Daddy

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Daddy

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Echa pie a tierra y comprueba, sin sorprenderse, que el muchacho le ha imitado. Avanzan en paralelo por unas pequeñas y oscuras calles, cada uno por una acera. De vez en cuando se inmovilizan. Llegan al cruce de dos calles y se hacen señales; esto se está convirtiendo en un juego apasionante. «Estás jugando tu última carta, Quattermain, haciéndote niño también; con una facilidad que, por otra parte, te asombra. Tratas de dejarle de ti el mejor recuerdo posible, sabiendo que cada minuto cuenta, antes de la separación».

El puente surge a treinta metros. Un autoametrallador alemán está situado en el centro y, por si esto no fuera bastante, otros dos vehículos militares están estacionados a la entrada, dispuestos de tal manera que necesariamente habría que disminuir la velocidad y zigzaguear para llegar a la otra orilla. Y, además, en ésta se divisan otros soldados. Quattermain se reúne con Thomas. Cuchichean:

—No pasaremos, señor, ni siquiera rodando a toda marcha.

—Opino exactamente como tú, Thomas. Tenemos que buscar otro, pero más al sur. Es probable que, a medida que descienden hacia el sur, las fuerzas de ocupación aseguren el control de los puentes del Ródano. La esperanza subsiste, porque si nos vamos en seguida y esta vez a toda velocidad, podemos alcanzar y adelantar a las columnas y llegar a un puente que no esté vigilado todavía.

Quattermain rueda ahora hacia el sur, con el contador del coche bloqueado. Deja a su derecha la casa solitaria de los postigos azules, el estanque decorado con nenúfares y la vieja dama desecada en su cama con dosel. Diez minutos después, pasa por delante de un pequeño destacamento alemán detenido en el lado izquierdo.

Y después otro, algo más importante, con un grupo de carros, cinco kilómetros más allá. Allí vivaquean tranquilamente, han encendido unas hogueras y unos soldados, de pie en la orilla de la calzada, miran sin conmoverse ese coche que pasa a gran velocidad. Quattermain piensa: «Nos ocultamos tan poco que no resultamos sospechosos; hay que explotar la idea». Ha pegado al parabrisas uno de los documentos encontrados en el coche del espía estrangulado —un documento hecho, al parecer, para tal uso—; «espero que no sea un certificado de vacunación, o la tarjeta de miembro de un club de bolos de Baden-Wurtemberg».

Supera a una tercera columna, en marcha ésta, y se permite la fantasía de saludar con la mano al pasar junto al oficial que va en cabeza del convoy.

El siguiente puente está controlado como el anterior.

Y lo mismo ocurre con el que viene después. Amanece un día gris; las nubes de la noche se han reunido ahora en una masa uniforme. Quattermain no ha cesado de adelantar columnas, una de las cuales se estiraba casi a lo largo de un kilómetro. «Que no te vean, Thomas; ocúltate detrás, acostado en el suelo, bajo una manta». Durante el adelantamiento de este convoy, un motorista alemán se ha puesto a su altura, ha echado una ojeada al documento pegado en el parabrisas y ha dicho algunas palabras que Quattermain no ha comprendido. Se ha limitado a hacer un movimiento de cabeza y, al parecer, ésa era la respuesta que había que dar, porque el soldado de la moto no ha insistido.

Un cuarto puente se perfila entonces en el día naciente; lleva a una ciudad que está en la otra orilla. Quattermain gira hacia la derecha y llega a una altura.

—Podríamos intentarlo con éste, Thomas. Tiene buena cara.

Quattermain adelanta el capó del coche hasta el mismo borde del terraplén y para el motor. «Llevamos casi quince minutos de adelanto a la última columna que hemos pasado».

Desciende y orienta sus prismáticos: el puente está en la parte baja, a media milla de distancia y cien yardas más abajo.

—Hay un solo soldado alemán, Thomas. Uno solo.

Oye detrás de él la portezuela del Citroën, que se abre y se cierra de nuevo, pero no se vuelve. Continúa observando los alrededores del puente y descubre una furgoneta del ejército de invasión, con el chófer dentro. Más dos soldados que descargan unas ligeras vallas de madera.

—Este puente me gusta enormemente, Thomas. No creo que encontremos otro mejor. Los carros y los autoametralladores que hemos visto pasar ayer por la tarde ya estarán probablemente en Tolón y en Marsella, teniendo en cuenta la hora que es. La elección es sencilla: o bien intentamos pasar este puente o bien descendemos más al sur… Al sur, donde (soy de tu opinión) ése a quien llamas Hess deberá correr hacia nosotros.

Silencio. Quattermain ya no oye nada detrás de él.

«¿Se habrá ido ya?».

—¿Estás todavía ahí? —pregunta Quattermain.

—Sí.

—Creía que ya te habías ido, si quieres que te diga la verdad.

—¿Y adonde iba a ir?

El americano se ríe suavemente (no se ha vuelto todavía y continúa observando el puente con sus prismáticos):

—¿Te molestaría que hablásemos en inglés,

kid?

—Como usted quiera —dice Thomas.

Que está a cinco metros detrás del coche y, si realmente hubiese tenido ganas de huir, habría retrocedido sin hacer ruido hacia el bosque de pinos, mientras el americano le daba la espalda, y una vez entre la maleza, habría corrido y se habría ocultado, esperando que el americano se fuese.

Porque está claro que éste ha comprendido que iba a ser sacrificado, y que incluso está de acuerdo en ser sacrificado; «no necesito explicárselo».

—Me molesta un poco discutir de estrategia con alguien que no veo y que se oculta detrás de un coche o detrás de un tronco de pino. Y cuanto más examino ese puente y la carretera, más me digo que no disponemos de demasiado tiempo.

Ven cerca de mí, por favor.

Thomas examina la alta silueta, que le sigue dando la espalda: «No seas idiota. Si no estuviese de acuerdo en sacrificarse, habría rodado directamente hacia el puente sin dejarte descender. Lo ha comprendido muy bien».

Se acerca.

—¿Qué plan?

—No te hagas el tonto, por favor.

—No sé si usted y yo tenemos el mismo plan.

—Apostemos algo —dice alegremente el americano.

—Usted pasa el puente solo, pone en el coche a su lado algo como unas ramas envueltas en una manta y los espías creen que soy yo, corren detrás y el puente queda libre para que yo pase.

—No está mal.

—¿Y el plan de usted, cuál es?

—El mismo. En principio al menos. Paso a toda marcha; hago que, en efecto, los espías se lancen detrás de mí; tú observas todo esto con los prismáticos que yo te dejaré… y, después, te marchas por tu lado, probablemente sin pasar el puente.

—¿No voy a Suiza?

—He ahí un punto que yo ignoro. A mi juicio, no. Creo que después de mi partida te dirigirás a tu cita.

—¿A qué cita?

—La que tienes con el tirador invisible. O con cualquier otro. Pero el tirador invisible me parece el más probable.

«Realmente lo ha comprendido todo —piensa Thomas—; es más listo de lo que yo creía».

—Thomas —dice el americano, mirando todavía con sus prismáticos—, yo no te pregunto dónde es tu cita. Es mejor que lo ignore. Y, por otra parte, tú no me lo dirías. Sólo espero que la protección que encuentres con ese hombre sea suficiente. Y más segura que la que yo te he ofrecido.

Thomas está deseando decir algo, pero su garganta está bloqueada, y además no sabe qué responder. Esta explicación del americano es peor que todo lo que había esperado. Y aún es peor porque la da tan amablemente.

—Voy a cruzar ese puente como un rayo —continúa el americano—. Veo dos hombres con sus coches, que sin duda son unos espías. Pero tal vez hay otros. Mira tú mismo. Hay dos en la salida izquierda del puente y creo que otros dos un poco más allá.

Quattermain entrega los prismáticos a Thomas.

Éste observa largo rato.

—Seguro que son cuatro —dice por fin—. Más otros dos en la entrada de la calle de la izquierda.

El niño descubre un coche que tiene la matrícula del departamento de las Bouches-du-Rhône. Está vacío, pero dos hombres están sentados a algunos metros de él, en la terraza de un café, a pesar del frío.

—Son ocho. Con cuatro coches. Por lo menos.

Baja los prismáticos y se siente abrumado.

—Le van a matar.

—Yo soy Pistol Peter —dice el americano riendo—. Pistol Peter en persona. Pistol Peter no muere nunca, deberías saberlo. Atraviesa las hordas de bandidos escupiendo fuego y, en el peor de los casos, recibe un pequeño balazo en el hombro izquierdo… o en el derecho, si es zurdo. ¿Y esos bandidos sólo son ocho? Me siento vejado, la cifra es ridícula; cuarenta sí, eso habría sido distinto.

—Le van a matar.

—Dices eso porque nunca me has visto conducir realmente de prisa. Es posible, Thomas, que consigan atraparme y, en ese caso, comprenderán en seguida que tú no estás conmigo y se dedicarán a perseguirte otra vez. Voy a tratar de retenerles el mayor tiempo posible e incluso me las arreglaré para que crean que tú has pasado ya el puente conmigo, que te he dejado en algún lugar de la carretera de Suiza, y que después he hecho todo eso para atraerles hacia otra parte.

No pongas esa cara, por favor, si piensas demasiado en mí, serás más débil. Juega una partida de ajedrez con el Hombre de los Ojos Amarillos y aplástale. No pienses en nada más. ¿De acuerdo, Thomas?

Thomas está en cuclillas, mirando el suelo, y siente un pesar inmenso.

—¿Thomas?

—De acuerdo —dice el niño.

Quattermain echa una última ojeada al maniquí que ha confeccionado, en el asiento trasero del coche, con ayuda de unas ramas y de dos mantas. «Ojalá que esto funcione».

Toma de nuevo los prismáticos y comprueba que la columna alemana que han dejado atrás hace diez o doce minutos ya sólo está a un kilómetro del puente.

Devuelve los prismáticos al muchacho.

—Imaginemos —dice— que tengamos ganas de vernos de nuevo; una simple suposición. ¿Sabes lo que deberás hacer?

—Ir a uno de sus bancos y pedir que le den un mensaje a su primo Larry y hablar de un día en que usted le quitó sus pantalones y todas sus cosas en Ardèche, para que se quedase totalmente desnudo.

—¿Nunca olvidas nada, verdad?

—No —dice el niño.

Quattermain observa el pequeño rostro que está a sesenta centímetros por encima del suyo: «Está al borde de las lágrimas. El fenomenal caparazón que

Ella le ha forjado a lo largo de los años está a punto de quebrarse. Y yo le he debilitado, con mi melodrama, en un momento en que tiene más necesidad que nunca del entrenamiento a que ha sido sometido. Que

Ella haya destruido o no su infancia es otra historia en la que ahora no tengo tiempo de pensar».

Se coloca ante el volante; el niño está a tres metros y clava en él fijamente sus ojos de búho. «No digas nada, o encuentra algo que le reconforte».

Da media vuelta y se va.

«No sé si es mi hijo o no, seguramente no lo sabré nunca. Lo más sorprendente es que no me importa nada en absoluto. Quiero a ese mocoso como a un hijo, y eso es todo. Qué misterio. San Ernie Hemingway dice siempre que los hombres sentimentales son los primeros que mueren. Si tiene razón, al paso que van las cosas, voy a reventar como un imbécil en una carretera francesa y nadie en el mundo comprenderá nunca lo que estaba haciendo en ella…».

Desciende por la colina y, en el cruce con la carretera nacional, descubre a la columna en marcha, exactamente en el lugar que esperaba. Comienza a recorrer esta columna, muy lentamente, sonriendo a los tanquistas y saludándoles a veces con la mano.

Al fin y al cabo, la única cosa inteligente que ha hecho en la última semana ha sido escribir esa carta dirigida a la agencia parisiense de la Banca del Clan (que, dicho sea de paso, continúa funcionando, aunque los Estados Unidos y Alemania estén en guerra: cosas de las finanzas). Con un poco de suerte, esa carta acabará llegando al primo Larry.

Está a veinte metros del puente, en el que acaba de adentrarse la cabeza de la columna de blindados.

«No tengas prisa».

Se sitúa con el capó enfilado hacia la dirección exacta del largo tablero.

«¡Confiesa que tienes un miedo horrible!».

En los prismáticos sostenidos por Thomas se ve el coche, antes inmóvil, adelantado ahora por la derecha por los tanques alemanes.

«¿A qué espera?».

Y después, naturalmente, lo comprende: el americano espera que los primeros tanques estén a punto de llegar a la altura de los espías del Hombre de los Ojos Amarillos.

Y sólo entonces intentará pasar, pondrá los tanques entre los espías y él, y aunque los espías le vean llegar y quieran disparar, no podrán hacerlo. Porque no sería muy inteligente disparar las metralletas por delante de los soldados, que no comprenderían nada y podrían responder.

«Es realmente astuto».

Los segundos pasan. Los tanques avanzan y emplean demasiado tiempo en atravesar ese maldito puente.

Thomas observa de nuevo el Citroën con sus prismáticos. Sigue sin moverse: «¡Espera demasiado!». Los alemanes colocarán en seguida sus barreras ¡y entonces será demasiado tarde!

«¡Vamos!».

Thomas grita mentalmente.

Y lo que ocurre es como si el americano le hubiese oído: el coche arranca, salta, llega al puente y pasa al lado de los tanques con tanta velocidad que los tanques parecen haberse detenido…

Avanza cada vez más de prisa; «eso es porque nunca me has visto conducir realmente de prisa», había dicho el americano, y seguramente tenía razón. Nadie podría hacer lo que él hace: surge como un relámpago, se desliza entre el primero y segundo tanque, sale por el otro lado, da un gran frenazo, evita el coche alemán que marcha en cabeza, gira a la derecha, y las ruedas traseras del Citroën patinan, pero se endereza y arranca de nuevo, más rápido todavía, y pasa el puente.

Corre a toda marcha a lo largo del río.

Thomas busca a los espías con los prismáticos. Están como enloquecidos, corren; no son ocho, sino diez o doce, con cinco coches. Arrancan y se lanzan en persecución del Citroën, que les lleva doscientos metros de ventaja.

Pero eso no servirá de nada. Piensas que el Hombre de los Ojos Amarillos ha previsto un golpe como éste, pasar muy rápido y todo eso. Seguramente que toda la región está llena de sus hombres, que sin duda controlan todas las carreteras. Y ahora, además, cuenta con el ejército alemán para ayudarle.

El americano no tiene ninguna posibilidad. Ninguna.

«Y tú lo sabías».

Se incorpora y guarda los prismáticos en la bolsa, y luego cuelga la correa en su hombro.

«Ahora me toca a mí».

Ella se lo dijo y repitió un millón de veces: para jugar realmente bien, hay que estar solo.

Y él lo está.

—Ese americano conduce como un diablo —dice en el teléfono Paul Clavié, sobrino y hombre de confianza de Henri Lafont—. En seis o siete ocasiones por lo menos hemos estado a punto de atraparle, pero cada vez ha conseguido escapar.

Paul Clavié trata de explicar cómo. Pero Gregor Laemmle le corta:

—¿Y el Niño?

—Está con él, naturalmente.

Una vacilación ínfima en la voz de Clavié. Gregor Laemmle cierra los ojos —«la exasperación me invade…»— y pregunta suavemente:

—¿Cómo puede usted estar tan seguro?

—He visto la silueta del chiquillo en el Citroën hace apenas tres cuartos de hora, justo antes de que el americano se adentrase en el macizo en donde se oculta en este momento.

Y donde Clavié se empeña en hacerle salir del bosque, antes del alba lo más tarde, con más facilidad aún teniendo en cuenta que el Citroën ya está casi fuera de combate.

«¡Una silueta, Dios mío!», piensa Gregor Laemmle súbitamente, invadido por un estremecimiento helado.

—Habría debido usted llamarme mucho antes —dice al fin—. Hace ya muchas horas que dura esta persecución y hasta ahora no se ha decidido a comunicarse conmigo. Quiero que me escuche atentamente, Clavié: es posible, si no probable, que el americano realice un movimiento de diversión. En cuyo caso, mientras usted corre tras él, el Niño avanza solo por su lado. Solo o acompañado por un guardaespaldas español que lleva una cazadora de piel y un fusil con visor telescópico.

«No te pongas nervioso, Gregor…».

Clavié propone unos cuarenta de sus hombres y, al mismo tiempo, pedirle a su tío que haga intervenir a los gendarmes franceses.

—Si el chiquillo avanza hacia Suiza, aún podemos cortarle el camino.

—¿Lo hace usted, Soëft?

Soëft ha comprendido ya y se inclina sobre los mapas: reunirá a sus agentes, les hará cruzar el Ródano y los lanzará tras las huellas del Niño; además sugiere…

—¡Un momento, Soëft!

«¡Ya no sé qué hacer! ¿Ha franqueado el Ródano o no? ¡De todos modos no habrá ido hacia el este o el sur, directamente hacia Jurgen Hess! ¡

No sé qué hacer!».

Clavié explica que, después de una increíble serie de fintas y de colisiones monstruosas, el americano, acosado por todas partes, se ha refugiado en una zona montañosa en la que no hay ninguna carretera, ni siquiera un sendero:

—Hasta aquí hemos fracasado, pero ahora le atraparemos. No tiene ninguna posibilidad. Nosotros sabemos dónde está, casi a doscientos metros. Si no hubiese caído la noche, habríamos podido seguirle con los prismáticos.

Dos segundos de silencio.

—Le quiero vivo —dice de pronto Gregor Laemmle, con una ferocidad que le asombra a él mismo—. Vivo.

Cuelga; y hace una nueva llamada inmediatamente.

—Joachim: tengo razones para creer que el Niño y el americano se han separado. Su ejército ha hecho un estupendo estropicio franqueando la línea; ha inutilizado toda mi estrategia. ¿Podría al menos pedirle que controle todos los pasos hacia Suiza, a partir del Ródano?

¡No, no! No se trata del americano, sino del Niño.

—Al parecer, al americano ya lo tenemos. Pero toma y daca, querido Joachim: tendrá usted al americano. Lo tendrá vivo o muerto, según el estado en que se me devuelva al Niño. ¿Está claro?

Gortz pregunta si Jurgen Hess ha sido avisado.

Gregor Laemmle corta sin responder siquiera.

Sigue estando en Lyon y ha asistido a la instalación del ejército de ocupación en la ciudad. Se ha sentido invadido, aunque parezca increíble, y ha vuelto a experimentar los mismos sentimientos que tuvo en París en el momento de la ocupación por las tropas hitlerianas.

Se siente triste, y esto es mucho peor que sus habituales crisis de depresión: «Creo que he fracasado. ¿Qué estrategia diabólica ha podido inventar el pequeño monstruo?».

Quattermain recobra la conciencia. No está muerto, la cosa es casi segura: si lo estuviera, no le dolerían tanto la cadera y el cuello.

Ni le dolería tampoco la rodilla. Abre los ojos y una parte de la realidad se le muestra al fin: unas ramas penetran por el parabrisas destrozado, cuyos pedazos recogen los últimos resplandores del sol. A costa de un gran esfuerzo, consigue deslizarse fuera del coche. Se arrastra por una verdadera alfombra de maleza —su rodilla le duele aún más que su cadera— y acaba llegando a una zona menos densa. Se pone en pie y descubre que está a sesenta metros de la cima, a media altura de una fuerte pendiente cubierta por los grandes bosquecillos en medio de los cuales ha trazado el coche una brecha impresionante antes de quedar frenado al fin.

«¿No me habrán alcanzado?».

El silencio es total y va a caer la noche. Está absolutamente solo. Si hubieran venido, habrían comprobado que Thomas ya no está con él y se habrían vuelto a ir sin ocuparse más de su persona.

En realidad, el Citroën es casi invisible desde lo alto de la cresta, en razón de la espesa maleza en la cual está hundido; sólo se advierte su techo, y muy poco.

Mira hacia la parte baja de la cresta: una línea de rocas parece concluir esta última, pero la pendiente se inclina a la izquierda.

«¿Continúas a pie? No podrías andar cien metros con esta rodilla».

Le roza una idea, pero no la retiene: ya está examinando el coche; «debería sacarlo, y por poco que el motor arranque…».

Se empecina en ello a lo largo de la hora siguiente: el Citroën, al final de su vuelo, ha enterrado su parte trasera en el suelo; su torcido parachoques está clavado como una estaca; las ruedas han labrado la pendiente; en cambio, toda la parte delantera permanece en equilibrio, encaramada sobre un enorme montón de hojas y de ramas acumuladas. El vehículo no está en el eje de la cuesta. Picando con la manivela, Quattermain destroza y cava, abriendo un surco doble; sucesivamente, desentierra el parachoques, después una rueda trasera y luego la otra; les traza un peralte, un plano inclinado, y prepara una vuelta. Todavía necesita una hora larga para desarraigar todo un bosquecillo de cinco o seis metros por la parte baja. Amontona después toda esa vegetación contra la línea de rocas que concluye la cuesta por debajo. Cojea, jadeante de dolor cada vez que se apoya sobre su rodilla, probablemente rota… La noche ha caído, aunque una luz pálida le permite todavía ver un poco. Asciende por última vez, planta el talón de la pierna útil en el suelo, y sus hombros contra el guardabarros trasero de la derecha. Empuja. El giro se inicia, pero se interrumpe a los diez centímetros: el parachoques torcido actúa a manera de ancla: «No he cavado lo bastante». Usa de nuevo la manivela y abre otro surco. Después vuelve a empujar, y esta vez el coche se mueve de verdad: libra su parte trasera y queda colocado en una situación perpendicular a la pendiente, aunque él continúa hundido en los ramajes despedazados. Pero un último empujón lo pone en marcha, arranca y avanza más de sesenta metros, y acaba chocando contra las zarzas amontonadas delante de la línea de rocas.

«¡Ya sólo faltaría que no quisiera arrancar!».

Pero no: a la segunda solicitación, el motor ronronea, imperturbable, e incluso se enciende una de las luces de posición. Treinta metros más adelante, el herbazal desemboca en un camino que se enrosca en el flanco de otra montaña, atraviesa un bosque, se desliza en medio de unas bajas tapias de piedras planas o de unos taludes blanquecinos… y nunca se acaba y no parece ir a ninguna parte. Unos cuarenta minutos más tarde, después de pasar un pequeño puerto, las ruedas delanteras, sin guardabarros, muerden de repente el asfalto. Quattermain se detiene y echa pie a tierra.

Escucha y sólo percibe el murmullo de un arroyo muy próximo.

«¿Habrán dejado de perseguirme?».

El primer paso que intenta dar en dirección al agua corriente le recuerda el dolor atroz de su rodilla. Entonces comienza a dar saltitos sobre un solo pie, para luego avanzar a cuatro, o más bien exactamente a tres patas, con las manos palpando la hierba. Llega al arroyo y bebe, sintiéndose como un animal acosado, en esta noche que, sin embargo, está muy tranquila. «Pero ellos están en alguna parte, los presiento…, me esperan». Sólo ve a su alrededor unas masas negras y grises. «Si han dejado de perseguirme, es que han cogido a Thomas. ¡Oh, Dios mío, haz que me equivoque!».

Se arrastra de regreso hasta el coche, se coloca al volante y vuelve a arrancar. Más adelante, deja atrás una primera granja, toda a oscuras. Y después otras. Llega a un cruce.

Desierto. «¿Por dónde han pasado?». Opta por la carretera que tiene enfrente, sin preocuparse por el nombre de la localidad, escrito en el tablero de señalización. Rueda cuatro o cinco kilómetros hasta otro cruce, que también atraviesa, y continúa muy lentamente. Su sentimiento de extrañeza se acentúa con el transcurso de los minutos, en ese silencio que le abruma y en medio de ese mundo de granjas solitarias, totalmente cerradas, como si sus habitantes las hubiesen abandonado. «No es posible que hayan renunciado, no es posible. ¿Por dónde han pasado con sus coches?».

Le invade una especie de torpor, e incluso un adormecimiento que, en dos o tres ocasiones, le hace perder el control del Citroën; pero cada vez consigue separarse del talud en que éste se ha hundido y arrancar de nuevo.

Rueda durante un tiempo interminable por una pequeña carretera muy sinuosa, y ahora su torpor raya con el embotamiento.

Entra en un pueblo y al fin descubre a un hombre, uno solo, que flemáticamente le hace señas. Quattermain se detiene ante él.

—Su coche está en un estado realmente increíble —dice el hombre.

—He tenido un accidente —explica Quattermain.

Detrás del hombre hay una puerta abierta a medias; por la abertura, Quattermain descubre el interior de un café campesino.

—Debería entrar —dice el hombre.

Su entonación y la insistencia un tanto divertida de su mirada… Decididamente, hay algo extraño en este hombre. Quattermain mira por delante de su coche y después por detrás de él. Está en el centro de una aldea realmente minúscula y el halo de la luz no alcanza a los diez metros. El motor del Citroën está todavía en marcha; «podría acelerar de pronto y escapar».

Pregunta:

—¿Hay algo en la carretera, delante de mí?

—Véalo usted mismo —responde el hombre.

Quattermain enciende sus faros: le dan frente seis coches alineados de una fachada a otra: una bicicleta no podría pasar.

—Debería entrar —repite el hombre flemático.

Abre la portezuela, o más exactamente la arranca a medias, sin parecer asombrado de que ya sólo sea un arrugamiento de plancha. Luego se aparta, con las maneras de un chófer de lujo.

—¿Y detrás? —pregunta Quattermain.

Su interlocutor levanta una mano indolentemente y, como respuesta a esa señal, se enciende una hilera de faros.

—Ya veo —dice Quattermain.

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