Daddy

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Catherine Lamiel ha desaparecido ya en su propia habitación. Reaparece con unas ropas en la mano; visiblemente está deshaciendo su equipaje.

—La cita de Maria con Laemmle tendrá lugar pasado mañana. Si todo va bien, yo le traeré el niño aquí.

—¿Y después?

Ella le mira fijamente, y esta vez su vacilación es totalmente clara. Pero entra en su habitación y sale de nuevo con un pasaporte americano en la mano: el documento está a nombre de Thomas David Quattermain, nacido el 18 de septiembre de 1931 en Clamercy.

—¿Por qué en Clamercy si ha nacido en Lausanne?

—Clamercy es un pequeño municipio del norte de Francia cuyo ayuntamiento ha sido destruido con todos sus archivos. Nadie en el mundo podrá demostrar que el niño no fue inscrito allí.

—¿Y usted traerá aquí a Thomas?

—Si todo va bien.

—Por lo tanto, tendré que esperar unas cuarenta horas.

—Ha perdido usted mucho más tiempo cruzando el Atlántico.

Él la ve esta vez más que nerviosa: angustiada. ¿Pero cómo no atribuir esta angustia a los acontecimientos presentes?

—¿Desde hace cuánto tiempo conoce usted a Maria?

—Desde siempre —mueve la cabeza—. No me haga la pregunta que tiene en la punta de la lengua.

Quattermain se contenta con mirarla.

—Si Thomas es su hijo o no lo es —dice ella—, no lo sé más que usted. Yo vivía en Marruecos entre 1922 y 1935 y era una chiquilla. Tema catorce años cuando nació Thomas. Yo no sé nada.

—¿Quién lo sabe?

Ella. Solamente

Ella.

Gregor Laemmle se despierta. Su primer gesto consciente es el de comprobar que el Niño sigue allí, casi totalmente cubierto con las mantas.

Él sólo percibe sus cabellos oscuros y la parte alta de su frente.

Gregor Laemmle desciende del coche con todas las precauciones del mundo para no despertarle; incluso conserva una manta sobre los hombros. Están en pleno campo, en algún lugar de los Alpes de Provenza. Son alrededor de las dos y media de la mañana, y ahí hay alguien, aparte de Soëft, el Niño, el chófer y él mismo.

Ese alguien que está ahí es Jurgen Hess, con una gran cantidad de hombres y coches, los primeros casi todos dentro de los segundos. En razón del frío, que es sencillamente glacial.

Han salido de Grenoble casi a la hora fijada. El amigo Joachim Gortz se ha presentado tres minutos antes de que Gregor Laemmle dé la orden de ponerse en movimiento. Gortz está un tanto sombrío: encuentra por lo menos extravagante ese intercambio entre Menton y Marsella, que ofrece para él muy pocas garantías; «se arriesga usted a perder al niño y a la madre, y además corre el peligro de que le maten». Gregor Laemmle siente impaciencia, si no irritación: el amigo Joachim parece haber olvidado los tesoros de inteligencia, de astucia, de maquiavelismo, de perfidia, de sangre fría que ha derrochado hasta ahora para llegar a la situación en que está; es decir, capturar al fin a la mujer que posee todos los secretos del difunto Thomas

el Viejo. Lo que equivale a decir la terminación definitiva de

Schädelbohrer, ante la satisfacción general y para mayor gloria del Cuarto Reich —«¿o es el Tercero? Nunca he podido retener las cifras»—. ¿Esa cita itinerante en la Costa Azul? Bueno, ¿y qué? ¿Qué tiene de extraordinario? «Me entristece usted, querido Joachim. ¡Por supuesto que el intercambio tendrá lugar en el sur de Francia, en la zona

nono, como dicen los franceses! ¿En qué otro lugar de Europa podría producirse? ¿Ha creído usted por un segundo que ella se habría avenido a franquear la línea de demarcación, aventurándose en un territorio atiborrado de

sus valientes tropas alemanas? De acuerdo, son también

mis tropas, tiene usted razón, me cuesta recordarlo. Es más fuerte que yo, qué quiere usted: cuando esos uniformes verdegris, comúnmente llamados doríforos, corren por las calles de París, me siento yo mismo ocupado, invadido… No le repita esto último a Adolf, podría interpretarlo mal. No; seriamente, querido Joachim, ¿me ve usted fijándole la cita en París? ¿Por qué no en Berlín, mientras usted está allí?». Frente a Gortz, Gregor Laemmle siente una sorprendente alegría; todavía está bajo la impresión de su voz en el teléfono, sabiendo que iba a verla…; se estremece con la exaltación del triunfo tanto tiempo esperado, y con el gran, el enorme, el monstruoso aborrecimiento de sí mismo, en razón de lo que había hecho al Niño («¿Cómo te explicas eso tú mismo, Gregor? Habrías hecho menudillos sin pestañear al vendedor de legumbres, a sus hijos y a sus cabras; asistirías impávido —y asistirás a ello, tal como van las cosas— a la extinción casi total de la especie humana, o al menos de esa Europa que tú amas; pero al mismo tiempo tienes ganas de matar a Soëft, que casi es como tú mismo, por la única razón de que retorció el brazo del niño haciéndole mucho daño. Hasta el punto de que pensabas realmente lo que le respondiste cuando amenazó con matarlo. En realidad, eso estaría dentro del orden de las cosas y, ¿cómo decirlo?, la prueba de que él te quería un poco…, me pregunto si no soy demasiado complejo, incluso para mí mismo»).

—Café, Soëft, por favor.

Gregor Laemmle se aleja del Delage inmovilizado en el centro de las montañas de los Alpes bajos. Divisa una especie de cuneta rocosa a veinte o treinta metros de allí, fuera del alcance de los oídos del Niño en caso de que se despertase. Se dirige hacia allí, obligando a que Jurgen Hess le siga. Se sienta, toma el café salido de un termo y se ciñe la manta un poco más; «tendría que haber cogido dos. Sin hablar de mis piececitos rosa, que están casi helados…».

—Vamos a ver, ¿cómo van los asuntos del mundo, mi buen Jurgen? (Si le hago hablar de lo que le interesa, será lo mejor, por el momento…).

Hess traga de lleno el anzuelo y habla de una cierta ofensiva rusa que trata de proteger a Moscú, cuando los triunfales ejércitos del Tercer Reich («así que es el Tercero», piensa Gregor Laemmle) ya pueden ver las cúpulas doradas del Kremlin.

—Pero, naturalmente —dice Gregor Laemmle—, esa lamentable tentativa de los

mujiks rojos, raza inferior si las hay, será despiadadamente barrida.

—Sólo es cuestión de horas —dice Jurgen Hess.

—El entusiasmo me desborda, mi buen Jurgen. ¡Qué gran país el nuestro! ¿Y aparte de eso?

Nuevo comunicado de guerra, que él escucha con paciencia, aunque pensando en otra cosa: el Niño se habrá despertado, sin duda sacado de su sueño por esta parada que se prolonga, o quizá se ha despertado en el acto, con ese instinto animal que parece inherente a él; sea como sea, con el rabillo del ojo, Gregor Laemmle ha podido ver dos grandes ojos grises en un estrecho rostro lívido, detrás del cristal empañado.

«Acabemos. No vamos a pasar la noche aquí».

—¿Jurgen? ¿A qué viene ese ejército?

Indica el destacamento constituido por un considerable número de coches y de hombres, estos últimos eminentemente patibularios.

—Dispongo de cuarenta hombres —dice Hess—. Y puedo tener más. Y el policía de Tolón me ha prometido algunos de sus amigos. Podemos poner en línea unos doscientos hombres, de aquí a pasado mañana.

Gregor Laemmle hunde la nariz en su cazo de café muy azucarado.

—No, Jurgen.

Hess se endereza y cuadra los hombros.

—No debemos dejar que

Ella se nos escape —dice.

—¿Cuál es mi grado?

—Es usted

Oberführer —reconoce Hess.

—¿Y el suyo?

Hauptsturmführer.

(«Yo recordaba bien que Reinhard Heydrich me había conferido algún grado, pero que me lleve el diablo si recordaba cuál. Al parecer he recogido mis galones. Si no tengo cuidado, me voy a encontrar convertido en

Führer a secas, una de estas mañanas, y decenas de millones de pequeños Jurgen Hess, con el rostro iluminado, llorarán de entusiasmo por mi ascenso. La experiencia podría resultar divertida, pero lo menos que se puede decir es que no me tienta: tendría que vociferar en los megáfonos y yo siempre he tenido una garganta frágil…»).

—Así, pues, soy su superior, mi buen Jurgen. Y le doy una orden. Y mientras lo pienso, ¿por qué no va usted a tomar Moscú, entre dos aviones? ¿Qué le llevaría eso? ¿Dos días? ¿Tiene ganas de prestar servicio en el frente ruso?

Laemmle sostiene la mirada de Hess, que de cualquier modo acaba bajando la cabeza.

«¿Cómo se dice eso? ¡Ah, sí!».

—Firme, Hess, por favor. He aquí mis órdenes: se quedará usted con treinta y cinco de esos hombres. Irá a Menton con ocho de ellos, y estará usted allí dentro de… (nunca he sabido calcular mentalmente)… treinta y algunas horas. Estará a las ocho y cuarto delante del casino. A las ocho y cuarto, tome la carretera, en dirección a Marsella, por la nacional que sigue la orilla del mar. Vaya a sesenta kilómetros por hora. No a cincuenta y nueve ni a sesenta y dos: a sesenta. Salvo que yo le dé otras órdenes de aquí a entonces, y en ese caso le llamaría… ¿Cuál será su nombre para la ocasión?

—Marcel Magny.

—No tiene usted mucha imaginación al elegir Marcel. Un Marcel lleva una gorra y va en bicicleta a bailar en los merenderos de las afueras. Pero dejémoslo así. Yo le llamaré al primer bar que hay a la derecha en la avenida que está frente al casino; la avenida de Verdón, creo. Esté usted en ese bar. Si a las cinco catorce no le he llamado, váyase de allí en un minuto. Ni antes ni después.

—¿Y los otros hombres?

—Treinta y cinco y uno, contándole a usted deben hacer treinta y seis. Menos nueve, quedan probablemente veintisiete. Póngame ocho en Niza…

Ocho en Tolón y los once restantes repartidos en tres grupos que deberán permanecer con el arma a punto en Cannes, en Fréjus… y en algún otro lugar, a elegir, a medio camino entre Hyères y Sainte-Maxime…

—Pero sólo intervendrán por orden expresa mía, mi buen Jurgen, y usted mismo respetará el plan de marcha que le indico, a menos que tenga que ir necesariamente a conquistar usted solo el imperio ruso, hasta el último copo de Siberia.

Gregor Laemmle sonríe a Hess. Evidentemente, la hipótesis de un exceso por parte de Hess no puede ser excluida. Y Laemmle no la excluye en absoluto. En realidad, le desplaza a un extremo; «hace tiempo que debería haber retirado a este loco del campo de batalla. Pero no sabía a quién dirigirme para hacerlo. La muerte de Heydrich me aisló de la retaguardia y, al final, estoy solo y únicamente me represento a mí mismo, con la gran ventaja de que Jurgen Hess no lo ha comprendido todavía; al menos, eso espero».

Escruta el rostro de Hess y sólo descubre en él una especie de terco enfurruñamiento. «Pero todo irá bien. En dondequiera que

Ella surja (y yo creo que más bien aparecerá entre Tolón y Marsella), los doce o quince hombres de Soëft estarán en el lugar antes que Hess. Todo irá bien…».

—Ejecución, Hess.

Laemmle ve partir el destacamento hessiano y luego arroja al suelo helado lo que queda de café. Siente unas ligeras ganas de vomitar. Y no es a causa del espantoso brebaje. Pero de nuevo es presa de una de sus crisis, consecuencia y prolongación lógicas de su exaltación de Grenoble, cuando hablaba con Joachim Gortz. Con una indiferencia que se diría crítica, advierte que cada crisis, en los últimos tiempos, es más intensa y más dura que las anteriores. En cierta época, ya muy lejana, esperaba poder odiar a alguien o a algo más de lo que se odia a sí mismo. Esta esperanza se ha extinguido hace tiempo.

Vuelve al Delage, sube a él y se envuelve en otras dos mantas.

—¿Duermes, Thomas?

No hay respuesta.

Es un puro milagro si ha podido dormir un poco después de la salida de Grenoble. No confía en conciliar el sueño. El Delage avanza en una noche bastante clara. Él contempla el Niño dormido y se entrega por un instante a esa ternura para él tan nueva…

De la cual espera lo peor.

Nace el día. Thomas desayuna en la orilla de la carretera, en un lugar muy bonito y desierto. Un momento antes de detenerse, ha visto un indicador que anunciaba «Saint-Paul-de-Vence». Él no sabe en absoluto dónde está. Esto se parece un poco a Provenza, quizás es Provenza.

—Háblame de ese tirador invisible, Thomas…

Thomas come. Tiene hambre. Desde ayer se encuentra mucho mejor. Ha reflexionado bien sobre las últimas palabras que

Ella ha dicho en el teléfono: que debía tener confianza en

Ella, dejarla obrar. «Tendría que haber pensado antes en ello; soy horriblemente estúpido.

Ella no se dejará capturar por el Hombre de los Ojos Amarillos; seguramente ha encontrado un truco, una estrategia. Tengo que esperar y estar tranquilo».

—No eres muy charlatán, Thomas.

Ya hace diez minutos por lo menos que el Delage blanco se ha inmovilizado en el arcén. El chófer y Soëft han descendido; en un hornillo de alcohol han preparado leche, chocolate suizo (de marca), pan, mantequilla y confituras alemanas. El chófer ha puesto un mantel sobre el capó todavía tibio. «A la mesa, Thomas», ha dicho el Hombre de los Ojos Amarillos, y ha descendido a su vez y ahora está desayunando. Parece una comida campestre.

—¿Crees tú realmente, Thomas, que ese amigo tuyo que tira tan bien ha podido seguirnos? Yo pienso que no. Creo que ha perdido nuestro rastro. Hemos estado dando vueltas y más vueltas durante toda la noche… Pensemos un poco: yo diría que él va en motocicleta. Pero nosotros hemos vigilado las motocicletas, y ninguna nos seguía. ¿Dónde puede estar? ¿Se habrá quedado en Grenoble?

Como si Thomas buscase realmente a Miquel (y eso, naturalmente, no es posible; no le busca, por dos razones: primero porque tiene la absoluta seguridad de que Miquel está en alguna parte de las cercanías, y después, porque no serviría de nada buscarle: si ves a Miquel es porque él quiere que le veas, eso es todo), mira a su alrededor. Laemmle ha elegido el lugar para detenerse: desde allí se ve una extensión de dos kilómetros, y ni siquiera Miquel podría acercarse sin ser visto (aunque…), y, además, están todos los matones de Soëft, que vigilan muy atentamente.

—¿Quieres otra tostada, Thomas?

—Sí, por favor; gracias, señor.

Son las primeras palabras que pronuncia desde que le dijo al Hombre de los Ojos Amarillos que le mataría.

—Has de reconocer que he mejorado notablemente haciendo las tostadas.

—Estoy de acuerdo, señor. Están muy bien.

Que le mataría. Y hablaba de verdad. Ahora sabe incluso cómo; «no sé cuándo, pero sé cómo. Los Tres Mosqueteros, que hacen matar a

Milady (aunque

Milady es una mujer, la mujer de Athos), van en busca de un verdugo. Yo ya tengo uno. Tengo a Miquel. En el parque de la isla Verte…».

—¿Puedo tomar un poco más de chocolate, señor, por favor?

«En el parque de la isla Verte habría podido decir a Miquel que rompiese la cabeza a Laemmle. Pero eso habría sido estúpido. Si lo hubiese hecho, sería Hess quien me vigilaría ahora, y esto sería distinto. No, era mejor hacerlo con la manzana… ¡Qué miedo pasó Laemmle! Evidentemente, sabe que Miquel existe, pero eso no importa; incluso es mejor…».

—Quisiera hablarte, Thomas.

«¿Por qué se expresa en voz tan baja, como si no quisiese que Soëft y el chófer le oyesen? Finge ser amigo. ¡Está visto que cree que soy idiota! Sabe que puedo matarle cuando yo quiera y tiene miedo, eso es todo».

—Mañana, Thomas, tú y yo veremos a tu madre. Ha sido

Ella la que ha decidido las modalidades de la cita. Yo he aceptado su oferta. Aunque esto no depende de mí, todo irá bien, quiero que lo sepas; he hecho todo lo que he podido. ¿Me crees, Thomas?

«No le respondas en seguida…».

Thomas baja la cabeza, y finge contraer el rostro como si estuviera a punto de llorar.

—¿Thomas?

La voz del Hombre de los Ojos Amarillos es notablemente suave.

—Quisiera que me creyeses, Thomas. Si yo no hago lo que voy a hacer, otros lo harán, y tu madre y tú…

El hombre de los Ojos Amarillos no termina su frase y esta vez finge estar muy triste. Thomas le mira fijamente y toma la nueva tostada que él le tiende. Piensa: «Le diré a Miquel que no le mate de un tiro, sino muy lentamente, para que sufra mucho y largo tiempo».

—No me han traído mi chocolate, señor —dice.

—Preferiría que no saliese afuera —dice Catherine Lamiel—. Es usted demasiado americano y le advertirían en seguida.

—¿Quiénes?

—Nadie en particular, naturalmente.

La muchacha se esfuerza en sonreír.

«Sin duda estoy nerviosa».

Deben ser las nueve de la mañana. Una gran luz comienza a entrar por el ventanal que domina la rada de Tolón. Quattermain bebe de pie su segunda taza de café. Ha dormido poco esta noche, se ha levantado y ha ido a la cocina y a la sala de estar, con los pies descalzos, que las baldosas rojas del suelo han helado en seguida. Ha estado a punto de llamar a la puerta de Catherine Lamiel, pero se ha abstenido. Siempre ha sido tímido con las mujeres, y si lo piensa, apenas recuerda haberse acostado con ninguna de ellas por su propia iniciativa: más bien han sido ellas las que lo han decidido.

Oye que alguien va y viene detrás de la puerta y, cuando se vuelve, la descubre vestida con un abrigo sencillo, casi modesto. También un sombrero encaramado sobre su peinado alto, y unos zapatos de suelas compensadas con corcho, poco agradables a la vista.

Catherine dice que debe salir y que no está segura de volver para almorzar.

—Hay pan y un pollo frío.

—Muy bien. ¿Y si suena el teléfono?

—Nadie sabe que estoy aquí. Déjelo que suene.

Catherine se va por el sendero de tierra; justo en el momento de desaparecer entre los pinos, se vuelve. Este movimiento apenas esbozado produce en Quattermain una impresión extraña. ¿Temía ella que la siguiese? «Estoy desconcertado, eso es todo. No sólo he cambiado de continente, sino que también he entrado en una historia de la que me han contado lo menos posible. Y que es muy poco».

Se pasea un momento por la casa, que es muy vulgar, aparte de tres docenas de libros en una esquina y unas fotos en tres o cuatro marcos. Catherine Lamiel aparece en ellas en compañía de personas desconocidas. El rostro que aparece con más frecuencia es el de un hombre bastante guapo, de alrededor de treinta años, con cabellos pegados y anchos hombros, sonriendo de buen grado al objetivo: «Su marido, tal vez».

Quattermain abre unos cajones, con ese placer perverso de las violaciones de domicilio y de vidas privadas. Encuentra otras fotos, especialmente en un álbum de tela. Muestran a una Catherine Lamiel bastante más joven, incluso infantil, en compañía de una adolescente que debe de ser Sophie. Los paisajes son los de África del Norte; se reconoce Marrakech.

Ningún retrato de Maria en ninguna parte. «

Ella nunca aceptó que la fotografiase, incluso me lo había prohibido».

Acaba registrando la habitación de Catherine, no sin haber cerrado con llave previamente la puerta de la casa. Se da como pretexto esa casi certidumbre de que no ha cesado de mentirle, aunque fuese por omisión, desde su encuentro en Marsella.

Nada.

Y nada tampoco, sólo los vestidos de repuesto, en la maleta que llevó la víspera. Aparte, tal vez, de un mapa de carreteras de la región de Tolón hasta la frontera italiana. El mapa está doblado de tal modo que sólo es visible —un centímetro para dos kilómetros— la zona costera entre Hyères y Fréjus; en el centro está la comisa de los Maures y esa gran península situada entre Sainte-Maxime y Cavalaire. «Si es un indicio, es insuficiente».

Pasa una hora y luego otra. Quattermain ha vuelto a sentarse delante del ventanal y lamenta no disponer de unos prismáticos para examinar esos enormes barcos anclados: «¿Qué diablos hacen ahí, tan tranquilamente amarrados, esos acorazados franceses, en un país que ha perdido la guerra?».

Le asalta la impaciencia. Y el deseo de tomar un poco el aire, de salir, de hacer cualquier cosa para no permanecer encerrado en esas cuatro habitaciones, donde sólo puede dar vueltas en redondo. Pero con su abrigo cortado en Londres, se arriesga a no pasar inadvertido en Tolón. Acordándose del contenido de un armario, encuentra en él un impermeable, ciertamente un poco corto para él, pero que le hará parecer un poco más francés.

Deja su sombrero y sube a su coche.

Precisamente porque está acechando a Catherine Lamiel, advierte un movimiento en el retrovisor. Le parece que, después de arrancar el Ford, cuando éste entra en la carretera, un hombre cruza corriendo el camino. Quattermain desciende hacia Tolón y sus sospechas se confirman: le siguen claramente. Dos hombres en un automóvil.

Estaciona el coche, un poco al azar, en una pequeña plaza donde hay un quiosco de música y comprueba que sus seguidores hacen lo mismo.

Sin embargo, su actitud es tan natural que se pregunta si no es víctima de nuevo de una pequeña paranoia. Tanto es así que, al recorrer después las estrechas calles de la ciudad, no ve a nadie que vaya detrás de él. El azar también le hace pasar por delante de una tienda de instrumentos náuticos. Entra en ella y compra unos prismáticos, los más potentes que encuentra. El gran fajo de billetes de cien y de mil francos que extrae de su bolsillo para abonar su cuenta hace que el comerciante levante las cejas. «Realmente, lo estoy haciendo todo para hacerme notar». Le explican que necesita el papel necesario para el embalaje y él compra entonces una pequeña bolsa de tela, en la cual guarda los prismáticos.

—¿Americano?

El comerciante, al darle la vuelta, ha bajado la voz. Quattermain vacila y, luego, responde que sí.

—Eso está bien, muy bien —dice el comerciante.

Quattermain está asombrado. «¿Qué es lo que está bien? ¿El hecho de que sea americano?». Desciende hasta la base naval militar, pero no se atreve a sacar sus prismáticos por temor a que le tomen por un espía. Marcha sin rumbo, subiendo otra vez hacia el centro de la ciudad. Comienza a tener hambre. En una avenida bastante ancha, bordeada de cafés y cines, descubre un restaurante donde le reclaman unos cupones. Él no los tiene. Dice que es extranjero. Se encogen de hombros, con aire de pensar que eso es un problema suyo. ¿Cómo comer en Francia cuando se es extranjero? Continúa a lo largo del bulevar, y he aquí que la cosa comienza de nuevo: alguien le alcanza y se coloca a su altura.

—Le he oído hablar en el restaurante hace un momento. ¿Es usted americano?

—Sí. Espero que eso no esté prohibido.

El hombre le abraza (a pesar de la diferencia de estatura) y falta poco para que le bese.

—Quería decirle que ha hecho usted bien.

—Ya —dice Quattermain, inseguro.

—¿Quiere usted comer? Vaya a casa Mado, en la plaza de Puget, y pregunte por la propia Mado. Con o sin cupones, ella le dará lo que tenga.

El hombre le asesta tres nuevas palmadas en la espalda y se va. «Mi popularidad aumenta aquí de segundo en segundo. ¿Pero dónde está la plaza de Puget?». Una mujer le informa, sonriéndole, sobre todo después de haber oído su acento. «Decididamente, el hecho de ser americano es lo que me hace tan popular. Es curioso. La última vez que estuve en Tolón no noté tanto entusiasmo».

Mado mide ciento cincuenta centímetros y casi pesa otros tantos kilos:

—Venga.

Come.

Le conduce a la cocina, desembaraza una esquina de la mesa y le hace sentarse a ella:

—Tengo filete

mignon y pisto nizardo. Y puedo hacerle unas patatas fritas; ¿le gustan?

—Sueño con ellas —dice Quattermain. Que piensa: «Sueño».

—Hablo inglés,

I speak english very good. ¿Y cuándo volverá usted por aquí?

—Todos los días, si usted insiste.

Y la mujer le asesta un codazo amistoso en las costillas:

—Agente secreto, ¿eh? Pruebe este pisto.

Al minuto siguiente, se entera de que unas fuerzas armadas angloamericanas han desembarcado en África del Norte, en las primeras horas de este 8 de noviembre de 1942.

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