraño en el barrio, constituido por un chiquillo y un adulto rechoncho con traje color crema y panamá, quizá demasiado sonriente. Cuando llega su tumo de hacer su compra a la panadera, el Niño dice: «No quiero pan, señora. Además, no tengo cupones. Sólo tengo un mensaje que debe usted dar al panadero: dígale que el perro del Hombre del Pie Torcido tiene escarlatina. Solamente eso: el perro del Hombre del Pie Torcido tiene escarlatina. Adiós, señora».

Da media vuelta y sale de la tienda (que Soëft y sus acólitos han cercado ya, discretamente).

Eso sólo es el principio. Dos calles más allá entra en un bar. Esta vez ha revelado al dueño, no menos sorprendido que la panadera, que viene de parte de Pistol Peter para anunciarle que «el lagarto tiene ahora plumas en el pico».

Y así sucesivamente.

En total, en esta primera jornada, treinta y siete tiendas, establecimientos y comercios diversos, incluso edificios públicos (en una estafeta de correos ha insistido para hablar secretamente con el jefe, con objeto de prevenirle de que «Rouletabille tiene tres cabellos»).

Pero la segunda jornada se ha anunciado en seguida con idénticos auspicios: hace cinco horas que caminan bajo una lluvia incesante. Ya han sido dados veintitrés mensajes, a veces en los mismos lugares que la víspera y a veces a interlocutores nuevos. No hay ninguna línea conductora en esta deambulación infernal a través de Grenoble. Pasan por delante de tal quincallería ignorándola por completo y vuelven allí una hora más tarde, al término de un itinerario de pura fantasía, casi tan extravagante como el mismo mensaje («Arsène Lupin ha revendido su pantalón»).

O bien desfilan cinco veces por delante de la iglesia de Saint-Joseph antes de entrar en ella para avisar al pertiguero (desconcertado) de la cita que tiene dentro de una hora en la playa con los Pieds Nickelés.

«Parece que es una emisora viviente de Radio Londres, en la serie

Los franceses hablan a los franceses», piensa Gregor Laemmle, invadido por una oleada de sentimientos contradictorios, entre los cuales él mismo identifica una cierta exasperación, una propensión a la risa loca y a la admiración, e incluso un tierno orgullo: «Este adorable niño con ojos de ave rapaz me pasea, nos pasea, a Soëft, a sus hombres y a mí; nos pone en ridículo; ese pobre Soëft está a punto de volverse loco, mientras verifica todas esas direcciones, y yo mismo comienzo a derrumbarme en mis esfuerzos por mantener en la memoria esos mensajes absurdos que distribuye como un cartero en su recorrido».

Cosa que es, seguramente, uno de los fines perseguidos por el Niño. Porque, sin duda alguna, uno de los múltiples contactos establecidos en Grenoble debe de haber permitido al joven Thomas poner sobre aviso a los amigos de su madre.

—¿No tienes hambre, Thomas? Son las doce y media pasadas.

Las pupilas grises se apartan lentamente del escaparate de un anticuario, en cuya casa tal vez iba a entrar. Las miradas se cruzan y, aunque no pronuncian ninguna palabra, el intercambio, sin embargo, es claro: «¡Él espera que yo hable y que por fin le pida gracia!». Gregor Laemmle está furioso, al menos durante unos segundos: «Este pequeño mocoso está arrastrando tras él, en una farándula, a ocho o diez hombres…, entre ellos a mí. ¡Él lo sabe y se divierte! Cuando me bastaría una palabra, una orden, para que toda esta comedia cesase: le echarían la mano encima y le harían hablar por cualquier medio. Es lo que preconizan Hess, Soëft e incluso Joachim Gortz. Él debería comprender que, entre esos hombres y él, sólo estoy yo; yo y mis ideas singulares somos su única protección. Él…».

Un instante.

«¿Y quién le protege a él?», preguntó Joachim Gortz la antevíspera, por teléfono.

La respuesta es evidente:

«¡YO! ¡Yo, Gregor Laemmle!».

El Niño pega ahora la nariz en el cristal de un restaurante de categoría A (menús de treinta y cinco francos diez a cincuenta francos, precio máximo autorizado por el decreto ministerial del gobierno de Vichy, constituidos por entremeses fríos sin huevos ni pescado, y por un plato sin mantequilla ni azúcar, acompañado de veinte centilitros de vino solamente, todo ello mediante la presentación de los cupones prescritos).

El Niño pregunta:

—¿Qué es una juliana de colinabos?

—Una heroína de juventud —responde Gregor Laemmle.

«Él ha comprendido que yo espero que me conduzca a su madre, o que su madre intente quitármelo; sabe que otros, en mi lugar, estarían dispuestos a arrancarle los ojos para hacerle hablar. Mientras que, conmigo, tiene una posibilidad. Me desafía, como jugando al ajedrez».

—Ven, Thomas, vamos a otro sitio en donde podrás saciar tu hambre.

«Voy a concederle —a concederme— tres, no, cuatro días, hasta el lunes. Hasta el lunes por la noche. Entonces, que Soëft se las arregle. Hess no. Hess me lo desfiguraría».

En el restaurante de mercado negro a donde le ha conducido el Hombre de los Ojos Amarillos, le sirven pierna de camero con judías. Antes ha habido jamón de Parma con melón, y después habrá unas islas flotantes. Thomas ha comido ya todo lo que ha podido. En realidad, no está muy hambriento, pero lo que se hace hay que hacerlo bien, como decía Papé Allègre. Está terriblemente fatigado.

—¿Otra tajada de pierna de camero, Thomas?

—No, gracias, señor. De verdad que no.

—Yo creía que tenías mucha hambre.

—Ahora ya no tengo mucha hambre.

Terriblemente fatigado, y no solamente de las piernas. Es como cuando resuelves un puzzle. Eso lleva tiempo, sobre todo con los de cinco mil piezas. Hay que encontrar los bordes y clasificarlos en seguida por colores, incluso antes de comenzar.

Thomas ya ha clasificado, al visitar tantas tiendas. Ha respetado lo que Javier le había dicho: «Si sucediese algo, Thomas, con Joan, con Tomeo o con Miquel, pero sin mí, irás a Grenoble, a casa del vendedor de legumbres. Tienes su dirección, pero, cuidado».

—¿Tendrás aún bastante hambre para comerte el postre, Thomas?

La pregunta, hecha en alemán, ha estado a punto de coger a Thomas por sorpresa. Por poco responde directamente, sin reflexionar. «No estoy bastante concentrado; así es como se pierden las partidas». Abre sus grandes ojos, fingiendo no haber comprendido.

—Te preguntaba si todavía tienes bastante hambre para comer el postre —dice el Hombre de los Ojos Amarillos, pero esta vez en francés.

—Para el postre, sí —dice Thomas—. Me gustan mucho las islas flotantes.

«—Pero, cuidado, Thomas —le dijo Javier Coll—. Si están en Grenoble y tienes la impresión, solamente la impresión, de ser seguido, no vayas directamente a casa del vendedor de legumbres. O bien vas allí, pero de tal manera que los que puedan seguirte no adivinen que vas a una cita. ¿Comprendes? —Comprendo. —Piénsalo bien, Thomas. Puedo ayudarte a encontrar una solución, pero no estaré siempre a tu lado. Preferiría que pensases en ello por tu cuenta. Tómate tiempo, hablaremos mañana. Me gustaría saber si puedes encontrar algo realmente astuto; estoy seguro de que lo encontrarás». Thomas ha reflexionado, como lo hace cuando juega al ajedrez (es muy parecido), concentrándose, y la misma noche se reúne de nuevo con Javier, le explica lo que hará, en el caso de que esté en Grenoble, seguido por unos individuos, y sin nadie que pueda ayudarle aparte del vendedor de legumbres de casa Barthélemy, en la plaza de Sainte-Claire, ese Barthélemy que es

mallorquín y de Sóller, lo mismo que Javier: irá a cincuenta o sesenta tiendas, incluso a más, y así, los que le sigan no sabrán en qué lugar tiene realmente una cita, sobre todo si habla a todos los comerciantes diciéndoles frases absurdas, como las de Radio Londres, como a mi tía le duelen las muelas; él incluso ha oído una verdaderamente divertida ayer por la noche. Bien, de acuerdo; éste no es el momento. «En todo caso, recorreré cincuenta o sesenta tiendas… o incluso más, ¿por qué no ciento cincuenta?, eso depende del número de comercios de Grenoble, que los seguidores deberán verificar y se volverán locos con todas esas frases que no quieren decir nada, excepto una, la que advertirá al vendedor de legumbres que tengo una absoluta necesidad de él, y pronto».

Thomas sale del restaurante detrás del Hombre de los Ojos Amarillos; «¡oh, oh, le duelen los pies!». Afuera, descubre otros tres hombres, además de los cuatro primeros, entre ellos el alto y rubio que esperaba en el coche delante del hotel la primera noche; «éste no puede ser Jurgen Hess, puesto que ha hablado por teléfono en el mismo momento. Debe de ser Soëft, o un nombre así. De todos modos, ya son siete. Tal vez no sean treinta, pero siete no está mal. Sin contar a los que todavía no he descubierto».

—Sigue lloviendo, Thomas —comenta el Hombre de los Ojos Amarillos.

—Pues sí —dice Thomas en un tono totalmente neutro—. Como llover, llueve.

«No te hagas demasiado el listo, Thomas», se dice éste a sí mismo.

—Y hace mucho frío. No quisiera que te enfriases.

«¡Y lo dice él! ¡Están dispuestos a cortarme como un salchichón, él y los otros, pero finge tener miedo de que me acatarre!».

—No tengo nada de frío, señor, se lo aseguro —dice—. Estoy realmente bien, con este abrigo y estos zapatos que usted me ha comprado.

«Comienza a estar harto de hacer tantos kilómetros por las calles de Grenoble», piensa Thomas caminando hacia esa plaza de la que ya conoce el nombre, porque la ha atravesado siete veces: la plaza de Verdún. Elige al azar una tienda en la que se venden vestidos de señora. Atraviesa de golpe la calle, corriendo, y se precipita dentro de la tienda (en el escaparate ve, con gran satisfacción, las consecuencias de su maniobra: todos los otros corren también). Thomas entra en el comercio y le comunica a la vendedora que «Bécassine ha comprado un bacalao que no está fresco».

—No le entiendo —dice la vendedora, justo en el momento en que el Hombre de los Ojos Amarillos llega, al fin, a la tienda.

—No haga caso: mi sobrino es bastante guasón.

Thomas se deja llevar afuera, dócilmente.

—¿Vas a continuar así mucho tiempo?

«Cuidado, empieza a ponerse nervioso».

—Acabaré en seguida, señor. Por hoy.

Presta también mucha atención a sus ojos: en ningún caso debe parecer que bromea.

Se pone de nuevo en marcha y esta vez entra en un restaurante; mensaje destinado a la cocinera: «Bibí Fricotin está en el tejado y come unas naranjas». Después, visita sucesivamente una mercería, un café en el que unos hombres beben, otra mercería, una zapatería, una empresa de pompas fúnebres («¿Está ya preparado el ataúd de Tarzán?»), una pastelería, la recepción de un hotel, dos cafés seguidos, una carnicería.

Ha atravesado la plaza de Verdón, ha cruzado dos calles, ha dado un rodeo hacia una iglesia cuyo nombre ignora.

Entra en un café en donde están bebiendo unos soldados italianos, en otra mercería más, en una primera tienda de frutas y legumbres, en un comercio de comestibles, en un almacén de muebles, en una oficina en cuya puerta se indica que se trata de Contribuciones Directas; allí aguarda su tumo y se empina sobre la punta de los pies para susurrarle a un hombre calvo: «He venido a advertirle de que Mandrake el Mago no ha pagado sus impuestos». Otro vendedor de muebles («Zig y Puce tienen un armario lleno de patatas fritas»), la misma iglesia de hace un momento pero en sentido contrario, un café más y después una escuela.

Parece desplazarse al azar, pero en realidad se aproxima a la plaza de Sainte-Claire…

Y ya está en ella.

Entra allí con la misma naturalidad de las veces anteriores y pronuncia una frase que tampoco tiene sentido. A pesar de que ha reconocido a Barthélemy, el vendedor mallorquín de legumbres, y experimenta de pronto un deseo muy fuerte y muy peligroso de arrojarse en sus brazos.

—A Guy l’Éclair no le gustan los peces rojos.

El vendedor de legumbres está clasificando sus lechugas, tarda cierto tiempo en levantar la cabeza y contempla a Thomas con aire impasible; parece que no ha comprendido el mensaje. No dice nada. El Hombre de los Ojos Amarillos y el vendedor de legumbres intercambian una mirada.

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