Daddy

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Daddy

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Cuatro hombres se encuentran en el interior del café. Tres están de pie; uno de ellos es, evidentemente, el dueño de la casa (tiene los pies descalzos y está en camisa: acaban de sacarle de la cama); los otros dos tienen absolutamente el aspecto de lo que son: hombres de armas. El cuarto está sentado junto a una estufa que zumba. Se levanta, con una servilleta en la mano. Es bajito, pelirrojo, rechoncho, y está vestido con un traje claro, de seis botones, que Quattermain juraría que está cortado en Londres.

—Me llamo Gregor Laemmle —dice este cuarto hombre—. Señor Quattermain: estoy seguro de que tiene usted mucha hambre, después de toda esa cabalgada. ¿Me hará el honor de cenar conmigo?

—¿Un poco más de foie gras? —interroga Gregor Laemmle.

—No, de verdad.

—Yo sí lo tomaré, Soëft.

El hombre flemático con rostro de mujer vuelve a sacar del gran cesto de mimbre la lata de foie gras y efectúa el servicio.

—¿Champaña, entonces?

—Tampoco.

Gregor Laemmle le sonríe.

—Es usted muy simpático.

—Gracias —dice Quattermain.

Éste sostiene la mirada castaño-amarilla. Desde que han comenzado a cenar en la sala del café aldeano, han hablado de Estados Unidos y sobre todo de literatura: Emerson, Thoreau, Melville, entre otros. La cultura de Gregor Laemmle parece enciclopédica, y su inteligencia es sin ninguna duda fuera de lo común.

—Muy simpático —repite Gregor Laemmle—. Se va usted a reír: hace una hora o dos estaba absolutamente decidido a matarle. Ahora, vacilo.

—Lo cual me encanta —dice Quattermain, luchando ferozmente contra su embotamiento.

—¿Conoce usted a Joachim Gortz?

—En absoluto.

—Él sí le conoce. Conoce sobre todo a sus primos.

—¿Y quién es ese Gortz?

—El que me ha prohibido que le mate. Pretende que usted vale más que Thomas.

Quattermain bebe un poco de champaña y pregunta:

—¿Quién es Thomas?

—Divertido. Soëft, ¿qué puede usted ofrecemos ahora?

—Escalopes de langosta con trufas en aspic —dice el hombre flemático.

Ach, la-guerra-no-es-cosa-buena —dice Gregor Laemmle, con un acento alemán exagerado.

Sonríe:

—Dese cuenta: he necesitado unas horas para comprender que no sólo el Niño no iba en su coche, sino también que no había pasado el puente con usted… y que, por lo tanto, se quedó en la otra orilla. He sido muy mal secundado, pero de todos modos habría debido darme cuenta en seguida de que usted había sido sacrificado, como se hace con una pieza en el ajedrez.

El hombre flemático saca del cesto dos platos y los coloca delante de cada uno de los dos hombres.

—Juego muy poco al ajedrez —dice Quattermain.

—Y he aquí que ahora siento de nuevo deseos de matarle —dice Gregor Laemmle, y pasa por detrás de Quattermain, que se inmoviliza de repente.

Pero el llamado Soëft continúa. Camina hacia el dueño del café y la velocidad de su brazo es asombrosa: surge el arma en su mano, el cañón se apoya en el lugar del corazón. Dispara dos veces y en el momento en que el cuerpo se desploma, retiene al dueño del café por el cuello de su camisa y dispara una tercera bala entre los dos ojos.

Luego acompaña al cadáver en su descenso hacia el suelo.

—¿Quattermain?

Éste ha cerrado los ojos. Los vuelve a abrir y encuentra de nuevo la mirada amarilla.

—Quattermain —dice Gregor Laemmle—, le he matado por poder, en cierto modo. Donde usted me ve, tengo en estos momentos un nerviosismo extremado. Seguro que el Niño no ha pasado el Ródano y ha hecho la única cosa que podía sorprenderme: ir hacia el oeste y, al hacer esto, dirigirse directamente hacia alguien llamado Jurgen Hess. Temo lo peor, Quattermain.

El cadáver ensangrentado yace a menos de un metro de la mesa.

—Temo lo peor. Conmigo tenía todas las posibilidades. Con Hess no tiene ninguna. Él lo sabe y, sin embargo, ha corrido el riesgo. Es un niño. ¿Sabe usted lo que es un niño, Quattermain? Las personas mayores son ellos, Thomas y algunos más, no nosotros. Nosotros (incluso yo) no somos más que unas réplicas, unas pálidas copias, desabridas y pervertidas por lo que llamamos la educación y la razón. Thomas es puro, es implacable y frío, no tiene ni pesar ni remordimientos, sueña lo imposible porque todavía no ha aprendido que lo imposible existe. Quattermain: somos originales y creadores, revolucionarios si usted lo prefiere, en la proporción de la parte de infancia que conservamos dentro de nosotros.

—Realmente está usted completamente loco —dice Quattermain, mirando todavía el cadáver del dueño del café.

—Thomas es un niño, el Niño por excelencia, y tiene una inteligencia absolutamente excepcional.

Ella lo comprendió así, sin duda lo supo desde el principio y lo hizo todo para que se convirtiese en lo que es: un monstruo, según las normas. Y cuando digo

Ella, naturalmente hablo de esa mujer que fue su madre y, al parecer, la amante de usted. Lo que quizá le hace padre de Thomas. Quizá. Supongo que lleva todavía encima la carta que

Ella le escribió y que le convenció de cruzar el Atlántico. Soëft se la va a quitar y yo la leeré… antes de destruirla ¡

No se mueva, Quattermain! ¡

No trate de tocarme y menos de matarme! ¡

No lo intente!

Se establece un silencio, sólo turbado por el ruido de varios motores de automóviles en el exterior.

Gregor Laemmle prosigue suavemente:

—La única persona a la que le autorizo matarme es al propio Thomas. Espero que mantendrá la promesa que me hizo. Al matarme, me daría en cierto modo… —Una sonrisa— una prueba de amor… No espero que usted comprenda. En cuanto a usted, que cree ser su padre, y que él cree que puede serlo o, sobre todo, que tiene ganas de creerlo, todo esto sólo sería una razón para odiarle más allá de lo posible… Y hay algo peor: lo que usted habría hecho con él si por desgracia hubiese conseguido quitármelo. Usted le habría destruido, Quattermain; le habría convertido en un niño normal, sólo un poco más inteligente que el término medio: dulce, tierno, afectuoso; y esa maravillosa máquina que tiene en la cabeza sólo le habría servido para salir bien en los exámenes y para convertirse en el hombre más rico de las Américas… Se me revuelve el estómago. ¿No quiere comer su langosta?

Quattermain se levanta y camina hacia la puerta encristalada que da a la calle. Aparta la cortina: un convoy de automóviles se está organizando; el Citroën ha sido desplazado y no está a la vista.

—No voy a matarle, Quattermain. Por una razón que me parece perentoria: es muy posible que, en las horas que vienen, el bueno de Jurgen Hess atrape al Niño; tengo todas las razones para creerlo. Si esto ocurre, una de dos: o bien Thomas es atrapado vivo y yo le cambiaré por usted, ya que al parecer usted vale más…, o bien el buen Jurgen le arrancará un ojo o un brazo… o lo matará, y en ese caso usted no llegará vivo a manos de Joachim Gortz. Hacia el cual nos dirigiremos ahora, ya que no quiere usted langosta…

Thomas acaba de recorrer más de cincuenta kilómetros hacia el puente, en una bicicleta que ha robado delante de una iglesia en la que unos niños asistían al catecismo. El truco de la olla de leche colgada de su manillar ha funcionado muy bien, incluso varias veces; esos cretinos le han preguntado, incluso, si la leche era buena, si no iba a hacer mantequilla con ella; ¡qué broma más estúpida! Y, además, la ventaja de una olla de leche es que se puede comprar leche de verdad y beberla después.

«Estoy realmente triste», se dice Thomas en su bicicleta.

«Tal vez podrías pensar un poco en el americano. Sólo un poco, un minuto nada más y, después, le esconderías en un rincón, bien enterrado… como la Cosa.

»De acuerdo, sólo un minuto.

»Tú sabes muy bien que

Ella no mintió en su carta.

Ella no mentía nunca. Si hizo venir al americano, fue seguramente porque es tu padre. O quiso que lo fuese y viene a ser lo mismo.

Ella le eligió y eso sí que no puedes cambiarlo.

»Y él está muerto. Muerto-muerto-muerto. Como

Ella.

»¡

Basta ya! ¡

Deja de pensar en él! Estás sufriendo para nada, te debilitas y ni siquiera prestas ya atención a la carretera…».

Continúa avanzando en la noche, dándole a los pedales. Según su mapa, ya sólo faltan once kilómetros. «Ésa no es razón para desconcentrarte; al contrario, ¡ten cuidado!». Se detiene cada vez más a menudo y corre a esconderse, sea en un hoyo, sea entre los árboles y los matorrales cuando los hay. Once coches o camionetas pasan, en un sentido o en otro, más tres motos y varios ciclistas.

Y después asciende de pronto en él una impresión de peligro (

el instinto de rata), y esto hace que oriente veinte veces sus prismáticos en todas las direcciones, sin lograr ver nada en la oscuridad creciente, pero con la sensación de que

algo va a suceder, «quizá porque has alcanzado tu objetivo y te pones nervioso, pero también quizá porque hay realmente

algo».

Esa sensación se hace tan fuerte que se detiene por completo. La carretera ascendente y descendente que ha seguido es casi recta ahora. Atraviesa un gran llano que tiene unas jorobas de vez en cuando. «Afortunadamente es de noche; si no, me verían desde lejos». Tiene unas ganas terribles de seguir y de pedalear como un loco hacia la pequeña montaña, a algunos kilómetros de aquí. Pero sería muy estúpido correr riesgos precisamente ahora.

Finalmente, se decide.

Comete un error terrible: deja la bicicleta en el suelo, dentro del hoyo, pero no demasiado bien escondida. Se dice que es sólo por un minuto, nada más. Salta el hoyo y camina entre los árboles, hasta un montículo, a cincuenta metros de la carretera… Quiere subir a él, sólo para demostrarse que se equivoca totalmente, que no hay nada inquietante en los alrededores.

Trepa a la cima de la roca más alta y comienza a observar. Lentamente (¡qué bien se ve de noche con unos prismáticos!). Primero mira en la dirección que debe seguir, según el mapa.

Nada en absoluto.

Mira a su derecha y a su izquierda. Un puente y unas granjas aisladas, cuyas ventanas están iluminadas.

Algunos coches, cuyos faros también están encendidos.

Y he aquí, justamente, uno que llega. Lo recoge en sus prismáticos: no es un coche, sino un autocar. Unos pasajeros en el interior, unos rostros de hombres y de mujeres…, nada extraordinario tampoco.

Ni el menor ruido, aparte del motor de este autocar que se acerca y que forzosamente tiene que pasar por delante del lugar en que ha abandonado su bicicleta. «No la verán, van demasiado rápidos». Y es cierto que pasan por delante de la bicicleta sin que nadie la descubra, ni el chófer ni los pasajeros. El autocar se aleja. «No hay nada, voy a bajar y a seguir». Sin embargo, continúa siguiendo al vehículo, que se acerca a la primera curva.

Y aquello sucede.

Los faros del autocar iluminan al coche negro. Thomas lo reconoce, así como al conductor: es uno de los dos hombres de paisano que esperaban en la barrera que ha franqueado unas horas antes.

Y algo peor: el coche negro avanza muy lentamente y los dos hombres que van dentro dirigen sus linternas eléctricas a los arcenes. Thomas comprende al instante lo que está pasando: son los hombres de Jurgen Hess. Habrán visto desfilar todo el grupo de escolares en bicicleta entre los cuales iba él escondido. Ahora saben que falta uno; probablemente han interrogado a los alumnos, que le habrán dicho que sí, que iba con ellos un muchacho que no era de su escuela.

¡

Y van a ver su bicicleta!

Thomas salta, baja del montículo y corre entre los árboles.

Se queda inmóvil:

¡es demasiado tarde! El pincel de los faros ilumina ya la carretera y sus cunetas; si Thomas surgiera, sin duda alguna le verían. Gritaría de rabia; «¡he cometido un error!». Realmente está rabioso consigo mismo.

Se bate en retirada, se aleja. En lugar de escalar de nuevo el montículo, lo rodea.

Se vuelve, sabiendo ya que va a ver lo que ve: el coche se detiene a la altura de la bicicleta. Uno de los hombres desciende, levanta la

bici y se la enseña a su compañero. Habla en alemán: «Seguramente es él, y no debe estar lejos. Ve a avisar. Voy a intentar arrinconarle; déjame tu linterna».

Y el coche se pone de nuevo en marcha, rodando ahora a gran velocidad, mientras el hombre sigue de pie y orienta sus linternas a izquierda y derecha, y luego delante de él.

En dirección a Thomas, que sólo tiene tiempo de escabullirse detrás del montículo. Thomas no espera más: se pone en camino, yendo hacia el puente, que está a dos kilómetros, rehaciendo sus cálculos: once kilómetros en bicicleta era cosa, digamos, de una media hora. Pero ¿y a pie, a campo traviesa y dando rodeos? «¡Te está bien empleado! ¡Deberías haber tenido más cuidado! ¡Es culpa tuya!». No tiene ningún miedo; sólo está rabioso consigo mismo.

Comienza a correr. No demasiado rápido. No sirve de nada correr a toda prisa cuando se quiere ir lejos; tendrá que hacer veinte kilómetros largos. «Cálmate, no eres un conejo enloquecido».

Las cosas van todavía más de prisa de lo que había temido: veinticinco o treinta minutos después, a su izquierda, aparecen dos coches, uno de ellos con un faro móvil que barre los campos a cientos de metros.

Luego, otros tres a la derecha.

Y otros, detrás, llegan sin cesar.

Acaba de pasar, lo ha dejado ya a trescientos metros, cuando se presenta un coche y se detiene, con los faros orientados. El único recurso que le queda es sumergirse en una zanja de riego. El agua está terriblemente fría y él está sudando, después de tres kilómetros de carrera. Avanza, saca la cabeza y encuentra, a dos metros delante de él, un camino de tierra. Lo cruza un momento antes de que sea barrido por los faros de los coches. Otra zanja, muy profunda, le recibe; está llena de un agua aún más helada. Se arrastra por ella hasta que una canalización le detiene, y comprobando que la oscuridad se ha hecho de nuevo a su alrededor, sale otra vez, tiritando. Avanza por un terreno cubierto de una espesa alfombra de hojas secas y lleno de árboles; recorre unos cien metros, tal vez más.

Y se echa detrás de un tronco: justo delante de él, acaba de aparecer una línea de luz que parece salida del suelo, pero que en realidad es una batida que emerge de la cima de una pequeña colina. Avanzan a decenas; no hay medio de pasar. «De cualquier modo van a atraparme».

Mira detrás de él y, luego, a su derecha y a su izquierda…

No cabe duda: está absolutamente cercado.

¡REFLEXIONA!

¡Reflexiona, maldita sea! ¡NO LLORES!

—Tengo toda una teoría sobre la infancia —le dice Gregor Laemmle a Quattermain.

Evidentemente, no hay respuesta…, no la esperaba. El americano está sentado a su derecha, en el gran Renault Viva deportivo, de ocho plazas y cinco mil y pico centímetros cúbicos de cilindrada. Le han puesto unas esposas; ha apoyado su nuca en el reborde del asiento y ha cerrado los ojos; quizá duerme realmente.

Entran en Lyon. Una hora antes, cuando llegaron a un puesto alemán de cierta importancia, Soëft ha descendido, se ha dado a conocer, y ha vuelto a subir después de cambiar breves palabras, diciendo que tendrían la respuesta en Lyon. Soëft lleva consigo a cuatro de sus hombres: tres para vigilar al americano y uno para conducir.

Siguen el Ródano, flanqueados por delante y por detrás por cuatro coches de acompañamiento, en los cuales se encuentran los mercenarios de Henri Lafont. Hace una noche muy clara y, en esta lenta procesión a lo largo del río, Gregor Laemmle discierne algo fúnebre, no sabe muy bien qué: «La suerte del Niño se está jugando ahora».

«Hay en mí —piensa Gregor Laemmle—, a pesar de este sentido del ridículo del que me enorgullezco (no sin razón, porque es sublime), una inclinación loca al exhibicionismo. Y lo que, en resumidas cuentas, trato de hacer, es que se sienta todo lo desgraciado posible ese americano que está a mi derecha y que es el único que me comprende…, además de Soëft, ciertamente; pero Soëft tiene la importancia exacta de un cordón de cascabel».

Vuelve la cabeza y examina a Quattermain. No llegará a decir que David Quattermain es guapo, y sin embargo… Las grandes manos son soberbias, la frente es alta, la línea de la boca es perfecta; los informes le atribuían un cierto parecido con ese actor de Hollywood llamado Gary Cooper, y los informes casi nunca se equivocan. Ése ya es un motivo para irritarse. Gregor Laemmle habría preferido, evidentemente, un masticador de goma, gangoso y con una corbata abigarrada; este tranquilo grandullón (y que ha leído a Emerson y Thoreau, ¿se imaginan?), que ni siquiera está desprovisto de elegancia, le desconcierta y, a decir verdad, le exaspera. Pero le irritan todavía más esas otras semejanzas, en la línea de la frente, de la nariz, de la boca, en el perfil, en suma, que cree descubrir entre el americano y Thomas, que por consiguiente acreditarían la tesis de una filiación entre el uno y el otro. «Tengo que conceder que, por primera vez en mi vida, odio profundamente a alguien».

El Renault se detiene delante de la Kommandantur lyonesa.

—Bajemos, Soëft.

Gregor Laemmle penetra en el edificio. Soëft está bien provisto de documentos oficiales que le abren paso. Un oficial de mediana edad le indica un despacho y luego un teléfono. Descuelga el auricular.

—Sí, dígame, Jurgen.

Hess anuncia que esta vez es de verdad, que tiene al Niño, que ya sólo es una cuestión de minutos. Describe la situación, que parece, en efecto, de las más claras.

—Lo cogeremos vivo —dice.

—Gracias por tenerme informado —responde Gregor Laemmle (luchando ferozmente con su desesperación, con el único fin de mostrarse sarcástico). Esa victoriosa caza, mi buen Jurgen, entrará sin duda alguna en los anales y ocupará un lugar destacado entre las más grandes hazañas militares de todos los tiempos.

Regresa al Viva deportivo, en el frío glacial de la noche —«¿cómo será allí abajo?»—, y ocupa de nuevo su lugar, colocando calmosamente la manta sobre sus piernas.

Y sintiendo sobre él la mirada de Quattermain.

—Sigamos, Soëft. Me gustaría un chartreuse. ¿Quiere usted, Quattermain?

No hay respuesta. Gregor Laemmle sube la manta hasta su cuello y cierra los ojos. Con una nitidez que le hace temblar, imagina al Niño en la situación que Jurgen Hess acaba de describirle.

«A decir verdad, lloraría por él».

Por tercera vez, Thomas repite su maniobra: espera hasta estar seguro de haber determinado exactamente el eje de la progresión de los cazadores, para buscar el sitio. Éste debe ser llano, sin nada que obstaculice la mirada…, aparte de los troncos de los árboles, naturalmente; tiene también que contar con algunos puntos de paso, algo así como unos caminos naturales que los cazadores tendrán que tomar necesariamente en su batida. Después se arrastra, hasta que ha encontrado el hueco ideal estrecho y lleno de tierra blanda, rodeado de muchas hojas secas y podridas. Entonces cava, procurando no extender la tierra fresca que remueve, reúne y prepara las hojas, se entierra, primero las piernas y luego el vientre, y luego un brazo, y luego la cara, y luego el otro brazo.

Y esto funciona, exactamente igual que Pistol Peter cuando los sioux le buscan para arrancarle la cabellera y pasan a su lado sin conseguir verle (salvo que en el caso de Pistol Peter se trataba de arena, pero viene a ser lo mismo).

También esta vez los perseguidores pasan terriblemente cerca. Les oye hablar (en alemán y en francés), preguntarse por dónde ha podido pasar, puesto que han visto antes su silueta, desde lejos, en ese pequeño estercolero…

La batida se aleja. Thomas no se mueve todavía. Podría haber quedado alguno retrasado, o uno que se volviese y mirase detrás de él, e incluso todos ellos pueden haber fingido irse para formar un círculo alrededor de su falsa tumba. «¡Basta de darte miedo a ti mismo, estúpido!».

Un minuto.

Se mueve ahora muy suavemente, sacude la cara de izquierda a derecha para hacer que caigan las hojas secas y la tierra de sus ojos, pero esas porquerías se pegan y se ve obligado a sacar una mano para limpiarse.

Está oscuro, no se ve ninguna luz, ninguna linterna.

Sólo se oyen unos ruidos lejanos.

Thomas va emergiendo con grandes precauciones; tiene un frío tremendo: «estoy a punto de morir congelado». Se desprende poco a poco y sale del agujero; luego lo cubre de nuevo y extiende y coloca las hojas: si los cazadores volviesen y vieran la falsa tumba, forzosamente comprenderían el engaño. Aplastado contra el suelo, empapado y temblando fuertemente de frío, echa una ojeada a los alrededores. No ve gran cosa debajo de los árboles. A unos cien metros, descubre la línea de los cazadores, que se han detenido. Imposible pasar a través de ella.

Thomas identifica al jefe, un individuo alto y rubio, al que el Hombre de los Ojos Amarillos llama el buen Jurgen.

El muchacho levanta un poco más la cabeza: ahora las montañas son casi invisibles; pero él las distingue un poco, porque tiene unos ojos que ven bien de noche (en Sanary miró en un diccionario: eso se llama nictalopía, ver de noche), y Javier ni siquiera conoce esa palabra: «—Es como las lechuzas y los búhos, Javier. —Entonces eres un búho, ¿verdad?

—Claro que sí, soy un búho…».

Bueno, ahora tendrá que encontrar un medio de pasar ese cerco (ya tiene un medio en la cabeza, pero no va a ser fácil aplicarlo, como se verá). Oye constantemente otros coches que llegan por la parte baja de la carretera, y por la parte alta de ésta se oye también un ruido de orugas… como si Jurgen Hess hubiese convocado a todo el ejército alemán para prenderle.

Ha comenzado a reptar, casi en el centro exacto de un gran círculo de luces. Se desliza detrás de un matorral para evitar uno de los proyectores móviles, e inmediatamente después rueda sobre sí mismo y se mete en un agujero para evitar un segundo foco. «¡Qué estúpidos son! Si mantuvieran fijas sus luces, en lugar de moverlas constantemente como unos locos, hace tiempo que me habrían atrapado. Sin embargo, es fácil: divides el terreno en cuadrados y observas los cuadrados uno por uno, y luego pasas al cuadrado siguiente. No hubiera podido evitarlo. Son unos verdaderos cretinos».

Y helo aquí, está en la cuneta, en la parte baja de la carretera, donde están aparcados la mayor parte de los coches; hay treinta por lo menos, sin contar los camiones. Evidentemente, la carretera está llena de soldados que van y vienen a la luz de los faros.

Indudablemente no es cosa de cruzar.

Avanza por la zanja, con los pies de los soldados a dos metros de él (uno de ellos habla de la pastelería que sus padres tienen en Kronach) y el agua hasta el cuello, y procurando no producir el menor chapoteo; «¡que frío tengo!». Ha recorrido ya cuarenta o cincuenta metros, se aproxima…

Cuando de repente unos ruidos le alarman. Las voces de unos conductores de perros hablando a sus animales, el breve ladrido de un perro, el entrecortado jadeo impaciente de otro.

¡Perros! El miedo se apodera de él súbitamente; ve de nuevo la sucia boca de Adolf, el maldito chucho de Sanary. Él, Thomas, siempre ha tenido miedo a los perros, no hay nada que hacer…

¡Y esto ocurre precisamente en el momento en que iba a entrar en el conducto de cemento! ¡Mierda, mierda, mierda! ¡No puede ser verdad! Se aplasta todavía un poco más, sumergiéndose hasta el mentón, que se congela inmediatamente, como si hubiese pasado sobre hielo.

«Cálmate y reflexiona, Thomas. Como en el ajedrez, cuando el otro mueve su maldita torre y descubres que te habrá vencido en seis jugadas si no encuentras una defensa. Reflexiona. ¡Concéntrate y reflexiona!».

Veinte segundos. Mueve su brazo bajo el agua y toca con los dedos el borde de la conducción circular: «Si me meto ahí adentro, quedaré arrinconado y los perros vendrán, se arrastrarán también y me comerán vivo, y ni siquiera podré luchar porque estaría encerrado en esta maldita trampa de hormigón, y sería enterrado y comido vivo».

Otros diez segundos de un pánico loco. Que casi le obligará a incorporarse, a gritar, a rendirse.

Pero esto funciona, recobra el control, hace que la calma descienda por todo su cuerpo, como

Ella le ha enseñado.

Esto funciona. Ahora reflexiona, y enormemente bien; el frío mecanismo está de nuevo en marcha, casi le oye sonar. Con los ojos cerrados, reconstruye el emplazamiento de cada una de las piezas de esta partida entablada contra Hess: toda la línea de los coches y de los camiones en las dos carreteras paralelas, los soldados en guardia, los otros dando la batida con las linternas eléctricas, los proyectores móviles, Jurgen Hess a doscientos metros y él, Thomas, hundido hasta los labios en el agua helada de una zanja; él, que es la presa.

Y la canalización y, sobre todo, los perros. Seguro que ellos van a lanzar los malditos perros partiendo de su bolsa, en la cual están las provisiones facilitadas por los dos granjeros; los perros retendrán su olor en la nariz y entonces seguirán su pista, localizarán cada uno de los tres agujeros en que ha estado escondido y después, forzosamente, vendrán derechos a la zanja, olfatearán su rastro y acabarán llegando al conducto para ponerse a ladrar como locos.

Después de eso, puede ocurrir una de dos cosas. O, más bien, las dos juntas: Jurgen Hess enviará al perro más feroz a la canalización y dirá a sus soldados que partan el cemento por todas partes. Mandará a unos hombres en coche o en moto a la otra punta, a la salida, con otros perros. De este modo, yo tendría un perro mordiéndome las piernas y otro zampándome los ojos y la lengua.

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