Daddy

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Daddy

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Ella murió; lo he intentado, pero no he podido. No hay nada que hacer; es como un río que no quiere correr, y todo está seco, muy seco, o bien es la Cosa que me invade y entonces me vuelvo loco, ya no sé ni dónde estoy ni lo que hago; o bien el mecanismo se pone en marcha, y hace que la Cosa se vaya, y yo no siento nada, salvo unas ideas de cómo vencer al Hombre de los Ojos Amarillos.

»Pero no sólo hay eso; hay otra cosa entre los dos. Está el americano. El americano está entre los dos, y eso no es ni la Cosa ni el mecanismo. No debería preocuparme de lo que él piensa, pero no puedo evitarlo. ¡Naturalmente que es amable! Pero precisamente por eso. Es una pieza sacrificada; voy a perderla y necesito perderla para ganar. Hay que ser terriblemente idiota para comenzar a querer a una pieza que está sobre el tablero.

»Es amable y enormemente inteligente. Yo creía que era bastante menos fuerte que el Hombre de los Ojos Amarillos, pero no es verdad: no es menos fuerte, en absoluto. Es diferente, que no es lo mismo. Por ejemplo, cuando me ha pedido que le hable de mi plan para atravesar la segunda línea; pues bien, lo ha hecho únicamente porque ha visto que yo estaba enormemente triste, y él lo ha comprendido al instante, y ha hecho lo que debía hacer para que yo dejase de estar triste, o para que estuviera menos triste…

»Causa una gran impresión tener a alguien que te mira a los ojos y que comprende que estás triste y por qué lo estás. Ni siquiera Javier podía hacerlo. Él, el americano, te mira y ya no sirve de nada hablar. Y eso hace que yo me encuentre solo. Hemos hablado del plan y él ha tenido razón al corregir algunas cosas. Ahora, el plan que hemos hecho entre los dos es extraordinariamente bueno.

»Y después me ha hablado de él cuando era pequeño (y también esto lo ha hecho expresamente: contarme historias porque quería calmarme y hacerme pensar en otras cosas) y de cómo reflexionaba cuando tenía diez u once años como yo. Es extraño que él también haya podido tener unas ideas parecidas a las mías. No todas, pero sí muchas. Por ejemplo, cuando detestas al mundo entero, o cuando miras al cielo por la noche y tienes ganas de gritar porque aquello es el infinito y te vuelves loco al no poder imaginar lo que es el infinito. Él también ha sentido eso; es extraño…

»Es una lástima que le haya conocido ahora, justamente cuando tiene que morir; una verdadera lástima. Ésa es la razón de que le haya dicho que no quiero que sea mi padre. Y es verdad que no lo quiero. De ningún modo.

»Es una pieza sacrificada, nada más. De otro modo, sería horrible».

El señor Cazes aparece a media tarde, mientras sigue lloviendo todavía.

—Cuando las montañas tienen esa cara, es que va a llover durante días y días. Puedes preparar tu arca, como decimos en este país.

El señor Cazes va enfundado en una gruesa zamarra canadiense con cuello de conejo; cuando se la quita queda reducido a la mitad. Es un hombre vivaz y muy decidido; cada uno de sus movimientos confirma esa primera impresión. Apenas es más alto que su esposa; es sólido y camina con los brazos un poco oscilantes y con unas manos siempre dispuestas a aferrarse como unas tenazas. Al ver su gran bigote caído, se le podría creer un mongol, si no fuese por sus ojos azules. No habla, sino que crepita (sus conversaciones con la señora Cazes deben de parecer un duelo de ametralladoras, piensa Quattermain).

—Tengo que hablarle; traigo noticias.

El señor Cazes ha traído una botella de vino y dos vasos; los llena; bebe un trago más que generoso y hace chasquear su lengua:

—Escuche —acaba diciendo—: aguantar a los aviadores ingleses es una cosa. Aunque sean tan brutos como los tres que tenemos en la granja, que son el colmo haciendo la puñeta. Pero usted y su hijo son harina de otro costal.

—Nos iremos esta noche —dice Quattermain, que encuentra a Cazes muy simpático.

—Beba su vino; es del bueno, lo hacemos nosotros mismos. En la ciudad está el marido de mi hermana, que es el jefe de la estafeta de correos y de teléfonos. Y mi hermana hace de operadora. Y en la otra ciudad, por la parte del Ródano, un primo de la señora Cazes dirige la compañía de autocares. He ido a verles, a ellos y a otros, sólo para comprobar que su hijo no nos había mentido esta mañana…

—A propósito de mi hijo… —dice Quattermain.

—Porque es un caradura de cuidado —prosigue el señor Cazes como si no hubiese sido interrumpido—. No sé cómo le ha educado usted en América, pero si todos son como él, compadezco a los indios. Vigiló mi casa, la registró mientras dormíamos y vino a decimos luego, al saltar de la cama, que había encontrado a los aviadores y hasta las armas, y que valdría más para mi familia que no les encontrasen a ustedes, a usted y a él, porque, si no, se lo diría todo a los gendarmes… Eso es lo que yo llamo ser un caradura.

—Realmente, no sé qué decirle —dice Quattermain.

—Sin contar que, cuando encontró nuestra casa, la señora Cazos y yo estábamos comiendo nuestra sopa y él también estaba allí, mirándonos como un fantasma salido de la pared. Y nos oyó hablar de esos de ahí enfrente, de esos malditos petainistas, y nos dijo tranquilamente que eso le venía muy bien.

El señor Cazes llena de nuevo su vaso. Un sonoro ruido de pasos vacilantes se deja oír entonces en la escalera y el niño aparece, con su boina, su esclavina y sus zuecos de madera, que explican por sí solos el estrépito.

—Hablando del rey de Roma… —dice el señor Cazes—. Si tuvieras tres años más te daría unos puntapiés en el culo, pequeño. Por tu desvergüenza y para que te apartes un poco de mi Émilie. Y quítate esos zuecos llenos de barro antes de entrar en la casa.

—Sí, señor. Le ruego que me perdone.

—Así, pues, he ido en busca de informaciones —prosigue el señor Cazes—. Y este mocoso ha dicho la verdad: es cierto que les buscan a los dos, y por partida doble. En el oeste, incluso han hecho venir a la guardia móvil. Investigan en todos los garajes por si un individuo alto ha comprado o alquilado un coche… Un individuo alto que no habla o que habla con acento americano, que tiene los ojos azules, que cojea un poco de la pierna derecha y que va acompañado de un chiquillo de pelo negro y ojos grises. Les buscan por todas partes, en una batida que viene del sur y va hacia el nornoroeste, y que estará aquí mañana, si no es antes. Esto no es oficial, sino un rumor que corre: se habla de quinientos mil francos de recompensa, como ustedes dirían.

—Tus zuecos —dice Quattermain al niño.

El muchacho se descalza, pero se queda con los zuecos en la mano.

—Otra cosa —prosigue todavía el señor Cazes—. Según mi hermana, que, como siempre, escucha todas las conversaciones, unos extranjeros que hablan francés, pero algunas veces con un ligero acento alemán, llaman a otro individuo que está en el hotel Noailles de Marsella y que se llama Golaz.

La mirada azul del señor Cazes contempla el vino al trasluz. Levanta un poco los ojos y busca la mirada de Quattermain:

—No me vaya a hablar de dinero, me enfadaría, y no poco. Y además, no sea usted estúpido. Puedo esconderles algunos días; no les encontrarán. Tengo ya a los ingleses, pero tanto peor: nos arreglaremos.

—Nos iremos esta noche —repite Quattermain, con sus ojos clavados en los del niño y asaltado de nuevo por esa ternura tan desconocida, casi punzante, que experimenta.

—Nos iremos esta noche. Mi hijo y yo tenemos una idea que quizá nos permita proseguir nuestro viaje.

—Tendrán que cambiar de coche. Su Chenard no llegará muy lejos.

El señor Cazes toma al fin la decisión que sopesaba visiblemente desde hace algún tiempo: llena su vaso por tercera vez.

—Dos de mis hijos han venido conmigo. Están abajo y nos ayudarán. Esta cochina tormenta no estará de más. ¿Me habla usted de su idea o no? Y dígame si podemos servirle de algo.

—Claro que pueden —dice Quattermain.

—Entonces, está hecho. ¿Cómo encuentra usted este vino?

—Muy bueno, realmente bueno —dice Quattermain.

—La verdad es que está asqueroso —dice el señor Cazes—. Se ve que usted no entiende nada de esto.

El americano ha despertado a Thomas; es la una y media de la madrugada, el momento de irse. Han descendido de la habitación y, abajo, la señora Cazes, alumbrada solamente por una vela (para que los petainistas de enfrente no vean luz en plena noche), les ha hecho tomar café y ha insistido para que se lleven una bolsa llena de bocadillos, a pesar de las provisiones que han quedado en el Chenard; la señora Cazes ha dicho que nunca se tiene demasiado, con los tiempos que corren; que ésta no será una noche como las demás, y quizá los días siguientes tampoco, y que de todas maneras a ella no le gusta que la contradigan, porque eso podría ponerla de mal humor; «que Dios les guarde…, y ahora lárguense». Uno de los hijos de los Cazes espera bajo la copiosa lluvia; han caminado por el bosque, en plena tormenta; «tendría que haberme despedido de Émilie, ¿y por qué no besarla, puesto que eso le habría gustado? A pesar de las espinillas de su cara, es muy bonita y muy simpática». Han sacado el coche de su escondite sin hacer funcionar el motor —la tormenta hace mucho ruido pero, de cualquier modo, nunca se sabe, mientras espíen esos otros, auténticos malhechores—, y luego lo han empujado todavía en la carretera, hasta el momento en que el americano, al fin, pone en marcha el motor. Arranca; ya está.

Los dos coches de los hermanos Cazes se colocan en cabeza del convoy; hay doscientos o trescientos metros entre cada uno de ellos, y unos doscientos o trescientos metros más entre el segundo coche y el que conduce el americano, aunque esto depende de la carretera: si hay en ella demasiadas curvas, la distancia disminuye. Y en caso de peligro —de los gendarmes, por ejemplo— el segundo coche de los Cazes encenderá tres veces sus faros y sus luces traseras; entonces deberán esconderse rápidamente. Es muy sencillo.

El americano está extrañamente tranquilo.

Pregunta:

—¿Por qué les has contado que yo había llegado en paracaídas? ¿Y caído sobre un tren, además?

—Ha sido así —dice Thomas—. No hay ninguna razón.

—¿No será que tú, en el fondo, querrías que hubiese llegado en paracaídas?

Thomas reflexiona y, de pronto, se siente sorprendido: «¡Muy bien podría ser eso, es verdad! Es realmente extraño».

—No lo sé —dice.

—Lo acostumbrado —dice el americano— es que el héroe llegue en un caballo blanco. Yo, en cambio, debería haber llegado en paracaídas.

—Es realmente estúpido —dice Thomas, furioso.

Avanzan hacia el norte. En algunos momentos, la lluvia parece amainar; pero en seguida arrecia de nuevo. Hace viento y hay unos relámpagos que iluminan la carretera, así como el río, transformado en un enorme torrente, e incluso las montañas, como en pleno día. Thomas se siente totalmente invadido por la cólera: ¡Ahora el americano se considera un héroe! ¡Qué se habrá creído!

—¿Estás furioso, Thomas?

—En absoluto.

—Yo no soy ningún héroe.

—No necesita decírmelo.

—No quiero serlo. Sólo soy alguien que quiere salir con bien de esta historia. He hecho mal en hacerte esa observación sobre el caballo blanco y el paracaídas. No hablemos más de ello, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

«Pero de todos modos sigo irritado. Me pregunto por qué monto en cólera cuando él me dice algo. Si fuese otro, me traería sin cuidado».

Avanzan muy lentamente. Giran a la derecha hacia el oeste. «Por consiguiente, nos acercamos al pueblo donde está el espía…».

—Me gusta mucho la familia Cazes —dice el americano—. Es decir, los que yo conozco: el señor y la señora Cazes. No conozco a Émilie. Que al parecer es muy bonita.

—Hablemos de otra cosa —dice Thomas.

—Bien, no hablemos más de ello. Pero si esto continúa así, acabaremos sin nada de qué hablar.

—No estamos obligados a hablar.

—A no ser porque viajamos juntos y porque nos persiguen a los dos.

—Me persiguen a mí, no a usted.

—No estoy obligado a seguir contigo, ¿verdad?

Thomas vacila. «Me pone nervioso».

Está buscando todavía una respuesta cuando el coche se detiene de golpe. Justo a tiempo para ver a través de la cortina de lluvia, y al final de una recta, unas luces rojas que guiñan sin cesar. El americano da en seguida marcha atrás y retrocede rápidamente por un camino.

Quattermain se adentra todo lo que puede bajo los árboles y los matorrales que arañan la carrocería del Chenard. Acaba de efectuar, a una velocidad loca, una marcha atrás de ciento cincuenta metros, sin otra luz que la de las luces de posición y teniendo a la izquierda un río que corre produciendo grandes remolinos. «¡Por nada del mundo haría esta clase de ejercicio todos los días! ¡Sobre todo de noche!».

Para el motor.

Se vuelve en su asiento.

Hasta ese instante no descubre que se ha olvidado de apagar los faros, cuyo haz de luz corta en dos las carretera que ha dejado. Se precipita.

«¡Cretino!».

—Es realmente idiota haberse olvidado de apagar los faros —dice el chiquillo.

—La granja.

Transcurre un minuto sin otro ruido que no sea el de la crepitación de la lluvia sobre el techo del coche. Después, uno tras otro, pasan dos vehículos, al menos uno de ellos parece ser un furgón de la gendarmería francesa.

—La próxima vez haga también señales con los faros —dice el niño.

Unas pequeñas ganas de reír se apoderan de Quattermain, que, naturalmente, las reprime. Sin embargo, le sorprende haberlas sentido. «¡Ese mocoso sería capaz de hacer frente al tío Peter en persona!».

Enciende un cigarrillo.

—El humo me hace toser —dice el niño.

—Me tiene totalmente sin cuidado —dice Quattermain.

«Lo que experimentas no es realmente alegría. Hay diez o quince mil millones de lugares y de circunstancias que convendrían mejor a ese sentimiento». No; lo que siente es una embriaguez casi feroz: se sentiría capaz de derribar montañas, sin contar con algunas divisiones blindadas que al parecer ahora se llaman panzers. «Todo esto a causa de la presencia de un chiquillo al que sólo conoces desde hace cuarenta horas. Pero que ha heredado la mirada de

Ella, bajo la cual sientes que te vuelves completamente idiota».

Apaga su cigarrillo y lo arroja afuera, aunque sólo ha fumado la mitad o menos. «¿Es posible sentirse enamorado, con un amor paternal, lo mismo que se experimenta un flechazo con respecto a una desconocida? No te hagas esa pregunta: me parece que ya conoces la respuesta».

Transcurre un tiempo anormalmente largo, en medio del silencio. El niño permanece inmóvil a su lado, tal vez afectado también por esa nueva connivencia.

«A no ser que esté aún haciendo funcionar ese mecanismo infernal de su cabeza para urdir algún plan maquiavélico».

Ha transcurrido media hora cuando finalmente se perfila, en la entrada del camino arrugado por las oleadas de lluvia, la silueta de un hijo del señor Cazes. Se acerca a la portezuela, cuyo cristal baja en seguida Quattermain, y explica que hay que esperar todavía; han conseguido alejar a los dos coches de gendarmes que montaban la guardia en la encrucijada del espía, pero aún queda uno:

—Mi padre intenta hacer que se vaya.

Mueve la cabeza y, al mismo tiempo su sombrero, del cual chorrea el agua:

—No cabe duda de que están empeñados en cogerles.

Se va de nuevo, chapoteando.

—¿Por qué tanto encarnizamiento, Thomas?

—No comprendo su pregunta.

»No es posible que

Ella haya hecho eso —piensa Quattermain— confiar a un niño esos famosos secretos bancarios. Y, sin embargo…,

Ella ha debido de ser capaz de hacerlo; si no, ¿por qué le habría entrenado de ese modo? Además, debe haber una explicación para esa batida monumental. No se movilizan cientos, tal vez miles de hombres, para capturar a un niño que no tiene otra característica que la de haber sido hijo de Maria Weber.

»O mío. Laemmle debe de saber que

Ella me ha escrito, puesto que Catherine Lamiel lo sabía. ¿Entonces? Si buscan a Thomas porque tal vez es mi hijo, detenerme a mí ya no tendría valor. Suponiendo que yo tenga algún valor, sería el primer sorprendido. Eso no se tiene en pie».

El hijo de Cazes reaparece:

—No hay nada que hacer: los gendarmes se niegan a irse. Pero ustedes pueden rodear la barrera.

—¿Y pasar por delante del espía?

—Sí. Tendrá que conducir sin luces, por un camino lleno de agua en el que corre el riesgo de encenagarse. Marchará muy despacio y yo iré delante a pie.

Vuelven a la carretera y Quattermain no distingue apenas los trescientos metros siguientes, recorridos en una oscuridad completa y junto a un río en crecida. La silueta del joven Cazes surge de pronto junto a su coche:

—Tiene usted un puente a la derecha. Entre en él recto, porque pasará muy justo. Y no haga demasiado ruido: los gendarmes están a cien metros de nosotros.

Quattermain prefiere descender y examinar el lugar. El puente de madera no tiene barandillas y el tablero sólo le inspira una confianza muy limitada. «Es divertido. No sé cuánto pesa un Chenard-Walker, pero no voy a tardar mucho en saberlo».

—Baja, Thomas.

—Llueve.

Quattermain abre la portezuela y saca al chiquillo:

—Espérame al otro lado del puente.

Se adentra en el puente. De vez en cuando el joven Cazes golpea en uno de los guardabarros, a la izquierda o a la derecha. Según las señales convenidas, unos golpes repetidos significa que se está desviando y a punto de salirse del tablero; un solo golpe da a entender que todo va bien. El joven Cazes tamborilea tres veces en la izquierda y cinco veces en la derecha.

Vuelve a la portezuela:

—Ya ha pasado. Para serle franco, no estaba nada seguro de que pudiese hacerlo.

—Gracias por haberme avisado —dice Quattermain.

Thomas se sienta de nuevo a su lado. Arrancan otra vez, al paso de un hombre que camina en la noche más oscura y sin duda progresando al tacto.

—¿Realmente hablas bien el inglés, Thomas?

—Un poco.

—¿Cuántas lenguas conoces?

—El francés y el inglés.

—Más el alemán.

—Un poco.

—Más el español.

—Un poco.

—¿Y el italiano?

—No.

—¿Nada en absoluto?

—Sólo un poquito.

—Dime algo en inglés, para ver…

My mother is dead —dice Thomas—.

She was burned alive[5]

«

O my God!». Quattermain siente ganas de llorar. Afirma su voz lo mejor que puede:

—Se diría mejor

burnt, pero

burned también es correcto. El verbo

to burn es regular e irregular al mismo tiempo. Tienes un buen acento.

—Gracias, señor. Lo recordaré.

Diez, quince minutos más y el joven Cazes reaparece en la portezuela:

—Ahora puede encender sus luces de posición. Pero no los faros. Y síganos a mi hermano y a mí.

A partir de ese momento ruedan un poco más de prisa, pasan por delante de una granja en la que todo está apagado y desembocan en un camino más ancho. Los dos coches se detienen.

—Ya está —dice el hijo del señor Cazes—. La encrucijada en la que está el espía queda a doscientos cincuenta metros, en la salida de este camino a la izquierda. Puede encender sus faros. Buena suerte.

Quattermain recorre todavía un centenar de metros antes de encender los faros. Luego acelera, en medio de los charcos del camino de tierra. Desemboca en el asfalto. Los doscientos cincuenta metros desfilan aún más rápidamente de lo que esperaba. De pronto surgen las primeras casas y, en el arcén derecho de la carretera, aparece la silueta de un hombre con sombrero e impermeable, que evidentemente acaba de salir de su coche, cuya portezuela ha quedado abierta. Quattermain disminuye bruscamente la velocidad, como si se preparase a dar media vuelta, y después se lanza de nuevo hacia delante, dirigiéndose al hombre y obligándole a dar un salto en el último segundo para evitar el gran guardabarros del Chenard.

Pasa como una tromba, atraviesa la pequeña aglomeración a la velocidad máxima, rueda como un diablo durante los dos kilómetros cuatrocientos metros previstos, reduce la velocidad, frena sin que las ruedas rechinen y dobla hacia el arcén en cuanto divisa las ramas cruzadas en la carretera. Pasa voluntariamente por encima, para destruir esa señal de reconocimiento, y disminuye aún más la velocidad. La vega que esperaba se ve a unos cincuenta metros; está abierta y la franquea. Una mujer la cierra inmediatamente después de su paso. Al final de un largo sendero, bordeado por unos plátanos en ambos lados, la luz de una linterna eléctrica, a la derecha de la gran casa, emite una señal.

Quattermain se detiene a la altura del señor Cazes. Éste sube al coche.

—¿Han conseguido pasar el puente? Yo no estaba nada seguro; está muy podrido.

—Hablemos de otra cosa —dice Quattermain.

Avanzan a través de un parque, del cual salen por una barrera abierta. Inmediatamente hay un arroyo, pero han colocado sobre él algunas tablas y, ayudado por el señor Cazes, Quattermain lo cruza sin dificultades. Luego zigzaguea por un huerto y ataja a través de un primer campo.

—Un tractor pasará mañana por la mañana sobre su rastro —explica el señor Cazes—. O se es del país o no se es.

Después viene una cerca de la que han apartado el alambre de púas para abrir en ella un paso.

Después otro campo, un corral de granja, un camino de tierra y dos campos más.

—¿También habrá aquí un tractor?

—Mañana por la mañana, a primera hora.

—O se es del país o no se es —dice Quattermain.

—Exactamente. Gire a la izquierda.

Quattermain rueda por un camino cuyo destino ignora totalmente, así como su situación con respecto a la carretera. Está perdido.

—Dos veces a la derecha.

Entra en un granero cuyas anchas puertas se cierran inmediatamente detrás del Chenard-Walker. Una lámpara se enciende.

En el granero hay ocho hombres, tres de ellos armados con sopletes oxhídricos que ya están silbando.

—Pare el motor. Ya hemos llegado. Van a recortar su coche en pedazos tan pequeños que ya no servirán ni para hacer una bicicleta. ¿Es suyo este coche?

—De un miembro del gobierno de Vichy.

—Entonces, me alegro. Venga a ver.

Salen del granero por la otra fachada, atraviesan un corral, entran en una casa, suben una escalera y penetran en una habitación.

—Venga a ver —repite el señor Cazes en un susurro.

Quattermain se inclina y mira a través de las rendijas de las persianas cerradas. Descubre que están exactamente en la vertical de la encrucijada franqueada hace veinte minutos, allí donde estaba el espía.

Que ahora se encuentra, alumbrado por los faros de varios coches, discutiendo con otro hombre de paisano y algunos gendarmes. El hombre de paisano y el espía se separan de los gendarmes, vuelven de nuevo y pasan bajo la ventana de la casa donde están Quattermain y el señor Cazes. Hablan bajo, aunque en una lengua que se puede adivinar.

—Alemán —dice el señor Cazes—. No me había usted dicho que también estaba enfadado con los alemanes.

—Por timidez, supongo —dice Quattermain.

En la penumbra de la habitación, los dos hombres se sonríen. «Decididamente, me cae muy bien este señor Cazes…».

Salen de nuevo y regresan al granero, donde el niño contempla el despedazamiento del Chenard.

—¿Podrá caminar tres horas o tal vez cuatro? —inquiere el señor Cazes señalándole.

—Le creo capaz de todo —responde Quattermain.

Las tres o cuatro horas siguientes caminan, conducidos por el señor Cazes y escoltados por uno de los hijos de éste. No es una marcha fácil: hay que subir y bajar constantemente, y siempre bajo esta lluvia obsesionante. «—¿Qué tal, Thomas? —Muy bien, ¿y usted?».

Deben de ser las siete de la mañana cuando llegan a una carretera. En el camino no han encontrado más que senderos, arroyos que han tenido que vadear mojándose las piernas, repechos muy abruptos, crestas empapadas, auténticas laderas de montaña… pero ni una casa. Han pasado como sombras.

La carretera está asfaltada. Caminan todavía dos kilómetros largos antes de encontrar un aprisco. Allí hay un coche.

—Un tracción delantera de quince caballos, regulado como un reloj. No habrá muchos que puedan correr detrás. Creo que le he encontrado lo mejor, lo he conseguido por la mitad del dinero que usted me ha dado. Su propietario lo había escondido para evitar que se lo requisasen. Las matrículas son falsas. La tarjeta gris está a nombre de Svensson Bjorn. Si hubiese tenido tiempo, le habría hecho un pasaporte sueco.

—Otra vez será —dice Quattermain—. Gracias. Volveré en cuanto hayan limpiado ustedes el país.

—No será cosa de mucho tiempo —dice el señor Cazes—. Pero de todos modos no vuelva demasiado pronto; espere hasta que todo haya terminado.

Se estrechan la mano.

—Sube, Thomas.

El niño se sienta sin dirigir una palabra a nadie. Quizás es porque está sencillamente agotado.

Quattermain arranca y toma la dirección este.

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