Daddy

Daddy


Daddy

Página 14 de 36

Quattermain es por naturaleza indolente y tranquilo, pero de todos modos… Si en este mismo instante no hubiese tenido ya la boca llena, habría expresado su sorpresa. Finalmente, no rechista. Por el momento, no ve en ello nada que pueda modificar su situación personal. Termina de comer y quiere pagar, pero Mado se niega a cobrar. Sale e, intentando volver a su coche, llega a una gran plaza dominada por la prefectura marítima, en el minuto mismo en que un grupo de oficiales alemanes suben a unos coches con banderín. El sentimiento de un peligro, hasta entonces bastante vago, crece repentinamente en él. Averigua dónde está Correos y, una vez allí, pregunta y obtiene el número de teléfono del consulado de los Estados Unidos en Marsella. Callaghan está ausente, pero un tal Pillsbury se pone al aparato: «¿El señor Quattermain? ¡Bob Callaghan estaba esperando que usted le llamase! Tengo un mensaje para usted: las relaciones diplomáticas entre Washington y Vichy quedarán rotas en las próximas horas; todo el personal diplomático norteamericano debe abandonar el territorio francés, con destino a España. Bob le propone que se vean en uno de estos tres lugares: bien aquí mismo, en el consulado, antes de mañana a las nueve horas; bien en Nîmes, en el departamento del Gard, hotel del Cheval Blanc, plaza de las Arenes, o bien directamente en el puesto fronterizo del Bolou. Bob insiste en que usted nos acompañe».

La pregunta viene a los labios de Quattermain (¿qué pasará si se queda en Francia?), pero prefiere no hacerla. «Ya lo sabes: esperarás a Maria y a su hijo. Entonces, ¿para qué?». Y, además, podrá tener tiempo de hacerlo todo. El intercambio, si es que hay intercambio, tendrá lugar dentro de unas veinte horas. «Tendré tiempo de ir a Nîmes, y en el peor de los casos, al puesto fronterizo».

Al fin encuentra su Ford. El coche de los dos hombres, que parecía seguirle, ya no está allí. «Me lo he imaginado, evidentemente».

La villa de las alturas de Tolón está vacía. No se ve ningún signo de que Catherine Lamiel haya regresado en su ausencia. Durante mucho tiempo recordará esas horas pasadas entonces, sentado ante el ventanal que se abre sobre la rada tolonesa, a veces leyendo, a veces jugando con sus prismáticos. A lo sumo sostiene, sin gran convicción por otra parte, un debate esporádico consigo mismo: «Siempre he sabido lo que iba a hacer», dirá más adelante a Laemmle.

Catherine Lamiel regresa a las siete, bastante después de haber caído la noche. Él ha oído el ruido de un motor. Está fuera y la ve descender de un Peugeot negro. Lo ha estacionado, no junto al Ford, sino en la parte baja del camino, con el capó orientado hacia la carretera. Quattermain se apresura a entrar en la casa y, reprochándose un poco lo que él considera una chiquillada, finge estar absorto en la lectura de las

Dames au chapeau vert, de Germaine Acremant. Ella aparece en el umbral de la puerta y Quattermain advierte un grado suplementario en la tensión casi desesperada de su rostro. «Voy a hacerle la cena», dice ella. Él se reúne con ella en la cocina: «¿Puedo ayudarla?». Quattermain espera su comentario sobre el hecho de que no había tocado la comida del mediodía, pero ella apenas se preocupa por ello, acaparada por sus propios tormentos.

—¿Está segura de que no tiene nada que decirme?

—Muy segura.

Le prepara maquinalmente una tortilla sin que se le ocurra la idea de mirar el horno, donde el pollo asado sigue todavía. Le ayuda a preparar la mesa y, por primera vez en su vida, trata de lavar la vajilla. Pero ella dice que mañana vendrá alguien, una mujer, que se ocupará de la casa.

La muchacha parece extraordinariamente cansada o, más bien, con los nervios destrozados.

—Me esperará usted aquí, ¿verdad?

Él asiente.

Ella se queda un momento delante del ventanal y luego le ruega que la perdone: mañana por la mañana debe levantarse muy temprano.

—Haga usted lo que quiera, como si yo no estuviese aquí —dice él.

Él mismo va a acostarse poco tiempo después, dejando abierta la puerta de su habitación. Se despierta por primera vez a eso de las dos, y consigue dormirse de nuevo, después de treinta minutos, dedicados esencialmente a hacerse esta pregunta: ¿por qué Catherine Lamiel, que no puede ignorar la noticia, no le ha hablado del desembarco en África del Norte? «Porque en las circunstancias actuales, el acontecimiento le parece secundario. Ésta es una primera respuesta».

Pero después, encuentra otra.

Que acaba de convencerle, si es que no estaba ya absolutamente decidido: a la mañana siguiente espera que ella se haya ido, a pie (pero como sale detrás de ella, oye arrancar el motor del Peugeot).

Deja que transcurran dos o tres minutos, coge su pasaporte y el pasaporte a nombre de Thomas David Quattermain, más todo el dinero de que dispone: alrededor de cuarenta y cinco mil dólares, algo más de treinta mil francos suizos y doscientos mil y pico francos franceses obtenidos en Ginebra.

Hay, ciertamente, muy poco tráfico, pero de todos modos circulan algunos vehículos. Recorre varios centenares de metros sin advertir nada especial detrás de él, y las extrañas sospechas que le han asaltado durante la noche le parecen injustificadas.

Es entonces cuando el coche aparece, con los dos hombres de la víspera. Los ve pasar, menos de treinta segundos después de haberse detenido, de ocultar el coche en una callejuela y de echar pie a tierra para comprobar si es o no seguido.

Lo es: durante los tres o cuatro segundos en que ve sus rostros, los dos hombres parecen muy sorprendidos y quizás inquietos por su desaparición.

Su coche se aleja lentamente, y luego acelera, probablemente porque su conductor considera que él ha aumentado su velocidad.

Quattermain, entonces, se pone de nuevo al volante. Da media vuelta y, en lugar de tomar la dirección de Marsella, se dirige hacia el este, hacia Hyères y Fréjus, tras decidir jugárselo todo, de acuerdo con la manera en que el mapa de carreteras estaba plegado en la maleta de Catherine Lamiel.

Son las ocho y cuarto.

El Delage blanco, que ha salido a las ocho en punto de Menton, rueda ahora (Gregor Laemmle consulta una vez más su reloj)… desde hace cincuenta y nueve minutos y ha recorrido sesenta y tres kilómetros, según marcan a la vez el totalizador del tablero de mandos del coche y los hitos kilométricos; al fin entra en Cannes.

—Vamos ligeramente adelantados con respecto a nuestro horario, Soëft. Vamos a detenemos y a esperar. No, aquí mismo no, un poco más adelante, en la Croisette. Pararemos frente al hotel Majestic.

«Y aprovecharé la ocasión para comprobar que el bueno de Jurgen Hess respeta mis órdenes, en lugar de oponerse a ellas, con su malignidad habitual. Es absolutamente capaz de seguirme a quinientos metros, en lugar de los quince kilómetros que yo le he fijado…, habida cuenta de que sesenta kilómetros por hora hacen un kilómetro por minuto. Como me decía ayer mismo, soy nulo en aritmética».

Gregor Laemmle está sentado en el asiento trasero del Delage blanco. El Niño está a su izquierda, es decir, en el lado del mar, y la manilla de la portezuela correspondiente ha sido retirada: es una idea de Soëft. El propio Soëft conduce el automóvil, con una pistola muy grande sobre los muslos, una pistola ametralladora posada en el asiento vecino y disimulada con un periódico, y un tercer trabuco colocado a su izquierda, contra la portezuela. Está armado como un general mexicano que se prepara para un pronunciamiento.

Parece ser que también hay granadas en alguna parte. «Si le hubiese dejado hacerlo, habría traído un cañón. Es un muchacho muy concienzudo».

El Delage avanza por la Croisette, llega a la altura del Majestic y se detiene. Gregor Laemmle sonríe al portero del hotel, que ya se ha adelantado, y le hace signos de que no, de que es inútil que se moleste. Gregor Laemmle se encuentra en un estado extraño, casi febril. La cosa no tiene nada de sorprendente teniendo en cuenta que espera ver aparecer un Hispano negro y plateado, pilotado por una mujer, el uno y la otra perseguidos por él desde hace unos cuarenta y ocho meses.

—No pares el motor, Soëft.

Se vuelve y, mirando hacia atrás, busca señales de vigilancia a todo lo largo de la avenida rectilínea que bordea el mar. No le sorprendería demasiado ver aparecer a Jurgen Hess y a tres docenas de sus bebedores de sangre.

Pero no.

«Esto no es un sueño extraño y penetrante, Gregor Laemmle; tu búsqueda termina, se acabará en las horas siguientes: o verás aparecer el Hispano con

Ella al volante, o

Ella habrá hallado el medio de matarte sin que el amable Soëft mate al hijo. Y entonces, bajo la condición expresa de que esté aún vivo, te encontrarás frente a ti mismo (perspectiva espantable), con la desesperación que producen los sueños realizados».

Sigue observando la Croisette por el cristal trasero, y salvo una camioneta con gasógeno que también está parada, cuatrocientos metros más atrás (un hombre ha descendido de ella y ha ido a llevar un paquete a una villa), no ve nada que valga la pena. «¿Me habrá obedecido Jurgen Hess? ¡Un verdadero milagro!».

—Tres minutos —anuncia Soëft.

Gregor Laemmle abandona su vigilancia, que además le hace daño en el cuello. Su mirada se dirige hacia Thomas. Éste está inmóvil, con las manos blandamente posadas sobre sus rodillas desnudas, y contempla el mar con unas pupilas apenas abiertas.

—Sigamos, Soëft.

El Delage avanza de nuevo. Cincuenta y dos minutos más tarde, atraviesa Saint-Aygulf y ya sólo está a una veintena de kilómetros de Sainte-Maxime. Se encuentra en uno de los lugares del recorrido donde, según Gregor Laemmle, algo puede producirse; cree más en el macizo de los Maures que en el del Esterel: el Hispano dispondría allí de un mayor número de itinerarios de repliegue, gracias a las carreteras secundarias. Pero lo cierto es que él había creído que

Ella surgiría en el mismo Menton —se equivocó— y todavía cree que

Ella eligió con preferencia la zona comprendida entre Tolón y Marsella, o, dicho de otro modo, los alrededores de Sanary.

Porque está absolutamente convencido de que

Ella va a aparecer, en un momento cualquiera de esta lenta progresión entre la frontera italiana y Marsella, por la orilla del mar, donde hay más de setecientos lugares posibles, sin contar el mar mismo.

No se atreve a mirar demasiado al Niño.

Y, sin embargo, con el rabillo del ojo, advierte el cambio de actitud: a cada kilómetro recorrido, la tensión casi imperceptible del pequeño cuerpo aumenta.

«Él también sabe que

Ella va a venir».

Son casi las diez cuando Quattermain descubre al fin a Catherine Lamiel.

Desde su salida de Tolón, ha avanzado a una velocidad loca. Ha cruzado Hyères como un obús. Y lo mismo ha ocurrido en la aglomeración siguiente, llamada La Lande o La Londe (no ha tenido tiempo de verlo). Ha acabado por encontrarse delante de una bifurcación importante: suponiendo que el Peugeot negro haya pasado por aquí, ¿habrá tomado la izquierda o la derecha? En un principio, sin demasiadas razones, él ha elegido el camino de la derecha.

Ha avanzado así por la comisa de los Maures, con la cabeza llena de recuerdos (estuvo aquí con

Ella), y a partir de entonces los motivos de su elección le parecen menos oscuros, tratándose del itinerario que sigue.

En determinado momento ha visto a su izquierda una pequeña carretera que sin duda asciende al bosque del Dom. Casi maquinalmente ha echado una ojeada, apenas medio segundo, y ha frenado en seguida violentamente, precipitando casi el Ford a través de la carretera. Apretando el freno de mano, con el motor en marcha y la portezuela abierta, ha recorrido a pie unos treinta y cinco metros.

El Peugeot negro de Catherine Lamiel.

El coche está situado a más de la mitad de la costanilla de acceso a una villa blanca. Él se acerca, con su largo paso contrariado por el desarreglo de su cadera, y aunque es noviembre (pero con un sol digno de mayo), Quattermain reconoce unos aromas de verano. Acercándose más, ha entrado bajo un arbolado del otro lado de la carretera, a unos diez metros de la casa y, a través de la vegetación, ha seguido con la vista a la muchacha, que va acompañada por un hombre de elevada estatura, rubio, con aire imperioso, que habla con una fría seguridad. (Dice que él quiere que ella venga y que, por otra parte, ella no puede elegir).

Catherine, hasta entonces vista por detrás, se da la vuelta y Quattermain puede distinguir su rostro infinitamente torturado. Un ruido de portezuelas que golpean. «Se van». Él se aleja en seguida y, bajando precipitadamente por una senda que hay entre los pinos, llega hasta el Ford, se pone de nuevo al volante y arranca. Tres o cuatrocientos metros más allá encuentra lo que buscaba: un camino minúsculo, pero acodado como conviene. Se adentra en él, quedando fuera de la vista de la carretera. Una ojeada al mapa: «O bien prosiguen por este camino comarcal indicado como muy sinuoso o bien pasan por debajo de mí y yo les sigo. Pero ¿por qué tengo el presentimiento de una catástrofe?».

Dos minutos y el silencio. «Bueno, habrán ido por la comarcal; o peor todavía, están en camino hacia Hyères». Pone la marcha atrás.

Suspende su gesto: un coche acaba de pasar al fin y es el Peugeot. «Calma». Cuenta hasta veinte y da marcha atrás; luego arranca.

Demasiado rápido. Unos kilómetros más allá, debe aminorar la marcha y se avergüenza: se ha acercado demasiado a la salida de una curva y, durante unos cuantos segundos, se ha puesto al descubierto, lo que le ha permitido incluso comprobar que Catherine Lamiel, aunque no está ya al volante, va acompañada, no solamente por el hombre rubio, sino también por otros dos.

El seguimiento se prolonga. Dejan atrás el Rayol, y después Cavalaire, indicados por unos letreros. Quattermain reduce aún más su velocidad; el trazado algo menos atormentado de la carretera le obliga a aumentar la distancia entre el Peugeot y él.

Adelanta a su vez a un gran camión cargado de madera, justo a la salida de algunas casas de La Croix-Valmer, y por el momento no descubre nada extraordinario en su presencia. Son algo más de las nueve y media de la mañana, el cielo está azul, sin una nube, y se levanta el viento.

Tres kilómetros más (el camión cargado de madera parece haber acelerado su marcha y le sigue a cuatrocientos metros) y así llegan a una encrucijada donde unos indicadores señalan que Saint-Tropez está a la derecha, Cogolin a la izquierda y Sainte-Maxime y Fréjus directamente en la misma carretera.

Es entonces cuando otros dos camiones entran en el campo de visión de Quattermain; van también cargados con troncos de madera, muy mal escuadrados.

«Esta concentración de camiones no me dice nada que merezca la pena».

Sigue bastante tranquilo, pero es evidente que la angustia asciende constantemente en él. Aunque el sentimiento que le domina sea finalmente el de curiosidad.

Pasa a su vez la encrucijada…

Y bruscamente se detiene, al abrigo de un seto de carrizos: otros tres coches particulares han salido al encuentro del Peugeot, que se ha detenido inmediatamente. Está a seiscientos metros de un terreno poco boscoso y casi llano.

Quattermain abre la portezuela y echa pie a tierra. Orienta sus prismáticos: diez, quince hombres están en asamblea, con el alto hombre rubio en el centro de la reunión, de la que evidentemente es el jefe; con las manos en los bolsillos laterales de su chaqueta cruzada, habla, al parecer, con cierto desprecio.

Los prismáticos buscan y encuentran a Catherine Lamiel: está apartada, ha bajado del Peugeot, pero se apoya en él; llora.

Quattermain baja sus prismáticos; luego los lleva de nuevo a sus ojos, describiendo con ellos un ancho movimiento panorámico. Según el mapa, tiene que haber, a unos mil doscientos metros, otra encrucijada, pero él no la distingue: le quitan la vista unas líneas de cipreses u otros setos de carrizo. Los tres camiones que tiene tras él se han inmovilizado; cada uno de ellos transporta dos hombres y ocupa una carretera.

Pero además hay un cuarto camión a la izquierda.

… Y un quinto enfrente, más allá del grupo del hombre rubio.

Y todavía hay otros dos, lejos, en las alturas, casi invisibles en el bosque en que están apostados.

«Y nada impide que haya más. He descubierto la trampa casi sin saber cómo».

Toma el mapa, lo examina y la evidencia le salta a la vista: esa encrucijada que no ve tiene que ser la de Saint-Pons-les-Mûres: a partir de allí se organiza un entrelazamiento de pequeñas carreteras y caminos forestales que corren a través del muy boscoso macizo de los Maures. Alguien que quisiera acercarse o, por el contrario, huir de allí, podría elegir entre ocho o diez itinerarios diferentes, con la posibilidad de escapar en todas direcciones…

Sobre todo si los camiones desparraman o no su cargamento de troncos para cerrar las carreteras.

Y también habría la posibilidad de servirse de toda esa red de escapatorias como de una añagaza para camuflar una huida por el mar.

Un instante.

Quattermain avanza algunos metros y orienta de nuevo sus prismáticos, esta vez hacia el fondo de ese pequeño golfo que el mapa denomina Saint-Tropez; en efecto, una gran lancha motora se encuentra amarrada allí. Parece lo bastante potente para escapar a veinte o treinta nudos, y le serían suficientes unos cuantos minutos para arrancar y perderse en alta mar.

Quattermain no tiene ni la menor idea de lo que puede hacer. Por otra parte, no está muy seguro de querer hacer algo.

Recorre con sus prismáticos el macizo forestal que tiene enfrente: tres o cuatrocientos metros de altitud todo lo más, pero aparentemente inextricable. A partir de ese momento se le ocurre la maniobra: ganará altura en un punto cualquiera, por ejemplo en la región que está encima de Grimaud.

Incluso un poco más al norte.

Toma de nuevo el volante, accionando el embrague y el acelerador para amortiguar todo lo posible el ruido del motor. Regresa a la encrucijada de las carreteras nacionales y gira por primera vez a la derecha, hacia Cogolin.

Pasa junto a un camión inmóvil, cuyos dos ocupantes le miran sin reaccionar.

Gira una vez más a la derecha.

Son las nueve y cincuenta y tres de la mañana.

—La furgoneta está detrás de nosotros —dice Soëft.

Gregor Laemmle se vuelve y reconoce el vehículo que ya había visto en la Croisette, y que entonces no le había inspirado ninguna desconfianza. Un solo hombre visible, pero nada impide que haya otros ocultos en la parte trasera: «Queda por saber quiénes son esas gentes; si son exploradores de Jurgen Hess, que se ha excedido siguiendo mis órdenes, o son exploradores de

Ella…».

El Delage acaba de salir de Saint-Maxime y avanza hacia el sudoeste, con el mar a la izquierda y unas colinas muy boscosas a la derecha. Según el mapa colocado sobre las rodillas de Gregor Laemmle, la próxima aglomeración sería Beauvallon. Después vendrá algo deliciosamente campestre en cuanto al nombre: Saint-Pons-les-Mûres. Después de lo cual habrá que girar a la derecha, hacia Le Croix-Valmer y la cornisa de los Maures, que a él, Gregor Laemmle, le gusta mucho: veinte años antes residió todo un mes en Rayol-Camadel, con Chère Mère y su familia.

Considera su mapa, todavía con la ternura de esas reminiscencias, y algo le asalta de pronto, en una brusca descarga de adrenalina que casi le hace temblar las manos.

«¿Tendré miedo, después de todo? La cosa sería inaudita».

Desde luego que no. Seguramente es otra cosa. La fiebre de la caza, por ejemplo. Salpimentada de esa sensación, extraña en un hombre tan lúcido como él, de no saber muy bien lo que realmente espera. En resumidas cuentas, está deseando que

Ella aparezca, a la vez que espera que continúe siendo mítica. «Esto no es un sueño divertido, sino un misterio insondable que te rodea en el aire a los más de cuarenta y cinco años de vida».

Y, en efecto, acaba de ser asaltado por una certidumbre casi total:

Ella está ahí.

¿Cómo no lo ha advertido antes? El mapa es seguro: indica una disposición de carreteras, a buen seguro ideal, con ese golfo de Saint-Tropez en el embudo y todo ese bosque detrás, ofreciendo una posibilidad de huida casi infalible.

Levanta los ojos en el mismo segundo en que Soëft acaba de adelantar a un gran camión cargado de madera en troncos.

—Cuidado, Soëft; creo que ya estamos.

El Delage se cierra, una vez terminado su adelantamiento. Una casa o dos se perfilan delante de ellos, todavía bastante lejos.

«Estoy realmente febril», piensa Gregor Laemmle.

Los segundos corren.

—¡Detrás! —grita de repente Soëft, a la vez que saca su pistola ametralladora.

Gregor Laemmle se vuelve de nuevo, a unos doscientos metros más atrás, el enorme camión cargado de madera está triturando literalmente la furgoneta.

«¡Estaba seguro: es ahora!».

De pronto, la carretera se separa del mar y aparece una encrucijada.

—¡Cuidado, delante de nosotros! —grita Soëft.

Y el espectáculo estalla ante el rostro de Gregor Laemmle, bastante más claro que todos los sueños que ha podido tener en cuatro años.

Lo ve y casi no da crédito a sus ojos.

Pero es él: no pueden existir dos como él, inmóvil en el arranque de una pequeña carretera, de un camino forestal, deslumbrante bajo el sol, de una belleza sombría y como vibrante, en el centro de ese estuche de verdor y sobre la tierra ocre de la pista: el Hispano plateado y negro.

Quattermain marcha muy lentamente. Ya no sabe exactamente dónde está, en el rigor de las alturas que dominan Saint-Pons. Recorre todavía cien metros, a lo sumo, y llega a una bifurcación. Un letrero indica que Plan-de-la-Tour está a la izquierda, y otro…

Frena bruscamente: un hombre acaba de surgir de un talud; está armado y apunta con un fusil.

Cinco segundos.

Después, el hombre levanta el fusil y hace una señal: «Adelante».

Quattermain avanza.

Llega a su altura y una nueva señal: «¡Vamos! ¡Pase!».

Quattermain gira a la izquierda. Ve en su retrovisor que el primer hombre armado se reúne con otro.

Un recodo le oculta lo que sigue.

Progresa.

Se detiene, todavía muy inseguro: «Esto no tiene sentido».

Desciende del coche y regresa a pie a la bifurcación, que está desierta. Considera la segunda carretera. No hay señales de ningún asfalto, es más bien una pista de tierra ocre, arrugada.

Donde, sin embargo, se dibujan unas huellas de neumáticos. Todavía están frescas.

«Realmente no tiene ningún sentido. Vas a hacer que te disparen como a un conejo sin beneficio para nadie, y en América se volverán locos tratando de comprender por qué has muerto en Francia en noviembre de 1942».

Se adentra por la pista en que han querido apartarle (ya no es visible ningún centinela). La pendiente aumenta muy pronto. En el bosque reina un silencio irreal. Un recodo tras otro y, súbitamente, el bosque se entreabre, en un estallido de luz y de colores.

Quattermain se queda inmóvil. Bajo él, en la parte baja, más allá de tres o cuatro zigzags del camino de herradura, descubre un espectáculo que le deja estupefacto.

Ve un coche blanco, un Delage, que rueda unos últimos metros y se detiene…

A treinta pasos todo lo más, frente a frente, de un Hispano-Suiza plateado y negro, extraordinariamente brillante bajo un sol muy blanco.

Y lo apabullante no es únicamente la confrontación de esos dos automóviles. Hay también esos movimientos convergentes que se producen y la maniobra concertada, en un radio de trescientos metros, de un número casi increíble de hombres a pie o a bordo de otros vehículos, en progresión lenta y como reptiliana.

El Hispano-Suiza constituye su punto de convergencia.

Quattermain dirige sus prismáticos hacia el Hispano. Una mujer morena, de la que sólo ve la espalda, sujeta el volante con sus dos manos enguantadas; a su izquierda está sentado un hombre, y su perfil anguloso, sus gruesas manos nudosas que sostienen un arma, no dejan lugar a ninguna duda: es Javier Coll.

Quattermain busca después el Delage: el hombre con rostro de mujer que va delante apenas le interesa.

Pero se siente fascinado en cambio por el niño, al que ve por primera vez, sentado en el asiento posterior, e incorporándose de pronto, en un salvaje impulso de todo su cuerpo, presa de una tensión terrible, aferrando con sus manos el respaldo del asiento que está delante de él y ensanchando hasta lo imposible sus pupilas grises.

Y gritando.

El grito llega a Quattermain, que se estremece, pero es también como una señal esperada, porque en ese momento estallan los primeros disparos.

—Voy a bajar, Soëft —ha comenzado a decir Gregor Laemmle. Tenía ya la mano en la manilla de la portezuela cuando el Delage rodaba todavía: la acciona, a la vez que observa con el rabillo del ojo el movimiento que hace Soëft al apuntar el cañón de su arma a la frente del Niño. Gregor Laemmle dice:

—No lo mate, Soëft. O hágalo solamente cuando yo también esté muerto.

La portezuela se ha abierto al fin y desciende del coche. Rectifica maquinalmente los posibles pliegues de su traje claro y avanza hacia el Hispano, lleno de una exaltación que no querría reducir por nada del mundo, espectador de su propia acción. Se ve y se volverá a ver incansablemente avanzando, con las manos separadas y bien visibles en señal de que no lleva ningún arma; ya ha dado diez, quince pasos, veinte tal vez, en dirección a ese rostro de mujer que distingue mal, a causa del sol que da de lleno en el parabrisas, pero que imagina, por haberlo soñado tantas veces. Sin duda percibe a su alrededor los demás movimientos que se producen, ese estrépito de chatarra, esos crujidos de planchas entrechocadas, esos clamores, esos gritos, esos aullidos, esas órdenes, y comprende su significación, a saber: que Jurgen Hess no sólo ha contravenido sus órdenes, sino que además sabía dónde tendría lugar el encuentro.

Le asalta un pensamiento: «Seguramente mataré a ese buen Jurgen por lo que está haciendo»; pero lo aparta de sí, lo mismo que relega al límite de su conciencia el primer grito del Niño que se produce tras él, y, además, los primeros disparos, el asalto cada vez más brutal de una horda en la cual identifica sin ninguna duda posible a la caterva de matones que vio ya en las alturas de Digne, cuando rechazó sus servicios.

En realidad, cree que todavía puede dominar la situación. Sólo es una simple cuestión de lógica: por fanático y estúpido que sea Jurgen Hess, no lo será hasta el punto de olvidar que hay que apoderarse de esa mujer viva; «no irá a matarla». No, él pondrá fin a todos estos absurdos.

Está a cuatro pasos del Hispano-Suiza. Sonríe y forma ya en su mente la frase que deberá decir, muy cortésmente. Da un paso más, con la más serena indiferencia para una bala que le silba en los oídos y para otras que se clavan en el suelo, a sus pies.

Un paso suplementario. Rodea el capó y saborea como buen conocedor la belleza de éste: está a punto de acariciar la cigüeña estilizada, en plata pura, del tapón del radiador. Pero siempre con la mirada fija en

Ella, todo lo que puede percibirla, y se dice que es normal que

Ir a la siguiente página

Report Page