Daddy

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—El niño que le acompañaba ha desaparecido, señor Quattermain. No ha sido atrapado por sus perseguidores. Por ninguno de ellos. Y no puedo decirle más. Ignoro por completo dónde puede estar.

Quattermain vuelve a cerrar los ojos. En todo su cuerpo no hay más que dolor y tortura.

—Voy a hacer que le trasladen a Alemania en cuanto su estado lo permita —dice todavía la voz de Joachim Gortz—. Así estará más seguro de los cuidados que le presten.

En el receptor telefónico que está posado sobre la mesa, al lado de Gregor Laemmle, la voz furiosa zumba desde hace ya varios minutos. Gregor Laemmle escribe o, más exactamente, recomienza por quinta vez una carta que él sabe que nunca será leída, puesto que va dirigida al Niño: «

Habría hecho todo lo del mundo para salvar la vida de tu madre, a la cual, sin embargo, busqué durante tanto tiempo». Laemmle está en Lyon, en un hotel del muelle de lo que puede ser el Saône o tal vez el Ródano: el detalle parece de poca importancia, ¿quién se interesa por esas cosas?

Rompe por quinta vez su carta inacabada y se decide al fin a descolgar el auricular, cortando luego en seco las recriminaciones de Joachim Gortz: «¿De qué diablos se queja? ¡Le he devuelto vivo a su americano! Un poco deteriorado, pero vivo».

Es sacudido por la peor de las crisis que ha conocido en cuarenta y seis años de existencia. Hasta tal punto que procura no acercarse demasiado a la ventana, temiendo no poder resistir la tentación de saltar por ella. «Probablemente, además, fracasaría».

Trata de leer, pero hasta su querido Montaigne acaba cayéndosele de las manos. Y dos horas después, cuando Jurgen Hess llega, le encuentra inmóvil, con el libro cerrado sobre la mesa, las manos cruzadas sobre el abdomen y los ojos pardoamarillos perdidos en el vacío. Hess relata la tentativa fracasada, cuenta cómo sus hombres y él mismo han destrozado literalmente uno o dos kilómetros de canalización antes de descubrir que el muchacho ya no estaba allí; cómo, a partir de entonces, lanzó varios equipos en todas las direcciones; cómo uno de esos equipos acabó descubriendo el rastro de la «pequeña basura»; cómo sólo faltaron algunos metros y algunos segundos para que el niño fuese atrapado; y cómo intervinieron entonces unos tiradores experimentados, sin duda miembros de la resistencia.

—Varios de ellos, quizá todos, hablaban español.

—La guardia española del Niño —dice Gregor Laemmle.

Laemmle está sentado, Hess está de pie.

Hess toma de nuevo la palabra y explica que los españoles se escabulleron sin que él pudiera perseguirles… Ya apenas le quedaban hombres en estado de luchar. Y después, los cinco días siguientes, ha batido en vano la región, y la sigue batiendo todavía, llegando sus búsquedas hasta la frontera española. Pero sin esperanzas.

—Creo que el chiquillo la ha franqueado ya —dice Hess.

Silencio.

—Y ha venido usted a pedirme ayuda —observa al fin Gregor Laemmle.

Jurgen Hess asiente.

Nuevo silencio. La mirada amarilla de Gregor Laemmle se dirige hacia la silueta inmóvil de Soëft, que está de pie cerca de la puerta del pasillo: «Seguramente mataría a Jurgen si yo le ordenase hacerlo. ¿Pero para qué?».

Sonríe a Hess.

—¿Qué han hecho ustedes con aquella mujer, con Catherine Lamiel?

—Está en la cárcel de Fresnes.

—¿Fue ella la que les entregó a Maria Weber?

—Sí.

—¿Y por qué esa traición?

—Porque Hess había prometido un cambio: Maria Weber a cambio de la vida del hermano de la muchacha y de otros hombres.

—¿Mantuvo usted su promesa, Jurgen?

—No. Todos los hombres han sido fusilados.

—Yo quisiera que ella también muriese, Jurgen. Arrégleselas usted. Usted puede hacer que sea fusilada mañana, o enviada a uno de esos campos de la muerte de los que sus jefes han hecho una gloriosa especialidad. No me diga que no, por favor: le pido un servicio a cambio de la ayuda que usted espera de mí.

Y Gregor Laemmle piensa al mismo tiempo: «No es justo que viva esa mujer, que en resumidas cuentas permitió que

Ella fuese quemada viva destruyendo todos mis planes. Y, por otra parte, lo que yo hago es pura misericordia: ¿qué existencia sería la de Catherine Lamiel si por azar sobreviviera?».

—¿Sí o no, Jurgen?

—Sí.

—¿Promete que la hará fusilar?

—Sí.

Gregor Laemmle cierra los ojos.

—Váyase ahora, mi buen Jurgen.

Espera que se aleje el ruido de los pasos de Hess, pues se siente presa de una crisis que le invade como una ola rompiente. Ya ha olvidado, o casi, a esa mujer, a la que acaba de asesinar con la mayor tranquilidad.

—Partiremos mañana por la mañana, Soëft.

Al día siguiente, Soëft y él llegan a Grenoble. Se dirigen directamente a la plaza Sainte-Claire, a casa de Barthélemy, el vendedor de legumbres.

Gregor Laemmle espera pacientemente su turno en la cola de las amas de casa. Es jueves y, por lo tanto, no hay escuela: dos de los hijos del comerciante están allí y le ayudan.

A Gregor Laemmle le llega su turno.

—Quisiera hablarle de Thomas —dice.

Y, naturalmente, el vendedor de legumbres responde que no conoce a ningún Thomas, que no comprende en absoluto de qué se trata. Gregor Laemmle le sonríe con mucha amabilidad (siente una simpatía real por el macizo mallorquín) y sugiere una conversación privada.

—En interés de sus hijos —dice.

Barthélemy y él salen de la tienda, seguidos de Soëft; deambulan por las aceras de la plaza de Sainte-Claire, en las que cae una nieve ligera que suaviza los ruidos de la ciudad.

—En su propio interés, en el de su mujer, en el de sus tres hijos y en el de su hermano, que condujo a Thomas a Annemasse para intentar hacerle cruzar la frontera. Y también en interés de sus cabras. Debo decirle que yo sería capaz de acabar con dos o trescientas personas, y algunos animales además.

—No conozco a ningún Thomas —dice el vendedor de legumbres, en su último empecinamiento.

Gregor Laemmle no sonríe siquiera ante tanta terquedad. Dice suavemente:

—Javier Coll ha muerto, así como los otros dos españoles, posiblemente mallorquines también, que se encontraban en Aix. Sólo sobrevive aún el cuarto guardaespaldas del Niño, el que suele llevar una cazadora de cuero y un fusil con visor telescópico. En el momento actual, ya ha puesto a Thomas al abrigo. Mi querido señor: unas circunstancias realmente anormales han hecho que yo disponga del poder de vida o de muerte. ¿Conoce usted a una mujer llamada Catherine Lamiel?

—No.

—Esa mujer ha sido fusilada esta mañana en la cárcel de Fresnes, en París. Era preciso que alguien se encargase de castigarla y yo me he ocupado de ello; me ha bastado con pedírselo a Jurgen Hess. De igual modo, si yo le contase el papel que interpretaron ustedes, su mujer, sus hijos, su hermano y usted mismo, en la evasión de Thomas hace algún tiempo, Hess sentiría una gran satisfacción al exterminarlos. No sin antes haberles hecho picadillo para hacerles confesar dónde se encuentran ahora Thomas y su último guardaespaldas. Hablará usted, señor, créame.

El hombre baja la cabeza. Si estuviera solo en el mundo, sin su mujer y sus hijos, se dejaría desollar vivo antes que decir una sola palabra sobre Thomas.

—Me callaré —prosigue Gregor Laemmle—. Por consiguiente, ustedes vivirán mientras esto dependa de mí. De todos modos, podría usted transmitirle un mensaje a Thomas. Dígale tres cosas. La primera: Catherine Lamiel, que traicionó a su madre, ha sido castigada como convenía. La segunda…

«He aquí la única mentira de tu vida, Gregor…».

—La segunda: el americano ha muerto. En cuanto a la tercera, me concierne a mí. Dígale a Thomas que abandono la partida, que ya no juego más, que tumbo mi rey sobre el tablero. Repítale mis propias palabras, por favor, lo más exactamente posible. Y dígale también que en los meses o en los años siguientes estaré en Fiesole, en Italia, en una villa a nombre de Golaz-Hueber, o bien en Alemania, en esa Selva Negra que tuvo el honor de verme nacer. ¿Lo recordará usted?

El mercader de legumbres no rechista.

—Fiesole, cerca de Florencia, o bien la Selva Negra, cerca de Friburgo de Brisgovia. Él me encontrará, si se toma la molestia. Puede usted volver a sus patatas, señor.

Es a Fiesole, bastante más tarde, a donde llega la carta expedida en Barcelona (pero él duda enormemente que esto pruebe la presencia del Niño en las ramblas catalanas). El mensaje es breve, consta de una sola línea y sólo con una T como firma: «Algún día iré».

Quattermain sabe muy pocas cosas del lugar en donde está: en Baviera, en Berchtesgaden (el nombre le es desconocido). Se trata de una especie de clínica en la que dispone de tres habitaciones para él solo. Si tuviese la posibilidad física de hacerlo, tendría derecho a unos paseos por el parque, plantado de alerces. Pero, por el momento, sólo se desplaza hasta la silla de ruedas, aunque la última de las veinte operaciones que ha sufrido le ha devuelto el uso casi íntegro de su pierna izquierda. Ha podido caminar, por primera vez desde hace siete meses, pero sólo el atravesar la habitación con sus muletas le ha agotado totalmente. Ha perdido casi treinta kilos. Han puesto una enfermera a su servicio: se llama Rosie Maier, es vienesa y habla correctamente el inglés, aprendido junto a su padre, hotelero, en el Ring de la capital austríaca. Él mismo, ahora, se desenvuelve bastante bien con el alemán.

Ha llegado el verano: resplandece en las ventanas que encuadran el admirable panorama de los Alpes de Baviera. Las visitas de Joachim Gortz, espaciadas al principio, y muy breves, se han hecho más frecuentes. Hace dos meses, Quattermain recibió de Zurich una llamada telefónica de Joe Sowinski. Éste no citó en ningún momento el nombre de Joachim Gortz, hablando sólo del «amigo que está junto a ti», y en el que él, David, podía tener plena confianza, «tanta como en mí mismo, David». Siguió un largo discurso que desarrollaba el tema: «Puesto que te encuentras en Alemania, ¿por qué no aprovechas la ocasión para representar ahí los intereses del Clan? Y no solamente los del Clan; hay otras muchas cosas que defender en los tiempos que corren». «Dave: nadie te pidió que fueses donde estás. Te habíamos creído muerto, y sin el amigo que tú sabes, lo estarías. Trata de ser razonable».

«Y, maldita sea, ¿qué diablos es esa historia del niño?».

Quattermain cuelga. Y pregunta a Gortz, que le mira sonriendo:

—¿Qué intereses?

—Es usted accionista mayoritario y administrador de la mayor compañía petrolera norteamericana, la Banner Oil de Nueva York.

—¿Y qué?

—¿Y si yo le dijese que Alemania necesita desesperadamente petróleo?

—Alemania está en guerra con mi país.

Gortz se echa a reír.

—Ahorrémonos las coplas patrióticas, por favor. Hablemos de finanzas.

—Olvidemos los incidentes penosos, ¿no es eso?

—Exactamente. Dentro de uno, tres o cinco años nuestros países estarán de nuevo unidos por una amistad eterna contra el único verdadero enemigo, el del Este. Su tío y su primo lo han comprendido así. Por lo tanto, hay que quemar etapas desde ahora.

—No veo la posibilidad de que yo ordene la entrega de algunos millones de toneladas de petróleo por mes para entregar aquí. Incluso saltándome olímpicamente las etapas.

—No le pedimos eso. Su compañía nos ha entregado y nos entrega todo el petróleo que razonablemente puede hacernos llegar.

—No creo nada de eso.

Silencio. Joachim le mira con curiosidad, menea la cabeza.

—Le enviaré la documentación en cuanto esté realmente en estado de leerla. Pero ahora puedo responderle en parte. Me ha preguntado usted: ¿qué intereses? Además de su parte en la Banner, es usted también accionista y administrador de uno de los tres bancos más importantes de los Estados Unidos: el Hunt Manhattan. Como varios de sus colegas americanos (y también británicos), el Hunt ha mantenido su agencia en París, incluso después de la entrada en guerra que ha seguido a Pearl Harbour. Hacemos con él los mejores negocios posibles. Y a propósito de bancos, usted conoce, al menos de nombre, el banco para los negocios internacionales cuya sede está en Suiza, en Basilea… Como es lógico, mi gobierno lo controla totalmente. Y con su cuenta y razón, desde diciembre de 1941, es decir, después del ataque japonés a Hawai, nuestros dirigentes han tomado la precaución de depositar allí cuatrocientos millones de dólares-oro, a todo riesgo. Ese oro, dicho sea de paso, proviene de los saqueos realizados en los bancos centrales de Holanda, de Bélgica, de Luxemburgo, de Austria y de Checoslovaquia…, y también de todo lo que ha podido ser colectado hasta ahora en los campos de concentración. El propio BRI fue creado hace doce años por el presidente de nuestro banco central, Hjalmar Horace Greeley Schacht; su papel consistía, precisamente, en mantener las transacciones financieras en caso de conflictos internacionales no entre naciones beligerantes, claro está. Tranquilícese, no vamos a pedirle que se siente en su consejo de administración; en este mismo momento, un banquero alemán que representa directamente a Adolf Hitler se codea muy amablemente con un americano, un británico, un francés, un italiano, etcétera. Entre financieros, la atmósfera es de lo más cordial.

Otro silencio. Quattermain ha preguntado:

—Supongamos que, para encontrar y hacer salir a ese niño de Francia, yo me haya dirigido directamente a… ¿mi propio banco? ¿Al de mi familia?

Sonrisa.

—Los financieros siempre pueden entenderse, señor Quattermain.

—¿Y Gregor Laemmle?

—Probablemente alguien habría podido convencerle de renunciar a su caza y de volver a su nido de la Selva Negra para dedicarse exclusivamente a la filosofía. Y un tal Jurgen Hess quizá ha podido ser enviado como refuerzo al frente del Este.

—¿Habría llegado usted hasta hacer matar a Laemmle?

No comment —ha respondido Gortz.

A partir de este momento, vienen unos hombres semana tras semana y mes tras mes. Traen expedientes y se llevan aquellos que Quattermain ya ha leído. Uno de ellos explica regularmente a Quattermain que tiene derecho a consultar todos los documentos que le muestren, pero no deberá tomar ninguna nota ni sustraer el menor papel. Quattermain los examina con algo más que asombro. (Pero no con incredulidad: no duda ni un segundo de la autenticidad absoluta de esta masa fenomenal de documentación). Se entera, por ejemplo, de que más de la mitad de las altas finanzas de Wall Street, en los años treinta, ha financiado ampliamente la ascensión y el mantenimiento en el poder de Adolf Hitler; «probablemente también yo, porque nunca he tratado de saber lo que el tío Peter y el primo Larry hacían con mi dinero». Lee también que, durante el verano y el otoño de 1942, el francés Pierre Pucheu ha hecho conocer a la Banca por los reglamentos internacionales de Basilea (y, por consiguiente, a unos financieros alemanes cuidadosamente elegidos) la inminencia de un desembarco angloamericano en África del Norte; y que esta información, que él había recibido de un agente de la Hunt Manhattan atinadamente situado en la Embajada de los Estados Unidos en Vichy, ha permitido una de las más fructíferas operaciones financieras de los últimos años, aunque sólo fuese por la transferencia inmediata de nueve mil millones de francos procedentes de Francia y que van a buscar refugio en los bancos argelinos.

Recorre el muy completo informe de Joe Sowinski, con el cual descubre que, desde hace casi diez años, ha triplicado su salario gracias a las decenas de millares de dólares que le proporciona cada año la IG Farben, por la vía de la BRI y sobre una cuenta de Zurich.

Tiene la revelación de la monstruosa omnipotencia de la IG Farben, cuyo estado mayor cuenta entre sus filas a Max Warburg, ciudadano alemán pero hermano de Paul Warburg, que es norteamericano y uno de los fundadores del sistema federal de reserva de los Estados Unidos.

La IG Farben, de la que dependen todos los ejércitos alemanes, puesto que es ella quien les proporciona el cien por ciento del caucho sintético, del metanol y de los aceites lubrificantes. En un noventa por ciento, se trata de colorantes y de gases tóxicos.

(

Informe anejo: el nombre y el emplazamiento de las fábricas de IG Farben encargadas de la fabricación del Zyklon B, «actualmente utilizado en los campos de exterminio cuyos nombres siguen…»; y siguen unos nombres totalmente desconocidos de Quattermain, tales como Auschwitz).

La IG Farben, cuya oficina NW 7 de Berlín acoge el centro más importante de contraespionaje nazi; «esa oficina está dirigida por Max Ilgner y Herman Schmitz, que figuran igualmente en el consejo de administración de la filial americana del

trust, la American IG, en compañía especialmente de Henry Ford, Paul Warburg, de la Bank of Manhattan y de Charles E. Mitchell, de la Federal Reserve Bank of New York. Usted conoce personalmente a esos tres hombres, ¿no es verdad, señor Quattermain?».

—No tomar notas,

Herr Quattermain; no guardar ningún papel,

bitte.

Le toca el turno a la Banner Oil. Cada día son traídos y llevados con cajas miles de documentos. Y como la mayor compañía petrolera del mundo ha vendido —por acuerdos secretos— a la industria alemana la fórmula del isooctano, aditivo a base de tetraetilo, indispensable para la gasolina de avión, «con el juego de operaciones bancarias y de endosos, el gobierno británico abona actualmente unos

royalties a la industria química alemana con el fin de obtener los materiales que le permitan combatir a la aviación alemana que bombardea Londres. ¿Divertido, verdad?».

Del mismo modo, la misma Banner aprovisiona a la Alemania hitleriana de petróleo —de 50 000 a 80 000 toneladas por mes, según Joachim Gortz— desde hace más de tres años.

Asimismo procede, a través de sus filiales venezolanas y mexicanas, a enviar sus entregas, en un principio, a bordo de buques que enarbolan el pabellón de la Francia de Vichy o el de Panamá.

(

Informe anejo: la «divertida peripecia de un petrolero francés inspeccionado por unos barcos de la Royal Navy… y autorizado a proseguir la ruta después de una intervención del Departamento de Estado, debidamente regañado por los senadores de su tío Peter»).

Y centenares de ejemplos más.

Todos apoyados por documentos irrefutables.

Las semanas pasan.

Quattermain ha abandonado su silla de ruedas y ahora utiliza las muletas. A veces se arriesga a dar algunos pasos ayudándose sólo con un bastón. Va hasta el parque, pero necesita veinte minutos para bajar o subir la escalera que conduce a su apartamento-prisión.

El otoño es espléndido en Baviera.

«Y usted también es muy bello», dice Rosie Maier, a quien él hace el amor desde hace ya tres meses.

Y, en efecto, contemplándose en un espejo, se ha quedado estupefacto: las últimas operaciones han hecho maravillas, y él ha recuperado su rostro. Sólo su voz se ha modificado un poco, porque los cirujanos alemanes no han podido hacer nada por su garganta lastimada y por sus cuerdas vocales heridas: su voz es un poco más baja, un poco velada, casi ronca…

«

Very sexy», dice Rosie.

Quattermain lee mucho. Se ha establecido un ritual. Los contables (¿cómo llamarles de otro modo?) de Joachim Gortz aparecen, cinco días por semana, cada mañana: desembalan sus legajos, sacados de cajas de cartón, sobre una larga mesa, se inmovilizan y le miran leer, sin pronunciar nunca una palabra, colocando tal o cual documento después de la lectura, en su orden exacto de clasificación. Se van cada día a las cuatro en punto.

Quattermain todavía tiene que sufrir una última operación que le devolverá en principio el uso completo de su mano derecha, y al fin podrá escribir.

Mientras tanto, lee.

Le son presentados otros documentos, y descubre que la Banner y el Banco no son los únicos que se dedican a este extraño juego.

«Ni mi tío Peter, ni mis primos, ni yo no somos un caso único. Cuando se fusile a todos los americanos culpables de connivencia con el enemigo, Park Avenue quedará despoblada».

Se sumerge en los detalles de las extrañas actividades del vicepresidente de la Oficina de Industria de Guerra en los Estados Unidos. Este hombre parece dedicar, sobre todo, su energía a la dirección de la empresa más importante del mundo de rodamientos a bolas, la SKF, de la que él es —paralelamente a sus actividades en Washington— el director para los Estados Unidos; su codirector es un tal Von Rosen, «un primo de Goering».

Él, Quattermain, sólo tenía hasta ahora una vaga idea del asunto, pero se entera entonces de la importancia de los rodamientos a bolas en la guerra: ningún avión, ningún submarino o barco de superficie, ningún carro de asalto, ni el menor camión o vehículo, ningún tren, ningún generador, ningún sistema de ventilación o de puntería, de comunicación o de tiro pueden pasar sin ellos: «un solo avión de caza Focke-Wulf utiliza cuatro mil».

La SKF es en su origen una empresa sueca. Pero controla, en suelo americano, todo el mercado de rodamientos a bolas, gracias a sus participaciones en minas, altos hornos, fundiciones, fábricas de todas clases. Uno de los tres principales centros de la SKF está en Alemania (Schweinfurt), otro en Suecia (Göteborg) y el tercero en Filadelfia. Y el

dossier SKF presentado a Quattermain trata únicamente de Filadelfia; da cifras por millones, contiene docenas de kilos de documentos y demuestra que al mismo tiempo que la USA Air Force libra la batalla del Pacífico y se dispone a intervenir en Europa, está parcialmente inmovilizada en el suelo por falta de rodamientos a bolas en cantidades suficientes. Mientras tanto, unas enormes expediciones de esas piezas esenciales son encaminadas con regularidad desde Estados Unidos hacia Suecia, España, Portugal y Suiza, y por consiguiente, en realidad, hacia Alemania.

Un sábado por la mañana, Quattermain, ayudándose únicamente con su bastón, sólo emplea siete minutos para bajar y subir los dos pisos de la escalera exterior que lleva al parque.

Hace un año, día por día, que está en la clínica.

Lee ahora el

dossier de esa superpotente empresa del automóvil de Detroit, cuyo presidente fundador ha recibido de manos de Hitler, al mismo tiempo que el aviador Charles Lindbergh, la Gran Cruz del Águila alemana. Y cuyas fábricas de Francia han continuado funcionando imperturbablemente, no sólo después de la ocupación alemana, sino también después de la entrada en guerra de los Estados Unidos, en diciembre de 1941. Estas fábricas proporcionan a los ejércitos hitlerianos los camiones que necesitan, e incluso fabrican piezas sueltas para la reparación de los camiones Molotov, capturados en el frente ruso. «Si en un futuro próximo las columnas motorizadas americanas y alemanas llegasen a enfrentarse directamente en suelo europeo, señor Quattermain, su compatriota de Detroit se hallaría en la situación de haber proporcionado camiones a los dos campos: los negocios son los negocios».

—Feliz Navidad —dice Rosie esta noche, haciendo el amor con Quattermain.

Dos días antes, Quattermain ha recibido una visita excepcional: la de otro americano, que viaja oficialmente por Alemania en su calidad de presidente del Banco para liquidaciones internacionales. El hombre, evidentemente, es un banquero que ha trabajado durante dieciséis años para la Hunt Manhattan; conoce personalmente al tío Peter y al primo Larry; está muy confiado en cuanto a la salida de la guerra (aunque evite proporcionar demasiados detalles sobre su actual desarrollo); regresa de Berlín, a donde ha ido a conferenciar con las altas finanzas alemanas. Ha traído regalos, libros y discos, y hasta una cuarentena de películas. «Joachim va a hacer que le instalen una pequeña sala de cine; tiene usted que confesar que está muy bien tratado».

El

dossier TTT.

Teléfonos y comunicaciones de todas clases.

«Sin duda usted conoce personalmente, señor Quattermain, al hombre que ha creado y que dirige TTT —escribe Joachim—, puesto que es usted el accionista principal».

El

dossier TTT es enorme. «Una comisión de Investigación del Senado de los Estados Unidos tardaría en verlo un año o dos, y yo sólo dispongo de unas semanas», piensa Quattermain.

Sólo retiene algunos puntos esenciales. Por ejemplo, el nombre de uno de los representantes del imperio de TTT en Alemania, Walter Schellenberg, que es nada menos que el jefe del Servicio de Contraespionaje de la Gestapo.

O el hecho de que los pagos sean efectuados desde hace años a Heinrich Himmler y a su organización SS.

O también las muy considerables inversiones en Alemania.

(

Dossier anejo: el detalle de esas inversiones, en toda la industria de comunicaciones —«… advertirá usted que el mantenimiento y la constante modernización de las redes telefónicas y de radio de Hitler, de su gobierno y del Alto Mando Militar alemán, el OKW, están asegurados por unos técnicos de la firma americana, formados en los Estados Unidos» [

cf.: piezas 2137 a 2244…]).

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