Daddy

Daddy


Daddy

Página 17 de 36

—Sí.

—¿Sabe usted dónde?

—La pregunta es delicada.

—Según Hess, ya habrían conseguido salir de Francia. Habrían franqueado la barrera a pie. ¿Sabe usted que se ha encontrado el Ford?

Gregor Laemmle ha logrado hacer su solitario. Vuelve a barajar las cartas e inicia el difícil solitario de María Antonieta…, aunque a la pobre dama le trajera tantas desventuras el haberlo hecho; pero él no es supersticioso.

—Lo sabía usted, evidentemente —prosigue Gortz—. El coche estaba oculto cerca de Nîmes, a menos de dos kilómetros de la entrada de la ciudad. Y además hay esa llamada del teléfono… Usted sabe todo esto. Gregor: quiero al americano vivo, y hay que capturarlo en territorio francés. ¿Qué quiere usted a cambio?

Transcurre el tiempo.

—El Niño, de acuerdo —dice Gortz—. Pero necesito una buena razón para convencer a la Gestapo. Y a Hess.

»Aquella María Antonieta debía de tener la inteligencia de una tendera —piensa Gregor Laemmle—; su solitario es idiota: haría las delicias de un chimpancé, a no ser que éste fuese un retrasado mental. ¿Voy a jugar esta carta? ¿Y ahora mismo? Al jugarla, condeno al Niño a muerte, o por lo menos a la tortura, que le destrozará por completo. La cremación de su madre ya ha debido ponerle en un estado espantoso, y él mismo va a continuar ardiendo hasta el último día de su vida, y tal vez no se reponga nunca. Por lo menos será durante algún tiempo como una bomba viviente, tanto más cuanto que ha sido alcanzado en esa edad crítica en que las regulaciones de la sociedad no han extinguido o alejado todavía la crueldad de la juventud; y que además, con el entrenamiento a que

Ella le ha sometido, ha decuplicado una inteligencia que ya era fuera de lo común.

»Pero si no juegas esa carta, el buen Jurgen tendrá el placer de matarle. Por cretinismo o porque sabe lo que tú te interesas por él».

—Tengo una razón perentoria —dice Gregor Laemmle.

—Nunca he dudado que usted encontraría alguna —Joachim Gortz sonríe—. ¿Cuál?

—El Niño sabe lo que su madre sabía. Para

Schädelbohrer, el hijo vale lo que la madre. Todos esos cifrados y otros divertidos secretos bancarios que le interesaban tanto antes de que Quattermain le fascinase, el Niño los conoce.

Silencio.

—¿Por casualidad no intentará usted engañarme, Gregor?

—Vaya usted a saber —dice Gregor Laemmle, muy suave.

—Pero usted lo sabe. ¿Y desde cuándo está usted al corriente?

—Creo que lo he sabido siempre. Era pura lógica; si no fuera así, la madre no habría preparado de ese modo al hijo. Más concretamente, tengo la convicción desde que viajamos juntos en un tren, el Niño y yo. Y tuve definitivamente la certeza de ello cuando jugamos al ajedrez el uno contra el otro. Me derrotó por completo, dicho sea de paso.

El teléfono otra vez.

—Tendrá usted a su americano, esté tranquilo —dice Gregor Laemmle—. Hasta la vista, querido Joachim.

En la noche del 9 al 10, Quattermain llega al fin a Nîmes. A pie. Ha dejado al muchacho y al Ford ocultos en las inmediaciones de un puesto de caza. En las primeras casas obtiene la confirmación esperada: un furgón de la gendarmería y unas barreras filtran la circulación, que es muy poco densa; hay otros vehículos y unas motos que esperan. Es un primer indicio, pero no le satisface: tendido boca abajo, enfoca sus prismáticos. Descubre otros coches, menos oficiales éstos, dispuestos en una cadena que parece ininterrumpida. «Es una movilización general».

Encontrar un teléfono le lleva algún tiempo. Camina paralelamente a la barrera policial, impresionado por su extensión; descubre en ella ciertas debilidades, pero desconfía de ellas: tal vez se trata de trampas. «Estoy adquiriendo una sutileza terrible».

Finalmente descubre la línea telefónica. Es evidente que sale de la ciudad y parte directamente a través de los campos. Quattermain camina siguiendo el tendido.

«Veinticinco o treinta años más de entrenamiento y sería un espía perfecto».

Atraviesa tierras sin cultivar, escala taludes, salta arroyos encauzados con cemento, rodea un estanque probablemente artificial, que parece ser un depósito para el riego, y entonces se le ocurre una nueva idea.

Continúa a lo largo de la línea y encuentra una granja muy grande. De lejos, por una ventana, descubre una mesa llena de comensales que celebran algo, e incluso una novia.

Al final de una marcha de dos kilómetros, llega a la vista de otra granja. En ésta, todo está apagado. «Sin duda sus habitantes han sido invitados a la boda. Has tenido suerte». Prueba con la puerta principal, que tiene dos batientes y que al parecer da a un ancho corral interior. Pero está cerrada con llave. Una vuelta completa a las edificaciones le hace maldecir esa manía tan francesa de considerar cualquier casa como una fortaleza en peligro: en los Estados Unidos o en la Gran Bretaña, romper un cristal le hubiese bastado para entrar. Sin embargo, acaba descubriendo una ventana que, milagrosamente, no está provista de barrotes y cuya cortina cuelga de través.

Poniendo en pie la vara de una carreta, trepa por ella. En seguida se encuentra en un granero.

Y de allí, a la planta baja. Con la llama de su encendedor, ve unas velas y las enciende. Lo que hay en el interior le sorprende: la casa no está amueblada como una granja, sino más bien como una casa de campo, en la que las horcas para el heno y otras herramientas sólo sirven de decoración. Encuentra allí libros, bibelots y una reserva asombrosa de productos alimentarios: la bodega excavada en la roca está más que repleta, se alinean las conservas a lo largo de los pasillos, bajo la mesa de la cocina y hasta encima de los armarios.

Hay un despacho. Quattermain lo registra y deduce de sus investigaciones que el propietario de la casa ocupa un cargo importante en el Ministerio de Abastecimientos. El señor está casado, tiene cinco niños y un hijo mayor que es teniente del ejército y está destinado en Orán, a no ser que haya cambiado después; pero su última carta está fechada el 6 de octubre último.

Acaba su inspección en la planta baja y sale al corral interior. Los antiguos pajares han sido acondicionados como habitaciones, a excepción de un hangar y de un garaje. Allí descubre un coche. Es un Chenard-Walker muy bien conservado, cubierto por un toldo, y cuya batería ha sido sacada y colocada sobre un banco, cerca de una toma de corriente en la que está enchufada.

Instala la batería en su lugar y la pone en funcionamiento. El motor arranca en seguida. El depósito está lleno en sus tres cuartas partes.

«No pierdas el tiempo. No olvides que le has dejado solo en el Ford».

Efectúa varios viajes y llena a medias el maletero con todas las provisiones que puede: conservas y cajas de galletas, más un jamón, más media docena de mantas. Se lleva también un abrelatas, un cuchillo y, por si acaso, un rollo de cuerda. Y algunas ropas. Y todo un paquete de cupones de racionamiento.

Y dos linternas eléctricas.

Duda ante los fusiles de caza, pero finalmente los abandona. Corre.

Vuelve al despacho y se mete en el bolsillo el juego de llaves de repuesto que ha encontrado.

«Vamos allá».

Descuelga el teléfono y la operadora tarda un tiempo increíble en responderle.

—Yo no hablar bien el francés —dice él—. Soy sueco. Pido que me perdone. Quiero hablar con la policía. Pronto.

Esto tarda todavía un minuto largo. Al fin escucha una voz de hombre. Que dice que sí, que es la gendarmería, sí. Quattermain inicia de nuevo su espantosa jerga, en la que mezcla palabras supuestamente suecas («quizá no sea así, si bien se mira, pero en todo caso se parece a los borborigmos que eructaba aquella actriz con la que pasé un delicioso fin de semana en Palm Springs…»). Explica que se llama Svenson, que es de Suecia y que ha sido atacado por un hombre que ha intentado robarle su coche. Describe a su agresor y, entonces, el gendarme del otro lado del teléfono comienza a interesarse enormemente por su historia: ¿el agresor llevaba consigo un niño de ojos grises? Ya, ya —dice Quattermain—, el muchacho ser en un pequeño coche. ¿Que si puedo describir ese coche? Ya, ya, en un Tréfle Citroën, incluso ha tomado el número.

Da el número de matrícula de uno de los pequeños coches que han llevado a la boda a los invitados. Y dice que él mismo, Svenson, de Estocolmo, estará en Nîmes mañana por la mañana, a primera hora, y que se presentará en la gendarmería.

Cuelga y, a partir de entonces, actúa rápidamente. Hace salir el Chenard del corral interior y cierra con llave la puerta de doble batiente. Cuatro minutos más tarde está delante de la primera granja, en donde ahora están cantando. Desciende, se dirige hacia el minúsculo Tréfle Citroën, le empuja unos cien metros y a continuación pone en marcha el motor. Le hace rodar hasta el estanque-alberca. A veinte metros de la orilla, apaga los faros, encuentra una piedra, bloquea el acelerador, pone la primera marcha y se aparta.

En el haz de luz de la linterna eléctrica, el Citroën, casi demasiado ligero, tarda dos interminables minutos en hundirse y en desaparecer bajo las aguas.

Sube otra vez al Chenard y, cuando llega a la proximidad del refugio de caza, cree en principio que se ha equivocado: el Ford ya no está allí, en el lugar en donde le había dejado. Desciende y barre los alrededores con el pincel de la linterna. El refugio de caza está vacío. «¿Se habrá ido con el coche?». Después, el haz de luz produce un brillo de cromo. El Ford está a veinte metros.

—¿Thomas?

«¡No habría debido dejarle solo!».

—Thomas, soy yo, Quattermain.

—Estoy aquí.

El muchacho sale literalmente del suelo, levantando la especie de pequeña trampa que se ha confeccionado con unas cañas y unas hojas. «Habría podido pasar a un metro de él sin verle, incluso en pleno día».

Thomas se acerca y contempla el Chenard:

—¿Dónde lo ha cogido?

—Lo he robado.

—Ésa será una razón más para que los gendarmes corran detrás de usted.

El tono es plácido, si no es sarcástico.

Quattermain vacía el Ford y coge los bidones de gasolina. Vierte su contenido en el depósito del gran Chenard. El niño le contempla sin moverse.

—¿Habrá gendarmes esperándonos en Nîmes?

—Sí.

—¿Y los otros también?

—Sí.

—¿Ha telefoneado?

Quattermain da su informe; «no hay otra palabra; estoy dando un informe a este chiquillo».

—Sube, Thomas.

—Ha sido bastante astuto —dice el chiquillo—. Me refiero a telefonear y decir esa mentira. No

muy astuto, sólo bastante. Eso no engañará al Hombre de los Ojos Amarillos, pero a los otros, sí.

—¿Cuáles otros? Yo creía que era Laemmle el que dirigía la persecución.

—No es lo bastante tonto para utilizar a los gendarmes y sobre todo para dejar que su barrera se vea a varios kilómetros. Eso debe de ser cosa de Jurgen Hess, que ése sí que es un auténtico cretino.

—En el coche me explicarás quién es ese Jurgen Hess. Sube.

En lugar de obedecer, el muchacho retrocede tres o cuatro pasos.

—Eso depende de adonde vayamos.

—Sé muy bien adonde voy —dice Quattermain—. No me hagas perder más tiempo.

—Si echo a correr, esta vez no conseguirá atraparme.

—Hoy ya te he atrapado una vez.

—No lo recuerdo. Pero si me cogió, fue porque estaba trastornado. Ahora ya no lo estoy.

«¡Dios mío!», piensa Quattermain, a quien las dos últimas horas, sumadas a las precedentes, han fatigado considerablemente.

—Tengo que discutir contigo sobre nuestro destino, ¿no es eso?

—Sería mejor.

—Nos esperan en Nîmes y probablemente en decenas de kilómetros a un lado y a otro de esa ciudad. Deben de vigilar todos los barcos de la costa, y también deben de vigilar los puentes del Ródano. Vayamos al norte, dejando el Ródano a nuestra derecha. Pasaremos por las Cévennes y sólo después volveremos a bajar hacia España.

—Exactamente lo que el Hombre de los Ojos Amarillos pensará que vamos a hacer. Ha dejado a Hess que se ocupe de Nîmes, y tal vez de los puentes del Ródano y de los barcos, con ayuda de los gendarmes, y él nos irá a esperar al norte. Es terriblemente listo.

—Más listo que yo, ¿verdad?

—Le vencerá cuando quiera —dice el chiquillo.

Pero da un paso y luego otro, se acerca al Chenard y finalmente sube a él.

—Vamos al norte, de acuerdo —dice.

—Muy bien, jefe —dice Quattermain—. ¿Y por qué ir al norte si Laemmle nos espera allí?

—Porque es preferible caer en sus manos que en las de Hess. Hess es un loco.

Quattermain acciona la puesta en marcha.

—Casi tan loco como Laemmle —añade el chiquillo.

—¿También Laemmle está loco?

—Todo el mundo está loco. Todo depende de cómo y cuánto, nada más.

—¿También yo?

«Ya conoces la respuesta, Quattermain».

Los ojos grises giran lentamente y se clavan en él. Silencio. El muchacho tira de la portezuela y la cierra.

—Le ruego que me perdone —dice—. No he sido muy amable con usted. Nos vamos cuando usted quiera.

Thomas se despierta y comprueba que el nuevo coche avanza por una carretera tan estrecha que, a veces, las hojas de los verdes robles que la bordean rozan la carrocería.

Él no se mueve. La Cosa está a punto de volver y es horrible luchar contra ella.

La Cosa insiste.

Entonces hace como si se agitase en su sueño y deja que su frente choque con la portezuela. Así puede abrir los ojos y todo es un poco menos difícil. Y después, el otro Thomas (el que hace funcionar el mecanismo y el que juega al ajedrez) le repite que eso va a pasar.

De acuerdo, eso pasa.

Es terriblemente duro, pero pasa. Lo peor es cuando tienes los ojos cerrados y el otro Thomas se duerme y deja de funcionar el mecanismo.

Eso ha pasado.

Se incorpora y mira al americano. Que también le mira a él y le sonríe. Pero que no dice nada. Tiene un aspecto realmente fatigado. Es amable, en el fondo. A no ser que finja ser amable. Y fingiría ser amable para hacerle hablar a él, a Thomas, para hacerle decir cosas que quiere saber, esas cosas que

Ella le dijo a escondidas, explicándole detenidamente lo que tenía que hacer, y cómo y dónde.

Pero no está seguro.

Ella le dijo que eso podría suceder alguna vez.

Desconfía, de todos modos.

Durante el tiempo que estuvo lejos, viendo lo que ocurría por la parte de Nîmes, él leyó y miró todos los papeles que éste había dejado en su abrigo: la carta, el pasaporte del americano y el pasaporte con su propia foto; y también unas tarjetas, unos papeles sin interés, unas fotos de personas desconocidas. Leyó todo lo que el americano había dejado en su abrigo. Naturalmente, lo que ha quedado en su memoria es la carta. No lo ha comprendido todo, pero sí lo esencial. Ha reconocido la letra de

Ella: «David, no me habría dirigido a usted si no mediasen unas circunstancias excepcionales. Escribiendo esta carta, yo… (una palabra no comprendida) con todas las reglas…».

Y después esa frase, con la palabra

encinta, que él tampoco conoce, pero cuyo sentido no es difícil de comprender, puesto que

Ella dice en seguida: «No se engañe: yo había deseado ese hijo».

Seguramente es eso lo que quiere decir

encinta.

«Y el hijo soy yo.

»Dicho de otro modo, él sería mi padre.

»A no ser que sea una carta falsa, que hayan imitado su letra.

»Tal vez».

Se concentra y reflexiona.

«Hay otra explicación posible: quizás

Ella escribió esa carta, pero diciéndole mentiras expresamente para que viniese a Europa y se ocupase de mí».

Por otra parte, eso no tiene importancia.

«El Hombre de los Ojos Amarillos le matará, dirá a Soëft que lo mate y será muerto. Realmente no sirve para nada interesarse por las personas que van a morir. Comienzas a quererlos un poco y mueren. Eso no sirve de nada.

»Sobre todo si utilizas al americano como a un caballo o a una torre, para tender una trampa al Hombre de los Ojos Amarillos, sacrificando la pieza. Cuando es ésa la única manera de ganar, no hay que dudarlo».

—¿Estás bien, Thomas? —pregunta el americano.

—Sí, señor.

—Has podido dormir un poco, ¿verdad?

—Sí, señor. Conduce usted muy bien.

—Gracias, Thomas. Pero no estás obligado a llamarme siempre «señor», ¿sabes?

—Lo sé —dice Thomas.

Hacia las cuatro de la madrugada, Quattermain se decide a hacer un alto. Ya no puede más, y sus pesados párpados se han cerrado en dos ocasiones. Sólo el ruido de la gravilla la primera vez, y un violento choque sobre el guardabarros delantero de la derecha, le han arrancado del sueño. La aleta derecha quedó tan hundida que rozaba con el neumático y han tenido que utilizar el gato para enderezarla un poco.

Ha seguido innumerables carreteras de tercer orden, casi siempre señaladas en blanco en su mapa. Según éste, debe de encontrarse en Ardèche, lugar que él conoce un poco. Para mantenerse despierto, rememora el viaje que hizo, quince años antes, con el primo Larry y también, al principio, con la prima Babe. Ésta, pretextando que los brutos de sus primos la habían llevado en realidad a los Alpes, en lugar de al centro de Francia, «porque esto sube todo el tiempo», no había cesado de gruñir. Para terminar, sus primos la habían metido en el Rolls-Royce que les seguía con el equipaje y con Watson, el chófer guardaespaldas impuesto por el tío Peter. Entonces, el primo Larry había sentido de pronto, por una vez en su vida, un frenesí de libertad: se avino a descender por una pradera, luego a pasar por un puente de madera y después a pedalear como un loco por estrechos senderos. Durante cuatro días habían emprendido una especie de fuga, durmiendo en algunas granjas y comiendo en los albergues. Una tarde habían tomado parte en el baile de un pueblo, el colmo de la aventura para el primo Larry, que no había cesado de reír como un colegial. Él, Quattermain, había descubierto dos muchachas y se las llevó a un henil. No paró hasta que el primo Larry jugó con una de ellas, y había velado personalmente para que éste oficiase dentro de las normas y completamente… Y todo acabó entre los gendarmes, porque, desde Nueva York, el tío Peter había avisado al Departamento de Estado, al ejército de los Estados Unidos, a la embajada norteamericana en París, al presidente de la República Francesa y al ministro del Interior, de tal modo que organizó una batida para hallar a los fugitivos, a los que todo Nueva York creía ya secuestrados por los Comedores de Ranas.

«Yo tenía entonces dieciocho años, el primo Larry cerca de veinte, y desde entonces no pasa un trimestre sin que Larry le dé un codazo en las costillas, riéndose estúpidamente. Y cada año arregla un poco mejor la historia, porque ahora está convencido de haber casi violado a la muchacha, cuando tuve que ser yo mismo quien le arrancase el calzoncillo, al que él se aferraba como a una tabla de salvación.

»Las Cévennes quedan a la izquierda. Por el momento estoy en Ardèche, y, si no me detengo para dormir un poco, voy a acabar enroscando el Chenard alrededor de un árbol».

Introduce el Chenard en un camino encajonado. Sus faros iluminan una bóveda de árboles, quizás unos castaños, «porque desde luego no son cocoteros». Sigue el camino unos cuarenta metros. La luna está oculta, no ve ni gota y el cristal subido a medias no disimula que hace un frío de lobos. El chiquillo duerme, profundamente esta vez, y no con el sueño agitado que tuvo desde que partieron de los alrededores de Nîmes; se ha despertado hace tres horas, por un breve instante, tras una larga sucesión de gemidos y de agudos grititos, de palabras indistintas, que podían ser francesas o alemanas. Quattermain le ha sonreído, le ha hablado un poco, obteniendo únicamente breves respuestas, con esa mirada asombrosa de los grandes ojos grises que parecen brillar con una especie de fosforescencia.

Quattermain se desliza fuera del coche y, a pesar del dolor de su cadera, se dedica a inspeccionar los alrededores, porque de ningún modo quiere hacer un alto bajo las ventanas de alguna casa cuyos habitantes vendrían a sorprenderles al amanecer. No hay ninguna luz a la vista, ni el menor olor a humo. Y la bruma aumenta. Quattermain experimenta el sentimiento de una soledad terrible, casi trágica.

«Es, por lo menos, excesiva».

No descubre ni la más leve huella de una carretera cualquiera: la tierra empapada sólo muestra el dibujo de los neumáticos del Chenard-Walker. Quattermain borra la marca, ayudándose con una gran rama; amontona primero la tierra blanda con sus pies, luego con las manos, y vuelve a dar un buen escobazo, a la luz de su linterna eléctrica. Titubea de fatiga, pero no vuelve al coche hasta después de haber borrado también sus propias huellas. «Decididamente, me estoy volviendo paranoico».

Pero todavía le queda algo que hacer: levanta al chiquillo dormido y le traslada al asiento posterior, envolviéndole en tres de las cuatro mantas. Los ojos grises se abren al primer contacto y le miran fijamente. La mirada de un pulpo sería menos helada.

—Estarás mejor atrás,

kid. Podrás estirar las piernas. Sigue durmiendo. Todo va bien.

Quattermain se instala delante, acomodándose lo mejor que puede, a pesar del volante y de los dos asientos separados, y de la longitud de sus piernas. Su cadera le hace sufrir. Se envuelve en la manta restante y levanta el cuello de su abrigo. En el extraordinario silencio, escucha un momento acechando la respiración del niño, que se ha vuelto a dormir.

«… Yo deseaba ese hijo más que a nada en el mundo. Rompí con usted precisamente por eso, porque usted me lo había dado. Ignoro qué recuerdo conservará usted de mí después de doce años. Tal vez recordará que nunca le mentí».

Quattermain se duerme a su vez.

Creyendo, equivocadamente, que es vigilado por unos ojos de búho.

Para Gregor Laemmle, la jornada del 10, la del 11 y una parte de la del 12 parecen arrastrarse.

En la primera hora de la tarde del 10 llega la noticia de que ha sido hallado el Citroën, presuntamente robado y denunciado por un pretendido sueco que dijo haber sido atacado. Gregor Laemmle no ha creído, evidentemente, ni por un momento, en ese escandinavo, en quien ha identificado a Quattermain (y, de pronto, la imagen bastante difusa que tenía de este último ha comenzado a tomar forma: el hombre tiene fantasía, quizás incluso humor y la suficiente imaginación para crear una añagaza que, por otra parte, ya ha engañado a Hess y a sus amigos gendarmes durante toda la noche del 9 al 10).

Gregor Laemmle no ha creído nunca en una carrera hacia el este por Nîmes, o hacia España por no importa dónde. En todo caso, no directamente. O habría que admitir que el americano es tan estúpido como Hess y, además, que el pequeño monstruo está todavía demasiado traumatizado por los acontecimientos del Var para formar parte en la estrategia del tándem. «Y no creo en ello en absoluto, Soëft: nuestro joven amigo tiene unos increíbles recursos, y yo juraría que, a estas horas, su precoz cerebro ha comenzado a zumbar otra vez como una turbina».

Ha descartado la hipótesis de un retroceso hacia el oeste, a costa de un nuevo paso del Ródano: la maniobra sería, ciertamente, inesperada, pero no por ello menos peligrosa.

¿La huida por el mar? Una de dos: o bien estaba prevista desde el principio, y en ese caso sería demasiado tarde para hacer algo, o bien era imposible, porque hasta Hess hizo vigilar el único punto posible de embarque: las Saintes-Maries.

NO, ya sólo quedaba la carretera del norte.

—¿Desde cuándo están sus hombres en su puesto, Soëft?

Soëft dice que los ha enviado allí el día 9 a las once y treinta de la mañana. Según él, los vigilantes de la primera línea han tomado posición antes de la puesta del sol. Y la segunda línea ha sido establecida más al norte, en el Ardèche, hacia las veintiuna horas.

—El pequeño Citroën fue robado entre las diecinueve y las veintidós horas de la noche del mismo día. La llamada telefónica del presunto sueco se produjo a las veintiuna horas y veintitrés minutos, y procedía de los alrededores inmediatos de Nîmes. ¿No es así, Soëft?

—Sí.

—Ellos abandonaron el Ford y fingieron robar un Citroën. Por consiguiente, disponen de otro vehículo. ¿Se ha denunciado algún robo de coche o de moto?

—No.

—Una de dos, Soëft: o bien han conseguido encontrar un chófer benévolo, cómplice o no, o bien han conseguido otro coche cuyo robo no ha sido todavía denunciado. Es muy sencillo. Cállese, Soëft, no le pido su opinión; usted es mi coro antiguo, y nada más. Ellos han pasado a través de su primera línea, Soëft, no me diga lo contrario. ¡La prueba está en que usted no les ha visto!

Soëft dice que sus vigilantes de primera línea han tomado los números de todos los vehículos pasados del sur al norte, a partir del día 9 a las dieciocho horas, y continúan haciéndolo cuarenta horas después.

Ir a la siguiente página

Report Page