Daddy

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—No haga caso a mi sobrino; se divierte así —dice el Hombre de los Ojos Amarillos. («Ya ha dado treinta veces por lo menos esta explicación —piensa Thomas—. No tiene mucha imaginación; podría encontrar otra cosa. Yo, por mi parte, he encontrado cada vez una frase nueva»).

En la hora siguiente (las cinco de la tarde han sonado en la catedral de Grenoble y las calles se llenan de chiquillos liberados por las escuelas, mientras la noche se acerca rápidamente), Thomas se presenta sucesivamente en otros nuevos almacenes, tiendas y oficinas. Ya no puede más, le duelen terriblemente las piernas.

Realmente, ya es hora de que esto se acabe.

«Ya casi has terminado…

»Si el vendedor de legumbres ha comprendido, si hace lo que tiene que hacer… Pero tal vez no he hablado con el verdadero Barthélemy, quizás era su hermano o su primo; en la familia se parecen todos.

»¡QUIETO! ¡Te asustas por nada!

»Otras cinco tiendas».

Thomas mira la calle. Es la de la derecha, lo recuerda muy bien.

Otras tres visitas y la noche ha caído por completo. El frío es horriblemente frío; parece que la maldita lluvia va a acabar, pero eso podría muy bien significar que será sustituida por la nieve.

«¡Tengo un frío horrible, y qué cansado estoy!».

Otras dos más. «¿Cuál es la frase? ¡Ya no la recuerdo!».

—Es hora de que volvamos a casa, Thomas, ¿no te parece?

El Hombre de los Ojos Amarillos está plantado en la acera. Parece que no quiere seguir, que también está harto. Y hay en su voz una irritación muy inquietante. Thomas está a punto de entrar en la tienda de un vendedor de leña y carbón. Gira sobre sí mismo y mira detrás de él, hacia el Hombre de los Ojos Amarillos, que sigue sin moverse, y descubre una vez más al hombre alto y rubio que tal vez se llama Soëft, y a los otros seis.

No, son ocho. ¡Mierda! ¡Nueve en total!

Va a entrar en la tienda del carbonero, pero no lo hace. ¡Oh, maldita sea! ¡SE ACABÓ!

Ellos están allí. Los tres muchachos. Uno de ellos, al menos, le es conocido: estaba en casa de Barthélemy, el vendedor de legumbres.

La voz de Javier:

—Se llaman Mimi, Michel y Jacques, Thomas.

El Hombre de los Ojos Amarillos:

—Thomas, basta ya, ahora.

«Ahora o nunca», piensa Thomas.

Anda cinco metros más, deja atrás la tienda del carbonero y penetra en el café en el que ya había entrado una hora antes. Diez o doce hombres están acodados en la barra y beben vino blanco, al lado de unos jugadores de cartas. Thomas camina a lo largo del mostrador y, como en su visita anterior, se dirige hacia el dueño, que está detrás de la caja; echa una ojeada al espejo colgado en la pared y ve al Hombre de los Ojos Amarillos que se ha quedado en el umbral de la puerta, con el rostro realmente enfurruñado; «no está contento del todo». Thomas ha recorrido cinco metros, se infiltra en el grupo de los hombres acodados en la barra, tira de la manga a uno de ellos, adopta su voz más infantil, abre sus grandes ojos inocentes (ha elegido al que habla más fuerte: le ha parecido una buena idea) y dice en voz muy baja y muy rápida:

—Tengo miedo, señor. Ese hombre me ha seguido todo el tiempo, desde que salí de la escuela del Bon Pasteur. Ha querido tocarme y me ha pedido unas cosas muy sucias.

El Hombre de los Ojos Amarillos está intrigado, tal vez inquieto por ese cambio. Se aproxima lentamente.

—¿Ese tipejo rubio y rosado que acaba de entrar? —pregunta el hombre que habla muy alto.

—Ése. Ha puesto la mano en mi pantalón.

—¿Con que sí, eh? —dice el bebedor de vino blanco.

Se incorpora (y parece una montaña que se despliega; he elegido bien, piensa Thomas) y sus compañeros hacen lo mismo.

—Me parece, señores, que se acaba de producir una equivocación —dice el Hombre de los Ojos Amarillos con su voz más suave—. Resulta que yo soy el tío de ese muchacho y…

—¿Quieres decir su tía?

Thomas no espera más: se escabulle por la trastienda, que da a un patio en el que están alineados unos toneles. Se adentra en el pasaje cubierto que ha advertido la víspera, cuando dio expresamente la vuelta alrededor de la manzana de casas.

Una calle estrecha. Thomas corre por ella. Aparece una pequeña silueta, la de un muchacho joven, que le hace una señal: «¡A la derecha!». Thomas obedece y dobla la esquina, sin dejar de correr. Cuando ha andado unos treinta metros, le llaman:

—¡Thomas! ¡Por aquí!

«Sabe mi nombre», tiene tiempo de pensar Thomas. Ya le han hecho entrar en el pasillo de una casa, suben a una planta, entran en un piso vacío —sólo hay unos gatos— y salen por una ventana.

Un tejado y, después, otra ventana, que un adolescente cierra después de que él ha pasado:

—Me llamo Miquel. Soy uno de los hijos del vendedor de legumbres. Ven.

Atraviesan un piso donde dos ancianas hacen calceta y fingen no ver nada. Salen a un rellano, donde aparece una escalera: «¿Sabes montar en bicicleta, Thomas?».

—Un poco.

Nueva puerta, nueva calle, atravesada ésta como si no ocurriese nada. Se adentran en una callejuela, entran en una carpintería por la trastienda; trabajan allí tres hombres, pero ninguno levanta la cabeza. Está claro que no quieren ver ni oír nada.

Un pasillo. Están ahora en la tienda de un zapatero remendón, que tiene una puerta de cristales que da a la calle.

—Espera, Thomas.

Michel sonríe, con los ojos chispeantes de alegría.

—¿Nos divertimos, verdad?

—Enormemente —dice Thomas.

Que continúa alerta, dispuesto a escapar como un relámpago, pero su instinto le dice que todo va bien, que la carrera ha terminado, por el momento. Pasa cierto tiempo. «Van a venir, Thomas, tranquilízate. No sabíamos por dónde ibas a salir, así que te hemos esperado por todos lados. Felizmente somos tres». Finalmente aparecen otros dos muchachos, empujan la puerta vidriera y entran; uno de ellos, el más pequeño, es el que le ha hecho señas hace un rato.

—Mis hermanos —dice Michel—. El más alto es Mimi, y el otro es Jacques. Quítate tu abrigo, tu pantalón, tu jersey y tu boina, Thomas; y también tus zapatos. ¡Vamos, date prisa!

El cambio se produce en el taller del zapatero (el zapatero no está aquí, el chiscón está vacío, aparte de los cuatro chicos). Thomas se pone un pantalón que le aprieta, una chaqueta canadiense que casi le está bien, unos zuecos con suela de madera, un pasamontañas de lana roja y azul, y unos guantes también de lana; son las ropas del propio Jacques, que se pone entonces otras prendas sacadas de un fardo que transportaba su hermano mayor.

—¿Y mis cosas? —pregunta Thomas.

—Mimi se ocupa de ellas. Papá ha dicho que las escondamos. Ven. Thomas se encuentra en la calle, ante dos bicicletas, cada una de ellas enganchada a un pequeño remolque de contraplacado, con dos ruedas. Los remolques están llenos de verduras, sobre todo de escarolas.

—Pronto, Thomas. Pero, cuidado: ahora eres Jacques.

Michel ya ha montado en su bicicleta y le apremia para que haga otro tanto. Thomas se sube al sillín y se yergue sobre los pedales. Le sorprende el peso del remolque, pero acaba poniéndolo en marcha.

Ruedan ambos.

—¿Para quién son todas esas escarolas?

—Para las cabras, naturalmente —responde Michel, sonriente.

Quattermain está en Lisboa. Piensa en

Ella, en Maria. Nunca había imaginado que

Ella pudiera estar encinta, esperando un hijo como cualquier mujer, «pero yo tenía veintidós años, el Clan me acababa de incubar, estaba en la plena inocencia de la juventud, de la que aún no estoy seguro de haber salido. La conocí de pronto, un día, en la calle de la Estrapade, y me pareció que

Ella había vivido diez existencias, que yo era un chiquillo y

Ella era una mujer más allá de lo posible».

Durante las interminables horas en que las hélices de los sucesivos aviones han agitado tan laboriosamente el aire del Atlántico, el lento ascenso de los recuerdos ha proseguido. Sin orden ni razón, caótico. Amargo y, sin embargo, mezclado de dulzuras extrañas, al final dolorosas…, porque el pesar también ha aparecido: creía haber clasificado para siempre esas relaciones en el rango de los «amores de juventud». Por consiguiente, se había engañado, y eso le sorprende. Además, ha abandonado Vermont en una hora, como un ladrón sorprendido, en respuesta a una simple carta. He aquí algo casi inexplicable. «¿Seré un romántico?».

En lugar de darle miedo —eso sería exagerado—

Ella le desconcertaba. Él le decía «te amo» (con la autoexaltación de rigor) y

Ella reía: «Tal vez estás a punto de volverte adulto, David; pero el camino es largo todavía».

Ella era extraordinariamente libre; una vez, en Sicilia, en septiembre de 1930, se había quedado desnuda para nadar y dorarse al sol, indiferente a las miradas de los pescadores; o bien cuando, bajo su blusa de Chanel, sus senos bailaban, porque nunca estaban sostenidos por nada; sin hablar del amor, y de sus maneras de hacerlo, y de decirle crudamente que tenía ganas de enseñarle a él, a Quattermain, cómo debía comportarse, precisamente para poseerla. Sin olvidar aquella inteligencia fulgurante, exasperada, lúcida hasta causar miedo, constantemente alerta hasta crear una opresión. Y a pesar de esto, aquellas bruscas inmersiones, aquellos silencios, inexplicables o al menos nunca explicados, aquella sensación que

Ella daba entonces de ser bruscamente llamada a una realidad diferente, cruel (él incluso llegó a imaginar que

Ella padecía alguna enfermedad incurable y que vivía febrilmente sus últimos meses con la certeza de una muerte inminente; pero no retuvo esta explicación, y, por otra parte, estaban aquella especie de guardaespaldas, tan misteriosos, que siempre la acompañaban).

En Lisboa, Quattermain se prepara para partir hacia Madrid. En la capital española debe tomar al día siguiente el avión de la Lati para Zurich.

—¿Solo? ¿No viene usted conmigo?

Juan Vidal, el banquero, niega con la cabeza.

—Yo no le serviría de nada en Suiza, señor Quattermain. Sólo iré hasta Madrid. Por lo demás, en la cita de Ginebra que le he indicado, alguien le esperará.

—¿Y cómo lo reconoceré?

—Le reconocerán a usted, no tenga miedo.

En ningún momento, durante el largo viaje, el español de Palma de Mallorca ha revelado nada referente a las «circunstancias excepcionales» mencionadas por Maria en su carta. Sin embargo, ha hablado bastante: de su querida Mallorca, de que está muy contento de haber podido volver a encontrar allí un empleo y de la pertenencia de Quattermain al Clan, cosa que le impresiona en extremo. Se extiende ampliamente (mientras Quattermain se hace el sordo) sobre los muy importantes intereses del Clan en la España del amado Franco.

«En resumen, parece sugerir que mi familia podría poner en juego su peso en este asunto. ¡Voy a relatar la historia a mi tío Peter! ¡O incluso a Larry!».

—¿Le han encargado que me diga algo?

—En absoluto.

—¿Quién le ha mandado que fuera a buscarme?

El español se ha cerrado como una ostra.

La excitación sentida a su salida de Vermont no ha remitido. Tiene cuatro horas por delante. Las emplea en deambular por Lisboa, callejea a lo largo del Tajo y por el enlosado del Rossio, la plaza mayor. Bebe el oporto de rigor, se encuentra inopinadamente en la calle del Oro y sube en el ascensor a la manera de Gustave Eiffel. «Voy a volver a verla»: no tiene otra cosa en la cabeza.

Vuelve al vestíbulo del hotel. Juan Vidal le espera allí y le entrega un sobre cerrado: «Debía haberlo llevado a América, pero hasta ahora no me había llegado».

Quattermain lo abre. En el interior hay unas fotos. Las fotos de un muchacho de unos diez años. Quattermain reconoce los ojos al momento: el chiquillo tiene los ojos de

Ella; es alucinante.

—Yo nunca he visto cabras —dice Thomas.

—¿No las había donde tú estabas?

—Ni una. A no ser la institutriz, que tenía cabeza de cabra. Michel rompe a reír; «decididamente, éste tiene la risa fácil». —¿Y en dónde vivías?

—Lejos —dice Thomas, asaltado de nuevo inmediatamente por su desconfianza.

Atraviesan las antiguas murallas de Grenoble. Michel y Thomas arrastran con sus bicicletas los remolques y entran luego en la isla Verte. Michel habla sin cesar: dice que su padre es

mallorquín (pronuncia «majorquín», como los franceses), pero su madre es de origen saboyano; que él sabe un poco de español, pero mejor el mallorquín. «¿Y tú, Thomas?».

—Ni el uno ni el otro —responde Thomas, todavía desconfiado.

Acaban llegando a una villa que está en un bulevar; las cabras que hay en el huerto comienzan a comer las escarolas; no tienen un aspecto muy inteligente. Michel sigue hablando: querría ser ingeniero y construir puentes. Entran en la villa, que está muy caliente y muy tranquila, y la fatiga hunde de repente a Thomas; la fatiga y un inmenso alivio: lo ha conseguido, ha escapado del Hombre de los Ojos Amarillos.

La va a encontrar.

Recuerda la cena con el vendedor de legumbres, con su mujer y con sus hijos. Esto le apesadumbra un poco, porque no ha dicho a esas personas tan amables lo amables que son, precisamente; pero se muere de sueño.

—Ve, muchacho.

Barthélemy, el vendedor de legumbres, le ha tomado en sus brazos y le ha transportado a su habitación: «No puedes más, pequeño. Duerme, descansa; aquí no te molestará nadie».

Thomas se abandona, por primera vez desde hace semanas. Es enormemente bueno tener a alguien que se ocupe de ti. Unas horas más tarde, se despierta bruscamente, descompuesto por completo, y descubre a Michel, que está junto a él y que le tranquiliza, dándole unos golpecitos en el hombro: «Has tenido una pesadilla, no es nada. Un día iremos a Mallorca los dos, iremos a Sóller; papá dice que es el rincón más bonito del mundo. ¿Quieres que te hable de Sóller?».

Thomas se duerme de nuevo, con una sensación de paz realmente extraordinaria. Por la mañana se despierta dulcemente. La madre de Michel y de los otros, la mujer de Barthélemy, le trae el desayuno a la cama. «Después irás a lavarte. Tienes que lavarte entero, por favor. Entero». Pero la mujer le sonríe y él casi siente ganas de llorar, a causa de esa sonrisa. Pero el mecanismo de siempre da vueltas en su cabeza y le regaña: «Eso es, déjate ir, abandona toda desconfianza y la próxima vez fracasarás; sin embargo,

Ella te ha dicho miles de veces que no tengas confianza en nadie, y que hasta las personas que te quieren bien pueden hacerte daño, sin hacerlo expresamente».

Una hora después llega un hombre muy fuerte, con una sonrisa ancha como una puerta. Parece ser que es el tío Mathieu, el hermano de Barthélemy, el que tiene que llevarle a Suiza: «Todo va a ser muy fácil, pequeño, no serás tú el primero, ni el último. El tío Mathieu tiene una camioneta, pero no una cualquiera: en la caja, junto a la cabina, hay una trampa, y debajo un escondite; varios adultos han entrado allí, te sentirás cómodo. Vamos a salir. Si oyes que me detengo, sobre todo no te muevas; puedes respirar, pero nada más. Pero si me oyes cantar, entonces es que todo va bien: podrás dar unos gritos y, según el lugar, bajar y estirar un poco las piernas».

Se ponen en camino.

Thomas se duerme de nuevo.

Se despierta en cada parada, y se producen cuatro o cinco, pero en seguida reanudan la marcha. Thomas oye que el tío canta y, como tiene ciertas ganas de hacer pipí, golpea en la pared que tiene a su derecha. La camioneta se detiene en seguida. Thomas sale y descubre unas montañas nevadas, muy próximas. Hace pipí y el tío también.

—¿Hablas español, verdad?

—No —dice Thomas. (El tío le ha hablado en castellano).

¡Qué va! Lo entiendes muy bien. Según Javier Coll, que es de Sóller como nosotros, hablas el

castellano como el Generalísimo.

—¿Quién es Ravier Coille?

El tío suelta una carcajada y mueve la cabeza: «Desconfiado como seis zorros, ¿eh? Pero es verdad que eres buscado, y no por los italianos, sino por los alemanes. Con los italianos se las arregla uno, pero con los alemanes… Pero ya se acabó, hemos franqueado todas sus barreras. Sube delante. ¿Tienes hambre o sed?».

Thomas preferiría quedarse en el escondite: no le parece muy prudente el hacerse visible. Pero el tío ya ha colocado en su sitio, encima de la trampa, las baterías de coche y los neumáticos que transporta.

Un poco después entran en una pequeña ciudad. «Annemasse», dice el tío. La camioneta pasa, por primera vez, por delante de una especie de escuela religiosa; un cura se quita la boina y se rasca la cabeza: «Eso quiere decir que todo va bien, Thomas. Podemos ir ahí». El tío da media vuelta un poco más adelante y regresa hacia la escuela. Esta vez entra en el patio. «

Adiós, muchacho, y suerte. Saluda a Javier de nuestra parte».

Thomas se encuentra en una habitación. El cura de la boina, que dice ser el padre Favre, le enseña, por la ventana, un muro que hay en el fondo del jardín: «Suiza está justamente ahí, detrás de esa pared. Te traeré de comer dentro de un momento. ¿Quieres alguna cosa? ¿Un libro? Los tienes en la habitación de al lado. Pasarás la frontera esta noche».

«Todo va demasiado bien —piensa Thomas—; es demasiado fácil». Esto le sale del mecanismo que le grita en su cabeza, pero ahora, por una vez, no tiene muchas ganas de escucharlo: piensa solamente en

Ella, que seguramente le espera al otro lado de ese muro.

El padre Favre le trae una bandeja, pero él apenas come. Para calmarse un poco, trata de jugar una partida en su cabeza, pero no está lo bastante concentrado. Lee. Ha encontrado un Gustave Aymard,

La Grande Flibuste, que se desarrolla en Méjico, en la provincia de Sonora. Se duerme de nuevo, aunque después de haber leído las doscientas primeras páginas con su velocidad habitual, que tanto asombraba a Papé Allègre.

«No pienses más en él, deja de pensar. Ni en él ni en Mamé Allègre. Olvídalos a todos. Y también al vendedor de legumbres, y a los hijos del vendedor de legumbres. Y al coronel de Aix. No te sirve de nada, no volverás a verlos. Eso te hace daño, sólo daño. Aunque tengas una mala impresión, un presentimiento, como tú dirías. Sobre todo porque lo tienes».

Son las nueve de la noche. Thomas está ahora en el jardín y el padre Favre le hace señales de que no se mueva. Dos soldados italianos se pasean tranquilamente, se alejan y, en seguida, la curva del muro les oculta.

—Ahora —dice el padre Favre.

Thomas trepa por la escala y descubre entonces que no está solo. Hay siete hombres y mujeres que pasan con él.

—Rápido —cuchichea el padre Favre.

Uno de los hombres ayuda a Thomas a saltar al otro lado, empujándole hacia adelante. Todo el grupo está formado y avanza rápidamente, en la oscura noche. De pronto, se encienden unas linternas eléctricas y surgen unos soldados que llevan fusiles. «Todo va bien; son suizos, gracias a Dios», dice uno de los fugitivos.

Y el mecanismo, el

instinto de rata, grita cada vez más fuerte. El hombre que le ha ayudado hace un minuto le pone una mano sobre el hombro: «Lo hemos logrado, muchacho; estamos en Suiza, nos hemos salvado». Thomas se desprende bruscamente y comienza a correr; galopa tal vez unos treinta metros y se abre ante él un foso en el último segundo. Se cae, tiene tiempo de levantarse, sigue corriendo directamente hacia un bosquecillo que apenas ve. Se adentra en él, y está a punto de dejarlo atrás cuando descubre ante él a otros soldados con linternas. Se introduce en la maleza, se esconde. Los soldados no parecen prestarle atención.

Se aproxima un camión, iluminado por los faros de otros coches. El grupo del que Thomas formaba parte sube al vehículo. «Voy a esperar a que se vayan, y después…».

Algo sucede: el hombrecito que acaba de explicarles que están salvados está hablando con los militares. Luego grita: «Ven aquí, muchacho; no tienes nada que temer. ¡Estamos en Suiza!». De pronto, los soldados dirigen sus linternas hacia la maleza, llegan hasta allí y uno de ellos sujeta por el brazo a Thomas y le conduce al camión.

Thomas sube a él, loco de rabia, y se encuentra al lado del hombrecito calvo, que le dice sonriendo muy amablemente: «He hecho esto por tu bien, muchacho. No tienes motivos para sentir miedo». Lo peor es que seguramente es sincero, el pobre diablo. Un odio terrible hace temblar a Thomas. El camión arranca; en su toldo de lona está colgada una bombilla eléctrica; dos soldados están sentados en la parte trasera, y realmente no hay manera de escapar.

Todo el grupo desciende delante de un edificio muy iluminado, al lado de unos raíles de tranvía, e incluso hay un tranvía con un letrero que dice «Ginebra».

Media hora más tarde, Thomas es presentado ante un hombre sentado detrás de una mesa: «¿Te llamas Thomas David Lamiel y has nacido en Lausanne?».

Pero es evidente que conoce la respuesta y que finge ignorarla. «Sabía que yo iba a venir».

—Pasa a la habitación de al lado y espera —dice el hombre—. Vendrán a buscarte.

Esta última frase vuelve a dar a Thomas una pequeña esperanza. Pero dentro de su cabeza, sabe que no es verdad.

Ella ya estaría aquí si hubiera tenido que venir; y si no le hubiera sido posible, Javier Coll o algún otro la habría sustituido.

Espera en una habitación, solo, con un soldado que no le quita los ojos de encima. Transcurre un largo rato.

Un ruido de pasos. Afuera hablan en alemán, pero Thomas sólo oye apenas algunas palabras, como «gracias», «agradecimiento», «servicio cumplido».

La puerta se abre y entra un hombre de cincuenta años por lo menos, con cabellos blancos, la cara rosada y los ojos azules. Está muy bien vestido. Sonríe a Thomas:

—Hola, Thomas —dice—. Te esperábamos desde que saliste de Grenoble. Me llamo Joachim Gortz.

En Zurich, donde su avión ha aterrizado, Quattermain sólo ha tenido tiempo de franquear el control: inmediatamente, un hombre se ha dirigido a él. Se ha presentado con el nombre de Moron, y como prueba de que es el mensajero de Maria ha mencionado el cuadro de Mondrian que había en la habitación del apartamento de la calle de Lille, en París, doce años antes.

—¿Le basta con eso, señor Quattermain? Puedo darle otras indicaciones si la primera no le parece suficiente.

Por pura curiosidad (no pone en duda la condición del emisario de Moron), Quattermain ha pedido, en efecto, otras pruebas. Aunque sólo sea por saber qué recuerdos de él ha conservado

Ella.

—Un hotel de Zermatt donde usted rompió un jarrón de cristal; un restaurante de la calle de la Estrapade de París donde usted preguntó lo que era la

gibelotte[4] un doble reventón en la carretera de Sevilla. No tengo ninguna más.

—Ya es suficiente —dice Quattermain sonriendo.

Sube con Moron al pequeño avión privado.

Llega a Ginebra. A un hotel del muelle Wilson, mientras el lago desaparece en la noche. Moron dice:

—Mi misión ha terminado, señor. Debe usted esperar, no necesariamente en su habitación, pero sí en el hotel. ¿Desea usted que le haga un poco de compañía, o prefiere estar solo?

Moron se va.

Han transcurrido seis horas cuando llaman suavemente a la puerta de la habitación de Quattermain. La talla del hombre que entra es semejante a la suya, pero su estatura parece impresionante, porque la fuerza emana de ella. Y Quattermain le reconoce de pronto, a tantos años de distancia.

—Deme la mano —dice—. No le he olvidado. Me hizo usted un signo con la mano cuando yo estaba en las escaleras de la estación de Marsella.

—Me llamo Javier Coll. Gracias por haber venido.

Su voz, en francés, está teñida de un acento cantarín como el que tienen las gentes de Perpignan o de Narbonne. «Me mataría si tuviésemos que pelearnos».

—Pero temo que haya venido para nada.

—¿Dónde está Maria?

—No está en Suiza. Pero hablaba del niño, señor Quattermain. Ha ocurrido algo esta noche, a algunos kilómetros de aquí.

Coll ha cerrado la puerta del pasillo, pero apenas ha entrado en la habitación: continúa apoyado en el marco.

—Ellos tienen como jefe —dice— a un hombre que se hace llamar Golaz-Hueber, pero cuyo verdadero nombre es Gregor Laemmle. Su presencia para dirigir la caza es poco comprensible: es un antiguo profesor de filosofía de la universidad de Fribourg…, del Fribourg alemán. Pero es temible: encontró la villa de Sanary, luego el piso de Aix-en-Provence y después al propio Thomas. Sin embargo, pensábamos hacer que Thomas pasase a Suiza, donde Maria quería que se lo entregásemos a usted. Pero ese Laemmle ha previsto nuestra maniobra. Ni siquiera he podido acercarme a la frontera francesa. Unos cordones de soldados me lo han impedido. Incluso han intentado detenerme.

—¿Dónde está…, dónde está Thomas?

—De nuevo en sus manos. No he podido hacer nada.

Javier Coll apoya la nuca en el marco de la puerta y cierra los ojos.

—En Suiza hay una policía —dice Quattermain.

—Llámela. Le dirán que ningún niño llamado Thomas Lamiel ha cruzado la frontera esta noche.

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